Kamchatka

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Quinta hora: Historia » 74. Donde regresamos, para no hallar más que oscuridad

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A nuestro regreso, medianoche del domingo, el barrio entero estaba en tinieblas, cuadra tras cuadra de pura penumbra. Papá dejó el auto a doscientos metros de la quinta, metiéndolo de trompa en la entrada de piedra de otra casa; en caso de zafarrancho de combate, podía recular fácilmente en cualquier dirección. Mamá y yo lo vimos alejarse, linterna en mano, por la calle de tierra. El Enano dormía a mi lado, abrazado a sus dos Goofys llenos de baba. Mamá tuvo tiempo de fumarse dos Jockey, uno tras otro, antes de que papá volviese.

«Parece que es un corte de luz, nomás», dijo papá, sentándose al volante.

«¿Y Lucas?», pregunté yo. Era todo lo que quería saber.

«Lucas no está.»

Por algún motivo, su afirmación no me pareció categórica. Apenas el Citroën entró en la quinta me bajé como un bólido y empecé a buscar a Lucas por todas partes. Era cierto que no había luz. Recorrí la casa tanteando las paredes, mientras gritaba su nombre en cada ambiente. Al llegar a mi habitación, el dedo de la noche clara que entraba por la ventana me señaló una ausencia. La bolsa de dormir de Lucas tampoco estaba allí. Que Lucas faltase era una frustración, porque tenía muchas ganas de verlo; ya llegaría. Pero que se hubiese llevado sus cosas me producía otra clase de inquietud.

Mamá dijo que a lo mejor, en nuestra ausencia, había decidido dormir en otro lado. No podíamos culparlo. Cuando uno está solo, decide lo que quiere. Pero no debía preocuparme; si Lucas hubiese pensado ausentarse por mucho tiempo, no lo habría hecho sin avisar, como corresponde.

Me pregunté si en algún sitio de la casa habría algún mensaje que, en las sombras, no encontraríamos de inmediato.

Iba camino a la pileta, para ponerme al tanto de la salud de nuestros sapos, cuando vi una luz que venía del fondo.

Prende y apaga. Prende y apaga. Como una señal.

Le di un abrazo a Lucas que lo dejó sin aire. Estaba apoyado contra un álamo. A un costado estaban su bolsa de dormir y el bolso de Japan Air Lines.

«¿Qué hacés acá afuera? ¿No ves que va a llover?»

«Los estaba esperando.»

«¿Qué pasó con la luz?»

«Hay un corte general, por toda la zona. Es una boca de lobo.»

Se ve que la respuesta de Lucas no me convenció, porque de inmediato volví a probar suerte y le pregunté: «¿Qué hacés acá afuera?».

Lucas no me contestó. Parecía más interesado en papá, que nos había visto y se acercaba. Eso me molestó. Imaginé que al ignorarme Lucas estaba rompiendo un pacto, y que yo tenía por ello derecho a sentirme dolido. Pero no tuve tiempo de expresar la ofensa que sentía. Las cosas pasan a mayor velocidad que los sentimientos.

«¿Tenés un minuto?», le preguntó Lucas a papá.

En lugar de responderle, papá me echó de ahí.

«Andá a ayudar a mamá, que se quedó sola con los bolsos.»

Obedecí de mala gana. Cuando el Enano, que se desperezaba, me hizo un comentario ingenuo, lo mandé a paseo. Se fue a lloriquear por la zona de la pileta, donde descubrió un cuerpo flotando sobre las aguas:

«¡Sapo muerto! ¡Sapo muerto!»

De alguna forma sentí alivio. Era bueno tener algo que hacer, algo a que abocarme. Mandé al Enano en busca de papel de diario e hilo sisal. Yo fui a buscar una pala.

Lo enterramos debajo de un árbol, junto a los demás.

«Esto no es un pozo», decía el Enano al paquetito que hacía de mortaja, «es un ascensor. Te metemos ahí adentro y te vas derecho al cielo de los sapos».

Puso al sapo en la tierra. Yo empecé a taparlo. El Enano hizo una señal de la cruz precisa y elegante y salió corriendo para la casa.

Todavía estaba lidiando con la pala cuando Lucas se me acercó. Llevaba la bolsa de dormir bajo el brazo y el bolso de Japan Air Lines colgado del hombro.

«Me voy, Harry.»

«¿A esta hora? ¡Te vas a empapar!»

«Tu papá me lleva a la estación.»

«¿Puedo ir?»

«… No.»

«¿Por qué no? ¡Si ya termino!»

«No puedo esperar más. Tendría que haberme ido hace mil años, pero quise esperarlos. Para despedirme.»

Yo empecé a golpear la tierra con la pala, apisonándola.

«Me voy, Harry. Y esta vez no vuelvo.»

«¿Te tenés que ir sí o sí?», pregunté, zapateando ahora sobre la tumba con la suela de mi zapatilla.

«Pregunta incorrecta.»

Me eché de rodillas, buscando piedras con que cubrir la tumba; no quería que los perros hurgasen en ella durante la noche.

«¿Va a ser así, entonces? ¿Chau, me doy media vuelta y me voy? Pensé que éramos amigos.»

«¡Si no nos vamos a ver nunca más!»

Hubo un silencio que pareció definitivo. Yo tenía las manos llenas de piedras cuanco Lucas dijo:

«Dejé la remera naranja en la habitación.»

Me pareció el colmo. No le tiré las piedras porque las quería para otra cosa.

«¡Andá a buscártela vos!»

En algún momento empezó a llover sin que me diera cuenta. Yo seguía de rodillas; había empezado a acomodar las piedras en forma de espiral, empezando en el centro de la tumba y girando en círculos cada vez más abiertos, cuando descubrí a mamá parada a mi lado.

«¿Por qué no te despedís de Lucas?»

«Porque no quiero.»

«Después te vas a arrepentir.»

«¿Y vos qué sabés?»

«Yo sé. Creeme que sé.»

«¿No ves que estoy ocupado?»

De repente mamá estaba en el suelo, también, de rodillas sobre la tierra mojada. Me puso las manos sobre los hombros y me obligó a girar hacia ella.

«Mirame. ¡Mirame bien!», dijo, enderezando la cara que yo quería voltear. «No podés seguir encerrándote. Yo sé que sufrir es una porquería, ¿a quién le gusta?, todos querríamos tener una armadura que nos proteja del dolor. Pero uno levanta una pared para protegerse de lo que viene de afuera y al final descubre que se ha quedado encerrado. No te encierres, mi amor. Es preferible sufrir a dejar de sentir. ¡Si vivís con armadura, te vas a perder las mejores cosas!… Prometeme algo. Prometeme que no te las vas a perder. Que no vas a dejarlas pasar. Ni una sola. ¿Me lo prometés?»

Yo aparté mi cara bruscamente. Estaba harto de las preguntas incorrectas, de los sapos suicidas y de las monsergas maternales, que como estaba demostrado no se suspendían en caso de lluvia. Pero si pensaba que eso bastaría para que mi madre se diese por vencida, estaba equivocado. Para esa mujer empapada, la maternidad también era una cuestión de resistencia.

«¿Sabés cuál fue la vez que sufrí más en mi vida?» (No esperaba respuesta de mi parte, así que prosiguió.) «Un dolor de muerte, te juro. ¡La pasé muy mal! Pero era un dolor que yo había elegido, a conciencia. Tenía dos caminos: o elegía lo que yo quería, y sufría en el proceso, o elegía no sufrir, pero me quedaba sin nada. Y elegí bien. Pasé por el dolor más grande, pero llegué a la felicidad más grande. Y no la cambio por nada del mundo. ¿Sabés cuándo fue? ¿Sabés de qué te hablo?»

Yo no quería responder, pero me intrigaba esa parte del folklore familiar que estaba seguro de no conocer. ¿Qué historia era esa? ¿Qué le había pasado a mamá, qué dolor tan grave? ¿Habría pasado por alto alguna de sus cicatrices?

«Hablo de vos. De cuando te tuve a vos, ganso.»

Al volver a mi habitación entendí lo que Lucas había querido decir al despedirse. Yo pensé que había tenido el descaro de mandarme a buscar su remera, pero no era así. Lucas sabía cuánto me gustaba el naranja fulgurante, la parte que parecía de goma, el alucinante dibujo de la moto. Por eso la dejó sobre mi cama, limpia y desplegada en todo su esplendor. Me la estaba regalando.

Corrí hasta la calle pero ya se habían ido.

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