Kalashnikov

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Capítulo 22

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Capítulo 22

—Entre chinos, hindúes, coreanos, japoneses, filipinos e indonesios suman tres mil quinientos millones de seres humanos, es decir, más de la mitad de los habitantes del planeta. —El tono de voz de Tom Scott era de evidente preocupación—. Y hace unos meses un grupo de empresarios coreanos intentó comprar la mitad de la isla de Madagascar con el fin de convertirla en campos de cultivo, aunque la operación falló en el último momento debido a que los militares dieron un golpe de Estado contra el gobierno que había aprobado la venta…

Se encontraban reunidos de nuevo los cuatro, pero en esta ocasión lo habían hecho como si se tratara de fugitivos de la justicia, partiendo cada uno desde Bruselas en horas y en direcciones diferentes para ir a coincidir al atardecer en el chalet de un ex amante de Valeria Foster-Miller, un millonario solterón que había dado una evidente muestra de caballerosidad al entregarle las llaves de su «refugio más íntimo y personal» sin hacer preguntas indiscretas.

Y es que Tom Scott había asegurado que tenía cosas importantes que contarles respecto al Ejército de Resistencia del Señor.

—Por lo que mi gente ha conseguido averiguar… —puntualizó al poco de encontrarse acomodados en torno a la chimenea—, Kony ha decidido «diversificar sus actividades» visto que el negocio del oro está dejando de ser rentable y cada día le resulta más difícil conseguir la gran cantidad de coltan que necesita a la hora de pagar y pertrechar a sus hombres. Su ejército ha crecido en exceso, la mayor parte de sus miembros ya no lucha por un ideal religioso sino por el botín, y si no hay dinero a repartir acabarán por amotinarse.

—¿Acaso no les basta con los saqueos? —quiso saber un sorprendido Sacha Gaztell, que era sin duda el más consciente de los abusos que solían cometer los rebeldes durante sus sanguinarias incursiones.

—Ya no les queda nada que saquear… —fue la inmediata respuesta—. Llevan tanto tiempo arrasando la región que los nativos no disponen ni de un pedazo de pan que llevarse a la boca. Lo único que pueden hacer sus tropas es violar, raptar, torturar y asesinar, pero incluso eso acaba por cansar. —Extrajo de un portafolios que descansaba sobre la mesa una serie de documentos y los exhibió como si se tratara de una prueba irrefutable al añadir—: Según este estudio de la Agencia de las Naciones Unidas para la Agricultura, los países superpoblados asiáticos, los Emiratos Árabes, así como muchas empresas transnacionales y fondos de inversión occidentales se están dedicando a adquirir inmensas extensiones de terreno en África y Sudamérica con el fin de dedicarlos a la producción de alimentos.

—¿Qué tiene eso de malo, y qué tiene que ver con el Ejército de Resistencia del Señor? —quiso saber Víctor Duran—. Supongo que acabar con el hambre de la humanidad es uno de los grandes retos de nuestro tiempo.

—Y supones bien.

—¿Entonces…?

—Todo depende de cómo se haga, porque si con el fin de proporcionar alimentos a los ricos, se despoja de sus tierras y se mata de hambre a los pobres nos encontramos con el eterno problema de explotación que ha marcado la historia de la humanidad desde el comienzo de los tiempos.

—Eso es muy cierto… —admitió Valeria Foster-Miller mientras servía las copas, ya que en cierta manera aquélla había sido «su casa» durante muchos fines de semana—. Las tierras ricas suelen conquistarse por medio de sangrientas guerras, pero también se han dado casos diferentes, como el de aquel estúpido zar de Rusia que malvendió a los norteamericanos un territorio tan inmenso como Alaska en siete millones de dólares. Años después, una única mina de Alaska, la de Klondike, producía más oro en una semana. Vender el suelo que pisas es pan para hoy y hambre para mañana. —Colocó un vaso ante Tom Scott al tiempo que se disculpaba añadiendo—: Perdona el inciso.

—Viene a cuento.

—Continúa, por favor…

—Como iba diciendo, la búsqueda de terrenos aprovechables se está convirtiendo en uno de los más prometedores negocios del futuro. Hasta no hace mucho el primer objetivo de los grandes inversionistas se centraba en el petróleo, pero la tendencia está cambiando a la vista de que cada día aparecen nuevos yacimientos en lugares muy diversos, lo cual impide el monopolio y reduce de forma drástica las ganancias.

—Eso es muy cierto —reconoció Sacha Gaztell de inmediato—. Ya los miembros de la Organización de Países Exportadores de Petróleo tan sólo controla el treinta por ciento de la producción mundial.

—Y debemos tener en cuenta que millones de seres humanos no consumen ni una gota de petróleo al día mientras que todos necesitan comer.

—¿Pretendes decir con eso que el dinero va ahora en busca del hambre? —insinuó Víctor Duran.

—Sería una forma de expresarlo —admitió el otro—. A más hambre, más dinero.

—Triste.

—Puñeteramente triste, pero cierto. Empresas muy poderosas están invirtiendo miles de millones en la producción de alimentos transgénicos con vistas a abastecer esos mercados.

—Admito mi ignorancia… —reconoció Sacha Gaztell con encomiable sinceridad—. Pero nunca he tenido muy claro qué es eso de los alimentos transgénicos.

—Son organismos genéticamente modificados, sobre todo semillas de arroz, soja, maíz o patata en las que se han introducido el gen de un animal, planta o bacteria con una técnica tan poco fiable como la ingeniería genética —le aclaró en este caso Valeria Foster-Miller, que sí parecía familiarizada con el tema—. Esta modificación causa efectos no deseados en los cultivos, el medio ambiente e incluso la salud de los consumidores.

—Suena a algo extremadamente peligroso.

—Y lo es porque se ha demostrado que la ingeniería genética provoca efectos colaterales y las actuales evaluaciones de riesgo son inadecuadas para predecir cualquier impacto negativo en la salud.

—¿Y qué tiene eso que ver con el Ejército de Resistencia del Señor y los crímenes del hijo de la gran puta de Joseph Kony?

—Es lo que estamos intentando averiguar… —puntualizó Tom Scott—. Esos alimentos manipulados, sobre todo el arroz y el maíz, resultan infinitamente más rentables que los cosechados de forma natural, pero la mayoría de los gobiernos «civilizados» impiden que se cultiven e incluso que se comercialicen en sus países. Por ello sospechamos que empresas sin escrúpulos pretenden producirlos de forma masiva en lugares en los que no les pongan ningún tipo de trabas, para lo cual han corrompido previamente a sus dirigentes.

—¿Como por ejemplo?

—El Sudd, en Sudán, y tal vez la región oriental de la República Centroafricana, ya que se trata de humedales y pantanales muy apropiados para plantar arroz. Juntos suman casi setecientos mil kilómetros cuadrados; es decir, aproximadamente el tamaño de Francia.

—¡Qué barbaridad! ¡Un arrozal del tamaño de Francia! ¡Mucha gente va a hartarse!

—O a morir como chinches… Greenpeace ha pedido en repetidas ocasiones que se deje de plantar arroz manipulado por la empresa Bayer visto que la biotecnología es incapaz de controlar la contaminación transgénica. Sin embargo, en el sur de Asia existen en estos momentos mil cuatrocientos millones de hambrientos que parecen dispuestos a devorar cualquier cosa aun a costa de que acabe envenenándoles.

Sacha Gaztell dejó sobre la repisa de la chimenea el vaso de vodka que tenía en la mano como si el simple hecho de estar disfrutándolo durante el transcurso de semejante conversación se le antojase inapropiado, al tiempo que inquiría:

—¿O sea que si no he entendido mal existen empresas decididas a matar lentamente a mil cuatrocientos millones de otras personas a base de apoderarse de tierras vírgenes con el fin de cultivar en ellos alimentos inadecuados?

—¡Más o menos!

—Pero Dios no puede permitir algo así…

—¿A qué Dios te refieres?

—Dejemos ese tema religioso a un lado… —suplicó Virginia Foster-Miller—. Lo que ahora importa es confirmar que Joseph Kony está implicado en este proyecto y tratar de averiguar quiénes le respaldan.

—Confiemos en que el hombre que eligió Sacha acabe con Kony de una vez por todas, con lo cual poco importará que esté implicado o no… —Tom Scott se volvió ahora al aludido, que permanecía en pie junto a la chimenea—: ¿Sigues sin noticias de nuestro amigo el cazador? —Ante el ligero gesto afirmativo añadió—: En ese caso me temo que el viejo dicho de que «no tener noticias son buenas noticias» es erróneo y nos equivocamos al suponer que un hombre solo podría acabar con semejante alimaña.

—No es uno, son dos y aún confío en ellos.

—Ten algo muy presente, querido… —insistió Tom Scott en un tono de manifiesta acritud—. Lo que está en juego no son tan sólo millones de vidas, sino también unos humedales en los que anidan la mayor parte de las aves que emigran cada año entre Europa y África, así como infinidad de especies de animales salvajes para las que esa región constituye un último refugio. Nos enfrentamos a una terrible catástrofe ecológica y humana, por lo que creo que no basta con confiar en que alguien sea capaz de volarle la cabeza a alguien. El problema va mucho más allá.

—Lo entiendo, pero no se me ocurre qué más podemos hacer; ellos tan sólo son dos allí, y nosotros tan sólo cuatro aquí… ¿Cuál es la diferencia?

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