Kalashnikov

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Capítulo 3

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Capítulo 3

Cuando a la tarde siguiente el pelirrojo Hermes regresó a casa de Román Balanegra, se lo encontró inclinado sobre un resobado mapa del este del país repleto de marcas y tachaduras, teniendo a su lado a un espigado y fibroso nativo cuyo rostro evocaba un piano de cola por el color de su piel y la extraordinaria perfección de su inmaculada dentadura.

—Éste es el señor Hermes, el que pretendemos que nos haga ricos, y éste es Gazá Magalé, el mejor pistero del país, y el único que conoce esta región casi tan bien como yo —los presentó—. Hemos cazado juntos durante más de veinte años y vendrá conmigo.

—¿Cuántos más les acompañarán?

El dueño de la casa negó con la cabeza al señalar:

—«Dos son compañía, tres multitud», y aunque en este caso no se trate de una relación amorosa, cualquier extraño resultaría un estorbo.

—Pero se verán obligados a vagar durante días o semanas por esas selvas… —le hizo notar el recién llegado—. ¿Cómo piensan cargar con las tiendas de campaña, las armas y las provisiones?

—¿Tiendas de campaña? —pareció sorprenderse el pistero cuyos dientes semejaban teclas de piano—. ¿Para qué demonios necesitamos tiendas de campaña?

—Para dormir, supongo… —fue la dubitativa respuesta del europeo.

El negro se volvió hacia aquél con quien había recorrido selvas, pantanos y praderas durante media vida con el fin de inquirir en un tono de evidente sorpresa:

—¿Alguna vez has dormido en tienda de campaña en las selvas del levante?

—No, que yo recuerde… —replicó el interrogado, que a continuación sonrió a su huésped como si se viera en la obligación de aclarar sus palabras—: Los elefantes apenas se detienen, ni de día ni de noche, y por lo general tan sólo duermen tres o cuatro horas al día, e incluso a veces lo hacen sin dejar de avanzar —dijo—. Debido a esa maldita costumbre, cuando les sigues la pista en la selva no puedes perder tiempo montando y desmontando tiendas de campaña.

—Pues yo siempre había creído que los campamentos de tiendas de campaña alrededor del fuego constituían la esencia de la vida en África.

—Eso queda para las películas, los safaris de turistas y los millonarios a los que les encanta matar un elefante a cincuenta metros de distancia en la seguridad de la pradera y con un profesional armado de un Holland&Holland 500 cubriéndoles las espaldas. A los «marfileros», que nos vemos obligados a seguir a los elefantes a través de la selva, no nos queda más remedio que dormir en el suelo y cenar frío porque el fuego les alerta. Encontrar a la gente de Kony en el laberinto de jungla y pantanos del poniente será como encontrar a una manada de elefantes y, por lo tanto, únicamente cargaremos lo necesario para cuatro días.

—¿Y cree que en cuatro días conseguirán su objetivo? —se sorprendió el otro.

—¡Ni por asomo! —pareció escandalizarse Román Balanegra—. La zona en la que se supone que se esconde tiene aproximadamente el tamaño de Francia, pero como sabemos que no respeta fronteras su campo de acción es casi tan grande como media Europa, o sea que por contento me daría con localizar a ese hijo de puta antes de un mes… —Alzó las manos con las palmas hacia arriba como si con tan simple gesto lo explicara todo al concluir—: Tan sólo conseguiremos abatirlo si somos capaces de movernos con extraordinaria rapidez y sin ningún tipo de impedimentos.

—¿En ese caso cómo piensan abastecerse durante todo ese tiempo? —inquirió el cada vez más intrigado Hermes.

—¿Acaso pretende aprender nuestros trucos antes de habernos pagado? —fue la divertida respuesta del cazador al tiempo que indicaba con la barbilla el maletín que el pelirrojo había dejado en el suelo—: ¿Ha traído el dinero?

—Y la póliza de seguros… —fue la respuesta del aludido al tiempo que colocaba el maletín sobre la mesa, lo abría y permitía ver que se encontraba repleto de fajos de billetes que aún olían a recién impresos—. Aquí hay medio millón de euros… —especificó—. El resto se encuentra depositado en un banco suizo a la espera de resultados.

Permitió que durante unos instantes los ojos de los dos hombres se alegraran a la vista de tan gratificante espectáculo, y a continuación extrajo del bolsillo de la chaqueta un documento y una pluma al tiempo que añadía:

—Si firma aquí y Joseph Kony muere antes de noventa días, el banco suizo depositará en su cuenta la cantidad que falta ya que usted figura como único beneficiario de esta póliza de seguros.

—¿Y cómo ha conseguido organizar algo que tiene todo el aspecto de ser totalmente irregular, por no decir abiertamente ilegal?

—Como se consigue casi todo en esta vida, querido amigo; con dinero. Si hemos decidido quitar de la circulación a un enemigo público no podemos andarnos con remilgos en torno a la validez o no de una póliza de seguros; les está esperando y punto.

—Un momento… —intervino Gaza Magalé, al que se le advertía bastante confundido por el rumbo que tomaba la conversación—. ¿Qué ocurriría si en el transcurso de esos noventa días Joseph Kony se muere de un infarto, por la picadura de una serpiente o un ataque de hipo…?

—Que habrán demostrado ustedes que además de magníficos cazadores son excelentes hechiceros capaces de eliminar a su enemigo a distancia, por lo que cobrarán su dinero de igual modo; lo único que nos interesa es la cabeza de ese asesino, y si me la traen serán ricos.

—Ricos o muertos… —Román Balanegra seleccionó tres gruesos fajos de billetes y se los entregó a quien le acompañaría en su difícil misión—. Haz el favor de ir a buscar lo que le he encargado a Dimitri —pidió—. Tenemos que estar dispuestos mañana al mediodía.

Gazá Magalé se guardó el dinero, hizo un casi imperceptible ademán de despedida con la mano y desapareció a largas zancadas.

—Es la única persona de este mundo al que le confiaría mi vida… —musitó el dueño de la casa en cuanto hubo abandonado la estancia—. Y creo que si no hubiera aceptado acompañarme me lo habría pensado mejor.

—¿Me respondería a una pregunta con total sinceridad? —Ante el mudo gesto de asentimiento, Hermes añadió—: ¿Qué posibilidades de éxito calcula que tienen?

—¿De matar a Kony, o de regresar con vida? —Como advirtiera un manifiesto desconcierto por parte de quien le hiciera la pregunta, el cazador aclaró—: Tal vez tengamos un cinco por ciento de posibilidades de conseguir volarle la cabeza, pero muchas menos de que no nos la vuelen a nosotros.

—¿Y les compensa el riesgo?

Román Balanegra señaló con el dedo el maletín de billetes recién salidos del banco al inquirir:

—¡Usted mismo! El mundo se precipita hacia una crisis galopante, los ahorros que conseguí pateando selvas durante toda una vida ni siquiera rinden un tres por ciento, la bolsa se precipita al abismo y si te descuidas tu banco quiebra y te quedas sin nada… —Extrajo del mueble de mimbre que se encontraba a sus espaldas una botella de ginebra y dos vasos que llenó con parsimonia mientras mascullaba—: Y hace tiempo que le tengo ganas al tal Saitán; arrancarle los cuernos de un tiro significaría una forma de agradecerle a este continente cuánto de bueno ha hecho durante casi un siglo por tres generaciones de Balanegras.

—A propósito de ese nombre, no he podido dejar de darle vueltas durante toda la noche… —reconoció el pelirrojo mientras paladeaba muy despacio la ginebra que le habían servido—. Me gustaría saber por qué razón llamaban a su abuelo El Hombre de las Balas Negras.

—Porque sus balas eran negras —fue la rápida respuesta que al parecer se caía por su propio peso.

—Eso ya lo imagino. ¿Pero qué significado tiene? ¿Es que son más eficaces o se trata de una superstición de cazador profesional?

—¡Qué bobería! Lo que ocurre es que cuando mi abuelo llegó a África los elefantes se habían convertido en una plaga que arrasaba las plantaciones y devoraban en una sola noche la cosecha de un poblado para todo el año.

—¿Tanto comen?

—Un macho grande se zampa cinco sacos de maíz tierno de una sentada.

—¡Qué barbaridad!

—Y tanto. A principios del mil novecientos nadie sospechaba que los orejudos correrían peligro de extinción, ni se hablaba de la preservación de la fauna salvaje. Tan sólo eran unos incómodos tragaldabas que proporcionaban abundante carne fresca y colmillos que se pagaban muy caros. —Agitó la cabeza y sonrió, en esta ocasión con cierta nostalgia—. Mi abuelo cazó junto el mítico Samaki Salmón, que como jefe de Operaciones del Control de Elefantes de Uganda llegó a abatir cuatro mil por la sencilla razón de que ocupaban el setenta por ciento de la superficie del país y se hacía necesario matar cincuenta al día con el fin de reducir esa enorme superficie invadida.

—¿Pretende hacerme creer que hubo un tiempo en que se masacraban cincuenta elefantes diarios?

—Eso tan sólo en Uganda; en el resto del continente muchísimos más.

—¡Qué monstruosidad!

—¿Por qué lo considera una monstruosidad? —pareció sorprenderse el dueño de la casa—. ¿Acaso no le gustan los animales?

—¡Naturalmente…! —protestó su huésped—. Por eso mismo lo digo.

—¿Pero le gustan los animales en general o sólo los elefantes? —fue la capciosa pregunta que vino a continuación.

—Me gustan la mayoría de los animales, pero en especial los elefantes, a los que considero unas bestias hermosas, altivas, inteligentes y simpáticas.

Dumbo era simpático con sus enormes orejas que le permitían volar… —puntualizó Román Balanegra alzando significativamente el dedo—. Por el contrario, Ochopatas era un monstruo con unos colmillos de metro setenta que atacó a treinta y tantas personas, de las que consiguió matar a nueve, a las que ensartó, destrozó contra los árboles y machacó hasta dejarlas irreconocibles. Una vez muertas las cubría con hojas y ramas como suelen hacer los orejudos asesinos. Pusieron precio a su cabeza y tuve que perseguirlo durante cinco meses por las selvas de Camerún y Gabón hasta acabar con él.

—Nunca imaginé que existieran elefantes asesinos.

—¡Pues existen! A lo largo de su vida desarrollan tres juegos de muelas, pero si llegan a los ochenta años ya los han desgastado, sobre todo los elefantes que viven en la selva, ya que suelen comer ramas muy duras. Al quedar desdentados se vuelven imprudentes y agresivos, penetrando en los campos de cultivo incluso cuando están las mujeres y los niños trabajando. Eso era lo que solía hacer Ochopatas hasta que un nativo le disparó con un arma de escaso calibre y la bala se le incrustó en un colmillo produciéndole un dolor insoportable que le condujo a querer vengarse de todos los seres humanos que encontraba a su paso… —Román Balanegra lanzó un sonoro resoplido al recordar viejos tiempos—. Y además era listo el hijo de la gran puta. ¡Más listo que una ardilla! Si me descuido me ensarta como una aceituna.

—¿Por qué le llamaban Ochopatas?

—Porque con las cuatro normales, aquellos enormes colmillos, la trompa y un «manubrio» que arrastraba por el suelo, en cuanto agachaba la cabeza más parecía un ciempiés que un paquidermo.

—Pero el que existiera un elefante asesino no es razón para aniquilar a miles de ellos.

El anfitrión rellenó de ginebra los vasos, bebió más con delectación que con ansias, se diría que estaba a punto de dar por concluida la conversación, pero al fin señaló como si se armara de paciencia:

—Dejemos esto claro para que sepa de una vez a qué atenerse; la leyenda de que el león es el rey de la selva es un mito porque esos pomposos y rugientes melenudos se cagan patas abajo en cuanto se aproxima un elefante, que es el indiscutible rey de las selvas, las montañas, los pantanos y las praderas africanas, ya que no tienen otro enemigo que un hombre armado con un rifle. Ni tan siquiera las letales «mambas verdes» le preocupan, porque poseen una piel tan gruesa que la pobre serpiente se dejaría en ella los colmillos antes de inyectarle una gota de veneno; e incluso aunque se lo inyectara, para una bestia de su tamaño sería como si nos bebiéramos esta botella de ginebra a medias; tan sólo sentiría un leve mareo… ¿Se va haciendo una idea de adónde quiero llegar?

—Más o menos.

—Un bicho enorme que no tiene enemigos, vive casi cinco veces lo que la inmensa mayoría de los animales y aumenta de número continuamente hasta que acaba por transformarse en una plaga. Su fuerza, número y tamaño los convierte en «depredadores pacíficos», porque cada uno de ellos come y, sobre todo, bebe por un centenar de los de cualquier otra especie. Cuando su número se dispara, como ocurrió a principios del siglo pasado, condenan a morir de hambre y sed a toda la fauna salvaje de una región. Por eso, si en verdad se ama a los animales, hay que elegir entre uno o muchos.

—Nunca se me había ocurrido analizarlo desde esa perspectiva.

—Pues es la auténtica: he visto a una manada de elefantes llegar a una charca en la que se encontraban abrevando cientos de animales en perfecta armonía, espantarlos a trompazos, beberse el agua, ducharse, cagarse y mearse en ella, revolcándose hasta convertirla en un lodazal y largarse luego tan tranquilos.

—Empiezo a entender su postura… —admitió el pelirrojo—. Pero aún no me ha aclarado lo de Balanegra.

—¡Simple! Ante la acumulación de «trabajo», y para evitar futuras discusiones sobre quién había abatido a una determinada pieza, se decidió que cada cazador pintara sus balas de un color distinto. Como jefe, Samaki eligió salmón, ya que ése era su auténtico apellido, Red Williams se quedó con el rojo, uno, del que no recuerdo el nombre porque a los dos meses lo mató un macho furioso, con el azul, y a mi abuelo le correspondió el negro.

—¡Curiosa historia…!

—En este continente lo que abundan son las historias curiosas referentes a una época en las que un orejudo exhibía unos colmillos por los que cualquier aficionado pagaría una fortuna con el fin de exhibirlos como trofeo.

—¿Y a qué viene esa enfermiza obsesión por los trofeos? —quiso saber su interlocutor—. ¿Qué importa que un colmillo, un cuerno, una cabeza o una piel sea tres o cinco centímetros mayor que otra? Parece cosa de niños…

—Y lo es… —admitió el «marfileño»—. Una presunción que ha costado millones de muertes y la destrucción de la fauna africana porque han sido los aficionados a esos trofeos los que han aniquilado las especies por el simple placer de colgar en sus paredes un despojo que acabará apolillándose. Los trofeos no sirven más que para alimentar la vanidad de unos imbéciles que necesitan tema de conversación para las visitas: «Ese león lo maté en Kenia…». «Ese kudú me costó quince días de penalidades… Es récord de Tanganica…». —Román Balanegra se mostraba ahora molesto—. Fueron esos cretinos los que jodieron el continente.

—¿Acaso no se considera uno de ellos?

—¡En absoluto! Yo era un profesional que acabó viviendo del marfil como otros viven de convertir las praderas en campos de cultivo.

—¡Vamos! —protestó el que se hacía llamar Hermes—. ¿No intentará comparar la labor positiva de los colonos con la de los cazadores? No lo dice en serio.

—Con frecuencia los colonos nos contrataban con el fin de que les libráramos de las grandes manadas que invadían sus campos. Millones de búfalos, cebras, jirafas y antílopes fueron aniquilados porque un agricultor sin escrúpulos quería apoderarse de territorios que pertenecían a los animales. He tenido que matar más elefantes por petición de los hacendados que por la calidad de sus colmillos y por lo tanto en África nadie tiene que echarle nada en cara a nadie; en apenas un siglo hemos convertido un continente virgen en un puto continente sin futuro…

—Y por si no bastara hace su aparición Joseph Kony.

—Siempre existe un Joseph Kony en alguna parte —fue la amarga respuesta—. Lo que ocurre es que en estas tierras medran con mayor facilidad porque cuentan con la selva, lo que les proporciona una impunidad que no encontrarían en ninguna ciudad del mundo.

—¿Y usted está decidido a acabar con esa impunidad?

—No se confunda; no soy yo, sino ustedes los que han elegido ese camino que en el fondo apruebo, y no sólo por los beneficios económicos que pueda reportarme. Uno de los principales problemas de las democracias estriba en que terroristas y criminales que no acatan sus leyes se aprovechan de ellas, por lo que aplaudo que en ocasiones muy especiales, como es el caso de Kony, incluso el juez más inflexible mire hacia otro lado.

—¡Bien! Ya han mirado hacia otra parte. Ahora le toca a usted terminar el trabajo.

—Se hará lo que se pueda.

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