Kalashnikov

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Capítulo 4

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Capítulo 4

El alba del sexto día amenazaba con poner fin a la fiesta de aromas de que disfrutaban tumbados en el prado, contemplando cómo languidecían las últimas estrellas en el momento en que sus manos se rozaron, luego sus dedos se entrecruzaron para acabar acariciándose, y cuando Orquídea advirtió que el rostro de Yuri le impedía seguir viendo las estrellas no se alteró, sino que permitió que se aproximara aún más devolviéndole de buena gana el largo y dulce beso.

Siguieron minutos dulces y apasionados, de los más hermosos que la muchacha recordaba, siempre a oscuras y en silencio, aspirando cada uno el excitante efluvio que emitía el cuerpo de su acompañante, viviendo el instante, pero viviendo con más intensidad la emoción del momento que estaba a punto de llegar.

Y es que la pasión siempre ha estado formada por recuerdos, presente y ansias de un cercano futuro.

Ese futuro galopaba aprisa a lomos de un perentorio deseo, y cuando comprendió que él le estaba subiendo las faldas al tiempo que se desabrochaba la bragueta, bajó la mano buscando protegerse de una precipitada acción que llegaba a su entender demasiado pronto, por lo que sintió un desconocido contacto que se esforzó en alejar, pero casi de inmediato advirtió que un líquido tibio y viscoso le regaba los muslos al tiempo que una desagradable vaharada de un olor nuevo, diferente y agresivo ascendía desplazando de un golpe los aromas reinantes.

Apartó de un empellón a su jadeante pareja, dio un salto echando a correr sorda a las disculpas y los ruegos, no necesitó la luz de la abandonada linterna porque aquél era un paisaje que conocía palmo a palmo y avanzó sin detenerse un instante hasta penetrar en la casa, subir a su habitación y meterse en la ducha.

Permaneció luego largo rato tumbada en la cama, desconcertada, triste y asqueada hasta que sintió unos discretos golpes en la puerta, y al poco penetró su madre, que la cerró tras ella.

—¿Qué te ocurre? —quiso saber—. ¿Te encuentras mal?

Dudó unos instantes, pero al fin comprendió que necesitaba consejo y no encontraría nadie más apropiado que pudiera proporcionárselo.

Andrea Stuart escuchó el corto relato en silencio, se tomó un tiempo para responder y lo hizo al tiempo que alargaba la mano con el fin de apoderarse de una de las de su hija.

—Debería decirte que me enorgullece tu reacción, pero si quieres que sea sincera no estoy del todo segura de que así sea —musitó—. Ya eres una mujer y deberías entender que lo que le ha ocurrido a ese muchacho es lógico.

—Ya no es ningún muchacho.

—Cuando están tumbados en un prado teniendo por primera vez entre los brazos a una criatura como tú, todos los hombres son muchachos… —sentenció su madre con naturalidad—. En un momento como ése resulta muy difícil reaccionar con frialdad.

—No lo esperaba de Yuri.

—Lo que tiene de diferente es la nariz, no el resto del cuerpo, querida —fue la respuesta, que no carecía de un innegable sentido del humor—. Y tal vez fuera precisamente su extraordinario olfato el que le jugó esa mala pasada, porque estoy convencida de que en ese momento, y aun sin proponértelo, debías de emanar un aroma que para alguien como él debía de resultar irresistible.

—No soy una flor.

—Tomándomelo a broma te diría que en esta ocasión has sido más bien un «capullo» —sentenció la buena mujer en idéntico tono—. Yuri es un hombre atractivo e interesante que se gana muy bien la vida, por lo que parece hecho a tu medida puesto que tenéis las mismas inquietudes y aficiones. Olvida lo ocurrido y piensa en ello, porque estoy segura de que de ahora en adelante se tomará las cosas con más calma.

—Por mucha calma con que se lo tome tarde o temprano llegaríamos al mismo punto. Y no estoy dispuesta a pasar por ello.

Andrea Stuart lanzo un hondo suspiro, se puso en pie y se encaminó a la puerta.

Ya en ella se volvió con el fin de comentar en un tono de profunda tristeza:

—Me duele oírte decir eso, porque si no estás dispuesta a pasar por ello nunca tendré nietos, que es lo único que necesito para que mi vida haya sido perfecta.

Abandonó la estancia dejando a su hija sumida en un estado de ansiedad muy semejante a los que solían asaltarle cuando se encontraba rodeada de demasiada gente, malos olores o excesivo ruido.

Recordando cuanto había ocurrido horas antes no le quedaba otro remedio que aceptar la indiscutible realidad de que durante unos minutos el desarrollo de los acontecimientos se le había antojado como un cuento de hadas que rozaba la perfección que siempre había exigido a cada uno de sus actos.

El lugar apropiado, los aromas apropiados, el hombre apropiado y los besos y las caricias apropiados…

Nada desentonaba.

Hubiera deseado que aquella situación se prolongara durante mucho, mucho tiempo.

Pero reconocía que no estaba anímicamente preparada a la hora de hacer frente a cuanto aconteció a continuación.

El lugar seguía siendo el mismo, pero ni el hombre, ni los besos ni las caricias, lo eran.

Y sobre todo el olor.

¡Aquella horrenda pestilencia!

Olor pringoso que le acompañó intentando penetrar en cada poro de su cuerpo durante la larga carrera, después de frotarse furiosamente las piernas con estropajo y jabón, e incluso aferrándose a su memoria como si hubiera decidido no desprenderse nunca.

Trató de imaginarse lo que hubiera significado permitir que semejante pestilencia penetrara hasta lo más profundo de su cuerpo para pasar a formar parte de él y a punto estuvo de correr al baño a vomitar.

Yuri telefoneó a media tarde.

—Lo siento —fue lo primero que dijo.

—No tienes por qué… —le replicó en tono calmado y sin el menor asomo de reproche—. La culpa es mía. Carezco de la experiencia necesaria como para saber cuál es el momento exacto en que se debe detener a un hombre y por ahora no tengo intención de adquirirla.

—Pero yo sí sé cuándo debo detenerme.

—En ese caso lamento que no lo hicieras a tiempo. Dejémoslo así, porque además ya no me quedan rincones de Grasse por enseñarte.

La Nariz Cosaca volvió a llamar en media docena de ocasiones e incluso intentó conseguir la mediación de Andrea, pero ésta se mostró de igual modo tajante al señalar:

—Como a toda madre me gustaría poder decir aquello de: «Conozco a mi hija», pero no es cierto. Orquídea, que siempre ha sido impredecible, ha convertido L’Armonia en una especie de gigantesca casa de muñecas en la que todo debe ser perfecto, empezando por ella misma, y una casa de muñecas no resiste el impacto de un chorro de semen.

A la mañana siguiente Yuri Antanov se fue para no volver nunca.

Las aguas volvieron a su cauce excepto por el hecho evidente de que el mundo exterior cambiaba con sorprendente rapidez.

Una arrolladora crisis cuyas raíces cada cual trataba de explicar de un modo diferente hacía mella en la sociedad a tal punto que la inicial inquietud se había ido convirtiendo en temor, y ese temor llevaba camino de transformarse en pánico.

Aun tan aislada como vivía en lo que Andrea había denominado «su casa de muñecas», Orquídea lo percibía a través de los medios de comunicación, los incontables amigos de Internet y las charlas nocturnas con su padre, que se había visto obligado a admitir que algunos de sus negocios empezaban a resentirse a causa de la globalización del problema.

Su fiel contable, Mario Volpi, al que la muchacha conocía desde muy niña por el cariñoso apelativo de Supermario, les visitaba ahora con mucha más frecuencia de lo habitual, y los dos hombres solían pasarse las horas cuchicheando al borde de la piscina, tal vez diseñando complejas estrategias de mercado o inversiones en negocios emergentes visto que los caminos conocidos no parecían llevar a ninguna parte.

La selecta cadena de pequeños hoteles de la que Jules Kanac se había sentido siempre orgulloso había tenido que ser malvendida a causa del notable bajón turístico y la competencia de los productos manufacturados en China le estaba empujando a la difícil decisión de verse obligado a cerrar una fábrica de zapatos en Italia.

Durante las cenas ya no solía hablar como antaño de música, pintura, cine o literatura, puesto que la mayor parte del tiempo lo dedicaba a lo que parecía haberse convertido en su pasatiempo preferido: despotricar de los altos ejecutivos de todo tipo de empresas.

—Desde que se inventó esa maldita manía de premiarles con parte de los beneficios que obtienen durante su gestión, la economía mundial ha comenzado a navegar sin rumbo, porque lo único que les importa es coger ese dinero y correr en busca de otro puesto más rentable. Son como el caballo de Atila; por donde pasan no vuelve a crecer la hierba, porque dejan las empresas desarboladas ya que jamás renuevan maquinaria, preparan a nuevas generaciones, gastan dinero en promociones o mantienen contento al personal. Todos es ellos, ellos y luego ellos, y el que venga detrás que se las apañe como pueda.

—Podemos recortar gastos reduciendo el personal de la finca… —aventuró en cierta ocasión Andrea Stuart—. A menudo no tienen nada que hacer.

—¡Por Dios, querida! —le replicó escandalizado su marido—. ¡No exageres! Por suerte tenemos suficientes ingresos y reservas muy bien invertidas. Lo que me preocupa es el hecho de que si la cotización del petróleo puede subir como la espuma un día para descender a la tercera parte de su precio en menos de medio año, tenemos la obligación de aceptar que la economía mundial está basada en unos cimientos falsos. No es lo que yo aprendí en la universidad ni en cuarenta años de experiencia, y eso me desconcierta.

Desconcierto y preocupación eran dos palabras que Orquídea jamás imaginó escuchar saliendo de la boca de un hombre tan centrado, seguro de sí mismo y «sólido» como su padre.

Para ella, cuanto se refería al dinero y cómo obtenerlo había carecido de importancia puesto que todas y cada una de sus necesidades se encontraban cubiertas desde que tenía uso de razón.

Pasaba la mayor parte del tiempo en ropa deportiva, no apreciaba las joyas y conducía un viejo, práctico y fiable todoterreno, por lo que sus mayores gastos se encontraban casi siempre ligados a los caballos.

Lo que en verdad le hubiera apetecido era que, aprovechando aquella desfavorable coyuntura, su padre abandonara para siempre los viajes dedicándose a vivir de las rentas, pero ni tan siquiera se atrevió a mencionarlo, convencida como estaba de que Jules Kanac no era de los que se retiraba, sobre todo en los momentos difíciles.

Por el contrario, los retos tenían la virtud de engrandecerle.

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