Kalashnikov

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Capítulo 9

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Capítulo 9

Fue como si de pronto hubieran encendido la luz del mundo.

Tan rápido como el crepúsculo llegó el amanecer, y con la primera claridad del día el mugriento piloto se encontraba ya atareado apretando tuercas y taponando fugas de combustible con cinta aislante, por lo que al cabo de media hora ocurrió el milagro de que las aspas comenzaran a girar de nuevo, instante en el que reaparecieron como por ensalmo Román Balanegra y Gaza Magalé, quienes saltaron al interior del aparato al tiempo que el primero exclamaba:

—¡Larguémonos de aquí antes de que el ruido de ese jodido motor despierte a los muertos…!

Alzaron el vuelo, depositaron en sus respectivos escondites los sacos de provisiones que faltaban, y de inmediato emprendieron el regreso a Mobayé, siempre temerosos de que en el momento menos pensado aquella burda caricatura de helicóptero se desplomara como una piedra lanzada al aire.

El milagro se completó cuando el aparato se posó suavemente en el claro de la espesura, a diez metros del vehículo del cazador, y todo quedó en silencio, por lo que se pudo escuchar el suspiro de alivio de quienes habían permanecido en innegable tensión durante las últimas horas.

—¡Si no lo veo, no lo creo!

—¡Aquí concluye mi primera y última aventura!

Por su parte, Román Balanegra extrajo del bolsillo un fajo de billetes que depositó en la grasienta mano del piloto al tiempo que señalaba:

—¡Escúchame bien, negro loco! Esto es para que cada sábado hagas el mismo recorrido a mucha altura y sin posarte, a no ser que te lancemos cohetes. En ese caso bajas a buscarnos; de lo contrario puedes emborracharte hasta el próximo sábado.

—¿Cuántas semanas?

—Seis.

—¿Y cuánto me llevaré si os saco de allí, porque esto apenas alcanza para la gasolina?

—Con eso tienes para llegar a China y volver, pero si cumples tendrás otros cincuenta mil.

—¡Trato hecho!

Trepó a su artilugio volador, que ante la sorpresa de todos se puso ahora en marcha a la primera, hizo un curioso ademán de despedida consistente en una especie de amistoso «corte de mangas» y al poco su montón de chatarra no era más que un punto que se perdía de vista en el horizonte.

El pelirrojo Hermes no pudo por menos que inquirir en un tono que demostraba su falta de fe.

—¿Confía en que vuelva?

—Confío en que confía en que le pagaré cincuenta mil euros.

Durante el trayecto de regreso a la casa escucharon por la radio del todoterreno la noticia de que la Corte Penal Internacional con sede en La Haya había convertido a Omar al Bashir, presidente de Sudán, en un nuevo fugitivo de la justicia, ordenando su arresto por los crímenes de guerra y contra la humanidad cometidos en la región de Darfur. No se incluían el cargo de genocidio, solicitado por el fiscal, por falta de pruebas.

No obstante, se le acusaba de haber convertido en una tragedia humana la lucha contra grupos de rebeldes de población negra marginados por la comunidad árabe. Desde hacía nueve años, y apoyándose en las milicias musulmanas denominadas janjaweed, la represión incluía asesinatos, violaciones y torturas de miles de civiles con un saldo superior a los trescientos mil muertos. Al parecer, casi tres millones de sudaneses habían perdido su hogar y vivían refugiados en países vecinos, por lo que el portavoz de la Corte Penal aseguraba que el hecho de que Al Bashir fuera un jefe de Estado no le eximía de responsabilidades ni le hacía impune ante la ley. La respuesta del gobierno de Jartum había sido expulsar del país a diez agencias humanitarias con la excusa de que eran las que proporcionaban información falsa, por lo que dos millones de personas corrían peligro de inanición. Entre las diez ONG a las que se había ordenado la suspensión de sus actividades se encontraban algunas tan conocidas como Oxfam, Save the Children y Médicos Sin Fronteras.

—Todas esas acusaciones son justas… —comentó desde el asiento trasero Gaza Magalé—. Pero Al Bhashir es un hijo de puta redomado que lleva veintitantos años matando gente y burlándose de quienes le persiguen, por lo que me juego el cuello a que va a pasar lo mismo que con Joseph Kony: o le pegan un tiro o no hay nada que hacer.

—No se puede andar por ahí pegando tiros a los presidentes… —replicó Hermes volviéndose a mirarle.

—¿Por qué no? —pareció sorprenderse Román Balanegra, que era quien conducía—. Los americanos suelen hacerlo cada medio siglo y casi siempre les ha dado resultado; Lincoln y Kennedy son dos magníficos ejemplos de cómo solucionan el problema los gringos cuando no les gusta un presidente.

—Aquéllos fueron magnicidios cometidos por americanos contra americanos; un problema interno.

—¡Oh, vamos! —protestó el cazador—. No me venga con pamplinas, querido amigo; si pagan por la cabeza de Kony de igual modo podrían pagar por la cabeza de Al Bashir, y le garantizo que resulta mucho más fácil cargarse a un presidente que se pasea por las calles de Jartum vitoreado por una multitud exaltada que cargarse a esa comadreja de Kony en la selva.

—En eso tal vez tenga razón.

—La tengo, y también debe tener en cuenta que es a través de Sudán como Kony saca el coltan con el que paga las armas que necesita. Y esas armas llegan a sus manos cruzando la frontera sudanesa porque su presidente lo permite. Son buitres del mismo nido.

—Hay tantos buitres en el mundo en que nos ha tocado vivir que si tuviéramos que pagar diez millones de euros por cada una de sus cabezas vaciaríamos las arcas de la mayoría de los países.

—Mejor estarían arruinados que con tanto político carroñero merodeando por los despachos oficiales, visto que a la larga los arruinan de igual modo… —puntualizó el cazador para añadir de inmediato—: pero como resulta evidente que nadie acabará nunca con esa raza maldita, nuestro único consuelo estriba en hacer bien nuestro trabajo… —Se dirigió ahora a quien se encontraba a sus espaldas para añadir afectuosamente—: O sea que ya lo sabes, negro, descansa bien esta noche y no te acuestes con más de dos de tus mujeres porque en cuanto amanezca pasaré a recogerte para ponernos en marcha.

Cumplió su palabra porque con la primera claridad del alba Román Balanegra y Gaza Magalé se despidieron de la numerosa familia del pistero, se echaron al hombro sus pesados rifles y sus ligeras mochilas e iniciaron a buen ritmo una incierta aventura de la que les constaba que tenían escasas esperanzas de regresar con vida.

Marcharon durante cuatro días y sin apenas unos minutos de descanso por lo más intrincado del bosque, pasando las noches al relente, bajo una lluvia que a menudo se convertía en diluvio, y sin otra protección que un ligero impermeable.

No cabía luego la oportunidad de calentarse al sol, que no llegaba al suelo en la impenetrabilidad de la espesura, ni ante un buen fuego, que ni intentaron encender ni hubiera ardido en la leña empapada.

Perdieron la cuenta de los pantanos de nipa que atravesaron con el fango a las rodillas y los riachuelos que vadearon con el agua a la cintura.

Cuando aparecía uno de tales riachuelos, y aparecían demasiado a menudo, se veían obligados a vadearlo o seguirlo durante largo rato aguas arriba con las armas y las mochilas sobre la cabeza para a continuación sacudirse como perros mojados, y reemprendían la marcha confiando en que no apareciese otro antes de haber recuperado el aliento.

La selva a su alrededor permanecía en paz, y al rumor de la lluvia golpeando contra las hojas de las más altas copas sucedía el grito de los monos, el canto de infinidad de aves que no alcanzaban a distinguir y el pesado vuelo de gigantescas perdices que surgían de entre sus mismos pies y que a menudo les obligaban a dar un respingo.

De tanto en tanto, distinguían alguna huidiza serpiente, aunque la mayor parte de las veces no les daba tiempo a determinar si se trataba de una especie venenosa o no, así como huellas de jabalíes, antílopes o leopardos.

En ocasiones, por fortuna no demasiado a menudo, el bosque de gruesos árboles con ancha copa y suelo llano dejaba paso al bícoro, la selva primaria, hecha de matojos, espinos y caña brava, allí donde los elefantes solían adentrarse buscando tallos y frutos tiernos y donde más problemas les habían dado en los viejos tiempos en que se dedicaban a cazar «orejudos».

Cuando se sabían perseguidos, y de alguna forma los viejos paquidermos solían averiguarlo muy pronto, buscaban el bícoro y allí se quedaban muy quietos y en silencio, con el oído atento y venteando el aire con la trompa en alto, porque para unos animales que veían poco y mal, no existía mejor campo de batalla que aquél en que su enemigo nada veía.

Y a la hora de la verdad, si se lanzaban a la carga a través de la espesura tierna, su corpachón lo arrasaba, se abría camino fácilmente y aplastaba a su perseguidor, que no tenía posibilidad alguna de escape, atrapado por los mil brazos de los zarzales y las raíces de la selva primaria.

Y cuando un elefante pasaba sobre un cazador; cuando lo lanzaba al aire con su trompa una y otra vez, golpeándolo contra los árboles y machacándolo con sus toneladas de peso, la pasta informe que quedaba resultaba del todo irreconocible.

Pero ahora no perseguían orejudos, perseguían fanáticos, y los años de experiencia les servían de mucho, pero no lo eran todo. Habían aprendido a meterse en la sencilla mente de un paquidermo con el fin de reaccionar como él lo haría, pero les resultaba imposible meterse en las retorcidas mentes de unos desalmados capaces de asesinar, violar o mutilar niños con la absurda e increíble disculpa de que cumplían un mandato divino.

Aunque a decir verdad dicha absurda e increíble disculpa era la que con mayor frecuencia habían utilizado los seres humanos a la hora de perpetrar los más horrendos crímenes e iniciar las más crueles guerras.

«¡Dios lo quiere!».

Todas las razas y todas las lenguas a lo largo de todos los tiempos habían echado mano de tan socorrido grito sin que importara mucho a qué clase de dios se refería.

Román Balanegra recordaba que cuando era niño tenía la absurda costumbre de pasarse días montando la maqueta de un barco, pero cuando al fin estaba listo y le había quedado perfecto, jugaba con él apenas unas horas, porque lo que en realidad deseaba era ponerlo a flotar en el río y permitir que la corriente se lo llevara.

Corría entonces hasta un recodo situado a unos dos kilómetros de distancia y se apostaba tras unos matorrales con su rifle del calibre veintidós.

Cuando el hermoso velero cruzaba por el centro del río le disparaba hasta conseguir hundirlo pese a que más tarde su padre inquiriera la caprichosa e incomprensible razón por la que se había tomado tanto trabajo inútil, ya que para demostrar su magnífica puntería le hubiera bastado con un simple coco.

Tal vez la respuesta estuviera en que reventar un coco no le producía emoción alguna, mientras que destruir su propia obra, sí.

Tal vez al Creador le ocurría lo mismo; se había tomado tanto trabajo a la hora de diseñar a los seres humanos con el fin de divertirse más a la hora de destruirlos.

Y es que los seres humanos eran los únicos a los que les había concedido la capacidad de preguntarse las caprichosas e incomprensibles razones por las que les estaban destruyendo.

La respuesta era entonces sencilla:

«Porque soy Dios y me apetece hacerlo».

Ningún animal entendería semejante respuesta.

Según Román Balanegra la innegable evidencia de que cualquier animal era siempre superior a un ser humano estribaba en el hecho de que no tenía un dios al que pedirle explicaciones ni al que rendirle cuentas.

Marchar durante horas por la selva siempre en silencio dejaba mucho tiempo para pensar y hacer memoria.

A la hora de más calor del cuarto día decidieron sentarse a descansar y comer algo en el lugar más agradable, fresco y ventilado que habían encontrado hasta el presente en su andadura, el corazón de lo que fingía ser el atrio de una prodigiosa catedral, ya que estaba formado por gruesas cañas de bambú de casi veinte metros de altura que se levantaban a ambos lados de un ancho camino uniendo sus extremos en el centro en lo que recordaba unas ojivas góticas.

Como algunos rayos de sol conseguían colarse por entre las ramas y las cañas para acabar por incidir sobre una alfombra conformada por cientos de miles de hojas de distintos tamaños, formas y colores a cuya superficie acudían a calentarse insectos, lagartos y serpientes, el escenario cobraba un aire irreal, casi de pintura renacentista.

Un negro y un blanco sentados frente a frente, cada uno de ellos con una lata y una cuchara en la mano, masticando en silencio unas judías con chorizo frías embadurnadas de manteca cuajada, acompañadas de galletas saladas demasiado húmedas y reblandecidas constituían en verdad un curioso espectáculo, teniendo en cuenta que debían encontrarse a más de cien kilómetros del punto civilizado más cercano.

Y ni rastro de los hombres de Kony.

Ni una huella, ni un trozo de tela enganchado en una rama, ni la colilla de un cigarrillo, ni tan siquiera un puñado de excrementos plagado de moscas.

—Por aquí no ha pasado nadie desde la última vez en que nos sentamos a comer en este mismo sitio, y de eso hace años… —musitó Gaza Magalé en el momento en que hubo concluido de chuparse el dedo con el que había rebañado hasta la última gota de grasa de la lata—. Ni tan siquiera un triste furtivo en busca de una mísera piel de leopardo.

—Eso está claro… —admitió Román Balanegra—. Pero lo que de igual modo está claro es que si podemos descartar que Kony no ha pasado por aquí, podemos determinar dónde no se encuentra, puesto que los dos sabemos que para llegar a los montes tendrían que haber pasado por este claro, que es el único de la zona. Extrajo de su mochila el viejo y manoseado mapa al que parecía tener tanto cariño, como si se tratara realmente del mapa de un fabuloso tesoro pirata. —Si como parece ser cruzaron el Ubangui, la única ruta transitable hacia el noroeste atraviesa esta zona, y como no hemos encontrado rastro alguno que denote su presencia resulta evidente que se han encaminado hacia la frontera sudanesa.

—¡Parece lógico! —replicó el nativo como si aquélla fuera una conclusión admitida de antemano—. Cuanto más cerca estén de la frontera con mayor facilidad recibirán las armas.

—¡En efecto! —mascullo su «jefe» y compañero de cacerías—. Eso es lo lógico, pero si ese hijo de puta ha cometido tantas barbaridades sin que le atrapen es porque nunca sigue pautas lógicas. La policía acaba deteniendo a los asesinos en serie porque suelen tener lo que llaman un modus operandi que acaba por volverles previsibles. Lo malo de Kony no es que sea el mayor asesino en serie de la historia; lo malo es que está tan loco que nunca puedes estar seguro de cuál va a ser su próximo paso.

—O sea que tenemos que aplicar la vieja norma de tu padre con respecto a los orejudos: «Para averiguar dónde están, primero tenemos que determinar dónde no están».

—Lo aprendió de mi abuelo, que aseguraba que el perfecto cazador es aquel que nunca da por sentado que un paquidermo nunca puede trepar a la copa de un pino.

—Aún recuerdo el día en que pisamos al puñetero gorila que dormía cubierto por la hojarasca. Por poco nos arranca los huevos.

—¿Y por qué nos pasó? —inquirió con intención su interlocutor al tiempo que le apuntaba directamente a los ojos con el dedo índice—. Porque estábamos convencidos de que no encontraríamos un gorila en doscientos kilómetros a la redonda, y ése fue un error que casi nos cuesta el pellejo. Aquí, y teniendo enfrente a los hombres de Kony, nunca debemos dar nada por sentado, negro. ¡Y ahora mueve el culo! Nos queda mucho bosque por delante.

Reanudaron la marcha a través de un paisaje casi idílico, puesto que la selva comenzó pronto a ralear y las altas cañas de bambú cedieron su sitio a «lianas de agua», que se precipitaban desde treinta metros de altura formando extraños dibujos en el aire, gruesas como un brazo y por las que escurría la lluvia, que formaba en los claros una cortina de agua maravillosamente iluminada por los rayos del sol de media tarde.

Enormes faisanes y perdices se alzaban a su paso volando cansinamente, y de las copas de los árboles saltaban infinidad de ardillas rojizas que abrían su cola como en un ancho timón para dirigir sus largos vuelos de más de veinte metros.

Un pangolín impasible le observó desde tan cerca como nunca le había permitido aproximarse ningún otro; le pareció escuchar a su derecha la algarabía de una familia de gorilas, y hubieran jurado que la extraña bestia que le observaba, medio oculta por la maleza desde la orilla, era un okapi, con el que jamás se habían encontrado con anterioridad frente a frente, y tan sólo conocían por fotografías.

Chillaban las águilas guerreras sobre sus cabezas, y chillaban las loras en las ramas bajas. Aspiraron el oscuro y embriagador perfume de selva húmeda y caliente; de tierra negra y hojarasca putrefacta; de árboles vivos; de frutos fermentados al aire; el olor que incitó al primer Balanegra a quedarse para siempre en África, consciente de que en pocos lugares encontraría ya aquel aroma primitivo y auténtico que le permitía tomar consciencia de su propia libertad cuando vagaba por lo más profundo del bosque.

Marchaban sin prisas con las mochilas a la espalda y los rifles al hombro, buscando en las cortezas de los árboles y en la alfombra de maleza signos que le hablaran de lo que les interesaba: los fanáticos asesinos del Ejército de Resistencia del Señor.

Abundaban las huellas de venados, leopardos, jabalíes, pequeños duiqueros, chimpancés y la infinita gama de aves de los bosques umbrosos con buen agua y clima cálido, tranquilos sin la presencia del depredador humano.

Dos horas más tarde la espesura fue mostrando nuevos claros, decreció la pendiente, desaparecieron las lianas, los ocumes e incluso las palmeras, y comenzó a imperar la verde pradera de alta hierba salpicada aquí y allá por masas de arbustos espinosos, y altivas ceibas festoneadas por infinitos nidos de tejedores.

Ya la altiplanicie se abría ante ellos sin obstáculo alguno hasta las lejanas montañas, y ambos sabían que era en aquella llanura, y en la gigantesca hoya de unos kilómetros más arriba, la que se empantanaba con las grandes lluvias, donde toda clase de animales se reunían a abrevar sin molestarse los unos a los otros.

Se encaminaron a un otero que se alzaba a una media hora de camino, treparon a su cumbre, tomaron asiento sobre lajas de piedra muy lisa, y extrajeron de sus fundas largos prismáticos con el fin de observar a través de ellos, metro a metro, la gran planicie que rodeaba la laguna.

Había más, muchos más animales y de muchas más especies de las que recordaban, pero procuraron no extasiarse en la indudable belleza del espectáculo, centrándose en el hecho de que ramoneaban con la tranquila beatitud de quien se siente libre de peligros.

—O yo no entiendo de bichos, o a hace mucho que a éstos no les molesta nadie… —comentó al fin el nativo.

—Entiendes de bichos… —fue la respuesta—. Éste debe de ser uno de los pocos rincones del continente al que aún no ha llegado la civilización, y si no ha llegado la civilización significa que tampoco ha llegado Joseph Kony. Lo que más me sorprende es que su tranquilidad indica que no están acostumbrados a que ronden los furtivos, y los dos sabemos que siempre hay alguien por ahí necesitado de un poco de carne fresca o un buen par de colmillos.

—Aquí las noticias corren como la pólvora y ningún furtivo se mete en el bosque a sabiendas de que puede tropezarse con los exploradores que acostumbran mandar por delante esa pandilla de salvajes; son de los que primero te vuelan la cabeza y luego preguntan qué demonios hacías.

—¿Te preocupan?

—Recuerda el viejo dicho: «Marfilero que no está preocupado es porque está muerto». —El negro golpeó levemente la culata de su rifle al añadir—: Desde el momento en que meto una bala en la recamara no dejo de pensar adonde irá a parar.

—Eres bueno en tu oficio… —admitió su acompañante sin el menor reparo—. El mejor que he conocido y te consta que he conocido muchos.

—Modestia aparte, los dos somos los mejores en el oficio y los dos sabemos que lo somos. Lo que no sabemos es si somos lo suficientemente buenos como para salir de una pieza de este intento; los seres humanos siempre han demostrado ser más peligrosos que los «orejudos».

—Pero es que los que perseguimos no son seres humanos, viejo. Son inhumanos.

—Lo sé, y por eso ando hasta con el ojo del culo abierto.

—¡Ya lo había notado!

—¡Jodido blanco!

—¡Fíjate en aquel bicho…! —señaló Román Balanegra en tono de admiración—. Debe de tener casi cien kilos de marfil en los morros. En estos momentos no puedo evitar echar de menos los viejos tiempos.

—Tendríamos que matar más de mil de ésos para conseguir diez millones de euros, o sea que deja de sentir nostalgia.

Continuaron observando a los animales hasta que observaron cómo muy a lo lejos cruzaba el vetusto helicóptero de color verdoso.

—Por lo visto es sábado… —comentó el pistero.

—Y por lo visto ese hediondo comemierda está decidido a cobrar su dinero.

—¡Más vale así!

Al oscurecer, se tendieron a dormir sin encender fuego y sin cenar, apoyando la cabeza en las mochilas, contemplando los millones de estrellas que tachonaban un cielo sin una nube, llenándose los oídos de los mil rumores de la pradera, y la nariz, de sus infinitos aromas que despertaban con la noche.

Se sentían sin duda felices de estar allí; del cansancio del día; de los animales que les rodeaban y de su soledad en el más desconocido y remoto rincón de África pese a que no tuvieran la certeza de si regresarían vivos a casa.

Durmieron a pierna suelta y al despertar el búho que había pasado la noche llamando a su pareja se había dormido, las aves diurnas iniciaban tímidamente sus trinos en un bosquecillo de ocumes, e impalas y gacelas comenzaban a ramonear la hierba húmeda.

El sol tardaría aún en coronar la copa de las acacias pardas y lanzar su primer rayo sobre el lomo de los rinocerontes, pero ya las tonalidades de grises permitían jugar a averiguar cuáles serían los colores que dominarían el paisaje, y de entre esos grises destacaban las primeras jirafas, que acudían, bamboleándose, a abrevar al remanso.

Román Balanegra se arrebujó en su impermeable y recogió con el dedo la escarcha que se había depositado sobre una laja de piedra.

Las flores, los árboles y los animales, lo que había sido siempre su mundo, despertaban a un nuevo día, y a su modo de ver no existían grises más hermosos, ni calma más profunda, ni aun colores más vivos cuando los primeros rayos del sol barrían oblicuamente y por muy corto espacio de tiempo la pradera, y hasta las mismas bestias se movían con más elegancia; más gráciles, casi en cámara lenta; tal vez dormidas aún; tal vez tan sólo relajadas por la noche en calma, sin que el calor comenzara a tensar sus nervios y el peligro las pusiera a punto de saltar.

Amanecía en África, y había quien ansiaba que esos amaneceres fueran diferentes: que no sirvieran tan sólo para despertar a las bestias y dormir a los búhos, sino que fuera también un despertar de ruidos y máquinas; de agitación y progreso; de millones de hombres que se afanaban como hormigas sobre y bajo la tierra, como en Europa, como en América, como en todo el resto del mundo, que carecía de espacios libres para las cebras y las jirafas, para los elefantes y las gacelas, para los pesados rinocerontes o los frágiles impalas.

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