Kalashnikov

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Capítulo 11

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Capítulo 11

Tiempo atrás y en situación normal aquel rodeo no le hubiera exigido más de cuarenta minutos a buen paso, pero pese a que las piernas seguían siendo las mismas no respondían de idéntica manera, por lo que se lo tomó con calma consciente de que no le convenía llegar al cañaveral agotado o con el corazón palpitante.

Esa calma le permitía de igual modo dedicar mayor atención a cuanto encontraba a su paso, no fuera a darse el caso de espantar a una bandada de cualquiera de las cientos de asustadizas aves que abundaban en el bosque alertando a quien no tenía otra obligación que estar alerta.

Los buenos centinelas, al igual que los buenos cazadores, sabían interpretar señales que por lo general pasaban desapercibidas al resto de los mortales, y si era cierto que quien se ocultaba en el cañaveral de la colina era un miembro del Ejército de Resistencia del Señor, resultaba lógico suponer que lo hubieran elegido por ser eficaz en su trabajo.

En tiempos de confrontaciones armadas y en una región tan inhóspita como el oriente de la República Centroafricana, la diferencia entre estar vivo o muerto dependía con frecuencia de detalles tan nimios como saber interpretar el significado del brusco vuelo de un ave o el histérico chillido de un mono molesto por la presencia de un intruso.

Y es que en la mayor parte del territorio que se extendía desde cien kilómetros al este de Mobayé hasta la incierta línea fronteriza con Sudán, el ser humano solía ser un intruso.

Román Balanegra lo sabía y ésa era la razón por la que le había pedido al pistero que aguardara por lo menos una hora antes de salir del bosque e intentar distraer la atención de un más que probable emboscado.

Su cálculo de tiempo resultó correcto, aunque no así el del momento en que comenzaron a descargar con fuerza unas nubes, que se adelantaron a sus previsiones hasta el punto de que cuando alcanzó el cañaveral chorreaba agua como si se encontrara bajo las cataratas del lago Victoria.

Por fortuna, el ruido de sus pisadas quedaba ahora ahogado por el estruendo de las gruesas gotas golpeando con furia sobre las cañas, a las que de tanto en tanto hacían vibrar extrayendo extrañas notas y obligándole a pensar que estaba penetrando en un mágico y gigantesco instrumento musical, pese a lo cual avanzó con infinita paciencia consciente de que en el momento menos pensado podía enfrentarse a una desagradable sorpresa.

Apartaba las cañas y las largas, afiladas y cortantes hojas casi una por una, sin avanzar un metro sin cerciorarse de que no existía peligro, con el arma alzada y el dedo en el gatillo listo a disparar en una décima de segundo al igual que lo había hecho docenas de veces cuando quien se camuflaba tras la cortina vegetal no era un hombre de setenta u ochenta kilos sino un elefante de tres toneladas.

La tensión era, no obstante, idéntica, puesto que la diferencia de peso y tamaño se veía compensada por el hecho de que el hombre estaba en posesión de un Kalashnikov capaz de lanzarle encima una lluvia de balas antes de que tuviera tiempo de darse cuenta de lo que estaba ocurriendo.

Su Holland&Holland 500 era sin discusión la mejor arma imaginable a la hora de abatir a un elefante en el corazón de la espesura, pero el AK-47 era de igual modo la mejor arma imaginable cuando se pretendía aniquilar a un ser humano en el corazón de esa misma espesura por mucho fusil Express de gran calibre que poseyera.

Si él disponía de dos potentísimas balas en la recámara, su enemigo disponía de treinta en un cargador y estaba convencido de que se las vomitaría encima en cuestión de segundos.

La única forma que existía de compensar las fuerzas se centraba, como tantas miles de veces a lo largo de la historia, en el factor sorpresa.

De improviso se hizo el silencio, como si el director de la monumental orquesta de viento, truenos y lluvia hubiera movido bruscamente su batuta cortando toda acción de los instrumentos, lo que le obligó a permanecer inmóvil, con un pie en el aire y el arma apoyada en un grueso bambú, aguzando al máximo el oído.

Pero lo que le llegó no fue ruido alguno, sino un olor acre y distinto; un olor que no pertenecía en absoluto a aquella parte de selva que Román Balanegra tan bien conocía.

Tenía, tal como había previsto, el viento a favor, pero aun así y pese a que lo percibía con nitidez tardó unos instantes en llegar a la conclusión de que lo que flotaba en el ambiente era peste a cuero mojado, a correaje militar o a pesadas botas engrasadas mil veces con el fin de protegerlas de la constante acción del agua.

Ningún cazador profesional de selvas pantanosas en las que se veían obligados a entrar y salir constantemente de riachuelos y lagunas poco profundas acostumbraba usar unas botas de cuero que tardaban mucho en secarse y llegaban a convertirse en un auténtico martirio. Por lo general preferían las de lona con suela de goma ya que desde la primera vez que se empapaban se amoldaban al pie como un guante y se secaban luego con mucha mayor rapidez.

No obstante, a los militares, incluso a los de los ejércitos africanos, se les solía proporcionar botas de cuero, mucho más eficaces y resistentes a la hora de realizar una marcha de varios días por terreno seco, pero ciertamente engorrosas e incluso dolorosas cuando se veían obligados a adentrarse en zonas pantanosas.

Resultaba lógico, por tanto, llegar a la conclusión de que el dueño de unas botas que apestaban a cuero mojado era un soldado.

Del Ejército de Resistencia del Señor, pero soldado al fin y al cabo.

El jefe de intendencia de aquel nefasto ejército de asesinos debía de ser sin duda un fanático religioso.

Pero un estúpido.

Al fin y al cabo una cosa llevaba aparejada la otra.

Volvió la lluvia, regresó el estruendo, el olor a cuero mojado se diluyó en el aire, Román Balanegra pudo apoyar de nuevo sin miedo el pie en la empapada hojarasca sin miedo a que una caña al quebrarse delatara su presencia, pero ahora, al avanzar, tenía mucho más claro el punto en que debía encontrarse exactamente su enemigo.

Lo descubrió a unos ocho metros a su derecha, tumbado en el suelo de un amplio claro de unos cinco metros de diámetro abierto a machetazos, observando a través de unos viejos prismáticos cómo a poco más de medio kilómetro de distancia un negro desarmado parecía hacer ímprobos esfuerzos por evacuar las tripas.

No era momento de andarse con contemplaciones, por lo que de un seco culatazo dejó al observador inconsciente con los prismáticos y la cara incrustados en el fango.

Tardó unos cinco minutos en cerciorarse de que no existían indicios de que se encontrara acompañado, y tan sólo entonces cruzó el último metro de cañas que le separaba del espacio abierto y agitó los brazos con el fin de indicar al falso estreñido que la situación había sido controlada.

En cuanto Gaza Magalé se encontró a su lado le dieron la vuelta al inconsciente centinela y ninguno de los dos se sorprendió en exceso al descubrir que se trataba de un desgarbado y granujiento muchacho que aún no debía de haber cumplido los quince años.

—¡Vaya por Dios! —no pudo por menos que exclamar el pistero—. ¡Lo que nos faltaba!

—¡Pues menos mal que no le volé la cabeza al muy hijo de puta!

—¿Y cuál hubiera sido el problema? —quiso saber el otro—. Si estos cabrones van por ahí matando gente como adultos, lo lógico es que estén dispuestos a que los maten como a adultos.

—¡No me jodas, negro! —masculló un malhumorado Román Balanegra—. ¿Cómo crees que me sentiría el resto de mi vida al saber que el primer ser humano que me cargué, y por la espalda, era un mocoso? ¡La madre que lo parió! ¿Quién le mandaría meterse en esto?

La respuesta la dio media hora después el herido, quien en el momento de recuperar el conocimiento y encontrarse en presencia de dos hombretones con cara de pocos amigos, no dio muestras de sentirse atemorizado, sino por el contrario más bien desafiante.

—Nadie ataca impunemente a un siervo del Señor… —fue lo primero que dijo tras palparse la dolorida cabeza—. Antes de una hora estaréis muertos.

—Pues supongo que se deberá a que nos parta un rayo, porque por lo que veo estás más solo que Jesús en el desierto —puntualizó un sonriente y despectivo Gaza Magalé—. ¿Cómo te llamas?

—Josué.

—¡No me vengas con cuentos que te sacudo un guantazo, enano de mierda! Ése es el pomposo nombre bíblico con que te han bautizado los estúpidos sacerdotes del Ejército de Resistencia de los cojones… ¿Cómo te llamabas antes?

—Yansok. Ahora me llamo Josué-Yansok.

—¡Eso está mejor! ¿Y cuánto tiempo llevas con la gente de Kony, señor Josué-Yansok? —quiso saber Román Balanegra.

—Cuatro años.

—¿Te raptaron?

El muchacho dudó por una décima de segundo:

—¡No! Seguí al Maestro porque comprendí que era la luz que me conduciría por el camino de la salvación eterna.

—No me vengas con gilipolleces, mentecato… —le espetó el pistero haciendo ademán de propinarle un bofetón—. Me juego el cuello a que te raptaron y te enseñaron a manejar un arma, a robar y a matar gente, por lo que has llegado a creerte un tipo duro que no está dispuesto a admitir que cuando te cogieron andabas cagado de miedo. Por desgracia he visto muchos como tú.

—¡Bueno! —intervino de nuevo el cazador, que se había entretenido en revolver entre las pertenencias del prisionero sin encontrar nada de interés—. Al fin y al cabo importa poco quién eres y por qué has llegado adonde has llegado. Lo que en verdad me importa es saber qué demonios hacías aquí.

—Vigilar —fue la seca respuesta.

—Eso está claro. Pero lo que no tengo tan claro es qué demonios vigilabas si a nadie en su sano juicio se le ocurriría atacar llegando por esos bosques y esos pantanales. Y por lo que veo no tienes ni siquiera una radio con la que avisar en el improbable caso de que existiera peligro. O sea que cuéntame lo que haces o lo vas a pasar mal.

No obtuvo respuesta, y tras tres o cuatro preguntas más resultó evidente que el tal Josué-Yansok había decidido sumirse en un digno y absoluto silencio.

Ello trajo como consecuencia que Gaza Magalé perdiera la paciencia, por lo que desenvainando su afilado machete comentó con absoluta naturalidad y como si fuera algo que acostumbrara hacer cada día:

—Creo que lo mejor que podemos hacer es cortarle la cabeza a este renacuajo hijo de puta, porque si le dejamos vivo contará que nos ha visto y estaremos jodidos.

—Pero si lo matamos el cielo se cubrirá de buitres antes de una hora, por lo que sin duda acudirá alguno de los suyos a ver qué le ha pasado y de igual modo estaremos jodidos.

—Lo enterraremos.

—¿Acaso has traído una pala? —Ante la negativa, el cazador añadió—: Pues no me veo cavando durante dos horas sin otra ayuda que un machete para que al rato lleguen las hienas, lo desentierren y acudan de igual modo los buitres.

—¿Y si fingiéramos un accidente?

—¿Qué clase de accidente? ¿Que se disparó sin darse cuenta o que se clavó una caña de bambú en las tripas mientras meaba? ¡No digas bobadas, negro!

—¡Espera un momento! —fue la respuesta—. Tengo una idea.

—En tu puñetera vida has tenido una idea que no me cause problemas.

—Ésta es buena porque al venir he visto un nido de mambas, y ésas sí que constituyen un accidente de lo más creíble.

Se puso en pie de un salto, echó a correr y su compañero de cacerías comprendió de inmediato lo que se proponía, por lo que apartó las cañas con el fin de que el muchacho pudiera ver cómo cortaba una rama en forma de horquilla y se agachaba a unos doscientos metros de distancia.

Al poco agitó una y otra vez la cabeza mientras comentaba en tono francamente pesimista:

—La verdad es que creo que lo tienes crudo, hijo. De todas las agonías que he visto en mi vida la causada por la mordedura de una de esas malditas mambas verdes es la más larga, horrenda y dolorosa imaginable. Te retorcerás durante tres o cuatro horas, vomitando y echando sangre a través de los poros, aunque no vale la pena que me moleste en contártelo porque imagino que lo sabes. Y cuando te encuentre tu gente, hinchado y amoratado, imaginarán que tuviste un mal encuentro. Al fin y al cabo el nido está a menos de doscientos metros y no es de extrañar que alguna de ellas viniera a hacerte una visita.

La expresión del prisionero había cambiado y su rostro se había vuelto ceniciento, pese a lo cual continuó sin pronunciar palabra.

No obstante, cuando el pistero regresó portando un reptil de un color verde oscuro, casi negro, de poco más de un metro de largo y al que le tenía la cabeza firmemente sujeta entre la rama en forma de horquilla y el pulgar, susurró apenas:

—¡Mi Señor me salvará!

—Pues más vale que tu Señor se dé prisa porque conozco a este negro y es impaciente y de ideas fijas.

Gaza Magalé se había acuclillado frente al aterrorizado chicuelo y mirándole fijamente a los ojos señaló, aunque parecía estar dirigiéndose más bien a Román Balanegra:

—Si hago que le muerda en el brazo tardará mucho en morir, pero si le muerde en el cuello será bastante más rápido. ¿Qué eliges?

—¿Y a mí qué coño me importa? —fue la desabrida respuesta de su compañero de correrías—. No se trata de mi vida, negro. Pregúntale a él.

—En ese caso te toca elegir, enano, pero elige pronto porque se me está cansando la mano y no quiero arriesgarme a que este jodido bicho se vuelva contra mí. ¡Menudo ridículo!

—En el cuello.

—Lo que tú digas…

Le aproximó la mamba presionando la base de la cabeza de tal forma que le obligo a abrir de par en par la boca mostrando la lengua bífida y los curvados colmillos rezumantes, y al notarla a menos de diez centímetros de distancia el infeliz Josué-Yansok se echó bruscamente atrás, lanzó un alarido de horror y se orinó en los pantalones.

—¡No! —aulló sin poder contener las lágrimas—. ¡No lo haga, por favor! Les contaré lo que quieran.

El nativo dudó unos momentos como si en verdad le molestara tener que retractarse de lo que al parecer ya era una firme decisión y se entretuvo en la tarea de clavar con sumo cuidado las dos puntas de la horquilla en la tierra, de tal modo que el amenazante reptil quedara con la cabeza inmóvil pese a que el resto de su cuerpo se agitase hasta acabar por enroscarse en la rama. Cuando comprobó que no existía riesgo de que pudiera escurrirse se encaró de nuevo al aterrorizado miembro del Ejército de Resistencia del Señor.

—¡Bien! —comentó con la naturalidad de quien está manteniendo una tranquila charla—. Nuestra buena amiga se quedará un rato donde está, pero te garantizo que como sospeche que nos mientes te la meto en los pantalones para que te muerda allí donde más jode. ¡Empecemos de nuevo! ¿Qué coño haces aquí?

—Advertir a los aviones.

—¿Cómo has dicho? —intervino Román Balanegra, en verdad sorprendido.

—Advertir a los aviones… —repitió Josué-Yansok en el mismo todo—. A la hora de aterrizar tienen que pasar justo sobre el cañaveral, por lo que si he detectado la existencia de algún peligro tengo que hacer señales con el fin de que no se detengan y se dirijan al siguiente punto de encuentro.

—¿Y cómo haces esas señales?

—Encendiendo bengalas.

—No veo que tengas ningún tipo de bengalas.

—Porque las he enterrado justo donde se ha sentado con el fin de que no se humedezcan con tanta agua como está cayendo.

El cazador retrocedió medio metro, escarbó en el punto indicado y al poco extrajo un paquete envuelto en una bolsa de plástico con el logotipo del supermercado más conocido de África Central, y que en efecto contenía una docena de bengalas, cerillas y tres bombas de humo.

—¡De acuerdo! —admitió tras examinarlo todo con sumo cuidado—. Las bengalas te sirven para advertir a los aviones… ¿Y para qué te sirven estas bombas de humo?

—Para avisar a los compañeros que se encuentran al otro lado del pantano —fue la rápida respuesta—. En caso de que se aproxime el enemigo tengo que enganchar la anilla de una rama y salir corriendo porque al cabo de unos diez minutos el peso de la bomba hace que se desprenda dejando escapar el humo cuando ya me encuentro lo suficientemente lejos.

—Resulta ingenioso y suena lógico, o sea que me da la impresión que de momento vamos por buen camino. ¿Dónde aterrizan los aviones?

—En la única planicie que se mantiene siempre seca y que se encuentra a unos veinte kilómetros de distancia, hacia el este.

—¿«El trekc de los babuinos»? —quiso saber Gaza Magalé, y como el interrogado se encogiera de hombros reconociendo su ignorancia, añadió—: Tan sólo puede ser ése, aunque no sé cómo diablos aterrizará ahí un avión si está plagado de acacias espinosas.

—Las acacias son de quita y pon… —fue la desconcertante respuesta—. Cuando se aproxima un avión se apartan y se deja libre la pista durante el tiempo justo que tarda en aterrizar. Luego el aparato se camufla y las acacias se vuelven a colocar en su sitio de tal modo que ni los aviones de reconocimiento del ejército ni incluso los satélites artificiales son capaces de detectar que en ese lugar existe una pista.

—¡También está muy bien pensado, sí señor! —reconoció Román Balanegra—. Muy bien pensado. No cabe duda de que cuando está en juego tanto dinero se agudiza el ingenio. Y ahora dime: ¿qué suelen transportar esos aviones?

—Los que vienen del este, armas y provisiones; los que vienen del oeste, sacos de mineral.

—¿Coltan?

—Supongo… —admitió de mala gana el muchacho.

—¡Supones, no! —le espetó en tono furibundo el pistero—. ¡Lo sabes! Con esa maldita disculpa de la religión, lo que hace tu famoso ejército de hijos de puta es expoliar al Congo de lo que le pertenece, especialmente el oro y el coltan. La verdad es que no sé por qué me contengo y no permito que ese bicho acabe contigo. No sois más que una pandilla de fanáticos ladrones, violadores y asesinos. Te juro que disfrutaría viendo cómo te retuerces de dolor mientras la sangre te sale por los poros.

—¡Ya vale, negro! —le reconvino su compañero—. ¡Deja en paz al enano! Al fin y al cabo si ese maldito Kony no hubiera atacado su pueblo ahora estaría en la escuela.

—Golpeó apenas la rodilla del prisionero con el fin de llamar su atención al inquirir: —¿De qué compañías son los aviones, porque para sobrevolar las fronteras tienen que tener algún distintivo o los derribarían a cañonazos?

—Los que provienen de Ruanda y del Congo casi siempre son de la Jambo Safari, Net Gom-Air, Air-Navette o Naturefot. Los que llegan desde Sudán no suelen tener distintivo.

—No es de extrañar; al gobierno sudanés, que es uno de los principales socios de Kony, no le conviene que puedan identificar la procedencia de los aparatos y saben bien que en sus fronteras con la República no hay defensa antiaérea.

—Cuando se traspasan los sacos de un avión a otro, los de oro tienen que quedar en primer término porque al hacer escala en Sudán los descargan. Su gobierno se queda con el oro y permite que el coltan continúe el viaje… —señaló Josué-Yansok de forma un tanto sorprendente por su espontaneidad.

—¿Viaje adónde?

—A Europa, Norteamérica, China, Corea o Japón… —fue la inconcreta respuesta—. Eso no lo sé con exactitud; tan sólo soy un soldado y esos asuntos únicamente atañen a los oficiales.

—Entiendo… —aceptó el cazador dando por buena la explicación—. ¿Cuándo llegará el próximo avión?

—No tengo ni la menor idea.

—¿Cómo es posible?

—Los oigo llegar, pasan justo sobre mi cabeza y siguen su camino. Es todo lo que debo saber y no me está permitido hacer preguntas.

—Pero, según eso, si tuvieras que avisarles de que hay peligro no te daría tiempo a desenterrar las bengalas y encenderlas —puntualizó Gaza Magalé.

Ahora fue el prisionero el que le dirigió una mirada de soslayo que evidenciaba un cierto desprecio:

—Si hubiera detectado algún tipo de peligro ya me habría preocupado de desenterrar las bengalas y estar con el oído atento para encenderlas a tiempo… —replicó con una mordacidad y una mala intención impropias de su edad—. Pero cualquier imbécil entiende que mientras las cosas permanezcan en calma las bengalas se conservan mejor bajo tierra.

—¡Me da la impresión de que el mocoso te acaba de arrear un buen sopapo en los morros, negro! —comentó divertido Román Balanegra—. Como solía decir mi padre, «los ermitaños no necesitan preservativos».

—Tu padre era un magnífico cazador pero un bocazas —gruñó el otro molesto—. Soltaba siempre lo primero que le venía a la mente, lo que le metió en un montón de líos y lo sabes mejor que nadie… —Hizo un gesto despectivo con la mano como dando por concluido el tema al añadir—: Pero ahora lo que importa es qué carajo vamos a hacer con este pequeño hijo de puta, porque si le dejamos libre correrá a avisar a sus amigos, y te garantizo que corre mucho más que nosotros.

—A su edad, cualquiera… —admitió su interlocutor—. Podemos dejarle maniatado.

—¿En este lugar? —se asombró el negro—. Sería como dejar un cordero amarrado a un árbol; los leopardos, los leones, o lo que es peor, las hienas, acabarían con él esta misma noche y ésa sí que se me antoja una muerte terrible. Seguro que prefiere que le muerda la mamba… ¿O no? —Esto último lo había dicho cacheteando levemente la mejilla del llamado Josué-Yansok con el fin de que le mirara a los ojos, y cuando lo hubo conseguido, insistió tercamente—: Responde, jodido soldadito del jodido Ejército de Resistencia del Señor… ¿Prefieres que te mate una mamba verde o que las hienas te vayan devorando poco a poco a mordiscos? —Al no obtener respuesta debido a que su víctima se encontraba tan atemorizada y aturdida que no atinaba a pronunciar una palabra, alargó la mano, le arrancó con brusquedad la bota del pie derecho y la lanzó al aire mientras exclamaba alegremente—: ¡Te ahorraré el trabajo y elegiré por ti! Prefiero la mamba.

Sujetó contra su rodilla el pie del chico, extendió la otra mano con el fin de apoderarse del reptil y se lo aproximó al talón clavándole los colmillos pese a los desesperados aullidos de terror del infeliz, que de inmediato comenzó a gemir y retorcerse clamando a Dios y llamando desesperadamente a su madre.

Con un gesto brusco Gaza Magalé le quebró el espinazo al reptil justo bajo la cabeza y la lanzó por encima de las cañas.

A continuación le dio unos golpecitos en la espalda al herido.

—¡No te acojones tanto! —dijo—. Cuando no cazo elefantes me dedico a sacarle el veneno a las serpientes porque los laboratorios farmacéuticos lo pagan muy bien. Sé cómo hacerlo y a ésa ya la había vaciado antes de traerla. No te vas a morir, pedazo de mierda, pero el pie se te va a poner como una berenjena. Te pasarás tres o cuatro días jodido, pero si bebes mucha agua dentro de una semana podrás volver andando a tu casa. ¿De dónde eres?

—De Sicu, a orillas del lago Kiwu —replicó a duras penas el muchacho que, pese a lo que su verdugo aseguraba respecto al veneno, no las tenía todas consigo.

—¿Te queda familia allí?

—Supongo que sí.

—La tengas o no la tengas mi consejo es que cuando te recuperes pongas rumbo al sur y no pares hasta llegar a tu pueblo, porque si los hombres de Kony te encuentran herido y desarmado supondrán que has hablado demasiado, por lo que te cortarán el cuello. Y si te encuentro yo te volveré a joder, pero esta vez en serio. ¿Está claro? —Ante el mudo gesto de asentimiento añadió en el mismo tono despectivo—: Te dejaremos las provisiones y el machete para que te defiendas de las alimañas. El resto depende de ti.

Se puso en pie, recogió su mochila y su rifle así como el AK-47 del muchacho y se dispuso a emprender la marcha haciendo un gesto con la cabeza a Román Balanegra.

—¡Agarra esas bengalas y larguémonos de aquí, que pronto oscurecerá y este jodido cañaveral no es un buen lugar para pasar la noche!

El otro obedeció emprendiendo la marcha tras él al tiempo que comentaba:

—Eres un sádico hijo de puta, negro. Podías haberle advertido al pobre crío antes de que la maldita bicha le mordiera. Casi la espicha del susto.

—¿Y por qué no le advertiste tú, si ya lo sabías?

—No lo sabía. Como te conozco, lo suponía, pero no lo sabía.

—¡Anda ya!

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