Kalashnikov

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Capítulo 12

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Capítulo 12

Se habían quedado prácticamente solos en su apartada mesa, y tras servir el café y las copas los camareros se mantuvieron a prudente distancia conscientes de que aquél era un restaurante al que acudían a diario docenas de eurodiputados que solían hablar de delicados asuntos en los que con frecuencia había muchos intereses en juego.

Debido a ello su dueño había instalado un eficaz sistema que detectaba de inmediato cualquier intento de grabación o escucha que se pretendiera utilizar en su local.

En Bruselas, un comedor agradable, una cocina sin pretensiones, un buen servicio, unos precios ajustados y una discreción a toda prueba le garantizaba una clientela fiel y agradecida, y ésa había sido siempre una buena recompensa.

Sacha Gaztell, que cuando se encontraba en «misión secreta» prefería hacerse llamar Hermes, concluyó de relatar la fabulosa experiencia que había significado para él sobrevolar las selvas del poniente de la República Centroafricana en un helicóptero antediluviano, así como el hecho de pasar una noche devorado por los mosquitos a la espera de que quien le devorara fuera un león, por lo que al dar por finalizada su historia, puntualizó con una amplia sonrisa de orgullo y satisfacción:

—Yo he cumplido mi parte con indudable riesgo de mi vida. ¿Quién de vosotros puede decir lo mismo? ¿Eh? ¿Quién?

—Ninguno… —aceptó con encomiable sinceridad Tom Scott—. Y si quieres que te diga la verdad me has dado envidia. ¡Debió ser alucinante!

—¡Acojonante más bien!

—¿Y cómo es ese tipo? —quiso saber Valeria Foster-Miller—. El cazador blanco.

—Peculiar.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Que es tan raro como su apellido, y se comporta siempre de una forma que tan sólo puede describirse como «peculiar». En un momento dado actúa como un Rambo, y al minuto siguiente parece un chiquillo travieso porque empieza a gastar bromas absurdas y a decir boberías.

—¿Pero conseguirá su objetivo? —quiso saber Víctor Duran—. ¿Crees que hemos elegido al hombre adecuado?

—¿Y eso quién puede asegurarlo? —fue la lógica respuesta—. Sobrevolando unos pantanales y unas selvas que a veces semejan una alfombra de copas de árboles que impiden ver el suelo durante más de una hora, llegas a la conclusión de que se trata de un gigantesco pajar en el que nadie encontrará una aguja que para mayor dificultad es muy lista, por lo que nunca se está quieta. —Sacha Gaztell, alias Hermes, hizo una pausa a fin de que sus amigos permanecieran aún más pendientes de sus palabras antes de añadir—: No obstante, os aseguro que cuando observas a esos dos tipos moviéndose por la jungla como si se encontraran en la cocina de su casa y adviertes que conocen hasta el último rincón de esa región como la palma de su mano, llegas a la conclusión de que los días de Joseph Kony están contados.

—¡Dios te oiga! Porque su maldito ejército continúa masacrando inocentes sin una sola semana de descanso —comentó Valeria Foster-Miller—. Cuéntanos algo más del tal Balanegra… ¿Está casado?

—¡Ya empezamos con las historias románticas del apuesto cazador blanco! —fue la respuesta acompañada de una corta carcajada—. Por lo que averigüé se casó con una enfermera congoleña especializada en el sida que le dio dos hijos. El chico es guía de caza fotográfica en Kenia y la chica estudia medicina en Londres. Su mujer, que por lo que pude ver en las fotos que se encuentran por toda la casa debía de ser preciosa, murió hace unos cinco años castigada por un paciente y desde entonces Román vive solo. Pero no te hagas ilusiones; me da la impresión de que las rubias pecosas no son lo suyo…

—¡Anda y que te zurzan!

—Lo cierto es que a estas alturas no me vendría mal un buen remiendo, pero lo que empieza a inquietarme, y mucho, es la idea de que tal vez acabar con Kony no baste. Cualquiera de sus lugartenientes ocupará de inmediato su puesto.

—La historia nos enseña que los segundones suelen durar mucho menos que sus líderes… —puntualizo Víctor Duran—. Lo primordial es cortar la cabeza a ese maldito ejército y luego ya veremos.

—Tan importante es cortarle la cabeza como cortarle los suministros… —intervino Tom Scott en un tono que denotaba su profunda satisfacción. Y a ese respecto me complace comunicaros una excelente noticia.

Todos se volvieron a él, por lo que a su vez se tomó un tiempo para continuar consciente de que el protagonismo había pasado a su lado de la mesa.

—¿Y es?

—Que su principal abastecedor de armas es un traficante al que tan sólo se conoce por el seudónimo de AK-47 y del que nunca hemos conseguido averiguar nada porque el maldito es más escurridizo que una anguila. No obstante, hemos detectamos un mensaje según el cual se ha puesto en contacto con Chin Lee, el mayor fabricante de aparatos electrónicos de Hong Kong que se encuentra desesperado porque se le acaba el coltan.

—¿Cómo lo has sabido? —quiso saber Valeria Foster-Miller.

—Ésa es una pregunta a la que prefiero no responder, querida —fue la rápida respuesta—. Mantengo excelentes relaciones con los servicios secretos de varios países gracias a que nos hacemos mutuos favores dentro de la más absoluta discreción. Confórmate con saber que la fuente es de total confianza.

—Punto en boca. ¿Qué más estás autorizado a decirnos?

—Que en contra de lo que es habitual, y por alguna circunstancia que se nos escapa, pero que cabe atribuir a la difícil situación de la economía mundial, AK-47 solicita un adelanto sobre una importante partida de coltan que se compromete a entregar en el plazo de dos semanas.

—¿Qué cantidad?

—Eso no lo sabemos, pero debe de ser importante ya que está demandando un adelanto de medio millón de euros.

—¿Y se los pagarán?

—Es lo que pretendemos averiguar, querida. Chin Lee no ha llegado a ser lo que es por estúpido y dudamos que se muestre dispuesto a hacer un pago de tal magnitud arriesgándose a perder su dinero dado que a ese traficante nunca se le ha visto la cara. Confiamos en que exija garantías.

—¿Qué clase de garantías?

—¡Vaya usted a saber…!

—Durante treinta años tu padre se negó a entrevistarse con nadie, bien fuera fabricante, transportista o comprador, y eso es lo que nos ha permitido seguir en el negocio sin problemas.

—Durante treinta años mi padre nunca tuvo que enfrentarse a un montón de facturas sin pagar o una amenaza de embargo mientras dispone de un cargamento de fusiles de asalto que han costado una fortuna pudriéndose en un almacén en el que cualquier día los encontrará la policía egipcia —replicó Orquídea Kanac sin alterar un ápice el tono de voz—. ¿Qué otra cosa puedo hacer que reunirme con ese chino e intentar convencerle de que adelante el dinero? ¿Acaso dispones de medio millón de euros?

—Sabes muy bien que no… —admitió el italiano—. Pero te arriesgas demasiado y en este negocio eso suele acarrear fatales consecuencias.

—Nada se me antoja peor que la situación actual… —le hizo ver la muchacha—. Ni tan siquiera la seguridad social se haría cargo del tratamiento que necesita mi padre. ¿Me crees capaz de permitir que se pudra en su silla de ruedas mientras mi madre se apaga como una vela? ¡Antes muerta!

—¡Joder! No cabe duda de que eres hija de quien eres. ¿Tienes algún plan que estés dispuesta a compartir?

—Lo tengo.

Cinco días más tarde el señor Chin Lee aterrizó en el aeropuerto de Niza, en el que le estaba esperando la azafata de una compañía de alquiler de automóviles que le hizo entrega de un sobre cerrado y las llaves de un impecable BMW último modelo, indicándole que se encontraba estacionado en el parking.

Siguiendo las instrucciones que contenía el sobre, el señor Lee salió a la autopista, con dirección a Cannes, pero justo en el cruce que descendía hacia el mar se desvió en dirección contraria por la estrecha carretera que ascendía hacia Mougins entre altos pinos y altas verjas de lujosas mansiones.

No obstante, cuando se encontraba a unos doscientos metros de la entrada del restaurante Le Moulin amainó de improviso la velocidad, se detuvo y recorrió un corto trecho marcha atrás con el fin de ir a detenerse ante la joven de grandes gafas oscuras y larga peluca rubia que evidentemente había llamado su atención.

Intercambiaron unas frases en la clásica escena del automovilista que está contratando un servicio sexual, parecieron llegar a un acuerdo, la muchacha subió al vehículo y con un gesto le indicó que se desviara por una carretera de tercer orden por la que fueron a desembocar al corazón de un solitario bosquecillo en el que estacionaron a la sombra de altos pinos.

—¿Y bien? —quiso saber en tono francamente molesto el señor Chin Lee volviéndose a la golfilla callejera—. ¿A qué viene semejante comedia?

—A que en una situación tan delicada como ésta todas las precauciones son pocas.

—¿Y cuándo me entrevistaré con AK-47?

—El nunca acude a las citas, pero me ha pedido que le enseñe esta lista; son los pagos que usted le ha ido haciendo a lo largo de doce años, con las cifras exactas y los números de cuenta de los bancos en Panamá o las islas Caimán. No es más que una prueba de que represento sus intereses y una forma de que tenga la absoluta seguridad de que cuanto voy a decirle es cierto.

El chino se caló las gafas y estudió con atención el documento que su pasajera había colocado a una cuarta de su nariz y que al poco volvió a guardar en su bolso sin permitir que lo tocara.

—¡De acuerdo! —gruñó malhumorado—. Admitamos que, pese a su extraño aspecto de buscona callejera y una excesiva juventud que no me merece la menor confianza, le representa. ¿Qué tiene que contarme?

—Que en estos momentos el señor Joseph Kony oculta mil ochocientos kilos del mejor coltan en algún punto de la selva congoleña a la espera de que alguien se los cambie por un cargamento de armas que a su vez se encuentra oculto en un almacén egipcio, porque debido a circunstancias ajenas a nuestra voluntad no disponemos de los medios económicos necesarios para hacérselo llegar.

—¿Mil ochocientos kilos? —repitió el otro sin poder contener una cierta excitación—. ¿Está segura de esa cifra?

—Joseph Kony puede ser un psicópata, un fanático, un violador y un genocida, pero nunca miente en lo que se refiere a los negocios puesto que de ello depende su supervivencia.

—¡Si usted lo dice…!

—Lo digo porque lo sé por experiencia, y porque estamos hablando del coltan que usted necesita, de las armas que Kony necesita y del dinero que nosotros necesitamos. A Kony le estorba el coltan, a nosotros nos estorban las armas y a usted le sobra el dinero. Así de estúpido y así de sencillo, y o nos ponemos todos de acuerdo o todos perderemos.

—¿Y qué garantías tengo de que no van a desaparecer con mi dinero?

—Ninguna. Pero si eso ocurriera, un prestigio que hemos tardado años en cimentar se iría al garete, y eso vale más de medio millón de euros. Por otra parte nos hemos tomado la molestia de calcular la cantidad de tantalio puro que extraería de esos mil ochocientos kilos de coltan, así como la cantidad de ese tantalio que utilizaría en la fabricación del nuevo ordenador ultraligero Lee-33 que acaba de lanzar al mercado y que está acabando con la competencia. Por cierto, le felicito porque hemos comprado varios y son extraordinarios.

—¿Por qué varios?

—Porque necesitábamos calcular la cantidad de coltan que utiliza y detectar posibles fallos.

—No tiene fallos… —replicó al instante su interlocutor visiblemente molesto.

—Tiene un minúsculo fallo en la clave de acceso al sistema de seguridad. Admito que casi imposible de detectar excepto por un pirata informático de primera línea, pero que lo tiene, lo tiene, y usted lo sabe. —Orquídea Kanac hizo una corta pausa y al fin puntualizó como si fuera un tema carente de importancia—: Pero es un tema que no viene al caso. A lo que importa: si no nos hemos equivocado en nuestros cálculos, con ese tantalio fabricaría unos setecientos mil Lee-33, lo que le significaría una facturación aproximada, tirando por lo bajo, de cuatrocientos millones de euros. Y sabe muy bien que si no pone suficientes «ultraligeros» en el mercado le arrebatarán el lugar privilegiado que ocupa en estos momentos. Sus clientes se verían obligados a cambiar de proveedor y considero que todo eso también vale medio millón de euros. ¿O no?

—Los vale… —admitió Chin Lee—. ¡Naturalmente que los vale! Pero ocurriría de igual modo si el dinero se esfumara y no recibiera la mercancía.

—En eso tiene toda la razón, ya ve usted.

—Me alegra que lo reconozca y por eso insisto en que necesito algún tipo de garantías sobre mi dinero.

—Pues el único activo de que disponemos en estos momentos son las armas… —fue la calmada respuesta que vino acompañada de una especie de guiño de picardía—. Si le interesan se las vendemos a mitad de precio porque tan sólo nos proporcionan gastos y molestias.

—¿Y para qué quiero yo un cargamento de armas?

—Para negociar personalmente con Kony, visto que las cosas se habrán simplificado; será usted el que tenga los fusiles que él necesita y él quien tenga el coltan que usted necesita. Pero de lo que sí estoy segura es de que no se lo va a cambiar por ordenadores por muy ultraligeros y sofisticados que sean. Los ordenadores no matan gente y, por lo tanto, en la selva no sirven de nada.

El señor Chin Lee encendió un cigarrillo. No le pasó desapercibido el gesto de desagrado de su acompañante, por lo que bajó por completo las ventanillas y, a continuación, se tomó un largo periodo de tiempo con el fin de meditar sobre la compleja situación que se le planteaba, porque tenía plena consciencia de que sin un mineral tan sumamente estratégico el imperio industrial que había levantado a lo largo de toda una vida se vendría abajo en cuestión de semanas.

Se sentía muy orgulloso de haber creado el prodigioso Lee-33, al que podría considerarse una auténtica obra de arte de tecnología punta, pero resultaba innegable que pretender fabricarlo sin tantalio era como pretender que Miguel Ángel esculpiera sus esculturas sin un pedazo de mármol.

—¡Maldito coltan! —masculló al fin.

—¡Oh, vamos, señor Lee, no sea tan injusto…! —replicó la falsa prostituta golpeándole ligeramente el antebrazo—. Si no hubiera sido por el coltan usted continuaría fabricando radios baratas y muñecos de pilas que tocan el tambor hasta volver locos a los padres. Sabe muy bien que le debe su fortuna y ahora le está pidiendo la servidumbre de un pequeño porcentaje de dicha fortuna, lo que al fin y al cabo le va a hacer aún más rico. ¿Qué decide?

—¿Y cómo tienen pensado hacer el intercambio?

—Con rapidez y eficacia; un avión con las armas volará desde El Cairo hasta un punto de la selva en la República Centroafricana, donde cambiará su cargamento por coltan, y al día siguiente le entregará el mineral en el mar Rojo, donde uno de sus barcos se encargará de recogerlo sin problemas.

—¿Y dónde aterrizaría ese avión?

—No aterrizaría.

Ahora sí que el señor Chin Lee no pudo evitar demostrar que se sentía en verdad confundido, y tras observar a su interlocutora como si imaginara que estaba intentando burlarse de él, masculló ásperamente:

—¿Qué pretende decir con eso de que no aterrizaría? ¿Cómo demonios podría recoger mi barco el mineral si el avión no aterriza?

—Porque dejaría caer los sacos en el interior de una ensenada de unos veinte metros de profundidad que se encuentra en una zona desértica de la costa sudanesa. Le aseguro que esos sacos son especialmente resistentes, por lo que no existe el menor peligro de que se rompan con el impacto. Lo único que tendrían que hacer ustedes al día siguiente es fondear el barco en el punto indicado, enviar un buceador a que enganche los sacos a la grúa y recuperarlos. Para evitarse sospechas podrían fingir que están reparando una avería ya que apenas se retrasarían un par de horas; luego seguirían tranquilamente su travesía rumbo a Hong Kong y todos contentos.

—Parece bien planeado, sí señor —se vio obligado a reconocer el chino—. ¡Muy bien planeado! ¿Y cuándo sería eso?

—Justo a la semana de que ingresase el dinero… —le mostró un nuevo pedazo de papel al tiempo que rogaba—. Apréndase de memoria las coordenadas del punto de recogida y, sobre todo, no se las revele a nadie hasta el último momento.

El otro leyó en voz alta lo que aparecía escrito:

—«Dieciocho grados, cincuenta y siete minutos, norte; treinta y siete grados, veintitrés minutos, este». ¡Bien! Lo comprobaré y si coincide con una ensenada de esas características tal vez hagamos negocios juntos.

—¡Usted mismo! —señaló ella mientras guardaba el pedazo de papel y extraía del bolso un paquete de toallitas húmedas con las que se dedicó a limpiar meticulosamente el salpicadero y todas las partes del vehículo que hubiera podido tocar—. Y ahora más vale que se vaya, porque si nos están observando nadie se creerá que le hemos dedicado tanto tiempo a echar un polvo.

—Eso depende del cliente, querida… —fue la humorística respuesta del oriental—. Siempre del cliente, y a mi edad esas cosas acostumbran a tomarse con calma. ¿Dónde quiere que la deje?

—Aquí mismo.

—¿En medio del bosque? —se asombró.

—Este bosque es el lugar donde mejor me muevo y le garantizo que ni usted ni nadie conseguiría seguirme cuando me interne en él.

Descendió del vehículo y a través de la abierta ventanilla añadió a modo de despedida:

—Y ahora siga carretera arriba hasta el pueblo, tómese algo en el café de la esquina y quédese una hora leyendo el periódico como si esperase a alguien. Luego, cuando se haya convencido de que no van a acudir a la cita, vuélvase a casa.

—Siempre tan prudente.

—Tengo un buen maestro. Espero sus noticias. ¡Suerte!

—¡Espere!

—¿Alguna duda?

—Nos comunicaremos únicamente a través del Lee-33.

—Lo siento, pero no lo considero una buena idea; como ya le he dicho, en temas de seguridad no confío en él.

—Anteponga a su clave de acceso la palabra «Changcheng» seguida de «KL67W30Y». Eso le volverá indetectable e invulnerable, por lo que podré ponerme en contacto con usted sin el menor peligro.

—¿Y qué significa «Changcheng»?

—«La Gran Muralla» en chino; y «KL67W30Y», un permiso de acceso restringido a muy pocas personas.

—¡Curioso! «La gran muralla…». De acuerdo. Continuaré esperando sus noticias.

El señor Chin Lee permaneció con las manos sobre el volante observando cómo la muchacha se alejaba entre los árboles, de tal modo que a los pocos instantes podría asegurarse que se la había tragado la tierra.

Tan sólo entonces puso el coche en marcha, dio media vuelta y regresó a la carretera.

Siguió al pie de la letra las instrucciones que había recibido, por lo que permaneció poco más de una hora en el café de la esquina de la plaza del pueblo y al fin lo abandonó con gesto de decepción con el fin de emprender el regreso a Niza.

Esa noche durmió en el lujoso hotel Negresco, pasó un par de horas jugando a la ruleta en el casino, y a la mañana siguiente tomó un vuelo hacia París, donde al poco rato enlazó con otro que le condujo directamente a Hong Kong.

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