Kalashnikov

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Capítulo 18

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Capítulo 18

La grave crisis actual demuestra que el sistema no funciona y sus responsables saben que deben imprimirle un giro pese a que el problema estriba en que toda fórmula económica está condenada al fracaso ya que siempre tropezará con un obstáculo insalvable: el dinero negro.

Y es que hemos intentado construir un modelo de sociedad basado en una hipotética igualdad en que cada cual debe aportar a la comunidad en proporción a lo que posee, sin detenernos a reflexionar en el hecho de que muy pocos están dispuestos a compartir.

El resultado ha sido un dinero negro que siempre ha existido, aunque no en la desorbitada proporción actual.

La excesiva presión fiscal, la corrupción política y el tráfico de drogas han llevado a la mayoría de los países a un callejón en el que toda posible salida se encuentra taponada por altos muros de dinero ilegal.

Se trata de ingentes cantidades que no se reinyectan en el tejido económico proporcionándole vitalidad, sino que se convierten en un cáncer, en «dinero muerto» que permanece oculto y no se invierte en empresas creadoras de empleo y riqueza, sino en trapicheos especulativos destinados a blanquear sin proporcionar beneficios a la sociedad.

Los multimillonarios no son, como antaño, fabricantes, arriesgados navieros o terratenientes que creaban empleo y riqueza; ahora son empresarios de la construcción, banqueros y especuladores que juegan con los números comprando y vendiendo cosas cuyo valor han alterado. El resultado está a la vista: países enteros en bancarrota y una terrorífica tasa de desempleo.

Los poseedores de dinero ilegal intentan ocultar sus ingentes beneficios con el fin de no pagar impuestos, para lo cual corrompen a políticos que a su vez no pueden hacer ostentación de ese dinero mal adquirido; si a ello se suman los beneficios de los traficantes de drogas cabe asegurar que casi un tres por ciento del presupuesto anual de muchas naciones acaba por convertirse en billetes que se retiran de la circulación.

Llegará un momento en que se guardarán más billetes en sótanos o cajas fuertes que el que circule abiertamente, con lo que la economía se habrá colapsado. Año tras año se va frenando en ese tres por ciento que desaparece, por lo que llegaremos a un punto en el que la única actividad económica se centrará en un desaforado lavado de dinero.

El problema afecta a la mayoría de los países ya que barcos enteros permanecen fondeados en puertos de los llamados paraísos fiscales con las bodegas repletas de billetes listos para ser blanqueados.

En las islas Caimán se pagan seis dólares «sucios» por uno «limpio», y un mundo que se ve obligado a funcionar bajo tales parámetros está condenado al colapso.

Son muchos los que consideran que la actual crisis económica se debe a una pésima administración o a una coyuntura desfavorable y pasajera, pero coyuntura desfavorable lo fue en su día la crisis petrolera con la desorbitada subida de los precios del crudo, y las economías de los países industrializados se enfrentaron a un problema real al que supieron hacer frente.

Coyuntura desfavorable fue la guerra del Golfo o la unificación de Alemania, pero lo que está ocurriendo ahora no se debe a una de tales coyunturas sino al hecho de que el sistema ha sido manipulado con el fin de favorecer a unos pocos en detrimento de la mayoría.

Nadie podría afirmar categóricamente que el dinero ilegal sea el único culpable de los problemas de nuestro tiempo; el auténtico culpable es un modelo económico que permite que se genere y que actúe contra un sistema al que concluirá devorando.

Cada día la prensa destapa escándalos sobre ingentes sumas que pasan de una mano a otra sin control, tan sólo uno de cada cien culpables acaba en la cárcel y se echa tierra sobre el resto, en especial si ese «resto» ocupa cargos políticos, bien sea en el partido gobernante o en los de la oposición.

Son esos propios partidos con sus desorbitadas exigencias de financiación los más íntimamente implicados en ese tráfico de capitales e influencias, y por lo tanto a ninguno le interesa reconocer que nos estamos deslizando hacia el abismo.

Los corruptos mantienen el firme convencimiento de que lo único que jamás se corrompe es el dinero, y actúan en consecuencia ya que se supone que el dinero es un arma que destruye pero que no puede destruirse a sí mismo.

El poder del dinero es tan fuerte porque sabemos que es ilimitado en el tiempo pero ¿qué ocurriría si tuviera fecha de caducidad?

Los billetes deberían tener un periodo de validez preestablecido y de ese modo se cortaría de raíz el problema ya que a nadie le interesaría amasar ingentes cantidades de unos billetes que en muy poco tiempo se convertirían en papel mojado.

¿Dónde está escrito que el dinero tenga que ser eterno?

Si cada determinado periodo de tiempo se emitieran billetes diferentes y se diera un plazo para que se cambiaran los viejos por los nuevos, sería un problema que únicamente afectaría a los transgresores.

Ocurrió cuando se pasó de la peseta al euro, se reflotaron auténticas fortunas.

Más del setenta por ciento del dinero se encuentra en bancos y cajas de ahorro; son «números», no «billetes», y cuando un honrado cliente acudiera a retirar su dinero se lo entregarían en los billetes que fueran válidos en ese momento. Ese cambio no le afectaría, pero los políticos corruptos, los empresarios evasores de impuestos o los traficantes de drogas se encontrarían de pronto con que su dinero no sirve ni para empapelar paredes, por lo que tendrían que apresurarse a aflojarlo reinyectándolo en la economía o correrían el riesgo de perderlo definitivamente.

Sin duda eso provocaría una desestabilización provocada por el aluvión de dinero y asistiríamos a una inflación ficticia debido a que los afectados comprarían miles de cosas con el fin de deshacerse de los billetes, pero todo ello repercutiría en beneficio del comercio y la actividad.

Generaría un momentáneo caos, pero no mayor que el de la crisis actual, que cada día va a peor y a la que no se divisa un final. Se limitaría a un caos de medio año, que sabríamos exactamente en qué fecha debe concluir.

Demasiada liquidez lanzada bruscamente al mercado se convertiría en una masa de dinero incontrolable, aunque gran parte nunca afloraría porque sus dueños preferirían perderlo a pasar años en la cárcel.

Y curiosamente lo que perdieran iría a engrosar las arcas estatales porque al no tener que responsabilizarse por unos billetes que no aparecen dispondrían de más dinero para escuelas, seguridad social u hospitales, por lo que se daría el paradójico caso de que serían los ciudadanos los que se beneficiaran de tanto negocio sucio.

Y contra lo que pueda parecer, el coste económico de semejante operación resultaría mínimo. Se conservarían los mismos billetes, los mismos diseños y las mismas planchas de impresión, pero su única diferencia estribaría en el color de la tinta; si el billete de cien euros es verde, a partir de un determinado momento tan sólo tendrían valor los rojos, el de cinco se volvería amarillo, el de cincuenta, azul y así sucesivamente.

No habría más costo que el de impresión y reparto, y los viejos billetes, ya inútiles, se reciclarían en papel para los nuevos.

Advirtiendo de antemano que cada cinco años el color de los billetes volvería a alterarse, se evitaría que nadie cayera en la tentación de amasar un dinero ilegal que acabaría valiendo menos que un periódico usado.

Resulta evidente que se inventarían otras formas de evasión, pero cualesquiera que fueran resultarían más complicadas, más localizables y menos dañinas de lo que está demostrando ser el sistema actual.

De lo único que tendrían que preocuparse los inspectores de hacienda sería de establecer un rígido control para que nadie comprara nada con un dinero del que no pudiera acreditar su procedencia.

Sacha Gaztell dejó a un lado el sorprendente documento que le habían hecho llegar minutos antes con el fin de volver a sumergirse en la lectura de un tedioso informe sobre los problemas de la agricultura y la ganadería mediterráneas por culpa de la desertificación, la carencia de agua y el excesivo uso de cultivos transgénicos, hasta que casi media hora más tarde golpearon ligeramente a la puerta, ésta se abrió y el siempre pálido y pecoso rostro de Tom Scott hizo su aparición con el fin de inquirir:

—¿Puedes dedicarme unos minutos?

—Naturalmente, querido… Es más, te agradezco la interrupción, porque estaba a punto de quedarme frito… Ponte cómodo.

El recién llegado tomó asiento en uno de los sillones que se encontraban al otro lado de la mesa y casi antes de que hubiera afirmado en él el trasero inquirió:

—¿Has tenido tiempo de leer el proyecto que te he enviado sobre la posibilidad de cambiar el color de los billetes? —Ante el mudo gesto de asentimiento añadió—: ¿Y qué opinas?

—Que se trata de una propuesta sorprendente pero a mi modo de entender absolutamente utópica. Si fuéramos capaces de convertirla en realidad más de uno se tiraría de los pelos, pero tú y yo sabemos que los únicos que podrían intentar llevarlo a cabo serían los menos interesados en hacerlo.

—Pero tiene razón al asegurar que cuando cada uno de nuestros países cambió su moneda por el euro surgieron ríos de dinero oculto hasta de debajo de las piedras. No recuerdo que se compraran más viviendas o más automóviles en toda la historia.

—Lo sé, pero ello trajo aparejado que muchos creyeran que la bonanza iba a continuar, se liaron a construir o fabricar como locos y han acabado comiéndose con patatas las casas y los automóviles, lo cual está contribuyendo de forma harto notable a la crisis actual.

—Eso también es cierto; se hicieron cálculos demasiado optimistas basándose en unos resultados brillantes sin tener en cuenta que tales resultados se debían a un hecho muy puntual; la súbita afloración de dinero sumergido.

—Y en cuanto pasó la tormenta y los «recolectores de billetes» volvieron a sentirse seguros las aguas han vuelto a un cauce cada vez más mísero. Me entristece reconocerlo, pero nuestra amada democracia se ha convertido en una especie de gastada camisa que en cuanto la remiendas por un lado se deshilacha por otro.

—Pero es la única camisa que tenemos.

—Lo sé, y como nuestros dirigentes continúen haciendo estupideces nos quedaremos sin ella, porque a cada periodo de decadencia y profunda corrupción como el que estamos atravesando suele sucederle un periodo de dictadura y tiranía.

—Intentaremos evitarlo pese a que nos enfrentemos a tanto hijo de puta… —masculló con acritud el del rostro pálido y pecoso—. Pero cambiemos de tema porque éste me pone de mala leche. ¿Es cierto lo que me ha dicho Valeria sobre que tienes noticias de nuestro hombre en África?

—Indirectamente… —reconoció también de evidente mal humor Sacha Gaztell—. Me telefoneó el piloto del helicóptero para decirme que Román ha conseguido poner a salvo a cinco muchachas raptadas por el Ejército de Resistencia del Señor, pero se internó de nuevo en la selva tras la pista del tal Kony.

—¿Y por qué carajo ese jodido cazador prehistórico no llama personalmente? —protestó el otro—. ¿Aún no se ha enterado de que existen teléfonos que permiten hablar desde el centro del océano o incluso desde el polo norte?

—Lo sabe… —reconoció el pelirrojo haciendo un casi imperceptible gesto con la mano con el que pretendía calmarle—. Lo sabe y me consta que en ocasiones los ha utilizado, pero dejó muy claro que en este caso no pensaba llevarlo encima.

—¿Y esa estupidez?

—Según él, la señal de uno de esos teléfonos emitiendo desde un lugar casi deshabitado en el que se supone que los únicos que se encuentran en estos momentos son los hijos de puta de Kony, traería aparejado que cualquiera de sus incontables enemigos, entre los cuales se encuentran, por cierto, los ineptos de la CIA, supusiera que la señal parte de su campamento, por lo que tal vez tuviera la «genial» ocurrencia de enviarles como regalo de cumpleaños un misil teledirigido de esos que se supone que impactan con un margen de error de menos de diez metros.

—Si se trata de la CIA estoy seguro de que no dudarían ni un segundo; son como los pistoleros; primero disparan y luego preguntan.

—Como comprenderás a nadie le gusta vivir pendiente de que cuando menos lo esperes un general de muchas estrellas y pocas luces que se encuentra al otro lado del planeta decida dar la orden de que te vuelen el culo.

—Nunca se me habría ocurrido.

—Pero nuestro hombre en África es de los que piensan en todo, querido, y gracias a eso aún continúa respirando de la misma forma que continúa respirando un escurridizo Joseph Kony que también conoce muy bien el entorno en que se mueve y la limitada capacidad mental de quienes únicamente le persiguen a base de satélites artificiales, aviones espía y misiles teledirigidos.

—También tengo muy claro que ése no es el sistema; en la actualidad las grandes potencias lo basan todo en el uso de tecnología de última generación, por lo que cuando se enfrentan a enemigos pequeños no saben cómo actuar hasta el punto de que en cuanto se descuidan les derrumban las Torres Gemelas.

—Tras haber sobrevolado esa jodida región en la que apenas se distingue un alma, estoy de acuerdo con Román en que no es lugar para modernidades y la única forma de conservar el pellejo es actuar de acuerdo con la naturaleza. Resulta estúpido camuflarse para que un soldado no te descubra a veinte metros de distancia mientras marcas un número de teléfono para que un general te detecte a miles de kilómetros.

—¿O sea que no podremos saber nada de él hasta que se cargue a Kony?

—O hasta que Kony se lo cargue a él.

—¡Perra suerte!

—Lo único que he podido hacer es encargar al secretario de nuestra embajada en Bangú que se preocupe de devolver a las chicas a sus casas. El resto es esperar —sentenció seguro de lo que decía Sacha Gaztell—. ¿Y tú has conseguido averiguar algo nuevo sobre nuestro misterioso traficante de armas?

—No, por desgracia… —admitió su interlocutor en tono de absoluta resignación—. Parece ser que ha conseguido hacerle llegar a Kony un nuevo cargamento que cambió por coltan. Nuestros agentes confiaban en interceptarlo en tierra, pero en el momento en que el avión en que se suponía que llegaba el mineral aterrizó en El Cairo estaba vacío.

—Explícamelo.

—¡Qué más quisiera yo! —se lamentó con acritud Tom Scott—. De lo único que estamos seguros es de que el señor Chin Lee ha recibido el material que necesita para fabricar un buen montón de sus fabulosos Lee-33 a un precio con el que nadie logra competir.

—Parece ser que alguien es más listo que tus amigos.

—Empiezo a creer que no hace falta mucho para eso. Aviones cargados de armas y aviones cargados de mineral de contrabando van y vienen atravesando medio continente ante nuestras narices sin que seamos capaces de interceptarlos pese a nuestros costosísimos y sofisticados instrumentos de localización. Eso significa que algo falla en alguna parte y a veces temo que se debe a que se mueve demasiado dinero en este asunto y nuestros enemigos siempre saben más de nosotros que nosotros de ellos.

—Lo malo no son las armas o el mineral que vuela tan alegremente de un lado a otro, mi estimado amigo; lo malo son los miles de muertos que ello provoca… —El pelirrojo hizo un gesto con la barbilla hacia el grueso manuscrito que había dejado a un lado al añadir—: Lo único que sabemos es redactar farragosos mamotretos que a nadie le importan y que tan sólo sirven para quedarte dormido con los pies sobre la mesa mientras una insoportable sensación de impotencia se te asienta en la boca del estómago. ¡Te juro que estoy hasta los huevos de este maldito despacho!

—Pues aún te quedan unos cuantos años… —le hizo notar el otro.

—Empiezo a dudarlo… —fue la amarga respuesta—. Llegué a Bruselas cargado de ilusiones e imaginando que iba a contribuir a la construcción de una Europa mejor y más justa, pero he acabado ahogándome en un mar de legajos escritos por pretenciosos funcionarios que lo único que persiguen es confundirte y hacerte creer que son más listos que el mismísimo Albert Einstein, cuando en realidad lo único que han aprendido es una docena de términos enrevesados y ampulosos con los que pretenden deslumbrarnos y apabullarnos. ¡Los odio!

—De algún modo tienen que justificar lo que cobran.

—Diez líneas inteligentes lo justificarían mejor que cien páginas de estupideces.

—Pero exigen mucho más esfuerzo, amigo mío. Infinitamente más, puesto que la inteligencia no se compra a ningún precio, mientras que la estupidez es gratuita.

—¡Y abundante!

—¡Por supuesto!

El «dueño» del despacho se puso en pie, se aproximó a la ventana con el fin de observar el cielo gris y plomizo y luego reparó en las aceras repletas de viandantes que se protegían del frío y el viento mientras avanzaban apresuradamente.

Sin volverse comentó:

—Apenas pasé un par de días en aquella selva, pero la echo de menos. ¡Nunca me he sentido tan vivo como una noche que me cagaba de miedo sentado en lo que años atrás había sido un helicóptero!

—Es que la adrenalina tiene la fea costumbre de jugarnos malas pasadas y muere más gente por culpa de un «subidón de adrenalina» que por culpa del cáncer.

—Eso se debe a que «el subidón de adrenalina» se busca a propósito, mientras que el cáncer se limita a encontrarte… —sentenció Sacha Gaztell—. Y en esta plúmbea ciudad la adrenalina brilla por su ausencia; lo que abunda es una legión de políticos de segunda fila a los que sus mandamases han querido quitarse de encima, aburridos funcionarios y astutos muñidores que saben cómo ingeniárselas a la hora de conseguir subvenciones.

—Lo cierto es que nos hemos convertido en una sucia piscina en la que los listillos pescan a su gusto y el resto se ahoga entre decretos… —reconoció su interlocutor en tono de profunda resignación—. Demasiado a menudo me asalta la sensación de que no estamos trabajando para los europeos, sino tan sólo para una minúscula parte de los europeos. Y lo peor del caso es que contribuimos de una forma esencial a que esa minoría explote con mayor impunidad a la mayoría.

—¿Me lo dices o me lo cuentas? —fue la irónica pregunta—. La semana pasada mi «jefe de filas» me obligó a aprobar una ley sobre conservación de la naturaleza tan ladina y enrevesada que necesité dos días para averiguar que no beneficiaba a los animales o a los ríos y bosques sino a los fabricantes de aerogeneradores eléctricos.

—También me vi obligado a aprobar esa ley, aunque reconozco que no me tomé tantas molestias a la hora de analizarla. Por desgracia, con frecuencia confiamos demasiado en lo que nos pone delante nuestra propia gente y actuamos como autómatas.

—El resultado está a la vista: vamos camino de un absoluto debacle y la gente que no encuentra salida comienza a pegarse un tiro… ¡Por cierto! ¿Me equivoco o fuiste tú quien me presentó a ese matrimonio que hace poco se suicidó en el sur de Francia?

—¿Los Kanac…? —inquirió Scott—. Sí, puede que fuera yo; los conocí en Niza y me parecieron una pareja encantadora y sin problemas, por lo que me impresionó que acabaran de ese modo.

—Pues me temo que tal como se están poniendo las cosas tendremos que acostumbrarnos a que muchos decidan quitarse de en medio de igual modo y antes de tiempo. —Lanzó un sonoro suspiro de resignación al concluir—: ¡Amigo mío, la vida ya no es lo que era…!

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