Kalashnikov

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Capítulo 24

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—No de locos, sino de listos, negro —fue la segura respuesta—. ¡De muy listos! Alguien le va guiando desde que despegó por medio de una señal de radio que emite desde la orilla. Por fortuna tan sólo existe un Canadá Dry capaz de encontrar su destino a ciegas, porque si muchos pilotos supieran volar de noche y ocultar sus aparatos de día, no habría quién le parara los pies a ese maldito ejército. ¡Mira…! —añadió señalando con el dedo—: ¡Fíjate con qué tranquilidad ameriza el muy cerdo!

En efecto, un DC-6 Twin Otter capaz de transportar una veintena de soldados había encendido los potentes focos que llevaba bajo las alas y se aproximaba sin el menor titubeo a la orilla sur de una laguna sobre la que aún flotaban dos docenas de bengalas encendidas.

Quienquiera que lo observara no podía por menos que admitir que el piloto debía haber realizado aquella maniobra cientos de veces, y cuantos le conocían bien sabían que lo único que le preocupaba al canadiense en tales momentos era que hiciera de improviso su aparición en la superficie un grupo de hipopótamos.

Canadá Dry odiaba a los hipopótamos, a los que había atropellado en varias ocasiones, perdiendo en una de ellas un avión y en otra, el dedo gordo del pie izquierdo.

Los malditos «culigordos» solían permanecer ocultos, durmiendo, pastando o apareándose en un turbio fondo de barro, totalmente invisibles desde las alturas, pero en el justo instante en que los flotadores del hidroavión tomaban contacto con la superficie de la laguna el rugido de sus motores se transmitía con enorme fuerza y velocidad a través del agua, lo que les impulsaba a emerger, curiosos, furiosos o asustados.

Un aparato deslizándose a gran velocidad sin otro control que un pequeño timón de cola se convertía en una especie de proyectil ingobernable, por lo que con frecuencia resultaba inevitable impactar contra los mil quinientos kilos de grasa que emergían de improviso ante las hélices.

En aquella lejana laguna casi fronteriza, o no había hipopótamos o las inesperadas luces les habían impelido a permanecer sumergidos, por lo que la maniobra de amerizaje transcurrió sin el menor incidente y el hidroavión fue reduciendo poco a poco su andadura hasta enfilar muy despacio la entrada a un río de casi trescientos metros de ancho y acabar por perderse definitivamente de vista.

—Creo que hemos llegado a nuestro destino… —se vio obligado a reconocer Román Balanegra en un tono abiertamente fatalista—. O yo soy muy lerdo o ese trasto se dirige al punto en que acampa el glorioso Ejército de Resistencia del Señor.

—Confío en que no se hayan reunido todos sus efectivos.

—Lo que importa es que se encuentre su jefe —fue la respuesta que pretendía ser desenfadada—. Estoy dispuesto a perdonarles la vida al resto. ¿Tú no?

—Para ser justos tendríamos que cargarnos por lo menos al ochenta por ciento, pero el problema estriba en que andamos escasos de munición. ¡Vamos allá!

Las luces de las últimas bengalas se habían extinguido, por lo que continuaron como habían hecho hasta el momento, aferrados al extremo de las lanzas de los

dinkas hasta el lugar, ya en las márgenes del río, en el que éstos se detuvieron indicando con un silencioso gesto hacia delante.

Los prismáticos de visión nocturna estaban en verdad anticuados y cochambrosos, pero permitían distinguir que bajo los copudos árboles de la orilla opuesta se alzaban una gran cantidad de tiendas de campaña, pese a lo cual en ninguna brillaba ni una sola luz.

Media docena de centinelas montaban guardia circulando entre ellas.

Román Balanegra llegó a la conclusión de que la mejor opción era ocultarse hasta que el alba les permitiera hacerse una clara idea de cuál era la auténtica situación al otro lado del río.

Los agotados

dinkas y los dos lugareños no aguardaron a que se les repitiera la indicación, por lo que en un abrir y cerrar de ojos se diría que habían dejado de existir.

—¿Montamos guardia? —quiso saber el pistero.

—¿Para qué? —fue la inmediata respuesta del cazador—. No creo que ninguno de esos centinelas tenga intención de cruzar el río en plena noche, o sea que lo mejor que podemos hacer es descansar un poco.

No parecía tarea sencilla hacerlo a cuatrocientos metros de un ejército de violadores y asesinos, pero años de enfrentarse a los incontables peligros de la selva les habían enseñado a dormir con un ojo cerrado y otro abierto en lo que podría considerarse una semivigilia.

Lo que en verdad importaba en una situación como aquélla era cubrirse con una gruesa capa de hojarasca y no roncar.

Si se les ocurría hacerlo corrían el peligro de que alguien con buen oído, aunque no fuera tan agudo como el de los

dinkas, detectara que en el bosque dormía un extraño, y en semejante lugar un extraño constituía sin duda un grave peligro aunque se encontrara momentáneamente dormido.

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