Kalashnikov

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Capítulo 25

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Tomó asiento en un tronco caído, se despojó de las botas y con ayuda de un cuchillo comenzó a liberarlas de cuanto permanecía adherido a las suelas de goma al tiempo que comentaba:

—A partir de ahora no importará que dejemos huellas; lo único que importará es correr como gamos y toda esta hojarasca nos lo impediría.

—¿Cuál es el plan?

—¿Qué plan?

—¡No me jodas, blanco! —se lamentó Gaza Magalé—. No intentes hacerme creer que hemos pateado la selva hasta casi el fin del mundo sin un plan.

—¡Escucha, negro! —fue la impaciente y casi agresiva respuesta—: En cuanto amaneció pude comprobar que en ese campamento debe de haber por lo menos medio millar de hijos de puta armados de Kalashnikovs, lo que significa que a la distancia a la que nos encontramos y con su capacidad de tiro nos pueden enviar treinta mil balas en un minuto, sin contar con los lanzagranadas y los morteros. ¿Qué diablos de plan se puede diseñar frente a eso? ¿Ordenarles que se rindan?

—Si prometemos no violarlos, a lo mejor aceptan…

—¡Muy gracioso! —Román Balanegra le indicó con un gesto de la cabeza los prismáticos que se encontraban a su lado al tiempo que añadía—: Estúdialo todo con atención y dime lo que ves porque me gustaría corroborar que estamos de acuerdo en ciertas apreciaciones.

El otro obedeció, enfocó hacia la orilla opuesta del río, permaneció un par de minutos en silencio y sin dejar de mirar con manifiesta atención, señaló:

—Veo tiendas de campaña camufladas entre los árboles; veo el avión que desde el cielo debe parecer un islote cubierto de maleza y veo un centenar de cabronazos uniformados que hacen instrucción en una explanada de hierba al fondo de la cual se alza una especie de templete.

—¿Y para qué crees que sirve?

—Parece un escenario o el lugar desde el que los oficiales pronuncian sus arengas a la tropa.

—¿Y qué se alza en centro de ese templete?

—Una mesa.

El cazador negó con un gesto al puntualizar:

—Creo que no se trata de una mesa, sino de una especie de altar. —¿Un altar?— se sorprendió el pistero volviéndose a mirarle—. ¿Qué te hace pensar que se trata de un altar?

—El hecho de que nos estamos enfrentando al Ejército de Resistencia del Señor, cuyos miembros son una pandilla de fanáticos que se ven obligados a conceder importancia a los ritos religiosos como única forma de justificar de sus crímenes.

—Es su forma de actuar desde hace casi treinta años —admitió el negro—. Poner a Dios por delante.

—En realidad es una forma de actuar que debe de tener cinco mil años de antigüedad y aún continúa en boga pero sabemos que Kony, que presume de tener sesenta esposas pero que sexualmente le da con entusiasmo a los dos bandos, suele pasar las noches con su corte de chicos y chicas; eso quiere decir que no acostumbra a madrugar y prefiere asistir a los actos religiosos con el frescor del atardecer.

—Eso ya lo sabía —admitió el pistero.

—Pues también puede que sepas que al anochecer suele pronunciar un incendiario discurso sobre la fe, el sacrificio y el derecho a despojar de todos sus bienes a quienes no crean en Dios, antes de volver a emborracharse y retozar.

—¿Y tú crees que es desde ahí desde donde le habla a su gente?

—Supongo que no habrán montado semejante tinglado en medio de la selva para representar

Madame Butterfly.

Gaza Magalé ajustó los prismáticos, observó a través de ellos con remarcada atención y sin moverse puntualizó:

—La verdad es que desde aquí sería un blanco perfecto. ¿Te sientes capaz de meterle una bala del quinientos en la cabezota a esa comadreja a cuatrocientos veinte metros de distancia?

—Si consiguiera meterle una de esas balas poco importaría que fuera en la cabezota o en la tripa porque bautizaría a sus fieles con su sangre en diez metros a la redonda.

—¿O sea que lo basarás todo en tu famosa puntería y en echar a correr confiando en que medio millar de salvajes mucho más jóvenes y resistentes que nosotros no consigan alcanzarnos? ¡Brillante! ¡Sutil y brillante, vive Dios!

—Tiene ciertos matices.

—¿Y son?

—Que en el momento en que dispare, tú descargarás toda la munición del AK-47 sobre el hidroavión procurando acertarle al depósito de gasolina. Luego, aprovechando la confusión, echamos a correr para llegar en el momento en que esté anocheciendo a un lugar en el que nos esperarán los

dinkas. Si hacemos las cosas bien y tenemos un poco de suerte desapareceremos en la oscuridad.

—¿Acaso confías en que los

dinkas nos alejen lo suficiente antes de que los hombres de Kony reinicien la búsqueda al amanecer?

—Me complace advertir que por una vez en tu vida me has entendido a la primera, negro.

—Lo he entendido pero dudo que los

dinkas sean capaces de caminar a buen ritmo durante toda una noche; te consta que se agotan fácilmente.

—Me consta, y por eso he pensado en utilizarlos a modo de relevos; enviaremos a dos por delante con el fin de que nos aguarden, el primero a unos diez kilómetros de aquí y el segundo a veinte. El que se quede con nosotros nos conducirá hasta el primero, y éste hasta el segundo, por lo que confío en que al amanecer hayamos conseguido una ventaja de casi treinta kilómetros.

—Pero nos encontraremos agotados —argumentó de inmediato el otro—. Ya no estamos en edad de caminar a marchas forzadas durante treinta kilómetros de noche y en plena selva, querido mío. ¡Sobre todo tú!

—¡Anda y que te folle un pez! —fue la agria respuesta—. Si no lo consigo me levantaré la tapa de los sesos antes de que esos cerdos me atrapen, pero de lo que puedes estar seguro es de que no he llegado hasta aquí para darme la vuelta. Joseph Kony ha causado un daño increíble a miles de inocentes y te garantizo que si ese hijo de puta se sube al estrado lo volaré en pedazos aunque sea lo último que haga en este mundo.

—¡Lo será! En las actuales condiciones sin duda lo será.

—Es el riesgo que asumimos desde el momento en que aceptamos este trabajo; una cosa era cargarse a Kony y otra muy distinta regresar con vida. ¿O no?

—Así fue y estuve de acuerdo, o sea que no hay más que hablar; se hará como dices y que Dios nos coja confesados.

—En ese caso lo mejor que podemos hacer es intentar dormir, pero en esta ocasión montando guardia. Y procura que esos insaciables

dinkas «comecocos» no se dejen ver mientras van de aquí para allá devorando ranas y lagartijas.

—¿Qué les pasará a los dos que queden atrás mientras huimos?

—No te preocupes por ellos; saben como hacerse invisibles en la selva y encontrarán la forma de reunirse y regresar al Sudd porque ya han hecho mucho más de lo que debían. —Román Balanegra se cubrió el rostro con el sombrero en el momento en que añadía—: Despiértame dentro de cuatro horas.

Un minuto después dormía profundamente y pese a que hacía tantos años que le conocía, el negro no pudo por menos que admirarse una vez más por su capacidad de hacer frente a situaciones difíciles sin perder la calma.

Le había visto abatir un elefante que se precipitaba sobre él como un tren en marcha sin que se le alteraran el pulso ni la respiración, pero pese a ello le costaba trabajo aceptar que pudiera conciliar el sueño con semejante facilidad cuando se encontraba a tiro de piedra de un ejército de fanáticos violadores.

Llevaban media vida juntos, no como cazador blanco y pistero negro, sino como amigos que compartían alegrías, penalidades e incluso situaciones de innegable angustia cuando el peligro superaba los límites razonables y siempre había envidiado la flema que parecía adueñarse de cada poro de su cuerpo cuando llegaba el momento de apretar el gatillo.

Era como si ante el peligro la sangre no le circulara por las venas y se convirtiera en una estatua, y por ello estaba convencido de que si a la maldita comadreja se le ocurría la estúpida idea de hacer su aparición sobre el altar, escenario o lo que quiera que fuese aquello que se alzaba al fondo de la explanada, a los dos minutos se convertiría en una comadreja muerta.

Gaza Magalé no había visto nunca que Román Balanegra fallara un disparo sobre un blanco fijo a menos de quinientos metros de distancia.

Se limitó por tanto vigilar su sueño mientras no cesaba de observar cuanto ocurría al otro lado del río, y cuando a las cuatro horas el cazador abrió los ojos sin necesidad de que le avisara, le indicó con un gesto que enfocara sus prismáticos en la misma dirección en que él lo estaba haciendo:

—¡Fíjate en ésos! —pidió—. ¿Los conoces?

El cazador lanzó un sonoro bostezo, se desperezó cuan largo era, se frotó repetidas veces los ojos y accedió a lo que su compañero solicitaba enfocando con sumo cuidado a los tres hombres que paseaban por la orilla opuesta charlando animadamente.

—El blanco es Canadá Dry y el alto Buba Sidoni, el actual brazo derecho de Kony y al que se supone que algún día sucederá en el cargo —respondió—. Hay quien asegura que es incluso más fanático y peligroso que él.

—Siempre resultan más peligrosos los jóvenes que llegan con nuevos ímpetus… —admitió el negro—. ¿Qué me dices del tercero?

El otro alzó la vista al tiempo que admitía:

—Creo que no lo he visto nunca.

—Yo sí… —señaló Gaza Magalé—. No consigo recordar su nombre, pero le conocí en Kiwu y me aseguraron que es el general congoleño que controla la mayor parte de las minas de coltan, lo que significa tanto como decir que se trata del principal financiero del Ejército de Resistencia del Señor.

—¡Lindo trío! Su lugarteniente, su piloto y su financiero… Como para enviarles un misil y hacerles volar por los aires ¡Lástima que falte Kony!

—Si esos tres se encuentran aquí él también está; lo único que tenemos que hacer es esperar a que asome la nariz.

—Esperar es nuestra especialidad, querido, o sea que duerme un rato que ahora me toca montar guardia.

—No tengo sueño.

—Nos espera una noche muy larga, negro —le hizo notar el cazador—. Y mañana un día aún más largo.

—Si llegamos vivos a mañana te garantizo que no será el sueño el que me obligue a detenerme —sentenció el otro, convencido de lo que decía.

—Cómo quieras, pero si no tienes nada mejor que hacer busca a Manero y que le indique a los

dinkas que es hora de ponerse en marcha porque esos jodidos son más lentos que la justicia… —Román Balanegra volvió a colocarse el sombrero sobre la cara mientras comentaba—: Si no me necesitas aprovecharé para echar otra cabezadita.

A los dos minutos dormía de nuevo y en esta ocasión no volvió a abrir los ojos hasta que le agitaron levemente.

Observó con sorna al pistero, a los dos nativos y a uno de los

dinkas que le observaban a su vez y optó por hacer una cómica mueca y sonreír.

—¿Qué pasa? —inquirió—. ¿Tengo monos en la cara?

—Oscurecerá dentro de una hora.

—Suele ocurrir cada día y no me despiertan por ello. ¿Se ha levantado viento?

—No.

—Ésa es una gran noticia; una mala racha de viento suele malograr un buen disparo. ¿Alguna señal de la comadreja? —ante el negativo gesto se encogió de hombros, se puso en pie y comenzó a estirar los músculos como el deportista que se dispone a participar en una dura competición—. ¡No importa! —exclamó—. Tengo el presentimiento de que hoy ese malnacido se me va a poner a tiro, lo cual quiere decir que no volverá a ver la luz del día.

—Tengo mala experiencia de tus presentimientos… —fue la áspera respuesta de Gaza Magalé—. Aquel maldito «orejudo» de colmillos como postes que estabas convencido que conseguirías abatir, aún anda correteando por ahí.

—¿

Abdullah? —inquirió el otro—.

Abdullah no es un maldito «orejudo» negro; es el mismísimo Maquiavelo reencarnado en elefante. Si quieres que te diga la verdad me alegra no haberle matado; a mi modo de ver es la criatura más hermosa de la creación.

Abrió la mochila y desparramó su contenido por el suelo mientras añadía de innegable buen humor:

—Y ahora vamos a comernos lo mejor que tengamos porque entra dentro de lo posible que no nos den una nueva oportunidad de hacerlo.

—Pues lo que nos queda es pura mierda.

—Como de costumbre.

Repartieron lo poco que restaba con Manero y Gunic puesto que el

dinka prefería continuar con su dieta de bichos, y mientras se dedicaban a dar buena cuenta de hasta la última lata de conservas advirtieron que al otro lado del río los soldados comenzaban a agruparse en la explanada.

Faltaba apenas media hora para que comenzara a oscurecer con la rapidez con que solía hacerlo en tales latitudes.

Al concluir la improvisada cena el cazador se limpió la boca con el dorso de la mano y se puso en pie frotándose una y otra vez las manos como el operario que se dispone a iniciar algún tipo de trabajo rutinario.

—¡Bien! —exclamó animosamente—. Ha llegado el momento de ponerse el mono de faena y acabar lo que empezamos. Como solía decir mi viejo, no sé si lo que veo es la luz del final del túnel o el foco de un tren que viene en dirección contraria, pero a estas alturas ya da igual. ¿Cada cuál sabe lo que tiene que hacer? —Ante el común gesto de asentimiento, añadió—: En ese caso espero que dentro de media hora volvamos a vernos en el punto señalado. ¡Suerte!

Dio media vuelta y se alejó unos metros con el fin de orinar contra un árbol dándole ostensiblemente la espalda al pistero como si con ello pretendiese hacerle comprender que no deseaba despedirse de quien había sido su compañero a lo largo de incontables momentos difíciles.

A Gaza Magalé tampoco le agradaban las despedidas ni los sentimentalismos de última hora por lo que recogió sus armas y se encaminó al punto del río desde el que se dominaba mejor el islote que servía de camuflaje al hidroavión.

Los nativos y el

dinka también se alejaron.

Cuando se supo a solas Román Balanegra se cercioró por enésima vez de que todo estaba recogido y listo para emprender la huida en cuanto apretase el gatillo.

Había sopesado muy a fondo la opción de utilizar el Remingthon 30/06 desmontable dotado de mira telescópica que le proporcionaba una visión más nítida del objetivo, pero dudaba de su fiabilidad tratándose de un disparo a tan considerable distancia.

Sabía por experiencia que una mira telescópica tenía que estar recién calibrada y comprobada sobre un blanco a similar distancia o de lo contrario se corría el riesgo de que el proyectil se desviara milímetro a milímetro hasta impactar a dos metros del objetivo, pero tenía constancia de que aquel fusil desmontable y aquella mira telescópica llevaban semanas dando saltos y golpeándose en el interior de un saco por lo que no era mucha la fiabilidad que se les podía exigir.

Su viejo Holland&Holland 500-Express de cañones paralelos y punto de mira fijo jamás le había fallado por lo que dejaba en su pulso y habilidad el mérito o el demérito de dar en el blanco. Tras disparar cientos de veces con él, Román Balanegra sabía perfectamente hasta qué extremos podía desviarse según el viento o la distancia, y qué ángulo de caída experimentaba según la munición que utilizara.

En ese aspecto también había dudado entre decantarse por una bala de plomo abierta en cruz que destrozaría a su víctima, o una afilada bala de acero que la atravesaría de parte a parte.

Si acertaba en el blanco la de plomo resultaba a todas luces mucho más destructiva sin opción a la supervivencia, pero presentaba el riesgo de que al comenzar a abrirse en cruz por el camino perdiera estabilidad y acabara por no encontrar su objetivo.

Tras pensárselo mucho había llegado por tanto a la conclusión de que lo que siempre había hecho mejor era cazar elefantes, y por lo tanto debía utilizar las herramientas con las que se sentía a gusto: un Express de gran potencia con punto de mira fijo y bala de acero larga y afilada.

Y si fallaba, fallaba.

Un murmullo discordante, confuso y de todo punto inapropiado se fue apoderando poco a poco del bosque y no tardó en averiguar su origen: cuantos llenaban ahora la explanada habían comenzado a cantar a voz en cuello con bastante más entusiasmo que acierto.

Se trataba sin duda de cánticos religiosos dirigidos por un «comandante» de impecable uniforme que se encontraba en el rincón de la derecha del escenario.

—Esto empieza a parecer un musical americano… —masculló mientras se dedicaba a encajar su arma en la horqueta que formaban dos ramas de un árbol y afirmarla con el cinturón de tal forma que no se alzara con brusquedad en el momento de disparar—. Lo único que faltan son cuatro gordas con sombrero, vestidas de rojo y gritando «¡Aleluya!». A lo que hemos llegado, Señor. A lo que hemos llegado.

Con todo dispuesto se dedicó a inspeccionar con ayuda de los prismáticos el campamento comprobando que, salvo media docena de centinelas, la mayoría de los miembros del Ejército de Resistencia del Señor se habían concentrado en la explanada mientras Canadá Dry dedicaba las horas de menos calor a la tarea de revisar meticulosamente el motor de su aparato.

—Te aconsejo que salgas de ahí o las vas a pasar putas, calvo… —comentó en voz alta como si el piloto pudiera oírle—. Gaza no es de los que se andan con chiquitas y te puede volar el culo…

Al poco cesaron los cánticos a los que siguieron una salva de aplausos en el momento en que Joseph Kony comenzó a ascender lentamente por la corta escalinata que conducía al escenario acompañado por Buba Sidoni, el general congoleño y tres uniformados más.

Se colocó en el centro del estrado rodeado por sus más fieles seguidores y fotografiado por docenas de cámaras.

Aguardó paciente a que cesaran los aplausos y se dispusiera a hablar.

Román Balanegra le enfocó con sus prismáticos de tal forma que podría creerse que se encontraba a menos de cinco metros de distancia.

Lo estudió con detenimiento durante varios minutos mientras hablaba ante un micrófono con gestos ampulosos, pero al fin dejó de hacerlo al tiempo que comentaba profundamente pensativo:

—¡Vaya, vaya, vaya…! Esto sí que no me lo esperaba, aunque resulta lógico.

Dedicó otro par de minutos a meditar sobre lo que acaba de descubrir, y por último apoyó con firmeza el hombro en la culata del arma, apuntó con sumo cuidado y apretó el gatillo.

Los dos disparos retumbaron en el silencio del bosque, les siguieron el repiquetear del arma del pistero y al poco se escuchó la tremenda explosión que producía el depósito de combustible del hidroavión al estallar lo que provocó que el destrozado cuerpo del canadiense fuera a parar a casi veinte metros de distancia.

El cazador recuperó su arma y sus pertenencias y echó a correr.

Las primeras sombras de la noche comenzaban ya a apoderarse de la selva cuando alcanzó el punto en que le esperaban Manero, Gunic y el

dinka.

Aguardaron un par de minutos hasta que hizo su aparición un alterado y desolado Gaza Magalé que de inmediato le espetó furioso:

—¡Has fallado!

—No he fallado.

—¡Sí que has fallado…! —insistió el pistero en el mismo tono—. Te cargaste al congoleño y a Buba, pero cuando salí de allí Kony seguía con vida.

—Lo sé —fue la tranquila respuesta—. Lo hice a propósito.

—¿A propósito? —se sorprendió el otro—. ¿Por qué?

—Porque esa maldita comadreja estaba allí de pie, ofreciendo un blanco perfecto y de alguna manera sabía que yo les estaba apuntando. Y quería que le matara.

—¿Qué pretendes con eso de que quería que le mataras? —quiso saber el negro—. ¿Es que te has vuelto loco?

—¡En absoluto! Kony quería morir allí, en plena gloria, bajo un sinfín de cámaras, porque sueña con convertirse en mártir y que su nombre y su obra perduren en la memoria de los suyos.

—Pero nadie en su sano juicio desea que le maten.

—Joseph Kony sí, y al comprenderlo llegué a la conclusión de que si le volaba la cabeza tendríamos fanáticos del Ejército de Resistencia del Señor fieles a su memoria cometiendo atrocidades durante otros treinta años.

—No entiendo nada… —protestó Gaza Magalé.

—Lo entenderás si te aclaro que las tres cuartas partes de los enfermos de sida del mundo, veinticuatro millones de personas, se encuentran en África, donde cada día mueren seis mil desgraciados por culpa de esa maldita plaga. Pude ver a Kony tal como te estoy viendo a ti, y me di cuenta que tiene el rostro y la cabeza cubiertos de llagas y la expresión de sus ojos me indicaron que le queda menos de un mes de vida. Un degenerado como él siempre ha estado expuesto a que cualquiera de los chicos y chicas con los que suele acostarse le contagiara y así ha sido. Por eso, porque prefiere morir como un héroe antes que deshecho por una enfermedad que produce rechazo, confiaba en que yo acabara con todos sus sufrimientos.

—¡Me cuesta creerlo!

—Pues créetelo porque sabes que Zeudí se dedicaba a cuidar enfermos de sida y he visto cientos de ellos en estado preagónico. Kony es hombre muerto, y al liquidar a Buba, al congoleño y al canadiense le hemos dejado sin sucesor, sin financiero y sin medios de comunicación. O yo soy muy estúpido o dentro de un par de meses el temido Ejército de Resistencia del Señor habrá empezado a pasar a la historia.

—Nunca te he tenido por estúpido.

—En ese caso confía en mí y empieza a caminar porque ya es noche cerrada y el camino de vuelta a casa es largo; puñeteramente largo.

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