Kalashnikov

Kalashnikov


Capítulo 5

Página 8 de 32

C

a

p

í

t

u

l

o

5

La justicia internacional ha conseguido sentar por fin en el banquillo a Thomas Lubanga, líder de la extinta Unión Congoleña de Patriotas, acusado de haber reclutado a niños menores de 15 años para luchar como soldados en la guerra que asoló la República Democrática del Congo. Es el primer caso de la historia en el que se juzga a un acusado por el reclutamiento forzoso de niños en un conflicto.

«Las niñas eran esclavas sexuales de los comandantes», denuncia el fiscal.

La sesión también supuso el estreno de la Corte Penal Internacional (CPI), único tribunal permanente con autoridad para procesar por los delitos de genocidio y crímenes contra la humanidad. Lubanga ha sido acusado de seis cargos de crímenes de guerra y es la primera persona contra la que la Corte, con sede en La Haya, abre formalmente juicio.

El fiscal jefe de la CPI, el argentino Luis Moreno Ocampo, leyó un pliego de acusaciones que impresionó y casi angustió a los asistentes.

«Lubanga —dijo— utilizó a centenares de niños para matar, saquear y violar. Pero también los pequeños fueron violados. Las niñas eran además esclavas sexuales de los comandantes guerrilleros. Éste es uno de los peores crímenes contra la infancia a los que se enfrenta la comunidad internacional. Si es condenado, espero que la sentencia contemple el hecho de que las víctimas fueron una generación entera de pequeños congoleños. Pediré una condena muy severa o próxima a los 30 años, la pena máxima», anunció.

Los hechos tuvieron lugar durante el periodo en que Lubanga dirigía la Unión Congoleña de Patriotas, una milicia de la etnia hema que operaba en la región de Ituri, al este del Congo. La zona, rica en infinidad de minerales se convirtió en un campo de batalla ocupado por los Gobiernos de Uganda y Ruanda, además del Ejército del Congo. Esta lucha alimentó el conflicto de fondo que enfrentaba a las etnias hema y lendu, desatado en 1999.

Naciones Unidas apunta que más de 60 000 civiles fueron masacrados sólo en Ituri. Según la Corte Penal Internacional, la milicia liderada por Lubanga «reclutó, entrenó y utilizó a centenares de niños que tenían entre 9 y 13 años. Niños que siguen padeciendo pesadillas y suelen ser invisibles en otros conflictos. Pero no en éste», afirmó el fiscal Moreno Ocampo.

Después de mostrar una filmación donde se veía a Lubanga junto a niños vestidos de uniforme, el jurista aseguró que si horribles eran los alistamientos forzosos de menores, peor fue el uso de las niñas como esclavas sexuales. A las drogas y malos tratos que los milicianos de Lubanga infligían a sus reclutas; a los secuestros camino del colegio y el uso de brujería para convencerles de que les protegían fuerzas superiores, «hay que sumar las violaciones sistemáticas de niñas».

El testigo 0298 de la causa es un joven de excelente memoria. Recuerda el horror de las zanjas enfangadas en las que montaba guardia en los campos a los que le llevaron tras raptarle cuando aún no había cumplido los 12 años. Tampoco olvida el silbido de las balas, el peso del Kalashnikov y las palizas: «Nos dijeron que la UPC pegaba o mataba, y nos pegaban».

Cuando la juez le preguntó si había niñas soldado en su grupo, replicó: «Al llegar al campamento las violaban. Luego trabajaban para los soldados mayores».

A continuación relató cómo habían atacado una misión: «Matamos a todos, incluido al sacerdote. Nos ordenaban que les desfiguráramos, les cortáramos la cabeza o arrancáramos los ojos. Y obedecíamos».

Al preguntarles por la edad de las niñas soldado replicó: «Algunas eran más pequeñas que yo. Se las entrenaba igual: con palizas».

Lubanga se ha limitado a declararse inocente mientras que en Bunia, capital de Ituri, el proceso, que puede durar un año, se sigue a través en una pantalla gigante de televisión.

Román Balanegra concluyó de leer y le devolvió el ejemplar del periódico a su dueño al tiempo que comentaba:

—Una excelente noticia, sin duda. Lubanga es un cerdo que merece que le ahorquen en una plaza pública, pero en realidad no es más que un mal discípulo de Kony, que le lleva casi veinte años y miles de muertos de ventaja.

—Lloraba mientras le subían al avión rumbo a La Haya, pero tres meses antes, cuando nos reunimos con él intentando convencerle de que depusiera las armas, no paraba de sonreír y alardear convencido de que acabarían proclamándole presidente del Congo —señaló Hermes al tiempo que se guardaba el periódico en el bolsillo de la chaqueta—. No cabe duda de que es culto e inteligente, pero se me antojó una especie de viscosa sabandija; un pederasta que alardeaba de ser muy macho.

—¡Y un pedante insoportable! —reconoció su interlocutor—. Le conocí hace años y me enfermaba que todo un licenciado en psicología procedente de una familia acomodada se hubiera convertido en un criminal de guerra cuando era uno de los hombres llamados a conseguir que este continente saliera del pozo. —Román Balanegra se encogió de hombros al concluir—: Reunía los requisitos necesarios para convertirse en un líder, pero acabó siendo una pésima caricatura de dictador.

—Pero es muy listo y nos consta que durante lo que él llamaba Su Gran Batalla Política hizo una inmensa fortuna traficando con oro, diamantes, bauxita y, sobre todo, coltan.

—¿Y de qué le servirá ahora? Se lo tendrá que gastar en papel higiénico. Durante una época le llamaban La Sonrisa de África, y me encanta la idea de que esa estúpida sonrisa haya acabado por convertirse en una mueca… —El cazador alzó el dedo índice como señal de advertencia—. Pero hay algo que debe tener muy presente: Luanga es un hombre de ciudad, un político que pagaba mercenarios con el fin de que le reclutaran niños que apenas tenían fuerzas para levantar un arma, mientras que Kony es un auténtico Señor de la Guerra que se ha rodeado de guerrilleros que llevan muchos años en la brega, por lo que saben muy bien cómo luchar y moverse en la selva.

—¿Mejor que usted?

—Eso es lo que tenemos que comprobar… —El dueño de la casa apuró la segunda taza de café de su desayuno, dejó a un lado la servilleta y se puso en pie al tiempo que añadía—: Y ahora ha llegado el momento de empezar a actuar.

Subieron al

jeep que aguardaba en la puerta, y tras recorrer unos veinte kilómetros por entre una densa espesura de altos matorrales entremezclados con copudas acacias y densos cañaverales acabaron por desembocar a un pequeño claro en cuyo centro se distinguía un viejo y herrumbroso helicóptero que estaba siendo cargado por Gaza Magalé y un nativo cubierto de grasa de los pies a la cabeza.

—¿De dónde ha sacado semejante cacharro? —quiso saber el sorprendido y alarmado Hermes.

—De su maletín… —fue la humorística respuesta—. En África lo único que hace falta para conseguir cuanto se necesita es dinero y contactos. Usted puso lo primero y yo lo segundo.

—¿Se ha propuesto cazar a Kony desde el aire en un trasto que ya debía de ser viejo durante la guerra de Corea?

—¡Ni loco! —se escandalizó el otro con una ancha sonrisa—. Lo primero que detectan los guerrilleros en la selva es el ruido de un helicóptero, sobre todo si es tan asmático como éste. De inmediato se ocultan y lo más probable es que a las primeras de cambio te lancen un misil.

—¿Entonces…? ¿Para qué lo quiere?

Se trata tan sólo de un vuelo «logístico», por lo que con un poco de suerte estaremos de vuelta al atardecer…

—¿Y si no hay suerte?

—Pasaremos la noche donde nos pille.

—¿Puedo acompañarles?

—Espacio sobra, pero lo de los misiles no es ninguna broma…

—¡Me encantaría ver de cerca esa famosa selva y los pantanales del Alto Kotto!

—¡Usted mismo…! —fue la espontánea respuesta—. El pellejo es suyo.

El pelirrojo observó con preocupación el destartalado aparato que en sus orígenes debió de ser verde y en uno de cuyos costados se distinguían con absoluta claridad los agujeros provocados por media docena de balas, se volvió al piloto, un grasiento y desarrapado nativo que más bien parecía un pordiosero, dudó y se le diría a punto de echarse atrás, pero al fin lanzó un hondo suspiro de resignación al tiempo que exclamaba:

—¡Qué diablos! Me he pasado la vida entre despachos y legajos, y si no vivo ahora una auténtica aventura no se me volverá a presentar la ocasión… ¡Vamos allá!

Trepó al aparato, tomó asiento entre grandes sacos de lona embreada y aguardó mientras Román Balanegra daba instrucciones al piloto indicándoles sobre su resobado mapa la ruta exacta que debían seguir.

Durante unos minutos tuvo la impresión de que su gran aventura se quedaría en fiasco debido a que cuando llegó la hora de elevarse el motor de la aeronave comenzó a traquetear, toser y escupir chorros de un humo apestoso para quedar de pronto en silencio y recomenzar una y otra vez la pintoresca ceremonia de arranque pese a que el rotor permanecía tan impasible como si semejante esfuerzo nada tuviera que ver con él.

Advirtió que comenzaba a sudar a chorros, se secó la frente a golpecitos como tenía por costumbre, y en ese justo momento las palas giraron con furia, por lo que una ráfaga de viento penetró con inusitada fuerza y se llevó volando su blanco pañuelo.

—¡La madre que lo parió! —no pudo por menos que exclamar pese a que se tenía por un hombre exquisitamente educado—. No he traído repuesto.

—Pues tendrá que secarse el sudor con la manga… —le hizo notar Gaza Magalé mostrando la magnificencia de su blanca dentadura en una divertida sonrisa—. Ese pañuelo va ya camino del río.

—¿Y cómo me sueno?

—Con los dedos.

El helicóptero había empezado a elevarse entre rugidos y bamboleos, y al advertir que el viento continuaba cruzando de un lado a otro de la cabina amenazando con llevárselo también rumbo al río, Hermes se apresuró a colocarse el deshilachado cinturón de seguridad al tiempo que inquiría dirigiéndose a Román Balanegra, que había tomado asiento frente a él:

—¿Por qué no cierra las puertas?

—¿Qué puertas? —fue la inquietante pregunta.

—¿Es que no tiene puertas? —se horrorizó el pelirrojo—. Nunca me había montado en un helicóptero sin puertas.

—¿Está completamente seguro de que esto es un helicóptero? —fue la humorística respuesta—. Cierto que vuela y es capaz de mantenerse quieto en el aire casi un minuto, pero más bien me recuerda al coche de

Chitty Chitty Bang Bang tras haber pasado veinte años en un desguace. ¿Ha visto la película? —añadió—. A mí me encantaba de niño.

—No me lo imagino de niño.

—¡Pues le aseguro que lo fui! Y muy pequeño; sobre todo al principio.

—¿Cómo puede estar de tan buen humor subido en este trasto? —quiso saber Hermes con mal disimulada acritud—. Me está atacando de los nervios.

—Siempre se pone así cuando iniciamos una cacería —intervino el pistero en el tono de quien se está refiriendo a un caso perdido de antemano—. El mal genio lo guarda para cuando no sale de casa; por eso últimamente se estaba volviendo insoportable.

—¡Si serás cabrón! —le espetó el otro empujándole con un gesto afectuoso.

—¿Acaso miento? —inquirió el negro—. Te has convertido en un viejo gruñón.

—Ni soy viejo, ni soy gruñón; soy un hombre de una cierta edad con un cierto carácter al que le aburre la inactividad.

—¡Cierta edad…! —exclamó el otro divertido—. ¡Edad incierta!

Guardaron silencio, puesto que era necesario elevar mucho la voz para hacerse entender debido al estruendo del cochambroso motor, limitándose a partir de aquel momento a observar el verde y ondulante océano de copas de árboles surcado por infinidad de ríos, riachuelos, arroyos y lagunas que se extendía bajo ellos y que media hora después parecía haberse tragado todo rastro de carretera, camino, casa, choza, campos cultivados o presencia humana.

Algunas colinas que no alcanzaban el rango de auténticas montañas se distinguían de vez en cuando en el horizonte cubiertas por una vegetación tan tupida que inconscientemente producían la sensación de que aquél era un lugar en el que podrían ocultarse miles de hombres armados sin que nadie fuera capaz de dar con ellos.

De tanto en tanto el cazador consultaba su brújula, tocando el hombro del piloto con el fin de que se desprendiera de los auriculares por los que siempre estaba escuchando música y conseguir de ese modo hacerle alguna breve observación, hasta que al fin exclamó señalando un punto:

—Aterriza en aquel claro, pero antes da un par de vueltas a baja altura para que comprobemos que no hay nadie por los alrededores.

El desaliñado nativo obedeció, se cercioraron con ayuda de prismáticos de que no se distinguía presencia humana alguna y al fin se posaron sin detener el motor.

Gaza Magalé saltó de inmediato a tierra mientras Román Balanegra le alargaba uno de los sacos, que el indígena comenzó a rociar de un hediondo líquido amarillento que portaba en una enorme cantimplora.

—¿Qué es eso? —quiso saber Hermes tapándose la nariz con gesto de repugnancia.

—Orina de león mezclada con pimienta.

—¿Y eso?

—La orina espanta a los animales y, por su parte, la pimienta embota el olfato de los perros y les obliga a estornudar, por lo que ni el mejor sabueso se aproximaría a menos de cincuenta metros.

El pistero había cerrado la cantimplora, dejándola en el suelo con el fin de arrastrar el saco hasta el pie de un alto árbol, donde lo cubrió de tierra y maleza que cortó con ayuda de un afilado machete.

—¿Y qué contiene el saco?

—Provisiones, armas, municiones, botas, ropas, mapas y medicinas… —fue la indeterminada respuesta del cazador—. Todo lo necesario para sobrevivir durante seis o siete días.

—Ahora lo entiendo… —admitió su admirado interlocutor—. Están organizando de antemano su intendencia.

—Es un viejo truco que empleábamos en los buenos tiempos en los que nos dedicábamos a la caza furtiva.

—¡Astuto! —reconoció el otro—. Muy astuto. ¿Pero no resultaría más práctico que el helicóptero les abasteciera cuando lo necesitaran?

—Ni por lo más remoto. Los guardabosques sospechaban de un helicóptero que llegaba, descargaba y se iba. Ahora no quedan guardabosques por la zona, pero se supone que ahí abajo se ocultan los hombres de Kony, que al vernos aterrizar acudirían a investigar y acabarían por descubrirnos. De este modo, aunque nos vean, como ya nos habremos ido no encontrarían nada y muy pronto se olvidarán de que por aquí anduvo rondando un helicóptero.

—Nunca te acostarás sin saber una cosa más…

—Lo que importa es no levantarse sin haber aprendido una cosa más.

Gaza Magalé había regresado y en cuanto trepó a la cabina alzaron de nuevo el vuelo siguiendo la ruta previamente señalada.

La operación se repitió por tres veces, pero a la cuarta el motor falló, tosió, se estremeció, lanzó un chorro de humo y al fin se detuvo.

Al instante, y sin necesidad de intercambiar palabra y como si se tratara de una maniobra cien veces repetida, el cazador blanco y su ayudante nativo cargaron sus armas, saltaron a tierra y se perdieron de vista en direcciones opuestas mientras el piloto se aplicaba a la tarea de reparar por enésima vez su antediluviano cachivache.

Se trató probablemente del espacio de tiempo más largo en la vida de un aterrorizado Hermes que no cesaba de escudriñar la selva esperando ver surgir de entre los árboles a una fiera salvaje o, lo que se le antojaba aún peor, a los hombres del Ejército de Resistencia del Señor.

—¿Qué les diremos si aparecen? —quiso saber dirigiéndose al atareado piloto.

—Que somos furtivos… —fue la inmediata respuesta—. Ésta es una zona demasiado remota a la que hace mucho tiempo que no acuden los guardabosques, y se supone que la gente de Kony prefiere no meterse en líos con los furtivos porque les consta que constituimos un gremio peligroso.

—¿Realmente es usted un furtivo?

—Aquí solemos hacer un poco de todo, señor… —fue la sincera respuesta—. Por esta parte del mundo es necesario hacer de todo si pretendes sacar a una familia adelante. Y siempre es preferible sobrevivir a base de matar elefantes que de matar gente.

—Eso es muy cierto.

Continuó observándole cada vez más sorprendido de que fuera capaz de hacer funcionar semejante montón de chatarra, hasta que hizo su aparición Román Balanegra acompañado de dos hombres y una mujer de aspecto inofensivo a los que hizo entrega de pequeños sacos de sal que al parecer había traído al respecto.

—La aprecian más que el oro… —dijo a modo de explicación—. El oro pueden encontrarlo en los ríos, pero a menudo tienen que caminar cien kilómetros para conseguir un puñado de sal.

A continuación se dirigió al que parecía más despierto de los recién llegados con el fin de inquirir con absoluta naturalidad:

—¿Qué sabéis de

Bokasa?

—Que murió hace años —replicó el interrogado a todas luces desconcertado—. ¿O es que nos han mentido?

—No me refiero al difunto emperador Bokasa, sino a ese elefante asesino al que llaman

Bokasa.

—¿Un elefante asesino? —se alarmó la mujer—. Nadie nos ha dicho que exista un elefante asesino por esta zona.

—¿Cómo es posible? —fingió asombrarse el cazador—. ¿Aún no os han advertido de que anda suelto un orejudo que ha matado a tres hombres y un niño…? —Ante el mudo gesto negativo de los interrogados, añadió muy serio—: Pues más vale que andéis con ojo porque esa maldita bestia ataca sin avisar a todo el que se cruza en su camino.

—¡Dios nos asista!

—¿Y seguro que anda por aquí?

—¡Cualquiera sabe! Es un bicho solitario que va de acá para allá sin rumbo fijo. Nos han enviado con el fin de que avisemos del peligro… ¡Y ahora haced correr la voz para que todo el mundo esté alerta!

Apenas hubo visto alejarse a los aterrorizados nativos el pelirrojo se volvió a Román Balanegra con el fin de inquirir:

—¿A qué ha venido eso?

—A que mañana todos los que se encuentran en el Alto Kotto, por muy pocos que sean, creerán que aquí anda suelto un elefante asesino, por lo que a nadie, ni siquiera a la gente de Kony, le extrañará que nos hayan enviado a eliminarle.

—¡Nunca deja de sorprenderme!

—La sorpresa, y un buen rifle, es lo único que nos puede ayudar a acabar con esa sucia comadreja… —Tocó en el hombro de quien se afanaba con la cabeza metida en el motor con el fin de inquirir como si el tema careciera de importancia—. ¿Qué pasa, Dongaro, volamos o tendremos que volver a pata?

—Volar, volaremos… —fue la tranquila respuesta del costroso—. Pero entra dentro de lo posible que una vez en el aire nos peguemos una leche del copón.

—Lo tengo asimilado desde que te llamé…

Se alejó unos metros, orinó contra un árbol y recorrió luego unos metros para ir a sentarse a la sombra, con el pesado Holland&Holland Express cruzado sobre las piernas.

El que se hacía llamar simplemente Hermes dudó un largo rato, pero al fin acudió a acomodarse frente a él con el fin de inquirir:

—¿Realmente cree que ese cacharro puede caerse?

—Nada se mantiene en el aire eternamente, amigo mío… —fue la tranquila respuesta—. Ni siquiera las nubes.

—¿Y no le preocupa?

El cazador hizo un amplio gesto señalando a su alrededor en el momento de responder:

—¡Éste es mi mundo! Aquí nací, aquí me crié y aquí moriré, por lo que poco importa que sea por culpa de un elefante, una serpiente o un montón de hierros oxidados.

—¿Y nunca ha experimentado la necesidad de conocer otras cosas?

—¿Como qué?

—La civilización, por ejemplo.

—¿Y quién le ha dicho que no la conozco? —se sorprendió—. He recorrido media Europa y me he pasado días enteros en sus mejores museos y cabarets. Por un tiempo resulta divertido, pero siempre acabo llegando a la conclusión de que aquello no es lo mío. Por suerte o por desgracia salí a mi padre, ya que mi madre prefiere el frío de Londres.

—¿Vive allí?

—Si es que aún vive… —Román Balanegra hizo una pausa, dio la impresión de querer sumirse en un largo silencio, pero al fin añadió—: Cuando cumplí dieciocho años fui a verla con la intención de preguntarle por qué me había abandonado cuando aún no sabía andar, pero en el momento de encontrarme frente a ella ni siquiera me atreví a decirle quién era. Se había casado con un lord y no era cuestión de echarle en cara que veinte años atrás había vivido una de esas apasionadas aventuras africanas con las que sueñan ciertas mujeres. Está claro que una cosa es dejarse deslumbrar por un apuesto «cazador blanco» a orillas de una romántica laguna escuchando el rugir de los leones, y otra muy distinta pasarse los días limpiándole el culo a un mocoso mientras tu marido anda por ahí pegando tiros.

—Lo siento… —fue todo lo que acertó a decir el pelirrojo.

—¿Y por qué razón tiene que sentirlo? —replicó su interlocutor, y se le advertía sincero al puntualizar—: Gracias a que mi madre me abandonó pude hacer siempre lo que me gustaba. Si me hubiera llevado a Londres probablemente habría pasado la mayor parte de mi vida entre las cuatro paredes de un despacho… ¡Dios! No puedo ni imaginarlo.

—¿Realmente le atrae el peligro?

—El concepto de peligro, al igual que el concepto de felicidad, cambia con cada persona. Casi ningún ser humano es absolutamente feliz a no ser que sepa que tiene un problema que resolver, ya que está convencido de que tan sólo se sentirá feliz cuando lo haya resuelto.

—¡Curiosa teoría!

—Pero válida. Y si el interfecto consigue vencer esa dificultad, al día siguiente procurará que sea otro el asunto que se vea en la necesidad de resolver antes de poder sentirse feliz, ya que, a mi entender, para la especie humana la perfección siempre se encuentra un paso más allá del punto al que es capaz de llegar. Debido a tan extraña idiosincrasia la humanidad ha ido progresando a base de generarse a sí misma dificultades en forma de nuevos retos que en ocasiones no conducen más que a ser más desgraciados de lo que éramos en un principio. —Se recostó dispuesto a echarse un corto sueño al tiempo que añadía—: Mientras consideremos que el dos es mejor que el uno, el cuatro mejor que el dos y el ocho mejor que el cuatro nunca alcanzaremos la meta en la que descansar seguros y satisfechos, porque si algo resulta indiscutible es que la numeración nunca se acaba.

Ir a la siguiente página

Report Page