Kalashnikov

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Capítulo 6

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Cuando el locutor anunció que en Nueva York un tal Bernard Madoff había cometido una estafa valorada en cincuenta mil millones de dólares, Jules Kanac fue víctima de un ataque cerebral del que no se recuperó jamás.

Permaneció casi diez minutos sentado a solas y sin mover un músculo frente al televisor, tardó meses en conseguir balbucear algunas palabras de forma casi inteligible y se encontró postrado por el resto de su vida en una silla de ruedas.

La terrible impresión producida por el hecho de que la mayor parte de su fortuna se había convertido en humo de la noche a la mañana fue un inesperado mazazo que cambió por completo su vida y la de su familia.

Tampoco era de extrañar, puesto que la vida de millones de familias de todo el mundo estaban cambiando de forma radical a causa de una serie de confusos acontecimientos que se habían descontrolado por culpa de la ineptitud y la avaricia de unos dirigentes que lo único que habían sabido dirigir con eficacia era el descontrol y la corrupción.

Políticos, banqueros y empresarios se habían dedicado a jugar a la ruleta rusa con la economía mundial y habían acabado por volarle la cabeza.

Ahora algunos de los culpables incluso se pegaban físicamente un tiro en la sien, pero por desgracia su decisión llegaba demasiado tarde; el daño estaba hecho.

Apenas había pasado un mes desde el día en que tan inesperada e irreversible desgracia se había abatido sobre su pequeña familia, cuando Andrea Stuart pareció sentirse en la obligación de rogarle a su hija que la acompañara con el fin de dar un largo paseo por la rosaleda a salvo de oídos indiscretos.

—Creo que ha llegado el momento de empezar a pensar en vender L'Armonia —dijo cuando se cercioró de que se encontraban lo suficientemente lejos de la casa.

—¿Vender L'Armonia? —se horrorizó la muchacha, incapaz de aceptar semejante idea—. ¡Eso nunca!

—¿Y qué otra cosa podemos hacer, querida? —fue la lógica pregunta dadas las circunstancias—. Nuestro capital se ha esfumado, resulta evidente que tu padre nunca volverá a trabajar y las facturas empiezan a amontonarse sin que encuentre el modo de hacerles frente.

—¿Y si buscáramos a alguien que se ocupara de los asuntos de papá? —quiso saber Orquídea Kanac—. Siempre decía que lo que importaba de sus negocios se centraba en que tenía muy buenos contactos, y supongo que esos contactos no se habrán perdido.

—¡Supongo! —admitió de mala gana su madre—. Me consta que en la caja fuerte guarda una libreta con infinidad de nombres y teléfonos, pero no tengo ni la menor idea de a quién pertenecen porque la mayor parte de los nombres e incluso sus números se encuentran escritos en lo que parece ser una clave.

—¿Una clave? —no pudo por menos que repetir su hija ciertamente desconcertada—. ¿Qué quieres decir con eso de «una clave»?

—Lo que he dicho, porque no me parece lógico que alguien que tiene un teléfono se llame Carlomagno, Ramsés, Tarzán, Buda o Garibaldi… Y cuando marcas uno de esos teléfonos siempre te contesta una panadería, un dispensario o una vieja medio sorda que ni conoce a tu padre ni sabe de quién diablos le estás hablando.

—¡Curioso! ¡Muy curioso! —admitió la muchacha, cuya perplejidad iba en aumento—. ¿A qué se dedicaba papá?

—A negocios.

—Eso ya lo sé; lo que nunca he sabido es a qué tipo de negocios.

—La cadena de hoteles, la agencia de viajes y algunas fábricas.

—Todo eso lo vendió hace tiempo, pero aun así continuaba viajando y se mostraba más activo que nunca… —le hizo notar Orquídea mientras se agachaba a aspirar muy de cerca el perfume de una rosa—. Siempre he tenido la sensación de que no eran sus auténticas fuentes de ingresos y tan sólo le servían para justificar gastos.

—Puede que fuera así… —admitió Andrea Stuart con el gesto propio de quien pretende evitar implicarse o dar explicaciones.

—¿Cómo que «puede», mamá? —se impacientó su hija—. ¿Pretendes hacerme creer que llevas tantos años casada con un hombre del que no sabes cómo se gana la vida y pese a ello nunca te has preguntado de dónde saca el dinero con el que paga tus facturas?

—Es el mismo dinero que paga tus facturas y tampoco tú lo sabes… —La atribulada mujer hizo una corta pausa, lanzó una ojeada al prodigioso jardín, aspiró profundamente como si pretendiera llenar para siempre sus pulmones de aquel aire limpio y perfumado, y luego añadió en voz casi inaudible: Y resulta evidente que no has empezado a preguntarte de dónde sale hasta que ha comenzado a escasear.

—En eso tienes razón… —se vio obligada a reconocer su interlocutora al tiempo que tomaba asiento en el banco en el que acostumbraba pasarse horas leyendo a la sombra de un manzano—. Nadie suele plantearse la razón por la que esté sano hasta que enferma… —Golpeó repetidas veces con la mano extendida el asiento en una muda invitación para que se acomodara junto a ella a la par que puntualizaba a modo de conclusión—: El error ha sido mutuo y, por lo tanto, no debemos echarnos nada en cara sino tratar de hacer frente a la situación. Es posible que con mucha paciencia consigamos que papá nos vaya aclarando quiénes son esos contactos y para qué sirven, pero ante todo necesitamos a alguien que sepa algo más sobre sus negocios.

—El único que lo sabe es Mario, que ha sido su contable y hombre de confianza desde que yo recuerde.

—¿Supermario?

—El mismo; de pequeñita empezaste a llamarle Supermario porque era increíblemente hábil en toda clase de juegos, pero pese a que ha dado muestras de honradez y una fidelidad a toda prueba, tu padre aseguraba que no está capacitado para hacer más de lo que hace. Su listón ha llegado a la cota máxima y el propio Mario lo sabe. Por ello me temo que ponernos en sus manos sería un suicidio.

—Pero imagino que podría aclararnos muchas cosas y la única forma de averiguarlo es preguntándoselo.

Mario Volpi, más conocido en la casa por Supermario, llego al día siguiente a las cuatro de la tarde con una puntualidad impropia de un italiano, y estuvo de acuerdo en que el lugar más seguro para hablar era el jardín, aunque prefirió hacerlo en un pequeño cenador rodeado de jazmines que, a decir verdad, nadie recordaba haber utilizado nunca.

—Le prometí a Jules que bajo ninguna circunstancia hablaría acerca de la naturaleza de algunos de sus negocios —fue lo primero que dijo—. Pero está claro que ni él, ni yo, ni nadie, podría imaginar que se produjeran las actuales circunstancias. Cuando me obligó a prometer que guardaría silencio lo hizo pensando en vuestra seguridad y bienestar pero resulta paradójico que por culpa de dicha promesa ese bienestar y esa seguridad corran peligro. Eso me desconcierta.

—Admitirás que más desconcertadas debemos sentirnos nosotras, que nos hemos encontrado de pronto en la ruina sin saber cómo ni por qué… —le hizo notar Andrea Stuart—. Soy consciente del profundo aprecio que te profesa mi marido, que confía en ti a ojos cerrados, pero estoy segura de que a la vista de lo ocurrido aceptará que nos digas lo que sabes.

—Lo dudo… —replicó el italiano—. Su mayor preocupación se centraba en que ninguna de vosotras supiera nunca a qué se dedicaba en realidad, por lo que estoy convencido de que si le pidiera permiso para contarlo me lo negaría… —Hizo una larga pausa, como si le costara un gran esfuerzo encontrar las palabras adecuadas para tan difícil situación y, cuando al fin habló, se le notaba sinceramente afectado—. Le debo mucho a Jules y mi obligación es callar, pero me consta que él ya difícilmente podrá sufrir más de lo que está sufriendo, mientras que si os aclaro las cosas sin que él lo sepa tal vez seáis capaces de encontrar una salida a esta difícil situación.

—Pareces poco convencido… —le hizo notar Orquídea.

—Es que no lo estoy, pequeña. Tu padre es un hombre excepcional que sabía llevar sus asuntos de una forma impecable hasta el punto de que durante los casi treinta años que he trabajado para él tan sólo le he visto cometer un error: confiar en los banqueros. Y es ese único error el que le ha llevado a la ruina.

—Por lo que se está viendo es un error que ha cometido la inmensa mayoría de la gente.

—Razón de más para que tu padre no lo cometiera, pero no es momento de lamentarse o buscar culpables sino de tomar decisiones… —El italiano observó a las dos mujeres que se sentaban frente a él y a las que hacía muchos años que apreciaba, y tras una meditada pausa, inquirió—: ¿Realmente queréis saber la naturaleza de esos negocios? —Ante el doble gesto de asentimiento, añadió como si a él mismo le costara aceptarlo—: Tráfico de armas.

—¿Cómo has dicho?

—¡No es posible!

—He dicho tráfico de armas y sí es posible. Ésa ha sido siempre la base de nuestras operaciones y el resto, hoteles, fábricas e incluso la agencia de viajes, no han sido más que simples tapaderas.

Madre e hija necesitaron guardar silencio un largo rato con el fin de conseguir asimilar la espantosa verdad, que jamás hubieran podido imaginar; el hecho de que el hombre al que adoraban hubiera hecho su fortuna negociando con la muerte resultaba un golpe demasiado difícil de asimilar.

Supermario pareció comprenderlo así porque al cabo de unos instantes puntualizó:

—Tal vez os consuele saber que casi el treinta por ciento de la industria norteamericana está relacionado con la construcción de barcos de guerra, aviones de combate, bombas, cañones, misiles, tanques, minas antipersonas, municiones y toda clase de armamento imaginable, lo cual quiere decir que uno de cada tres obreros y técnicos de Estados Unidos, así como sus familias, viven de que alguien mate a alguien. Dentro de ese contexto Jules y yo no somos más que parte del sistema porque alguien tiene que vender lo que otros fabrican.

—Suena espantoso.

—Es espantoso… —reconoció Mario Volpi con encomiable sinceridad—. A lo largo de la historia la humanidad ha ido avanzando a base de navegar sobre un río de su propia sangre, y para que ese río discurra con suficiente cauce alguien tiene que fabricar y vender las armas con las que se derrame esa sangre. Personalmente hubiera preferido que tu padre vendiera neveras, pero eso no da lo suficiente como para comprar L'Armonia.

—Eso último ha sonado demasiado cruel —protestó Andrea Stuart, a todas luces ofendida.

—No ha sido mi intención ser cruel —se disculpó el contable—. Tan sólo he procurado exponer la realidad de los hechos.

—¿Con qué clase de armas traficabais? —quiso saber de improviso Orquídea Kanac.

—Únicamente con fusiles de asalto. De hecho, en la profesión nadie sabe cuál es la auténtica identidad de tu padre; tan sólo se le conoce por un apodo: AK-47.

El AK-47 es un fusil de asalto diseñado en 1947 por Mijaíl Kaláshnikov.

El ejército ruso lo adoptó como arma principal, pero no fue hasta siete años más tarde cuando entró en servicio a gran escala. Posteriormente fue adoptado también por los países del Pacto de Varsovia.

Lo que hace peculiar a este fusil de asalto es su ingenioso sistema de recarga, que utiliza la fuerza de los gases de combustión producidos por el disparo para facilitar la colocación de un nuevo cartucho en la recámara del arma y expulsar el casquillo ya utilizado.

Esto hace que el arma tenga un menor retroceso y, por tanto, la fiabilidad en el disparo sea mayor. Su cargador curvado, que le confiere una mayor capacidad en un espacio menor, es también signo distintivo de este fusil. Los cargadores del AK y sus derivados se hacen de aluminio o plástico con el fin de acelerar y abaratar el tiempo de fabricación. Su cadencia de tiro es de seiscientos disparos por minuto.

El AK-47 es famoso por su gran fiabilidad ya que soporta condiciones atmosféricas muy desfavorables sin ningún incidente; se ha probado que el arma sigue disparando a pesar de ser lanzada al barro, sumergida en agua y atropellada por una camioneta. Ejemplares viejos con decenas de años de servicio activo no presentan ningún problema. Es un arma muy segura y permite alcanzar con facilidad un blanco que esté situado a una distancia máxima de cuatrocientos metros.

Durante la guerra del Vietnam se reparaban con piezas de aviones derribados y muchos soldados americanos los cambiaban por M-16 debido a que estos últimos se encasquillaban y eran mucho menos eficaces en los ríos y selvas.

Es una de las armas más solicitadas para combate irregular y se ha convertido en símbolo de la insurrección popular debido a que es utilizada por facciones terroristas, grupos criminales, guerrilleros rebeldes y estados dictatoriales.

Gracias a que los materiales y la construcción AK-47 son de bajo costo, se ha convertido en el arma más numerosa del planeta; se calcula que se han fabricado más de cien millones de fusiles de este tipo sin contar los que se hayan fabricado ilegalmente.

Permaneció largo rato inmóvil y en silencio frente al ordenador, releyendo una y otra vez la información que aparecía en la pantalla acerca del eficaz instrumento de muerte sobre el que al parecer se había cimentado la fortuna de su padre.

Lo primero que le vino a la mente fue el hecho de que cien millones de aquellas armas disparando a una velocidad de seiscientas balas por minuto podrían acabar con la práctica totalidad de los seres humanos en apenas dos minutos.

Sobraban por tanto el resto de los tanques, cañones, bombas o misiles, lo cual quería decir que la tercera parte de la industria americana carecía de razón de ser si de lo que se trataba era de hacer desaparecer de la faz de la tierra a todos los hombres, mujeres, ancianos y niños.

Observó detenidamente las diferentes fotografías del letal artilugio que sin la ayuda de un simple dedo apenas servía ni para clavar un clavo, y no pudo por menos que preguntarse si quien lo había creado se sentiría orgulloso del resultado de su esfuerzo.

Sesenta años matando gente eran muchos años y muchos cadáveres.

¿Qué impulsaba a un individuo a todas luces inteligente a dedicar su talento a la tarea de destruir a seres humanos con mayor rapidez y eficacia?

Orquídea Kanac había dedicado la mayor parte de su vida al estudio de toda clase de materias y al análisis del comportamiento, pero se veía obligada a reconocer que aquélla era la primera vez que se planteaba una pregunta de semejantes características.

Y es que si pretendía ser sincera consigo misma debía reconocer que para ella, la violencia, la guerra o la muerte habían sido siempre algo que se encontraba al otro lado de la pantalla de la televisión.

Aquel delgadísimo cristal, al igual que el de su ordenador personal, habían conseguido mantenerla alejada de la desagradable y maloliente realidad que comenzaba fuera de los límites del municipio de Grasse.

Sin embargo, ahora parecían querer quebrarse como si se tratara de las paredes de un acuario que amenazara con empaparle la alfombra al tiempo que cubría el suelo de algas y peces agonizantes.

Cuando al poco bajó a cenar descubrió que su padre parecía esforzarse por mantenerse más ausente que nunca e incapaz de llevarse el tenedor a la boca, como si la presencia de quien había sido durante tantos años su hombre de confianza le produjera temor en lugar de seguridad.

Apenas probó bocado, en los postres rogó a su esposa con un gesto que le acompañara a su dormitorio, se despidió con un intermitente y nervioso bascular de cabeza, y en cuanto se hubo perdido de vista, Supermario comentó:

—Le conozco lo suficiente como para saber que sospecha que he hablado demasiado. Debe de resultar terrorífico estar encerrado dentro de un cuerpo sin apenas ser capaz de expresar lo que siente.

—Alguien escribió en cierta ocasión que no hay peor cárcel que tu propio cuerpo…

—Especialmente para un hombre de la vitalidad de tu padre, que en mi opinión preferiría estar muerto a verse en ese estado.

—Es muy posible… —le replicó Orquídea, que se había apoderado de dos copas y una botella de coñac Napoleón al tiempo que le pedía con un mudo gesto que le acompañara a tomar el aire en los butacones del porche—. Sin embargo, yo prefiero que viva porque de ese modo puedo cuidarlo y mantengo la esperanza de que algún día volverá a ser como era.

—No debes hacerte ilusiones.

—El día que no pueda hacerme ilusiones sobre el bienestar de mis padres me quedará muy poco sobre lo que ilusionarme… —Llenó las dos copas y aguardó hasta que una de las mujeres de servicio concluyera de recoger los platos, apagara las luces y se retirara a su habitación, antes de añadir—: Y ahora que nadie puede oírnos cuéntame algo más sobre esos negocios.

Mario Volpi se tomó un tiempo para meditar bebiendo muy despacio antes de inquirir a su vez:

—¿Como qué?

—Como todo lo que sepas.

—Lo que sé es que tu padre compraba grandes cantidades de Kalashnikov a una serie de proveedores, los guardaba en distintos almacenes distribuidos por media docena de países y se los revendía a quien mejor se los pagaba.

—Eso suena demasiado… —la muchacha dudó antes de añadir—: «genérico».

—Sin duda —admitió su interlocutor—. Pero es lo único que puedo decirte, puesto que durante todos estos años ni siquiera he conseguido averiguar los verdaderos nombres de los fabricantes o los destinatarios. Todas las operaciones se realizaban utilizando claves que tan sólo él conoce.

—¿Te suenan los seudónimos de Carlomagno, Garibaldi, Buda o Tarzán?

—Los he utilizado docenas de veces, pero te juro que no tengo ni la menor idea de quién se esconde tras ellos. Lo único que puedo decirte es que a Buda se le paga, o sea que se trata de un fabricante o proveedor. Por el contrario, de Garibaldi y Tarzán se cobra, lo que significa que son compradores. Excepto en casos muy especiales las operaciones se realizaban a través de paraísos fiscales, o sea que tampoco puedo serte de mucha utilidad al respecto.

—Ya veo.

—Lo lamento, pero gracias a esa forma de actuar nunca nos hemos visto en problemas. Y éste es un negocio peligroso, querida. ¡Muy, muy peligroso! La mayoría de nuestros competidores ha acabado en la cárcel o en el cementerio… —Apuró su copa, lanzó un hondo suspiro y al poco comentó en un tono de profunda resignación—: Puedes estar segura de que lamento en el alma lo que le ha ocurrido a tu padre, pero en el fondo siento una especie de alivio al comprender que todo ha terminado. De ahora en adelante tendré que acostumbrarme a vivir de un modo mucho más modesto, pero también mucho más tranquilo.

Orquídea Kanac le rellenó la copa, se embriagó con el aroma que llegaba del inmenso jardín y, por último, inquirió:

—¿Te arrepientes de lo que has hecho?

—Ésa es una palabra del todo inapropiada, querida… —fue la tranquila respuesta—. Nos arrepentimos cuando realizamos una mala acción, no cuanto la repetimos una y otra vez con absoluta naturalidad. No soy un violador, un cleptómano, un ludópata, ni un criminal de los que actúan movidos por impulsos incontenibles de los cuales luego se arrepienten. Soy alguien que sabe que lo que hace causará muerte y dolor, pero que el número de víctimas no disminuiría por el hecho de que no les disparen con un Kalashnikov. Existen muchas otras armas y muchos otros traficantes.

—Triste disculpa.

—Todas las disculpas son tristes, pequeña. ¿O acaso supones que cuando compro un coche nuevo no calculo mentalmente cuántos fusiles he tenido que vender para pagarlo? —Hizo una corta pausa antes de añadir indicando con un gesto a su alrededor—: ¿Quieres que te diga cuánto pagó tu padre, en fusiles de asalto, por L'Armonia…?

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