Kalashnikov

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Capítulo 7

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Víctor Duran, un eurodiputado al que le unía desde hacía ya muchos años una buena amistad, entró a media mañana en su despacho y le alargó el ejemplar del libro

Hierba Alta, que aparecía firmado por José Carlos Rodríguez Soto, un misionero comboniano español que había colgado los hábitos tras una década de difícil trabajo pastoral en Uganda.

—Necesito que leas con mucha atención el capítulo segundo… —dijo mientras abandonaba la estancia—. Pero no lo comentes con nadie. Te espero a almorzar donde siempre.

Colocó los pies sobre la mesa y abrió el libro por el capítulo indicado:

—Nosotros no somos soldados como los de cualquier otro ejército —comenzaba—. Somos el ejército de Dios, y combatimos por los diez mandamientos.

Así se expresaba el coronel Santo Alit, un hombre que pasaba sobradamente de los cincuenta. Alit hablaba en lengua acholi y yo, mientras tomaba notas sentado en el suelo, traducía en inglés a los dos diplomáticos que tenía a mi lado.

—Joseph Kony es como Jesucristo, que vino a salvarnos. Así como Judas vendió a Jesús por treinta monedas de plata, ha habido muchos que han intentado traicionar a Kony, el enviado de Dios, pero no han podido con él porque Dios envía a sus ángeles para que le protejan.

Con esta convicción explicaba las cosas el general de brigada Sam Kolo, número tres del Ejército de Resistencia del Señor (LRA). Seguí tomando notas y, a media voz, como pasando una confidencia, lo repetí en inglés al primer secretario de la embajada holandesa y a la mujer que ostentaba el mismo cargo en la embajada noruega. El holandés me respondió:

—Perdone, padre, ¿qué dice usted de Jesucristo?

Me dieron ganas de echarme a reír. Las caras serias de los jóvenes guerrilleros que nos rodeaban me las quitaron al instante.

—Perdone, señor, yo traduzco.

Asistíamos a una reunión con los rebeldes en Paloda, un remoto bosque en el distrito de Kitgum. Era el 28 de diciembre de 2004, y era mi quinto encuentro con los hombres de Kony. Esta vez éramos más de treinta personas entre líderes religiosos, parlamentarios y observadores internacionales. Era la primera vez que acudían periodistas.

La mediadora, Betty Bigombe, nos había dicho al principio que no habría tiempo para traducir del acholi al inglés y había pedido a los que no conocían esta lengua que se pusieran al lado de alguien que les pudiera traducir. Así fue como vine a hacer de traductor de aquellos extraños sermones sobre los diez mandamientos, Jesucristo y los ángeles. Aquel diplomático debió de pensar que estaba aprovechando la ocasión para catequizarlo, pero le dejé bien claro que aquello no era de mi cosecha.

Al principio de aquella reunión, el catequista-jefe y principal asesor religioso de Kony, el coronel Jenaro Bongomin, había levantado los brazos hacia el cielo, y cerrando los ojos con expresión mística había improvisado una oración mientras parecía entrar en trance. Le llamaban el Papa, y era el encargado de asuntos religiosos del LRA.

Mientras escuchaba a aquellos hombres con uniforme militar y rosario al cuello hablar de Dios y sus ángeles, no pude evitar acordarme de una de las peores masacres perpetradas por el LRA en una aldea cercana a Patongo, en el distrito de Pader, en noviembre de 2002, cuando tras matar a veinte personas el comandante ordenó descuartizar dos de los cadáveres, poner los ensangrentados miembros en una gran olla y hervirlos en presencia de los aterrorizados supervivientes. Las horribles mutilaciones, matanzas y actos del más absoluto salvajismo del LRA, cubiertos de aquel barniz religioso de oraciones y supuestas revelaciones del Espíritu Santo, provocaban la repulsa más absoluta ante una combinación tan repugnante. Aquella acumulación de rasgos absurdos, ilógicos, grotescos y macabros conducía fácilmente a asociar la extraña guerrilla del LRA con los clichés del salvajismo de la violencia gratuita e irremediable en África.

Durante las últimas décadas, la mayor parte de los movimientos rebeldes armados de África y otras partes del mundo, como los Tamiles de Sri Lanka, la RENAMO de Mozambique, UNITA en Angola, los independentistas eritreos, el Polisario del Sahara Occidental, los miembros de Hezbolá en el Líbano o los guerrilleros izquierdistas de Centroamérica, por norma general habían hecho grandes esfuerzos por ganarse las simpatías de la población y por dar a conocer sus reivindicaciones en los círculos internacionales más variados, abriendo incluso oficinas en capitales europeas. Pero el LRA se ajustaba mal a este modelo de guerrilla. Para empezar, no controlaba ni la más insignificante población del norte de Uganda, ni tampoco mostraba ningún interés por ocupar una zona del país. Sus fuerzas consistían en unidades pequeñas, no raramente formadas sólo por cinco o diez personas, las cuales, haciendo gala de una gran movilidad y recorriendo itinerarios imprevisibles, sembraban el terror más absoluto matando, quemando poblados, secuestrando a niños, mutilando y disparando a vehículos que después incendiaban, a menudo con sus ocupantes heridos dentro. Sus jefes hacían gala de un aislamiento total, no realizaban proclamas entre la población, ni intentaban atraerse sus simpatías. Todo esto, junto con sus rituales religiosos, les confería un carácter misterioso.

Sus ceremonias y creencias se fundían en un sincretismo difícil de entender. Utilizaban la Biblia. En sus interminables sermones, Kony afirmaba que así como Dios utilizó la guerra para purificar al pueblo de Israel pecador, él hacía lo mismo con la raza acholi, que al haber aceptado el gobierno de Museveni, había caído en la degeneración y se había corrompido irremediablemente. Kony se veía a sí mismo como un mesías elegido para crear un nuevo pueblo, tarea que realizaría eliminando a los elementos negativos y dando origen a los nuevos acholis, los niños nacidos en su movimiento rebelde. Esto justificaba el secuestro masivo de niñas a las que se obligaba a ser esclavas sexuales tras ser repartidas entre los comandantes, con el fin de que engendraran numerosos hijos. Del mismo Kony se decía que contaba con sesenta esposas, pero como él mismo decía, Salomón tuvo más de seiscientas y Dios estaba con él. También utilizaban elementos islámicos, influenciados sin duda por sus generosos padrinos sudaneses. Entre las normas del LRA con las que amenazaban a la población figuraba la de no trabajar los viernes y la prohibición de criar cerdos. Tampoco había duda de que en su particular credo espiritual sobresalían prácticas y creencias de la religión tradicional acholi, particularmente el aspecto de posesión por los espíritus. El mismo Kony, médium del Espíritu Santo cristiano, aseguraba estar en contacto permanente con varios espíritus que le asesoraban sobre sus acciones militares. El principal de ellos tenía el curioso nombre de «¿Tú quién eres?». Esta aura espiritual tenía una influencia considerable en sus seguidores, la mayor parte de ellos niños secuestrados, que vivían aterrorizados, convencidos de que Kony conocía incluso sus pensamientos más profundos y sabía dónde se encontraban en cada momento.

Todo esto hacía que fuera fácil pensar que Kony y su guerrilla respondían a los estereotipos fáciles de un África salvaje, hundida en sus supersticiones primitivas, que no tiene remedio. Sin embargo, aquello formaba parte de una historia mucho más compleja, de difícil —pero no imposible— comprensión.

En Uganda, como en muchos países africanos, hay grandes diferencias culturales entre las etnias del norte y del sur. Distintos conflictos étnicos, políticos y religiosos han minado una y otra vez el proyecto de construcción de Uganda como nación que aglutine la diversidad de sus gentes.

Sonó el teléfono y lo descolgó sin apartar los pies de la mesa. Era Duran.

—¿Has hecho lo que te he pedido? —quiso saber.

—Estoy en ello.

—Pues date prisa porque empiezo a tener hambre y nos esperan.

—¿Nos esperan? —se sorprendió—. ¿Quiénes?

—Tom y Valeria. Puede que más tarde se nos reúna alguien más.

—¿Han leído esto?

—Lo han leído, y por eso nos reunimos.

El otro colgó y regresó a las páginas del apasionante relato:

A finales de 1986, una hechicera llamada Alice Lakwena, que decía ser una médium que se comunicaba con los espíritus más variopintos, tomó las riendas de algunas unidades del UPDA y comenzó su peculiar grupo llamado Movimiento del Espíritu Santo, una secta sincretista que tenía normas tan curiosas como la prohibición de parapetarse durante los combates o el uso de piedras como armas en la creencia de que se convertirían en granadas al ser lanzadas contra el enemigo. Uno de sus mandamientos más curiosos rezaba así: «Tendrás dos testículos, ni más ni menos». Sería para sonreír si no fuera por el hecho de que muchos de los miles de jóvenes que se unieron a esta secta murieron en combates en los que cayeron como moscas. A finales de 1987, el ejército de Museveni detuvo el avance de los rebeldes de Lakwena a pocos kilómetros de Jinja, la segunda ciudad del país y lugar donde el río Nilo comienza su curso al salir del lago Victoria. Alice Lakwena huyó a Kenia, donde murió en un campo de refugiados en enero de 2007.

Mientras su peculiar ejército se desintegraba y volvía al norte para intentar reorganizarse, ocurría un hecho decisivo que contribuyó al empobrecimiento de los acholi y que volvía a demostrar que «a perro flaco todo son pulgas»: bandas de guerreros karimoyón, una tribu vecina de pastores seminómadas bien armados de fusiles automáticos, se dedicaron durante unos dos meses a arrasar los poblados acholi y a llevarse cuantas cabezas de ganado —vacas, ovejas y cabras— encontraron a su paso. Pocos dudan que aquel saqueo que supuso la quiebra de la base de la economía rural del pueblo acholi fuera realizado con la connivencia del ejército, ante cuya mirada complacida los acholi perdían toda su riqueza.

Por aquellas fechas comenzó la primera negociación entre el gobierno de Museveni y el UPDA, diálogo que culminó en junio de 1988 con la firma de un acuerdo de paz en el que el grueso de los oficiales y tropas del UPDA fueron incorporados al ejército regular. Sin embargo, aquello no significó el final de la guerra. Desde aquellos años se han sucedido momentos de gran violencia con periodos de relativa calma, y han tenido lugar distintos intentos de terminar con el conflicto por medio de la negociación pacífica, pero casi siempre ha ocurrido lo mismo: tras varios meses de grandes esperanzas de llegar a la paz, cuando parece que finalmente está al alcance de la mano, siempre ha terminado por suceder algo que ha tirado todo por tierra y ha desatado una nueva oleada de violencia, casi siempre peor que la anterior.

Así ocurrió en 1988, cuando un grupo integrado por restos del Movimiento del Espíritu Santo se quedó fuera de las negociaciones y decidieron seguir la guerra bajo el mando de un pariente de Alice Lakwena llamado Joseph Kony, natural de Odek, en el distrito de Gulu, que tenía entonces 27 años. Durante los tres años siguientes la guerra entró en una fase de estancamiento, con numerosos abusos contra la población civil cometidos por ambas partes. La violencia se instaló en la región Acholi como rutina y la gente no tuvo más remedio que acostumbrarse a vivir con esa inseguridad, a veces intermitente y a veces continua e insoportable. Hasta que el gobierno lanzó una durísima ofensiva militar en marzo de 1991 conocida como Operación Sésamo, bajo el mando del general David Tinyefuza, en la que se impuso el aislamiento del norte, se restringieron las informaciones sobre lo que ocurría y se detuvieron a varios oponentes políticos del régimen de Museveni. El gobierno obligó a los campesinos a llevar siempre encima armas tradicionales —lanzas, hachas, arcos y flechas— para unirse a la caza al guerrillero, algo que sólo consiguió enfurecer más a los hombres de Kony, quienes se dedicaron a realizar horrorosas mutilaciones a los infelices sorprendidos con un arco y flechas o con un hacha en las manos. En agosto de 1991 el gobierno anunciaba que Kony había sido derrotado. Muchos creyeron que la pesadilla había terminado y durante el resto de aquel año y hasta mediados de 1993 apenas hubo incidentes de violencia y parecía que la región Acholi comenzaba a levantar cabeza.

Pero la paz no dura en el norte de Uganda. Durante la segunda mitad del año 1993 los guerrilleros de Kony —conocidos ahora con el novedoso y extraño nombre de Ejército de Resistencia del Señor o LRA— comenzaron a recibir ayuda del régimen islámico de Sudán, que se vengaba así del apoyo brindado por Museveni a su amigo John Garang, líder de los rebeldes sudaneses del SPLA, aunque sería más exacto afirmar que ha sido siempre el gobierno de Estados Unidos quien ha proporcionado armas y todo tipo de ayudas al SPLA por mediación del gobierno ugandés de Museveni, uno de sus más firmes aliados en el continente africano, sobre todo como bastión para detener la expansión del terrorismo islámico en África del Este.

Durante aquellos últimos meses del año 1993, cuando los guerrilleros de Kony reanudaron sus ataques en la región Acholi comenzó una nueva iniciativa de paz liderada por una ministra del gobierno ugandés llamada Betty Bigombe, en la que tomó también parte el obispo anglicano Baker Ochola. Tras varios meses de contactos, finalmente los altos mandos del LRA y del ejército ugandés entraron en negociaciones directas para concluir la guerra y se declaró un alto el fuego que ambas partes respetaron bastante escrupulosamente. Cuando parecía que estaba a punto de firmarse un acuerdo de paz total, Kony pidió seis meses para dar tiempo a todas sus unidades a reunificarse y prepararse para la nueva situación de cese de las hostilidades. Como respuesta, el 6 de febrero del 1994 Museveni lanzó un ultimátum a los rebeldes para que depusieran las armas en un plazo de siete días. No pasaron ni tres días antes de que se reanudaran las hostilidades. Se discute todavía hoy a qué se pudo deber el fracaso de aquellas negociaciones. Hay quien dice que uno de los factores decisivos fue la envidia de algunos políticos que —en una sociedad marcadamente machista— no estaban dispuestos a aceptar que una mujer se llevara el mérito de haber conseguido la paz. El gobierno de Uganda siempre ha asegurado que ya incluso durante las negociaciones, el LRA había empezado a recibir un gran apoyo militar del ejército de Sudán, y que aquel tiempo de tregua sirvió al LRA para reorganizarse y tener un tiempo de respiro.

Con el fracaso de la iniciativa de paz de Betty Bigombe, y el apoyo total del gobierno sudanés al LRA, comenzó el periodo de la guerra marcado por el terror más cruel. El conflicto ha adquirido también durante estos últimos años una dimensión claramente internacional. Atrapados en esta violencia sin límites, la población civil —sobre todo las mujeres y los niños— no fue una víctima accidental atrapada en el campo de batalla, sino un verdadero objetivo, como parte de una estrategia diabólica en la que se intenta controlarlos, humillarlos hasta extremos insospechados e incluso destruirlos.

El LRA siempre recurrió al secuestro de civiles para reforzar sus filas, especialmente en momentos de debilidad numérica, pero sobre todo fue a partir de 1994 cuando el secuestro de niños y niñas tomó proporciones masivas. UNICEF ha calculado en 30 000 el número de menores que han pasado por esta experiencia indescriptible. Durante años se ha repetido la misma historia interminable: el LRA se infiltra en el norte de Uganda desde sus bases en Sudán y durante varios meses se dedica a secuestrar a niños, a los que lleva atados con cuerdas y en fila a sus campos de entrenamiento en territorio sudanés, donde se les adiestra en el manejo de las armas. Las muchachas, además de ser también obligadas a combatir, tienen que soportar la humillación de ser repartidas entre los comandantes como esclavas sexuales. Al gobierno de Sudán le ha venido muy bien contar con una reserva inagotable de niños soldado del LRA que han luchado en primera línea contra el SPLA, ahorrándose recursos y posibilidades de pérdidas de sus propios efectivos. A esos mismos niños, de regreso a Uganda ya convertidos en guerrilleros, se les obliga a realizar las peores atrocidades a menudo contra sus propios familiares, inculcándoles de este modo el miedo a escapar y volver con su familia. Algo más de la mitad de ellos consiguieron escapar, y llegaron destrozados anímicamente, traumatizados, a menudo con enfermedades incurables, convertidos en piltrafas humanas. Miles de padres en el norte de Uganda —algunos de los cuales han perdido a todos sus hijos en una sola noche— han caído en la más absoluta desesperación.

Aunque el LRA atacó siempre objetivos militares, parece haber mostrado una especial predilección por lo que en el lenguaje eufemístico de nuestro tiempo se conoce como «

soft targets», o «daños colaterales», es decir, la población civil, convertida en objetivo de acciones militares. Viajar por las carreteras del norte de Uganda se convirtió durante años en una experiencia de terror, en la que se iba siempre con el alma en vilo, siempre con el riesgo de caer en una emboscada. Lo más común para el LRA era disparar hasta matar a todos los ocupantes del vehículo, saquear las pertenencias y después quemar el coche o el autobús, a menudo con los heridos dentro. Ni siquiera los convoyes de ayuda humanitaria de organismos de Naciones Unidas o de las ONG se han librado de estos ataques mortíferos.

El LRA atacó también repetidas veces poblados y suburbios de las principales ciudades (Gulu y Kitgum), muy especialmente de noche, quemando cientos de viviendas. El dormir por las noches escondidos en la maleza —no raramente bajo la lluvia—, al escaso abrigo de los soportales de las tiendas en el centro de las ciudades o en los dormitorios de las misiones se convirtió en algo habitual para la gente de las zonas rurales, que llamaban a esta práctica

alup. Una palabra acholi empleada para designar un juego parecido al escondite. Los niños y jóvenes que tenían la gran suerte de estudiar en un internado temblaban al llegar la época de vacaciones sólo de pensar que tendrían que pasar uno o dos meses en sus casas, durmiendo escondidos en la hierba.

El LRA realizó también masacres de hasta cientos de personas de una sola vez como método para propagar el terror. La lista es interminable: doscientas personas fusiladas en la orilla de un río en la localidad de Atyak en abril de 1995 (después de esta masacre Uganda y Sudán rompieron sus relaciones diplomáticas, que volvieron a restablecer en 2001), y lo curioso es que quien dirigió aquella carnicería fue un oficial originario de Atyak, Vincent Ottii, número dos del LRA. Otras ciento cincuenta personas, refugiados sudaneses, fueron asesinadas durante tres días de ataques en el campo de Acholpii, en julio de 1996, cuatrocientas en el condado de Lamwo en enero de 1997, noventa en Mucwini en julio de 2002, y ciento veinte en la aldea de Amyel el 12 de octubre del mismo año. En febrero de 2004 tuvo lugar la masacre de Barlonyo, en Lira, en la que más de trescientos desplazados fueron asesinados, la mayor parte quemados vivos en sus cabañas. Un dato que no se le escapa a nadie que ha vivido en el norte de Uganda es que en casi todos estos asesinatos masivos, el ejército ugandés siempre ha llegado cuando ya era demasiado tarde.

Desde 1994, el gobierno de Sudán proporcionó minas antitanque y antipersona al LRA. El ejército ugandés minó también —en 1999— amplias zonas de la región Acholi limítrofes con la frontera sudanesa, haciendo imposible para los habitantes de estas zonas regresar a sus hogares. A pesar de esta siembra de minas, sin embargo, parece que los mutilados —o muertos— por ellas habría que contarlos por cientos, más que por miles.

El LRA era mucho más que un grupo de exaltados, compuesto por Kony y un puñado de niños secuestrados que realizaban actos irracionales y salvajes. Detrás de aquella extraordinaria brutalidad había una organización bien estructurada, cohesionada en torno a la figura de un líder indiscutido, al que se atribuían poderes sobrenaturales, fuertemente apoyada por Sudán, y muy disciplinada. El LRA estaba dividido en cinco brigadas, cada una con su nombre: Sinia, Gilva, Trinkle, Stockree y Control Altar, esta última bajo el mando directo de Kony. Y contaba con oficiales encargados de tareas de coordinación como finanzas, inteligencia, comisaría política, asuntos religiosos, relaciones externas, adiestramiento militar y planificación de operaciones…

Llegó al restaurante con el estómago revuelto, saludó de forma casi automática a quienes esperaban y de inmediato extendió la mano con la palma hacia delante como si intentara adelantárseles al tiempo que dejaba el ejemplar del libro justo en el centro de la mesa.

—Imagino lo que vais a decir… —señaló—. Si todo lo que ahí se cuenta es cierto, y no me cabe duda de que debe de serlo, hay que hacer algo al respecto. ¡Y pronto!

—Por eso estamos aquí. No podemos pasarnos la vida discutiendo sobre el sexo de los ángeles mientras continúa semejante sangría… —reconoció de inmediato el elegante y siempre comedido Tom Scott—. Tengo cinco hijos y al leer lo que cuenta este hombre no he podido evitar imaginarme lo que sentirán los padres de esas infelices criaturas. Tenemos que pararle los pies a Kony y a quienes les facilitan las armas con las que continúa cometiendo semejantes atrocidades.

—Estoy convencida de que no nos votaron para que nos tomáramos la justicia por nuestra mano, pero de igual modo estoy convencida de que a la vista de los crímenes de semejante bestia la mayoría de quienes nos eligieron aprobarían que nos olvidáramos un poco de las formas de la ley y pensáramos algo más en el espíritu de la justicia —admitió segura de sí misma Valeria Foster-Miller—. ¿Qué habéis pensado?

—En que se debe actuar en dos líneas muy bien señalizadas y muy diferentes entre sí… —señaló Víctor Duran bajando instintivamente el tono de voz pese a que se encontraban en una mesa tan apartada que nadie podía oírle—. La primera acabar con Kony por las buenas o por las malas; la segunda resulta igualmente difícil, pero mucho más delicada puesto que se trata de averiguar quién le compra el oro, y sobre todo el coltan, que se ha convertido en su principal fuente de ingresos. Si consiguiéramos cortar ese chorro de dinero estaría acabado.

—Siempre le quedaría el tráfico de diamantes…

—Actualmente los diamantes apenas producen beneficios… —puntualizó Foster-Miller—. La crisis trae como consecuencia que la gente no los compre, sino más bien intente vender los que tiene, y como los diamantes nunca se destruyen, podría darse el caso de que llegaran al mercado quinientos millones de quilates guardados desde hace miles de años, lo cual hundiría aún más su precio.

—Siempre me había creído aquello de que «Los diamantes son el mejor amigo de las mujeres y lo son para siempre».

—Precisamente en eso estriba su mayor riesgo. Al no ser un bien de consumo ya que ni se comen ni se gastan, ya que tan sólo constituyen un adorno, cada vez hay más. La situación comienza a ser tan grave que la empresa De Beers, que controla casi la mitad de su producción mundial, ha cerrado cuatro minas en Botswana debido a que calcula una caída de los precios del cuarenta por ciento. Si a ello se une el hecho de que últimamente se ha conseguido controlar de un modo bastante eficaz el tráfico de los llamados «diamantes de sangre» que no puedan documentar su origen, y que precisamente son con los que trafica Kony, podemos llegar a la conclusión de que el dinero que le proporcionen no le alcanzaría ni para las balas.

—¿Qué pruebas tenemos de que se ha centrado en oro y coltan? —quiso saber Tom Scott.

—El hecho, a mi modo de ver muy significativo, de que últimamente la mayoría de sus matanzas y correrías las haya realizado en el Congo, y concretamente en la zona de Kiwu Norte, que es donde se encuentran los principales yacimientos.

—Mientras parte de sus hombres asesinan, violan y mutilan, otros se dedican a robar mineral —refrendó Duran convencido de lo que decía—. Es lo que hacen todos los que se encuentran implicados en esas malditas guerras, y mi propuesta es que antes de seguir adelante visitemos la región y nos hagamos una idea más clara de la magnitud del conflicto.

—Te recuerdo que no podemos intervenir de un modo oficial —le hizo notar Tom Scott—. Careceríamos de cobertura legal de cualquier tipo.

—Lo sé muy bien, pero estarás de acuerdo en que nada nos impide viajar al Congo a título personal. He hablado con un buen amigo que para un caso como éste nos proporcionaría su avión privado.

—No me gusta utilizar aviones privados… —alegó de inmediato y frunciendo el ceño con gesto de profundo desagrado Valeria Foster-Miller—. Suelen pertenecer a gente que siempre acaba pidiendo que les devuelvas el favor…

—¡No hay problema! —fue la burlona respuesta—. Te he oído cantar y te aseguro que Julio nunca te va a pedir que le acompañes en un escenario.

Fue a raíz de ese viaje, e incluso cabría pensar que dos semanas antes, en el momento en que Víctor Duran le pidió que leyera el esclarecedor libro del misionero comboniano, cuando el pelirrojo Hermes decidió olvidar las leyes que había jurado defender, y como resultado de ello se encontraba tumbado ahora sobre el grasiento suelo de la cabina de lo que pretendía seguir siendo un helicóptero, observando cómo una tímida luna comenzaba a hacer su aparición sobre las copas de los árboles.

Pese a todos los esfuerzos y las promesas del mugriento piloto, su más mugriento ingenio volador se había negado a moverse antes de que las sombras de la noche cayeran sobre su cabeza con tan asombrosa rapidez que le resultó imposible continuar trabajando.

Se habían posado casi sobre la raya del ecuador, por lo que apenas existía crepúsculo y se pasaba en cuestión de minutos de una luz cegadora a unas tinieblas absolutas.

Un hombre, como Hermes, nacido y criado en el corazón de Europa jamás conseguiría acostumbrarse a cambios de luz tan bruscos.

En cuanto el sol desapareció en el horizonte las palabras de Román Balanegra fueron claras, concisas e indiscutibles, ya que al tiempo que le colocaba un enorme revólver en la mano, señaló sin dar pie a discusión de ningún tipo:

—Coma algo, no encienda fuego bajo ninguna circunstancia y procure descansar cuanto le sea posible. Gaza y yo montaremos guardia… —Antes de alejarse hacia la espesura con su pesado fusil al hombro, añadió—: Y sobre todo no hable, porque nunca me he explicado la razón pero en el silencio de la noche en la selva las voces humanas alcanzan increíbles distancias…

Fue como si se lo hubieran tragado de pronto las tinieblas y al poco Hermes advirtió que el piloto le susurraba al oído que se sentía más seguro durmiendo en el bosque, por lo que se encontró de improviso absolutamente solo y como idiotizado en el interior de aquel inmundo habitáculo.

—Si lo que pretendía era vivir una aventura creo que me he pasado… —fue lo primero que le vino a la mente.

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