Kalashnikov

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Capítulo 7

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El revólver, que más parecía un cañón antitanque que un arma de defensa personal, descansaba al alcance de su mano, pero su presencia no contribuía a proporcionarle una sensación de seguridad, puesto que estaba convencido de que en caso de apuro sería más probable que lo empleara contra sí mismo que contra un posible atacante.

Jamás había disparado ni tan siquiera una escopeta de feria.

No podía fumar, no tenía con quién hablar, no debía hacer el menor ruido y los mosquitos habían conseguido que el sueño huyera de aquella espesa jungla.

Lo único que podía hacer era cubrirse de tal modo que tan sólo consiguieran martirizarle en los párpados.

Y pensar.

Pensar en que en menos de dos meses su vida había dado un giro de ciento ochenta grados.

Pensar en lo que había visto en unos yacimientos abiertos en lo más intrincado de la selva, en los que infelices muchachos que deberían estar en la escuela, trabajaban catorce horas diarias a cuarenta grados de temperatura buscando coltan en inestables terrenos de aluvión que cuando menos se esperaba les sepultaban vivos.

Pensar en la razón por la que los seres humanos habían hecho las cosas tan rematadamente mal como para que su futuro hubiera quedado en manos de una cuadrilla de desarrapados.

Cuando el presidente de una empresa enviaba por Internet un mensaje ordenando que se realizase una transferencia multimillonaria, lo enviaba gracias al esfuerzo de aquellos chicuelos.

Cuando un piloto confiaba a un moderno GPS la responsabilidad de dejar a salvo a trescientos pasajeros en un aeropuerto perdido en una diminuta isla del Pacífico, lo conseguía gracias al hambre de aquellos niños.

Cuando un sofisticado satélite proporcionaba información sobre la dirección y la fuerza de un huracán, conservaba su posición en el espacio gracias a los sufrimientos y fatigas de aquellos adolescentes.

Cuando un desesperado inmigrante pedía auxilio porque su cayuco navegaba a la deriva en mitad del océano, su teléfono móvil funcionaba gracias a que otros tan miserables como él se habían dejado la piel en las minas.

Cuatro mil millones de personas, más de la mitad de los habitantes del planeta, dependían de un modo u otro de un puñado de críos hambrientos, y dentro de veinte años la práctica totalidad de los seres humanos serían incapaces de desenvolverse sin su ayuda.

Los medios más rudimentarios, palos, troncos, picos, palas, escoplos, martillos y unas encallecidas manos que no habían tenido tiempo de aprender a escribir, constituían la base sobre la que se asentaba la fabulosa tecnología punta del orgulloso siglo veintiuno.

¿Cómo se explicaba? ¿Acaso la humanidad era tan inconsciente como para no darse cuenta de que corría ciegamente hacia el abismo?

Hacía treinta años que alguien cayó en la cuenta de que un metal casi desconocido, el tantalio, poseía propiedades físico-químicas «mágicas» puesto que era mucho mejor conductor de la electricidad que el cobre, a la par que dúctil, maleable, de gran dureza, con un alto grado de fusión e inoxidable dado que tan sólo lo atacaba un ácido fluorhídrico que apenas existía en la naturaleza.

A la luz de tal hallazgo los fabricantes de aparatos electrónicos vieron el cielo abierto ya que tan prodigioso material les permitía reducir de forma espectacular el tamaño de sus productos al tiempo que aumentaban sus prestaciones y se abarataban los precios.

Se había dado el pistoletazo de salida a una dura competición en la que lo único que importaba era ganar; ganar dinero, ganar prestigio y ganar cuotas de mercado.

Con el nacimiento del nuevo siglo nacía una nueva forma de relacionarse y la carrera se fue acelerando hasta alcanzar un ritmo vertiginoso.

La industria armamentista no tardó en comprender que un misil disparado a cientos de kilómetros de distancia impactaría con precisión milimétrica sobre un blanco situado en el corazón del territorio enemigo, pese a que con frecuencia un minúsculo error de cálculo arrasara un hospital o destruyera un edificio cercano con todos sus habitantes dentro.

Los terroristas descubrieron que servía para detonar a distancia un coche bomba y los gamberros que resultaba divertido grabar y difundir sus agresiones a un indefenso indigente.

Todo ello gracias a que aquellos chicuelos continuaban arriesgándose a morir aplastados por el imprevisto deslizamiento del inestable terreno del yacimiento en que se encontraba el tantalio.

Y es que ese tantalio tenía la curiosa costumbre de encontrarse unido a otro mineral, la columbita, con el que aparecía en forma de pequeñas piedras de un gris verdoso a las que se había bautizado con el lógico nombre de col-tan.

Y el coltan tenía a su vez la fea costumbre de no encontrarse sino en terrenos de aluvión, y por si ello no bastara, el ochenta por ciento de las reservas mundiales se localizaban en el Congo.

Eso venía a significar que el futuro de las nuevas tecnologías se asentaba en un remoto punto del corazón de África y en un país que debería ser, gracias a sus infinitas riquezas y su escaso número de habitantes, uno de los más prósperos del planeta.

Además del coltan el Congo poseía la tercera parte de las reservas mundiales de estaño, gran cantidad de uranio, cobalto, petróleo, oro, inmensos bosques de maderas nobles y el mayor potencial de energía hidráulica del continente, pero pese a ello la inmensa mayoría de los congoleños malvivían bajo el umbral de la pobreza o incluso bajo el umbral de la miseria.

No era de extrañar que su país se hubiera convertido en la presa codiciada por unas grandes potencias que la mejor forma que habían encontrado de despojarle de sus riquezas era provocar un sinfín de guerras disfrazadas de enfrentamientos tribales, fronterizos o religiosos que durante los últimos veinte años le habían costado la vida a cinco millones de inocentes.

La estrategia de las grandes empresas consistía en financiar a todo el que se prestase a provocar alborotos al tiempo que incitaban a los países vecinos, Uganda, Ruanda y Burundi a intervenir militarmente aprovechando del embrollo para expoliar las reservas de coltan de forma descarada.

Y es que a su modo de ver la esencia del demoniaco juego de la guerra del Congo estribaba en que había sido diseñada con la intención de que nadie consiguiera ganar nunca; ni gobierno, ni hutus, ni tutsis, ni ugandeses, ni ruandeses ni las mismísimas Naciones Unidas que acudieran al rescate con un ejército de un millón de hombres conseguirían la victoria.

Era como una kafkiana partida de ajedrez en la que todas las piezas fueran peones que se movieran en las cuatro direcciones con la seguridad de que no existía rey, reina, alfil o posibilidad alguna de dar jaque mate al enemigo.

La guerra por la guerra y sin perseguir otro objetivo que aquel que había perseguido todas las guerras no religiosas desde la noche de los tiempos: obtener un beneficio ilícito.

Y mientras tanto, asesinos de la calaña de Joseph Kony campaban a sus anchas masacrando inocentes.

Cerró los ojos convencido de que aquélla sería la noche más larga y angustiosa de su vida, tal vez la última, pero cuando al fin consiguió conciliar el sueño se sentía tan orgulloso de sí mismo como nunca lo había estado anteriormente.

Aquello era mil veces más excitante e importante que calentar una butaca en el Parlamento Europeo.

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