Kalashnikov

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Capítulo 26

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Pocas cosas producían mayor placer a Orquídea Kanac que quedarse a solas los fines de semana, disfrutando de la casa, la piscina y los jardines, en ocasiones totalmente desnuda, feliz al considerarse una especie de Eva en el paraíso mucho antes de que Adán comenzara a importunarla exigiendo que le prestara atención.

La libertad era eso: vivir en L'Armonia y no tener que dar cuenta de sus actos ni tan siquiera a un perro que le lamiera la mano.

Aquel largo puente motivado por la celebración de la fiesta nacional del 14 de julio, con un cielo sin nubes y una absoluta tranquilidad, se estaba convirtiendo por tanto en el mejor ejemplo de lo satisfactorio que llegaba a ser considerarse el único ser humano que gozaba de una absoluta independencia económica, social e incluso afectiva.

Tal como Mario Volpi comentara en cierta ocasión, se había convertido en «una anacoreta de lujo».

Sin duda tenía razón, puesto que la ermita en la que se refugiaba nada tenía que envidiar a los más hermosos conventos o lugares de retiro espiritual que erigieran tanto hombres como mujeres desde tiempos muy remotos.

La especie humana estaba conformada por seis mil millones de individualidades a las que de igual modo les apetecía amontonarse en una manifestación callejera convirtiéndose en una marea humana, que aislarse del resto de los mortales sin necesidad de compartir ni un solo sentimiento.

De proponérselo, Orquídea Kanac hubiera estado en condiciones de escribir un libro de notable éxito:

El arte de vivir en soledad.

Nada existía más odioso que la soledad obligada, ni nada más satisfactorio que la soledad deseada.

Le encantaba sentarse en el porche aspirando los incontables aromas del jardín que se sabía capaz de diferenciar, sin otro rumor que el canto de unas aves a las que de igual modo distinguía una por una, y observando cómo lujosos yates surcaban a lo lejos las tranquilas aguas de la bahía de Cannes, consciente de que en cuanto tuviera apetito podría elegir entre caviar, paté, jamón, salmón o toda clase de quesos acompañados por los mejores vinos de su bien surtida bodega.

«Anacoreta de lujo» sin otra obligación que flotar sobre una colchoneta en la piscina, ver una película en una televisión de pantalla gigante, comer y dormir sin horario establecido, leer buenos libros, diseñar perfumes, chatear con amigos de las antípodas, pasear entre parterres de rosas, jazmines o tulipanes, y no tener que soñar con una vida mejor que no existía.

Como solía decir, «no se puede encontrar pareja más idónea que la propia persona, ya que se conoce y acepta desde la infancia y no irrita con defectos ajenos».

Estaba convencida de que ningún hombre, por muy perfecto que fuera, le proporcionaría la paz y el sosiego que se brindaba a sí misma.

Debido a ello le molestó el hecho de que comenzaran a resonar a lo lejos los cohetes y petardos propios del aniversario de la toma de La Bastilla que tanto inquietaban a «sus pájaros», y más aún le molestó que repicara con inusual insistencia el timbre de la entrada.

Acudió renuente y malhumorada para sorprenderse al descubrir al otro lado de la verja a un sudoroso desconocido que al parecer había llegado hasta allí tras una larga caminata bajo el implacable sol de primeras horas de una calurosa tarde de verano.

—¿Qué desea? —quiso saber.

—Me llamo Giampaolo Volpi —fue la respuesta—. Soy el hijo mayor de Mario Volpi y necesito hablar contigo.

—¿Le ha ocurrido algo a tu padre? —se alarmó.

—No de momento, pero de eso quería hablarte.

La dueña de L'Armonia dudó, incómoda por el hecho de que vinieran a perturbar su amada intimidad, pero advirtió que el rostro del recién llegado mostraba una innegable inquietud, por lo que acabó por inquirir:

—¿Tienes algún documento que acredite quién eres?

El demandado le alargó entre los barrotes un carnet de identidad que confirmaba que se trababa de Giampaolo Volpi, de veintisiete años, nacido en Parma, hijo de Mario Volpi y Angélica Cuomo.

—Pasa.

Le precedió hasta el porche, le indicó que tomara asiento en la butaca que solía ocupar su padre cuando acudía a visitarla y sin mediar palabra le trajo la cerveza helada que evidentemente estaba necesitando.

Aguardó a que la apurara con innegable satisfacción, tomó asiento a su vez y por último inquirió:

—¿Y bien? ¿Qué le ocurre a Supermario? La última vez que estuvo aquí se encontraba bien.

—Y sigue estando bien; al menos de salud.

—¿Entonces?

—No es su salud lo que me preocupa, sino su seguridad. —Fue la inquietante respuesta, más inquietante por el tono de voz que por las palabras en sí—. Como debes de saber su forma de ganarse la vida no es lo que pudiéramos considerar un ejemplo a seguir.

—Supongo que eso es algo que tan sólo le atañe a él y en todo caso a su familia. ¿Qué tengo yo que ver con eso?

—Mucho: sobre todo ahora.

—¿Acaso te ha comentado algo sobre mí?

Giampaolo Volpi había sacado del bolsillo interior de la chaqueta un arrugado paquete de cigarrillos y sin tan siquiera preguntar si podía fumar, encendió uno de los pocos que le quedaban, lanzó una bocanada de humo, y tras una estudiada pausa señaló:

—Mi padre nunca habla de sus negocios ni siquiera con mi madre, y desde que le conozco jamás le he oído decir más que «las cosas van bien», o «las cosas se arreglarán».

—¿Y a qué tipo de cosas se refería? —quiso saber Orquídea Kanac, a la que empezaba a desagradarle tanto el desarrollo como el tono de la conversación.

—Eso tampoco lo decía, pero una cosa es que no hablara de ello y otra muy distinta que yo no consiguiera averiguarlo.

No era necesario conocerla para comprender que la dueña de la casa se estaba sintiendo cada vez más incómoda.

—¿Me estás dando a entender que te dedicaste a espiar a tu padre? —inquirió con una manifiesta acritud.

—¡Lógico! —fue la descarada respuesta—. En el colegio te molesta que los compañeros comenten que sus padres son médicos, abogados o arquitectos mientras que tú no sabes qué decir respecto al tuyo, por lo que cuando llegas a una cierta edad empiezas a preguntarte de dónde sale tanto dinero.

—Era el contable de los negocios de mi padre.

—¿Qué tipo de negocios? —fue la burlona pregunta—. ¿Hoteles, fábricas, agencias de viajes…? ¡No me hagas reír! Tú y yo sabemos que si hubiéramos tenido que vivir de ellos estaríamos pidiendo limosna; tan sólo daban pérdidas.

—¿Y cómo lo sabes si según aseguras tu padre no lo mencionaba?

—Porque mi padre era extremadamente desconfiado… —fue la desconcertante explicación—. Prudente hasta el extremo de que llegó a despertar la curiosidad de quien compartía su vida, y no pude por menos que preguntarme la razón por la que cada vez que salíamos a navegar y creía que nadie le veía arrojaba al agua su ordenador personal.

—¡Curioso! —admitió ella—. Jamás me mencionó esa extraña costumbre.

—Supongo que ni a ti ni a nadie —fue la rápida respuesta—. En su despacho tiene un ordenador de sobremesa conectado a Internet, pero dentro de un libro guarda otro, muy pequeño, que no conecta nunca. En un momento dado pasa parte de la información a un disco y tira el ordenador al mar para que ningún experto sea capaz de recuperar lo que guarda en su memoria.

—¡Muy astuto! —se vio obligada a reconocer Orquídea Kanac—. Se me antoja de una prudencia exquisita. Costosa, pero exquisita.

—Excesiva en alguien que asegura ser un simple contable en negocios legales, ¿no te parece?

—No soy quién para opinar.

—Si tú no lo eres, ¿quién puede serlo? —fue la intencionada pregunta—. Tal vez la idea de destruir los ordenadores no fuera de mi padre sino del tuyo, que tengo entendido era un hombre muy inteligente, y por lo que he podido averiguar has «heredado» sus negocios e incluso le superas en muchos aspectos. El viejo te admira de un modo casi enfermizo.

—¿No acabas de decir que nunca habla de ello? —inquirió la muchacha temiendo la respuesta.

—No habla, pero lo escribe en esa especie de diario secreto que acaba arrojando por la borda.

—¿Y tú cómo lo sabes?

Giampaolo Volpi no respondió, limitándose a señalar con un gesto de vaso vacío e inquirir:

—¿Podrías darme otra cerveza? Y algo de comer, si no te importa; no he probado bocado desde anoche.

—¿Y eso?

—Es una larga historia; ciertos negocios se complicaron y tuve que poner tierra de por medio evitando pasar por casa. He venido haciendo autostop hasta el cruce de la autopista, desde allí he tenido que subir a pie, y te aseguro que con este sol esa jodida carretera es un infierno.

Orquídea Kanac no respondió, encaminándose a la cocina, de donde regresó al poco con una gran bandeja que colocó sobre la mesita de cristal al tiempo que comentaba con firmeza y manifiesta agresividad:

—Aquí tienes, pero te ruego que seas breve y me digas a qué has venido porque todo este asunto no me gusta. ¿Por qué has tenido que huir tan precipitadamente?

El otro comenzó a comer con auténtico apetito, se atragantó, hizo un gesto con la mano pidiendo paciencia y al poco, tras beber un largo trago, aclaró:

—Porque si no lo hubiera hecho a estas horas sería hombre muerto; o «desaparecido», que viene a ser lo mismo, y prefiero «desaparecer» por mi propia voluntad a que me «desaparezcan» otros.

—¿La mafia…?

—La mafia siciliana, la camorra napolitana, la ndrangheta calabresa o la propia policía italiana… —Señaló mientras comenzaba a masticar de nuevo—. Llámala como quieras, pero sea quien sea quien me busque lo cierto es que las órdenes emanan de mucho más arriba, porque en mi país las cosas han llegado a un punto en el que ya no se sabe quién maneja a quién.

—¿Asunto de drogas?

—¡Ojalá! El tema de las drogas se arregla con buenos amigos o unos años a la sombra, pero aquí se trata de un auténtico «asunto de Estado» que puede hacer que se derrumbe una estructura que ha tardado años en levantarse y que, como supongo que estarás al corriente, en estos momentos se tambalea. Yo podría darle el empujoncito que le falta, y debido a ello hay gente decidida a darme antes el empujón final.

La muchacha le observó mientras continuaba devorando cuanto se encontraba en la bandeja pasando de una cosa a otra sin orden ni concierto puesto que sin duda tenía la mente en otra parte y no disfrutaba en absoluto del jamón, el paté, el salmón o los quesos, y tras unos instantes de reflexión masculló:

—No te creo.

—Si quieres que te sea sincero me importa un

catzzo que me creas o no, pero lo que sí puedo decirte es que mi trabajo consistía en proporcionar hermosas jovencitas a quienes se pirran por esa clase de tiernas criaturitas.

—¿O sea que ejercías de proxeneta?

—De lujo; o más concretamente, de súper lujo. A mis chicas se las conoce por el significativo apodo de «Las Beluga», ya que mi norma siempre ha sido: «El caviar más exquisito para los paladares más exigentes». Por ello tan sólo están al alcance de grandes magnates, jeques árabes o políticos de muy alto rango.

—No considero que eso dé pie a la posibilidad de derribar un gobierno o sea motivo para hacer «desaparecer» a nadie.

—Normalmente no, pero una noche recibí en mi móvil una serie de fotografías que me enviaba una de mis chicas, Bianca, de dieciséis años, en las que se veía lo que les estaba haciendo a ella y a su hermana Bruna, de quince, y lo cierto es que incluso a mí, que creo haberlo visto todo, me horrorizaron. Tres días después «el coche de Bianca» cayó por un barranco de una carretera perdida y ambas murieron.

—¡Vaya! Eso sí que se me antoja grave.

—¡Y tanto! Sobre todo teniendo en cuenta que Bianca no tenía coche ni idea de conducir; de haberlo robado se hubiera salido de la carretera en la primera curva, no en el abismo preciso.

—¿E imaginas que ahora van a por ti?

—Sé que vienen a por mí porque tardaron muy poco en averiguar a quién pertenecía el número al que esa descerebrada había enviado unas fotos que si se publicaran se convertirían en la guinda del mayor escándalo de desvergüenza política, descaro, desprecio a la ciudadanía y corrupción de que se tenga memoria.

Orquídea Kanac retiró la bandeja en la que su «invitado» apenas había dejado nada, se entretuvo más de lo necesario en la cocina reflexionando sobre la gravedad de lo que le habían contado y las consecuencias que ello le podía acarrear, y cuando al fin decidió regresar y enfrentarse con Giampaolo Volpi, inquirió sin preámbulos.

—¿Y cuánto quieres por «desaparecer»?

—Cuatrocientos mil euros… —El italiano hizo una bien estudiada pausa antes de añadir remarcando mucho las palabras—: Anuales.

—¿Cómo has dicho? —se alarmó ella.

—He dicho que necesito cuatrocientos mil euros anuales para vivir en un lugar perdido en el que nadie sea capaz de encontrarme. Eso es, según mis cálculos, menos del cinco por ciento de lo que vas a obtener del tráfico de armas y la «protección» que le proporcionas al hijo puta de Beltran Buyllet y creo que mi silencio lo merece.

—¿O sea que has venido a chantajearme?

—Es una fea palabra, aunque admito que justa; la base de tu negocio es el secreto, y si yo comparto ese secreto no veo por qué razón no debo compartir los beneficios.

—Tal vez se deba a que le has robado ese secreto a la persona que te dio la vida, te cuidó, te educó e incluso te pagó una carrera.

—Vivimos unos tiempos en los que lo que importa es lo que se tiene, no cómo se ha obtenido, y lo que tengo es un disquete repleto de información comprometedora, o sea, que tú misma. Me costó mucho esfuerzo descifrar la clave de acceso al ordenador de mi padre, pero al fin lo conseguí, por lo que cada semana pasaba a ese disquete incluso la que él más tarde eliminaba. Si llegara a manos de quien no debe te pasarías por lo menos diez años en la cárcel y te garantizo que huelen fatal… —Abrió los brazos como queriendo abarcar cuanto le rodeaba al tiempo que añadía con una hipócrita sonrisa—: ¿Acaso vivir en este paraíso en lugar de entre las hediondas paredes de un presidio no vale ese dinero?

—Sin duda —admitió ella—. Pero no has tenido en cuenta que si me denuncias hundes de igual modo a tu padre y destrozas a tu madre…

—Naturalmente que lo he tenido en cuenta —admitió con absoluto descaro el proxeneta al tiempo que encendía un nuevo cigarrillo—. Pero ya son mayores, han vivido mucho tiempo, y muy bien, del tráfico de armas, y si tienen que pagar por ello más vale que lo hagan a esta edad que a los veintiséis años. No me parece justo que mi padre no haya pasado ni un solo día entre rejas pese a haber contribuido a la muerte de miles de inocentes, mientras que a mí me van a liquidar por el simple hecho de haber aconsejado a unas cuantas golfillas que se harían ricas abriéndose de piernas.

—Tu madre siempre me pareció una señora muy decente, pero no cabe duda de que tú has resultado ser un auténtico hijo de puta.

—Yo, sin embargo, nunca conocí a tu madre, supongo que de igual modo sería muy decente, y por lo que sé de ti también has resultado ser una auténtica hija de puta. Y no creo que mis padres acaben suicidándose por mi culpa, como en tu caso.

La joven dueña de L'Armonia acusó el golpe y por unos instantes se la advirtió desconcertada, tanto más por el hecho de que con la caída de la tarde había aumentado de forma notable el insoportable escándalo provocado por cohetes y petardos, lo que siempre tenía la virtud de alterarle los nervios.

En cuestión de horas una existencia basada en el silencio, los aromas y la calma se habían transformado en estruendo, hedor a tabaco y ansiedad, debido a lo cual no pudo evitar que su mente achacara a la inesperada aparición de Giampaolo Volpi tan brusco e insoportable cambio.

Dedicó unos minutos a sopesar los pros y los contras de la propuesta que había recibido mientras su autor la observaba sin poder ocultar la satisfacción que le producía el hecho de conseguir que su hermoso rostro se desencajara y sus ojos mostraran la profundidad de su abatimiento, y por último asintió al tiempo que se encogía de hombros:

—¡Bien! —musitó con un hilo de voz mientras se ponía en pie y se encaminaba al interior de la casa—. Cuando se juega con fuego se debe aceptar que en un momento dado pueda abrasarte…

Apenas tardó unos instantes en regresar y al hacerlo empuñaba un pesado revólver amartillado.

Al verla su indeseada visita palideció poniéndose de pie y balbuceando aterrorizado:

—Pero ¿qué haces? ¿A qué viene esto?

—Viene a que si, como aseguras, mi negocio exige que me vea implicada en la muerte de miles de inocentes, poca importancia tiene que a ello le añada la de un auténtico hijo de puta. ¡Camina hacia el jardín!

—¿Es que te has vuelto loca?

—Loca estaría si permitiera que ensangrentaras el suelo de mi casa. ¡Retrocede!

El otro lo hizo muy despacio, aterrorizado por el hecho de que el arma le apuntaba directamente a los ojos, y adelantó las manos como si con ello pudiera defenderse del impacto de las balas.

—¡Espera! —suplicó casi sollozando cuando advirtió que ya pisaba tierra—. ¡Espera! Podemos olvidarlo todo. Te juro que me iré y nunca diré nada.

—¿Acaso crees que me voy a pasar el resto de la vida esperando a que decidas destruirme? —quiso saber ella—. ¡Ni hablar! Entiendo que estuvieras dispuesto a denunciarme puesto que al fin y al cabo no significo nada para ti. Pero quien reconoce que no le importa destruir a sus propios padres por dinero, no me merece la menor confianza. Si hubiera imaginado que los míos se iban a suicidar por mi culpa, me hubiera pegado un tiro, pero ya es demasiado tarde.

—¡Por favor!

—Consuélate con el hecho de que sobre tu tumba crecerán las más hermosas flores y tendrás un maravilloso cementerio para ti solo.

El estruendo del disparo se confundió con el de los cientos de cohetes que surcaban el aire, al tiempo que Giampaolo Volpi caía de espaldas con un negro orificio en la frente.

Orquídea Kanac contempló despectivamente el cadáver y al fin comentó en un tono que demostraba que acababa de recuperar la calma:

—No cabe duda de que si la mafia, la camorra, la ndrangheta o la policía tenían la intención de hacerte desaparecer, han hecho bien su trabajo.

Se introdujo el arma en la cintura y se encaminó sin prisas a la parte posterior de la casa en busca de una pala.

ALBERTO VÁZQUEZ-FIGUEROA.

Madrid-Lanzarote.

Julio de 2009.

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