Kalashnikov

Kalashnikov


Capítulo 10

Página 14 de 32

C

a

p

í

t

u

l

o

1

0

Al octavo día acudieron a uno de los puntos de «abastecimiento» que habían preparado con ayuda del helicóptero, agradeciendo la ropa limpia, las botas secas y la comida abundante.

Para unos hombres acostumbrados a vivir bajo la lluvia y dormir en el fango, el hecho de conseguir despojarse de cuanto llevaban encima desde hacía una semana, lavarse en una tibia laguna y secarse con una auténtica toalla que no apestaba a humedad constituía un placer comparable al de albergarse en un hotel de cinco estrellas.

Reunieron cuanto habían traído, incluidas las latas de comida vacías que jamás tiraban ni enterraban con el fin de no dejar ni el más mínimo rastro de su paso, lo introdujeron todo en el saco embreado que continuaba apestando a orines de león y pimienta molida, lo ocultaron en el mismo punto convencidos de que ni hombres ni bestias darían con él y se dispusieron a comer a la sombra de una acacia.

—¿Cómo te sientes, negro?

—¡Puta madre, blanco! —fue la alegre respuesta—. Y todo sería perfecto si pudiéramos calentar este estofado de buey.

—¿Serías capaz de detectar el olor del humo a tres kilómetros?

—Seguro.

—Pues no serías el único.

—Lo sé… —no pudo por menos que admitir de mala gana Gaza Magalé—. Y por eso me aguanto y me lo como frío.

—Consuélate con la idea de que cuando volvamos podrás comer todo lo que te apetezca hasta que te mueras de viejo.

—¡Si es que regresamos!

—¿Te preocupa?

—Si quieres que te sea sincero, no —replicó de inmediato el pistero, y resultaba evidente que decía la verdad—. Con lo que nos han pagado mi familia no tendrá nunca problemas, y prefiero que me liquiden de un tiro haciendo lo que me gusta que morirme de asco en una cama. Las camas están hechas para dormir, soñar y follar, no para morirse.

—¡Hermosa teoría!

—Los tipos como tú y como yo tenemos la obligación de espicharla tal como hemos vivido, en mitad del bosque y con un arma en la mano. Sería injusto que acabáramos como esos infelices que apenas han puesto los pies fuera de su pueblo o de sus casas.

—Pero lo realmente justo sería que nos liquidara un orejudo cabreado —le hizo notar Román Balanegra—. No un hijo de puta asesino de niños.

—Intentaremos volarle la sesera antes de que lo logre. Luego Dios dirá.

Decidieron echarse una reparadora siesta de media hora y se despertaron maldiciendo su suerte dado que la ropa y las botas volvían a empaparse por culpa de un furibundo chaparrón al que siguió una lluvia fina pero constante que presentaba todo el aspecto de no querer detenerse durante los próximos tres días.

—¡País de ranas!

Reanudaron la marcha, la noche les sorprendió en el centro de una llanura en la que la hierba les superaba en altura, la cortaron en haces con ayuda de sus afilados machetes y se tumbaron sobre ellos cerrando los ojos dispuestos a dormir al relente una vez más y conscientes de que la humedad les calaría hasta los huesos.

Ya no tenían veinte años, por lo que no se levantaron dispuestos como antaño a avanzar durante doce horas a paso de carga, y Román Balanegra no pudo por menos que lanzar un sonoro reniego al advertir que la articulación del hombro derecho le molestaba como si se la hubieran atravesado con un hierro candente.

Aquel hombro había soportado tantas veces el brutal retroceso de la culata de un Holland&Holland 500 que resultaba un milagro que no se hubiera descoyuntado hacía ya mucho tiempo.

—¡Jodido esto de hacerse viejo! —masculló malhumorado—. Como el brazo me moleste en el momento de disparar a lo peor le pego el tiro en el culo a esa maldita comadreja.

El nativo golpeó una vez más la culata de su potente fusil al tiempo que comentaba:

—Con una bala de este calibre en el culo ese hijo de puta no vuelve a ponerse en pie en su vida. La única vez que le disparé a un tipo saltó como una botella rota en pedazos.

Su acompañante le observó frunciendo el ceño, con lo que pretendía demostrar su incredulidad.

—No sabía que hubieras matado a nadie —dijo.

—Es que no era nadie… —fue la sorprendente respuesta.

—¡Explícate, negro! ¿A quién mataste?

—A un

kalumbaga

—¿Y eso qué coño es?

—Un «traganiños» o más exactamente «un comedor de niños albinos».

El cazador tardó en responder, como si estuviera haciendo memoria, y al fin señaló asintiendo con la cabeza.

—He oído hablar de ellos, pero no sabía que los llamaran así.

—Es un término que tan sólo se emplea en el sur de Uganda y parte de Ruanda y Tanzania, que es donde hay casi doscientos mil albinos y tan sólo el año pasado mataron a cuarenta. Entre los blancos nace uno por cada veinte mil personas, pero en África nace uno de cada cuatro mil. Por suerte, aquí, en la República, no suelen darse muchos casos.

—¿Y cómo es que te cargaste a un

kalumbaga?

—Porque una tía mía organizó una casa de acogida para niños albinos, y se los estaban robando y devorando porque los

kalumbagas tienen la absurda superstición de que al comer su carne se vuelven más vigorosos sexualmente y son más longevos.

—Por lo que he oído decir Joseph Kony debe de ser uno de esos

kalumbagas.

—Puedes jugarte el cuello.

—Cuéntame esa historia.

—No va a gustarte.

—Déjame decidirlo por mí mismo.

—¡Como quieras! Hace unos cinco años mi tía me pidió ayuda, acudí y me aposté en la copa de un árbol. Los que habían visto al ladrón aseguraban que era muy fuerte, pero también muy ágil, ya que surgía de improviso de entre la maleza cubierto con una máscara, le atizaba un garrotazo al chicuelo que tenía más cerca abriéndole la cabeza como un coco, se lo cargaba al hombro y echaba a correr perdiéndose en el bosque antes de que nadie pudiera dar la voz de alarma. Del niño nunca más volvía a saberse nada.

—¡Hijo de puta! ¡Matarlos a garrotazos…!

—Como si fueran focas. Los pobres albinos no tenían más que dos opciones: o vivir hacinados en una habitación, o salir a jugar y tomar el aire arriesgándose a acabar en la cazuela de un fanático.

—¡Joder!

—Joder, le jodí. ¡Y bien jodido! Esperé sin prisas y te consta que a la hora de acechar a una pieza puedo ser el hijo de puta más paciente del mundo. El maldito «traganiños» tardó nueve días en aparecer, pero conseguí localizarle a tiempo, y en el momento en que surgió de entre la maleza corriendo como un gamo y con el garrote alzado ya lo tenía en el punto de mira. Te juro que voló por los aires casi cinco metros y el agujero que le atravesaba el pecho de un lado a otro era del tamaño de un balón de fútbol, porque había cambiado las balas de acero que usamos para matar orejudos por balas de plomo abiertas en cruz.

—¡Qué bestialidad! —exclamó su interlocutor ciertamente impresionado—. Con munición de plomo calibre quinientos abierta en cruz no me extraña que lo dejaras hecho un pingajo.

—En el momento en que tocó el suelo apenas le quedaba sangre en el cuerpo, y los intestinos habían ido a parar a la copa de un árbol. Tuve que recoger el cadáver con una carretilla para echárselo de comer a las hienas, que era lo que el muy cerdo se merecía, porque cuando le quitamos la máscara descubrimos que se trataba de uno de los políticos más influyentes y respetados de la región.

—¿Y por qué nunca me habías contado esa historia?

—Porque era un asunto privado entre él y yo. Y porque no me agrada la idea de haber matado a un hombre pese a que se trate de un

kalumbaga.

—¿Pensarás lo mismo cuando tengas que dispararle a un miembro del Ejército de Resistencia del Señor?

—En el fondo son la misma mierda, y una vez perdida «la virginidad» igual da cargarse a ocho que a ochenta. No te preocupes; cuando llegue el momento no me temblará el pulso.

—Nunca he tenido la menor preocupación al respecto, negro. Te conozco muy bien… —El cazador se echó al hombro el arma y la mochila al tiempo que señalaba—: Y ahora andando que el camino continúa siendo largo.

Tal como era de esperar llovió mansamente durante toda la mañana y, cuando ya empezaban a notar que las piernas les pesaban, el pistero se detuvo de improviso señalando lo que a primera vista parecía un pedazo de rama de color marrón que venía flotando en el agua de una minúscula torrentera.

—¡Fíjate en esto! —musitó apenas al tiempo que se agachaba y con ayuda de su machete lo apartaba a la orilla.

—¡Vaya por Dios! —fue la respuesta en el mismo tono apagado pero francamente humorístico—. ¡Hermoso mojón has encontrado!

—Yo diría más bien que es él quien nos ha encontrado a nosotros… —puntualizó Gaza Magalé con una leve sonrisa al tiempo que aplastaba el excremento con la hoja del machete—. Y viene a contarnos que ahí delante hay alguien que no es de esta región, puesto que su mierda contiene granos de maíz sin digerir y sabes tan bien como yo que por aquí nadie se atreve a cultivar maíz porque los elefantes les destrozarían las plantaciones.

—¿Uno de los hombres de Kony?

—Probablemente.

—¿Un explorador, un centinela o un francotirador?

—¡Cualquiera sabe!

Román Balanegra extrajo los prismáticos de su funda, trepó a la rama más baja de un árbol cercano, atisbo apartando ligeramente las hojas y, tras estudiar con especial detenimiento cada detalle del terreno que se abría frente a él, señaló:

—Debe de tratarse de un centinela que se oculta en el cañaveral de la colina, porque desde allí desciende el riachuelo que nos ha traído tan hediondo regalo. El puesto de vigilancia está muy bien elegido, puesto que en cuanto hubiéramos avanzado doscientos metros más nos habría localizado.

—Pero cometió un error al no enterrar su mierda sin caer en la cuenta de que el agua acabaría por arrastrarla. ¡Suerte hemos tenido al descubrirla a tiempo!

—Siempre hemos tenido suerte en la selva, negro —fue la respuesta acompañada de un guiño—. De lo contrario a santo de qué estaríamos vivos después de habernos cargado a tantos orejudos.

—¿Qué hacemos ahora?

—Intentar atrapar a ese hijo de mala madre para que nos cuente cosas de Kony.

El otro le dirigió una larga mirada de extrañeza al inquirir:

—¿Vivo?

—¡Naturalmente, caraculo! ¿Dónde has visto que un muerto cuente cosas?

—Sabes que no me gusta que me llames caraculo.

—Pues déjate barba o adelgaza. Y ahora cállate un poco porque tengo que pensar la forma de atrapar a ese malnacido.

Enfocó de nuevo los prismáticos hacia el cañaveral, estudió con sumo cuidado los alrededores así como la dirección de los negros nubarrones que se aproximaban amenazantes y, por último, saltó a tierra al tiempo que señalaba:

—El viento viene del sur, o sea que tendré que aproximarme dando un rodeo por el norte no vaya a ser que el tipo tenga buen olfato.

—¿Acaso te has creído que es un elefante, blanco de los cojones? —le espetó el pistero sin el menor miramiento—. Tendrías que ir tirándote pedos.

—Más vale prevenir que lamentar. Calculo que tardaré una hora larga en entrar al cañaveral por aquel extremo, y si no me equivoco en esos momentos los nubarrones estarán descargando con toda su furia, que es lo que necesito para que el ruido le impida oír mis pasos.

—¡Un momento! —le atajó el otro—. ¿Y por qué diablos no vamos los dos si te consta que soy mejor que tú a la hora de aproximarme a alguien sin ser visto?

—Porque te necesito de señuelo. A las tres y media en punto sales del bosque, avanzas un poco y te detienes a cagar tomándote tu tiempo y poniendo cara de estreñido, por lo que el tipo te podrá ver muy bien si, como es de suponer, le han proporcionado unos prismáticos.

—No me gustaría que me pegaran un balazo con los pantalones bajados.

—No te preocupes: estarás fuera de tiro —replicó Román Balanegra sin inmutarse.

—¿Cómo lo sabes?

—Te bastará con mantenerte a quinientos metros porque la gente de Kony va armada con AK-47, que es un arma cojonuda en distancias cortas pero con un alcance limitado a cuatrocientos.

—¡Si tú lo dices!

—Si de algo entiendo es de armas, negro. Me crié entre ellas.

—De acuerdo, pero recuerda que se trata de mis cojones.

—¡Para lo que te sirven!

—¡Jodido blanco! ¿De quién crees que son mis nueve hijos?

—¡Vete tú a saber! —El cazador golpeó afectuosamente el brazo de su amigo y compañero de correrías al tiempo que añadía—: Y ahora en serio, hermano; te quedas ahí fuera unos diez minutos, vuelves aquí y permaneces atento. Si al cabo de un par de horas no tienes noticias mías te vas a casa y te olvidas de todo este maldito asunto.

—Eso no te lo crees tú ni borracho —fue la rápida respuesta.

—¡Pues anda y que te jodan! ¡Hasta la vista!

—¡Suerte!

Ir a la siguiente página

Report Page