Kalashnikov

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Capítulo 13

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«El

trekc de los babuinos», uno de los escasos espacios llanos y abiertos de la región, no se inundaba nunca debido a que estaba situado sobre una meseta de tierra roja de no más de veinte metros de altura que por algún extraño capricho de la naturaleza disponía de un sistema de drenaje que permitía que toda el agua que le caía normalmente encima, y que solía ser mucha, se filtrara hacia riachuelos subterráneos que de inmediato la desviaban hacia una cercana laguna.

Casi perfectamente plano abarcaba una superficie similar a tres campos de fútbol, pero aparecía tan repleto de matorrales y acacias espinosas que resultaba inimaginable que allí pudiera aterrizar un aeroplano.

—Buen momento para repetir lo que decía mi abuelo —masculló un desconcertado Román Balanegra—. «Nunca des por sentado que los elefantes no se suben a los árboles».

Se encontraba en pie junto al pistero en la cima de una loma desde la que dominaban la totalidad del

trekc que se extendía a poco menos de un kilómetro de distancia, pero lo suficientemente adentrados en la espesura como para que los rayos del sol no incidieran sobre las lentes de los prismáticos.

Sabían por medio siglo de experiencia de cazar en espacios abiertos que el reflejo del sol sobre lentes, cristales u objetos metálicos había delatado a más intrusos que la alarma de una sirena en tiempos de guerra, por lo que debido a ello opacaban el brillo de sus armas de fuego, machetes y navajas al tiempo que tomaban infinitas precauciones a la hora de espiar a los animales, o en este caso a posibles miembros del Ejército de Resistencia del Señor, por medio de unos prismáticos.

Un inesperado e injustificado destello entre la espesura tenía la virtud de espantar a las bestias o alertar a los humanos.

Y constituía la mejor prueba de que se aproximaba un chapucero.

Y ni Román Balanegra ni Gaza Magalé habían llegado adonde habían llegado a base de ser chapuceros.

Casi medio siglo merodeando por una región inhóspita y olvidada de la mano de Dios les había enseñado que aquella agresiva naturaleza era capaz de causar mucho daño, pero sabía respetar a quienes respetaban sus reglas.

Ni reflejo de cristales, ni sonidos metálicos, ni una música discordante, ni una palabra demasiado aguda, ni un color llamativo, ni un olor que no perteneciera al entorno natural, eran normas que se hacía necesario seguir al pie de la letra cuando se pretendía pasar inadvertido en la vasta extensión del oriente de la República Centroafricana.

Y es que desde muy jóvenes tanto Román Balanegra como Gaza Magalé habían aprendido a actuar a imagen y semejanza del mejor cazador y el animal más astuto de la selva, el único que rara vez fallaba: el camaleón.

El término «camaleón» provenía de dos antiguas palabras griegas:

chamai, que venía a significar algo así como «en tierra», y león, lo que venía a significar que los primitivos helenos le denominaban «El león en la tierra».

De igual modo, un gran número de pobladores de las selvas africanas le consideran un animal sagrado del que descendían los seres humanos y el auténtico soberano de las bestias pequeñas, de las que se alimentaba sin gran esfuerzo y con una eficacia inigualable.

Pese a ello los muchachos de ciertas tribus subsaharianas solían divertirse capturándolos con el fin de dejarlos en libertad sobre una manta roja de la que no pudiera escapar, observando pacientemente cómo poco a poco se iban debilitando hasta morir.

La razón de tan lenta agonía cabría encontrarla en el sorprendente hecho de que el rojo intenso era el único color que la piel de los camaleones no podían metabolizar durante demasiado tiempo, por lo que esa cruel forma de expirar se atribuía al hecho de que al comprender que no conseguían camuflarse les invadía un miedo invencible que terminaba por causarles un estrés que les llevaba a la muerte.

Pese a carecer de oído, sus ojos se movían independientemente el uno del otro, abarcando por tanto los trescientos sesenta grados, pero en el momento en que ambos se concentraban sobre una víctima determinaban con precisión milimétrica a qué distancia se encontraba, por lo que podían lanzar como un dardo su larga y pegajosa lengua atrapándola y devorándola en una décima de segundo.

El mejor cazador de los bosques y pantanales era por tanto siempre el más «camaleónico»; es decir, aquel que se integraba por completo a la naturaleza que le rodeaba y obtenía la mayor recompensa con el menor esfuerzo.

Ahora, confundidos entre el denso follaje, los dos hombres observaban sin perder detalle cada metro del «

trekc de los babuinos», y lo cierto es que les resultaba difícil aceptar que aquélla pudiera constituir una pista de aterrizaje.

Matojos, hierba espesa y pequeñas acacias era cuanto alcanzaban a distinguir, por lo que hubo un momento en el que llegaron a pensar que el maldito Josué-Yansok se había burlado de ellos.

—¡Jodido mocoso!

—¡Paciencia, negro!

—Sabes muy bien que puedo llegar a ser el más paciente del mundo, pero por mi madre que si ahí puede aterrizar un avión estoy dispuesto a volverme blanco.

—¡Dios no lo quiera! —fue la divertida respuesta—. ¡Dejarías de gustarme!

—Pues tú me gustarías más si fueras negro.

—Puedes empezar por mirarme de cerca los cojones.

—No me he traído la lupa.

—Vamos a dejarnos de chorradas y a prestar un poco más de atención —le reconvino su acompañante al tiempo que indicaba un punto al otro extremo de la llanura—. Ahí abajo pasa algo raro; cada vez que hemos pasado por aquí esto estaba lleno de babuinos, y ahora no se ve ni uno. Y fíjate en aquel grupo de arbustos del fondo. ¿No se te antojan demasiado espesos en relación con lo que les rodea?

El pistero apoyó sus prismáticos en una rama procurando que se mantuvieran firmes, enfocó hacia el punto señalado y asintió:

—Puede que tengas razón y no sean arbustos; creo que se trata más bien de una red de camuflaje de las que suelen emplear los militares.

—¿Y qué es lo que está ocultando?

—Probablemente una choza.

—¿Una choza semienterrada…?

—Ese tipo de terreno se presta a ello. Fuera del

trekc ni siquiera hubieran conseguido cavar un par de metros porque el hueco se les inundaría continuamente, pero si la han construido bien, en un lugar como ése soporta cualquier aguacero.

Dedicaron casi diez minutos a la tarea de intentar averiguar si efectivamente aquella red de camuflaje ocultaba el techo de una choza enterrada a medias, pero les resultó imposible visto que la malla se encontraba recubierta de maleza.

Optaron por tomárselo con calma sentándose a «preparar el almuerzo» sin perder de vista el lugar, y al cabo de media hora su paciencia se vio recompensada al advertir cómo una figura humana emergía como por arte de magia entre los arbustos con el fin de alejarse una treintena de metros y acuclillarse entre los matorrales.

—¡Otro que caga! —comentó el negro en tono divertido.

—Pues no sé cómo carajo nos las arreglaríamos si esos jodidos no fueran tan cagones —reconoció su compañero en idéntico tono—. Y lo que está claro es que si se encontrara solo no se habría molestado en alejarse tanto.

—Deben de ser por lo menos media docena si cuando llegue un avión tienen que apartar rápidamente las acacias y la maleza.

—Pues lo que importa es tenerlos localizados y recordar sus datos; ése debe de tener unos veinticinco años, mide metro setenta, viste un pantalón de uniforme de camuflaje y camiseta con un gran agujero en la espalda. Le llamaremos el Cagaprisas, porque hay que ver lo poco que ha tardado en aliviarse.

—¿Y por qué no el Número Uno, que es más lógico?

—Porque nada de lo que estamos haciendo es lógico. ¿O te parece lógico estar aquí sentados, comiendo sardinas en aceite mientras observamos cómo caga un negro?

—Cuando lo que está en juego son diez millones de euros todo resulta lógico, incluso limpiarle el culo a ese negro si fuera necesario… —replicó Ramón Balanegra guiñándole un ojo—. ¿O no?

—¡Desde luego! —admitió el pistero—. ¿Y qué piensas hacer con tanto dinero? Si es que lo conseguimos.

—En el hipotético caso de que tuviéramos la inmensa suerte de poder volarle la cabeza a esa puta comadreja y regresar con vida, cosa que dudo, la mitad del dinero se lo dejaría a los chicos con el fin de asegurarles un futuro que en estos momentos tienen muy crudo visto cómo se está poniendo el mundo y otra parte a la investigación sobre el maldito sida que está acabando con este continente.

—¿Y el resto?

—Después de lo que me contaste el otro día he estado pensando en donar algo a los refugios que se dedican a proteger a los niños albinos de quienes pretenden comérselos. Y creo que lo que me quede lo emplearía en cumplir un sueño que tengo desde que tengo memoria.

—¿Y es…?

—Ir en busca del hombre mono.

—¿Del hombre mono? —repitió el pistero francamente perplejo o como si imaginara que estaba intentando tomarle el pelo—. ¿Te refieres a Tarzán?

—¡No, caraculo! No se trata de ningún Tarzán; se trata del auténtico «hombre mono» de Camerún.

—No me gusta Camerún; reconozco que es bonito, pero a los cameruneses les apasionan las arañas y las aborrezco. ¿A qué viene esa obsesión por los hombres mono?

—A que el día que cumplí siete años mi padre me hizo un regalo muy especial: una caja de madera de ébano con incrustaciones de marfil.

—¿La de los puros?

Román Balanegra no pudo por menos que inclinar la cabeza con el fin de observar a su acompañante como si fuera un retrasado mental.

—¿Puros? —repitió—. ¿De qué demonios hablas, jodido negro? ¿Para qué coño quiero una caja de puros si nunca he fumado?

—No lo sé, pero como la tienes sobre la mesa del despacho supuse que te servía para guardar puros para tus amigos.

—¿Conoces algún amigo mío que fume?

Gaza Magalé frunció el ceño intentado hacer memoria, pero al fin se vio obligado a admitir:

—¡No! Bien mirado, la verdad es que no.

—¿Entonces…?

—¡Joder! —se impacientó de improviso el otro—. ¿Por qué no dejas de dar el coñazo con la caja y el jodido «hombre mono»? O me cuentas de una vez qué piensas hacer con ese dinero o me echo una siesta.

—¡De acuerdo…! —admitió su compañero de correrías sin poder evitar que se le escapara una burlona sonrisa—. Lo cierto es que lo que me importaba no era la caja, sino la calavera que contenía y por la que siempre le había estado dando la lata a mi padre.

—¿Una calavera auténtica?

—Naturalmente.

—¡Cuando yo digo que tu viejo estaba mal de la cabeza! ¿A quién se le ocurre regalarle una calavera a un niño de siete años? ¡Resulta macabro!

—No si está bien limpia, desinfectada, pulida y lacada.

—Sigue siendo el despojo de un muerto. ¿O no?

—Sin duda, pero se trata de un despojo muy especial; los habitantes de una aldea de la selva de Camerún se la regalaron a mi padre como muestra de agradecimiento por haber abatido a un viejo elefante que les estaba destruyendo las cosechas. Y a mí me fascinaba porque según él se trataba de la calavera de uno de los dos hombres mono que vivieron en aquella zona hace unos cincuenta años. Y quizás aún queden otros porque los nativos le aseguraban que una hembra preñada a la que el macho defendió hasta el último momento consiguió escapar.

—¿Y de dónde habían salido?

—Al parecer años antes habían expulsado de la aldea a una muchacha que había contraído la lepra y que se fue a vivir al bosque, donde cuentan que un gorila la protegió de los ataques de las fieras, por lo que acabaron emparejándose hasta el punto de que tuvieron hijos.

—¡Pero eso es imposible! —argumentó convencido el pistero—. Es cosa sabida que algunos tarados mentales no tienen problemas a la hora de beneficiarse a una cerda, una cabra o una mona; e incluso algunas mujeres se lo montan con perros, pero de eso a que tengan descendencia media un abismo.

—Eso mismo opinó mi padre hasta el día en que leyó que una japonesa había pedido que la inseminaran con el esperma de un gorila porque existían estudios que aseguraban que si el gorila tenía una ligera diferencia en los cromosomas podría dejarla embarazada.

—¿Qué es un cromosoma?

—No sabría cómo explicártelo. Es más; no tengo ni idea.

—¿En ese caso de qué te sirve ser blanco?

—Me sirve para no parecerme a ti, lo cual ya es más que suficiente, no te jode… —replicó el cazador al tiempo que le asestaba un amistoso sopapo—. A lo que iba —añadió—. El jefe del poblado le enseñó a mi padre un taburete forrado con la piel del hombre mono, que era bastante velluda, pero de pelo muy ensortijado, muy distinto al de los gorilas. También le juró que mientras agonizaba el bicho lloraba como un niño y balbuceaba algunas palabras.

—¿Qué clase de palabras?

—Tampoco tengo ni idea.

—¡Pues sí que sabes tú mucho de hombres mono! —Gaza Magalé alargó la mano con la palma hacia delante como pidiendo disculpas al tiempo que rogaba—: Es una broma… La verdad es que la historia resulta curiosa. ¿Cómo es ese cráneo?

—Distinto a cualquier otro que hayas visto. Lo he comparado con otros que aparecen en los libros de antropología y es como si la parte alta perteneciera a un hombre prehistórico y la mandíbula, a un gorila con dientes humanos.

—¡Menuda mezcla!

—¿Entiendes ahora por qué siempre he sentido deseos de ir allí y tratar de averiguar si existe algún otro hombre mono?

—Lo entiendo… —fue la respuesta de su acompañante, que en ese momento hizo un gesto hacia el

trekc—. Pero tal vez no tengas que ir tan lejos porque uno de los tipos que acaban de salir de la choza, si es que realmente se trata de una choza, tiene más pinta de gorila de Somalia que de soldado del Ejército de Resistencia del Señor.

Se apresuraron a enfocar los prismáticos hacia el punto indicado y, en efecto, dos hombres habían emergido de entre los matorrales, uno de ellos, bajito y gordo, exhibía una sucia gorra con galones de sargento, mientras que el otro, que no vestía más que unos sucios calzoncillos, parecía más bien un chimpancé con anorexia que un ser humano.

—No sabía que en Somalia hubiera gorilas… —comentó un tanto perplejo Román Balanegra.

—Y no los hay, pero ese tipo está tan flaco que debe de provenir de allí.

—Siempre has tenido un extraño sentido de lo que significa el «humor negro».

—¿Lo dices por lo de humor o por lo de negro? —quiso saber el pistero—. Pero dejémonos de tonterías y vayamos a lo que importa, y es que ya tenemos localizados a un Cagaprisas, un Gorila y un Sargento. ¿Qué vamos a hacer ahora?

—Lo que hemos hecho siempre, esperar hasta estar seguros de a qué nos enfrentamos, porque supongo que deben de quedar un par de ellos más y no me gustan las sorpresas.

Los cálculos de Román Balanegra fueron acertados, dado que con el fresco del atardecer Bajito y Calvorota emergieron de su cubil dispuestos a tomar el aire, estirar las piernas y fumarse un cigarrillo.

Hubo un momento, casi oscureciendo ya, en que los cinco hombres se acuclillaron en círculo inmersos al parecer en una larga discusión sin sospechar ni por lo más remoto que desde la colina no perdían detalle de cada uno de sus movimientos.

Cerró la noche, al poco salió la luna rielando sobre la quieta laguna, en la que destacaban de tanto en tanto las líneas que marcaban en la superficie las cabezas de los cocodrilos al desplazarse lentamente y Gaza Magalé eligió montar la primera guardia por lo que su compañero cerró los ojos convencido de que no corría ningún peligro mientras el veterano pistero estuviera a su lado.

Eran ya muchos años de confiar ciegamente el uno en el otro.

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