Kalashnikov

Kalashnikov


Capítulo 15

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Apenas apuntaba el alba sobre la quieta laguna y las lejanas copas de los árboles cuando ya el «

trekc de los babuinos» hervía de actividad por culpa de cinco hombres que se afanaban apartando matojos y haces de hierba con el fin de aislar las altas acacias espinosas que habían sido cortadas por la base y posteriormente trasplantadas a rústicas carretillas de dos ruedas.

Cuando el terreno circundante se les antojó lo suficientemente despejado empujaron las carretillas apartándolas hacia los bordes de la improvisada pista de aterrizaje en que habían convertido en poco tiempo la agreste llanura.

—¡Tenía razón el chico…! —comentó Román Balanegra agitando con suavidad el hombro de quien dormía sobre el empapado barro tan profundamente como si se encontrara sobre el más acogedor de los colchones—. Ahí aterrizaría cualquiera.

El negro se desperezó como un niño grande, bostezó mostrando la magnitud de su fabulosa dentadura y fijó la vista en el lugar que su compañero indicaba.

—Cualquiera que le eche muchos cojones… —puntualizó—. Se desvía cinco metros y se convierte en el almuerzo de los cocodrilos «comegente».

—Los que efectúan esta clase de transportes suelen tener mucha experiencia en este tipo de pistas y saben lo que hacen —fue la respuesta—. Y lo que está claro es que debe de estar a punto de llegar un avión o de lo contrario no se tomarían tanto trabajo ni se darían tanta prisa.

—Eso resulta evidente. ¿Qué planes tienes?

—Los mismos de siempre. —¿Y son?

—¿Y son?

—Ver lo que pasa.

—¡Sutil, sí señor! —admitió el negro con marcada ironía—. Un plan sutil y concienzudamente elaborado. Es por esos pequeños detalles por lo que siempre me ha admirado tu increíble capacidad de organización.

—Lo que admiras no es mi capacidad de organización, sino mi capacidad de improvisación, negro tocapelotas —fue la respuesta carente de acritud—. «Organizar» lo puede hacer cualquiera que disponga del tiempo y los medios necesarios, pero para «improvisar» es necesario contar con una mente rápida y una notable capacidad de reacción ante situaciones inesperadas.

—¡Pues que Dios nos coja confesados, blanco! Lo que tendríamos que hacer es cargarnos a esos cerdos aprovechando que están desarmados y cargarnos luego a los pilotos en el momento en que salgan del avión.

—No somos asesinos.

—Pero hemos venido hasta aquí para asesinar, por lo que más vale que nos vayamos entrenando.

—¡Mira que llegas a ser bruto! —masculló su compañero propinándole un afectuoso codazo—. ¿De qué coño nos servirían un montón de cadáveres y un avión que no sabemos poner en marcha? Si trae armas, esas armas nos llevarán hasta Kony, con lo que dejaremos de andar de aquí para allá pateando selva y vadeando pantanos como dos jodidos vagabundos.

—¿Y si lo que trae es mineral?

—Tendremos que continuar pateando selva y vadeando pantanos hasta que se nos caigan los huevos.

—¡Recemos pues!

—Recemos.

Naturalmente no rezaron limitándose a esperar, y cierto es que sus plegarias hubieron resultado inútiles, puesto que cuando al rato se escuchó el inconfundible sonido de los motores de un avión resultó evidente que se aproximaba llegando desde el suroeste, lo que venía a significar que provenía del Congo o de Ruanda.

Y desde allí solían enviar el mineral.

Las armas llegaban desde el este; desde la frontera con Sudán.

La escandalosa aeronave cruzó a menos de cuatrocientos metros sobre sus cabezas al tiempo que los «soldados» del Ejército de Resistencia del Señor izaban una manga de tela roja y blanca que evidentemente servía para indicar la fuerza y dirección del viento.

El viejo Fokker de dos motores turbohélice, uno de los cientos que proliferaban por todos los rincones del continente dedicados tanto al transporte humano como de mercancías, lucía en la cola el estilizado dibujo de impala rodeado por una leyenda: NATUREFOT.

—¿De modo que «Fotografías de la naturaleza»? —no pudo por menos que refunfuñar un furibundo Gaza Magalé—. ¡Si serán hijos de puta! ¡Ya les daría yo fotografías! Tan sólo el coltan que transportan le debe haber costado la vida a una docena de niños.

—Algún día lo pagarán caro.

—¿Y por qué no podría ser hoy?

—¡Tú tranquilo! Todo se andará.

El vetusto aparato, al que el violento sol, los fuertes vientos, las tormentas de arena y las torrenciales lluvias africanas habían desgastado las capas de pintura de forma muy diferente según se tratara del morro, los costados o la cola, ofrecía un aspecto ciertamente singular hasta el punto de que ni el más atento observador hubiera sido capaz de determinar cuál era su color original el día que salió de la fábrica allá por los años setenta.

Giró muy despacio hacia la derecha sobrevolando la laguna y se alejó del nuevo rumbo suroeste con el fin de iniciar la maniobra de aproximación, de tal forma que las ruedas tocaron tierra justo en el punto en que nacía la improvisada pista.

El piloto era sin lugar a dudas un veterano curtido en miles de vuelos sobre los desiertos, las selvas y las montañas del continente, un aguilucho de los que no necesitaban mapas ni instrumentos a la hora de llegar al lugar marcado en el momento exacto, lo que el argot africano daba en llamar «lobos de selva» en contraposición con los míticos «lobos de mar» de las viejas novelas de aventuras.

La mayoría había comenzado su «carrera» como mercenarios en cualquiera de las incontables guerras que habían arrasado el continente en el transcurso del último medio siglo, y Román Balanegra, que había utilizado a menudo sus servicios durante la época dorada en que aún no era «del todo ilegal» comerciar con marfil, los conocía bien, admiraba su extraordinaria habilidad y en cierto modo envidiaba su sincera indiferencia ante el hecho de que el día menos pensado la suerte que evidentemente solía acompañarles en sus alocadas singladuras decidiera darles la espalda.

Algunos habían adaptado la estructura inicial de sus aparatos a las prestaciones que necesitaba en un momento dado, dotándoles de frenos más efectivos, motores capaces de desarrollar durante un par de minutos la enorme potencia extra que necesitaban a la hora de despegar en pistas cortas, así como neumáticos de doble ancho con un dibujo muy especial que evitaba que se deslizaran sobre el agua o el barro.

Desde las alturas no resultaba tarea sencilla determinar si el rojizo suelo que se distinguía bajo el morro era tierra seca que no guardaba desagradables sorpresas o si por el contrario se trataba de traidora arcilla que no había acabado de absorber el agua de un reciente chaparrón tropical, razón por la que se habría transformado en cuestión de minutos en una resbaladiza pista de patinaje.

De ser así un tren de aterrizaje que tocaba la pista a cien kilómetros por hora comenzaba a desplazarse de costado de forma tan incontrolable que acababa patas arriba o estrellándose contra los árboles.

Por suerte para sus ocupantes el «

trekc de los babuinos» no ofrecía ese problema, en parte porque no había llovido con demasiada intensidad durante las últimas horas y en parte debido a su magnífico drenaje natural, por lo que el despintado Fokker se posó con admirable perfección, hizo rugir aún más los motores al meter la reversa, y fue frenando con suavidad y precisión hasta detenerse a menos de diez metros de la red de camuflaje.

—Es bueno el muy cabronazo… —admitió el admirado pistero—. Cualquier otro se hubiera tragado la cabaña.

—En ese jodido oficio, querido, o se es bueno o no se es. E incluso los mejores acaban por dejarse los sesos en el parabrisas, porque no conozco a un solo «lobo de selva» que haya muerto en su cama. ¡Veamos qué traen!

Enfocaron a la par los prismáticos observando cómo los hombres de tierra se aproximaban a la puerta que acababa de abrirse con el fin de que ascendiera aquél al que denominaban el Sargento, que al cabo de un par de minutos reapareció tirando de una gruesa soga a la que se encontraban atadas por la cintura cinco muchachas nativas, la mayor de las cuales aún no debía de haber cumplido doce años.

Comenzaron a descender por la escalerilla muy despacio y observándolo todo a su alrededor con ojos de espanto, lo que hizo que Román Balanegra no pudiera por menos que lamentarse:

—¡Madre del amor hermoso! Les han traído putas. ¡Lo que nos faltaba!

—¡No seas bestia, blanco! —le recriminó su compañero—. Ésas no son putas; tan sólo son una pobres crías a las que deben de haber raptado cualquiera sabe dónde. Acabarán de putas, de esclavas en las minas o incluso de soldados, pero para llegar a eso aún les espera un duro camino.

—Esos jodidos miembros del Ejército de Resistencia del Señor no se merecen un tiro en la cabeza; se merecen que los vayan asando uno por uno, poco a poco y a fuego lento —masculló el indignado cazador—. ¿Cómo pueden pregonar que son enviados de Dios mientras entregan niñas a una pandilla de salvajes? ¡Míralas! Parecen corderos camino del matadero, y por lo que se ve las piensan violar ahí mismo.

En efecto, los hombres que aguardaban habían comenzado a manosearlas e intentar desnudarlas entre risas y chanzas, pero casi de inmediato hizo su aparición en la puerta del avión un piloto de ojos muy azules y cuidada barba de un rubio entrecano que vestía un uniforme azul cielo tan impecable que contrastaba de forma harto violenta con cuanto le rodeaba.

Mientras descendía comenzó a vociferar en tono autoritario que aquél no era momento de andarse con «chiquilladas» ya que lo primero que tenían que hacer era descargar el aparato, puesto que debía reemprender el vuelo antes de que los aviones de reconocimiento o los satélites espía pudieran detectar el punto en que había tomado tierra.

De mala gana el Sargento ordenó a dos de sus hombres que se llevaran de allí a las chicas pero que regresaran al instante.

Entre el Cagaprisas y el Calvorota las empujaron hacia el bosque sin cesar de reír, besuquearlas e introducirles las manos bajo el vestido, aunque se limitaron a atar el extremo de la cuerda a un árbol y volver a toda prisa con intención de echarse a la espalda pesados sacos de color gris claro con el fin de apilarlos a unos quince metros de donde se encontraba la cabaña.

El piloto se había calado unas gafas oscuras, alejándose hasta la orilla de la laguna por la que paseaba sin prisas estirando las piernas y disfrutando del hermoso paisaje, al tiempo que su ayudante, un gigantesco nativo negro como un tizón y fuerte como un toro se dedicaba a aproximar los sacos a la puerta del avión, con el fin de que los hombres de Kony se apoderaran de ellos con más facilidad.

—Sin duda los grandes contienen coltan y los pequeños, oro, por lo que éste es el momento de demostrar tu tan cacareada capacidad de improvisación —comentó con cierta sorna el pistero—. ¿Qué coño hacemos ahora?

—¡En primer lugar callarte y dejarme pensar!

—¡Calladito estoy…!

Al cabo de un par de minutos, Román Balanegra comentó como si en realidad estuviera pensando en voz alta.

—Está claro que no transportan armas que nos puedan conducir hasta Kony, y también está claro que no contamos con los medios suficientes como para evitar que ese mineral llegue a su destino.

—Y de igual modo está claro que no es a eso a lo que hemos venido… —le hizo notar el negro en el mismo tono mordaz.

—¡En efecto, querido mío! Nuestra misión no es acabar con el tráfico de minerales sino con la vida de su principal traficante, o sea que lo mejor que podemos hacer en este caso es mantenernos al margen.

—Pero ¿y las niñas? —protestó el otro—. No pienso permitir que esa pandilla de degenerados las destrocen.

—Ése es un problema adicional e inesperado, que como suelen decir ahora los militares, se convierte en «un daño colateral» que conviene paliar de modo que no afecte a nuestro objetivo principal, que no es otro que cargarnos a la jodida comadreja.

—Habla claro o te arreo un sopapo que te hago saltar los empastes.

—Lo que quiero decir es que ha llegado el momento de dividir nuestras fuerzas.

—Pues como tengamos que dividirlas por más de dos vamos de culo —masculló el negro—. Ya me veo sin un brazo y una pierna.

—Déjate de coñas, no es momento.

—Tú eres el que parece estar de coña, y si de verdad se te ha ocurrido algo que pueda funcionar más vale que lo pongamos en práctica cuanto antes, porque no creo que queden demasiados sacos.

—Es una idea muy sencilla pero creo que puede funcionar…

Comenzó a explicársela trazando un pequeño dibujo en el suelo, por lo que minutos después se separaban deslizándose por el bosque tan sigilosamente como tenían por costumbre.

Román Balanegra descendió por la parte trasera de la colina y al llegar al nivel del

trekc se tendió cuan largo era y comenzó a arrastrarse entre los matorrales hasta un punto que se encontraba a menos de doscientos metros de la cabecera de la improvisada pista de aterrizaje.

Desde el lugar elegido la dominaba perfectamente, por lo que advirtió cómo los hombres de Kony concluían su tarea de descarga y cómo el piloto regresaba para ascender calmosamente por la escalerilla despidiéndose de quienes quedaban en tierra con un desganado y casi despectivo gesto de la mano.

Al poco su ayudante cerró la puerta, los motores se pusieron en marcha y el viejo Fokker giró sobre sí mismo con el fin de dirigirse directamente hacia donde se encontraba por lo que se limitó a colocar ante él una pequeña roca con el fin de apoyar sobre ella los cañones de su Holland&Holland 500.

Al llegar al comienzo de la pista el avión giró de nuevo y rugió con un estruendo cada vez más atronador a medida que aceleraba, de tal modo que se diría que en cualquier momento estallaría, pese a lo cual las ruedas no se movieron ni un centímetro del lugar que ocupaban.

Pasaron unos instantes que se antojaron interminables hasta que el piloto pareció convencerse de que había conseguido la potencia necesaria para despegar en una pista tan corta, por lo que decidió soltar los frenos.

El desteñido aparato vibró como si quisiera desencajarse, dio un brusco salto y se lanzó

trekc adelante a una velocidad ciertamente endiablada.

Román Balanegra apuntó con sumo cuidado a la rueda derecha, aguardó el momento preciso y apretó el gatillo; el ruido del aparato y el de la rueda al estallar enmascararon el sonido del disparo.

El vetusto Fokker se inclinó bruscamente, rozó los matorrales con la punta de su ala derecha y siguió un camino transversal en dirección al lago, cada vez más traqueteante y descentrado, y pese a que el experimentado piloto apagó de inmediato los motores, se encontraba ya tan fuera de control que fue a parar al agua en la que clavó el morro dejando tan sólo la mitad trasera de la cabina y la cola con el logotipo de Naturefot al aire.

Se escucharon gritos de dolor y llamadas de socorro, y sin pensárselo un segundo los miembros del Ejército de Resistencia del Señor corrieron hacia el lugar del accidente en un desesperado intento por salvar a los dos hombres que habían quedado atrapados en el interior del aparato.

En el justo momento en que los cinco se encontraban pendientes de lo que ocurría en el lago, e incluso dos de ellos se habían lanzado al agua con intención de abrir la puerta posterior del Fokker, Gaza Magalé surgió como un fantasma de entre la espesura, cortó la soga que mantenía sujetas a las muchachas al árbol y tiró de ellas ordenándoles con un gesto que le siguieran en silencio.

Obedecieron y fue como si se las hubiera tragado la tierra.

Román Balanegra se arrastró hacia atrás y tan sólo se puso en pie cuando estuvo seguro de que no podía ser visto, momento en que echó a correr, bordeó la colina y se apostó en un punto desde el que dominaba la ruta de escape.

Minutos después y tras comprobar que únicamente el gigantesco nativo había conseguido salir con vida del aparato y nadie parecía haberse apercibido aún de que las cautivas se habían esfumado, se encaminó a paso de carga al punto en que había acordado reunirse con el pistero, que le aguardaba con el arma amartillada mientras a sus espaldas las muchachas devoraban cuanto guardaba en la mochila.

—Aparte de putearlas no les habían dado de comer en dos días… —señaló a modo de explicación.

—Pues más vale que se den prisa porque esos cerdos no se van a conformar con perderlas fácilmente. ¿Ocultaste las huellas?

—¿Por quién me tomas? —protestó el otro—. Hemos llegado hasta aquí por charcos y riachuelos, por lo que no tienen ni idea de qué las ha ayudado a huir. Conviene que imaginen que tan sólo persiguen a unas pobres niñas asustadas.

—¿De dónde son?

—Tres congoleñas y una ruandesa; la más pequeña ni siquiera sabe dónde ha nacido.

—¡Pues sí que estamos buenos! Que recojan esas latas y larguémonos de aquí.

—Dos están descalzas.

—¡Vaya por Dios! —dijo molesto el cazador ante el problema que presentaba tan inesperada eventualidad—. Que se desnuden y se aten la ropa a los pies; más vale virgen en pelotas que puta vestida.

No tardaron en partir de nuevo, avanzando siempre por arroyos y riachuelos, pero al cabo de una hora resultó evidente que las fugitivas se encontraban agotadas y no podían seguir el ritmo de marcha que intentaban imprimir a la huida.

Hicieron alto en una colina, tanto con el fin de proporcionarles un descanso como el de otear el horizonte en busca de posibles perseguidores, y no tardaron en comprobar que el Gorila, el Bajito y el Cagaprisas venían tras ellos empuñando cada uno de ellos un amenazante Kalashnikov.

—Esos tipos están muy cabreados y no pararán hasta recuperar lo que consideran suyo —comentó Gaza Magalé—. Y el que va delante parece buen rastreador.

—Lo que importa es no permitir que se nos aproximen a menos de cuatrocientos metros —replicó su compañero de andanzas—. Pero éste no es un buen lugar para esperarles; únicamente podemos dejar que se acerquen en espacios abiertos.

—Hace años que no cazamos por aquí, pero si la memoria no me falla al noroeste del «

trekc de los babuinos» existía una laguna que cuando no había llovido resultaba vadeable con el agua a la cintura. Si continúa allí sería el lugar perfecto para acabar con ellos.

—No la recuerdo.

—Sí, hombre… —insistió el negro—. Una que estaba siempre abarrotada de flamencos y «comegentes»; en una ocasión nos detuvimos a observarla mientras asábamos un mono…

—Puede que tengas razón y se trate de ésa, pero no tengo ni puñetera idea de a qué distancia se encuentra.

—Será cuestión de averiguarlo.

Entregó su rifle y su mochila a dos de las chicas y tras permitir que una tercera, cuyos pies aparecían ya en carne viva, se le subiera a la espalda, reanudaron la marcha hasta alcanzar, sudando a mares y resoplando, la orilla de una laguna de unos seiscientos metros de ancho por dos kilómetros de largo que aparecía, tal como asegurara el pistero, auténticamente infestada de cocodrilos y flamencos.

—Pues sí que estaba donde decías… —se vio obligado a reconocer Román Balanegra—. Y sí que hay flamencos y «comegentes» como para parar un carro.

—Pues hay que tener mucho cuidado porque si espantamos a los flamencos y alzan el vuelo llamarán la atención de esos cabrones, que al instante sabrán dónde nos encontramos… —señaló en tono preocupado el otro.

—Es que de eso se trata, negro; de eso se trata. Nos interesa que sepan dónde están las chicas sin sospechar que se encuentran acompañadas.

Tal como era de esperar, en cuanto se adentraron en el agua cientos de hermosas aves de rosado plumaje y largas patas se lanzaron al aire ganando tanta altura que resultaban visibles a enorme distancia.

Aquéllas debían de ser aguas muy abundantes en peces, puesto que ni uno solo de la veintena de enormes cocodrilos que dormitaban en un playón lejano movió una pata ni mostró el más mínimo interés por los siete bípedos que osaban vadear su territorio a toda prisa.

Pese al notable desprecio de los peligrosos depredadores, el simple hecho de su amenazadora presencia y el convencimiento de que los hombres del Ejército de Resistencia del Señor harían su aparición en cualquier momento, convirtió la travesía en un angustioso suplicio, por lo que no fue de extrañar que en cuanto los agotados fugitivos consiguieron poner el pie en tierra dejándose caer sobre la hierba, tres de las muchachas comenzaran a sollozar desconsoladamente.

—Resulta jodido eso de ser mujer en África en estos tiempos —no pudo por menos que mascullar Román Balanegra agitando con gesto pesaroso la cabeza—. Se las están haciendo pasar canutas.

—En estos tiempos resulta jodido ser cualquier cosa en África… —fue la inmediata respuesta—. Los blancos la convertisteis en una mierda.

—¡No empecemos! Que las chicas se queden donde están procurando que las vean abatidas y agotadas, pero en cuanto las descubran deben salir de aquí echando leches y ocultarse en el bosque. Tú y yo nos apostaremos entre aquellos matojos y con un poco de suerte tal vez cacemos unos cuantos patos uniformados.

El Gorila, el Bajito y el Cagaprisas hicieron su aparición mucho antes de lo previsto; venían a toda carrera, por lo que se detuvieron en seco al llegar a la orilla y se doblaron sobre sí mismos resoplando agotados, pese a lo cual se les advertía visiblemente satisfechos al comprender que no más de seiscientos metros de agua de escasa profundidad les separaban de sus presas.

Cuando hubieron recuperado el aliento les gritaron que volviesen atrás, pero obedeciendo las indicaciones de Román Balanegra las muchachas echaron a correr dando gritos con el fin de desaparecer en la espesura.

Convencidos de que tenían la batalla ganada, sus perseguidores se lo tomaron con sorprendente calma puesto que optaron por tomar asiento y encender un cigarrillo que se fueron pasando de mano en mano mientras se cercioraban de que los cocodrilos del playón continuaban dormitando indiferentes a su presencia.

Cuando decidieron comenzar a vadear la laguna lo hicieron con la tranquilidad de quien sabe que al otro lado le espera un ansiado y merecido premio.

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