Kalashnikov

Kalashnikov


Capítulo 19

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El oficial que comandaba la patrulla observó con atención las evoluciones del cochambroso helicóptero que maniobraba en la distancia, dudó ante el hecho de que hubiera desaparecido de su vista sobre la vertical de la laguna, pero tras fruncir el entrecejo y reflexionar unos instantes pareció llegar a la conclusión de que tal vez el aparato se había visto obligado a aterrizar con el fin de recoger agua con la que refrigerar su recalentado motor, por lo que cuando advirtió que se alejaba definitivamente por donde había llegado decidió no concederle mayor importancia al tema.

—¡Sigamos! —fue todo lo que dijo.

Por su parte, tanto Román Balanegra como Gaza Magalé optaron por la siempre sabia decisión de mantenerse ocultos hasta tener la absoluta certeza de que sus enemigos se perdían de vista en la distancia.

—¿Les seguimos?

—¡Si no tenemos otra cosa mejor que hacer…!

—Aquí, en pleno pantanal, no se me ocurre nada.

—Si hubiéramos traído una baraja podríamos dedicarnos a jugar al póquer.

—Mala cabeza la nuestra.

—¡Vamos pues!

La posibilidad de que en un momento dado tuvieran que verse obligados a enfrentarse a fanáticos armados con fusiles de asalto no se prestaba a tomárselo tan a la ligera como lo estaban haciendo, pero desde los lejanos tiempos en que comenzaron a perseguir «orejudos» habían adquirido la sana costumbre de decir sandeces siempre que necesitaban relajar la tensión.

Consciente de que podía darse el caso de que los miembros del Ejército de Resistencia del Señor hubieran tomado la precaución de dejar a alguien en la retaguardia, Román Balanegra se detuvo en el punto en que los habían divisado por última vez, y cuando tras una decena de pasos el pistero se detuvo a su vez con el fin de volverse y lanzarle una larga mirada interrogativa, comentó:

—Creo que deberíamos desviarnos hacia aquellas colinas de la izquierda, apretar el paso y seguirlos en paralelo.

—Lo estaba pensando.

—Pero yo lo dije primero.

—Para algo se supone que eres el jefe. A ver si eres capaz de seguirme.

Se puso en marcha imprimiéndole a sus piernas un ritmo endiablado de tal modo que cuando al cabo de una hora alcanzaron la cima de la primera de las colinas se derrumbaron al unísono sudando, maldiciendo y resoplando.

—Empiezo a estar viejo para estos trotes… —se lamentó el cazador al tiempo que mostraba las temblorosas manos—. Si tuviera que disparar ahora no le acertaría ni a un camión a diez metros.

—Con tal de que no te dé un infarto.

—¿Qué harías si la espichara en un lugar como éste?

—Quedarme con el Holland&Holland.

—¡Eso ya lo sé! Lo que te pregunto es si me enterrarías aquí mismo o esperarías al helicóptero para llevarme a descansar para siempre junto a Zeudí.

—Te recuerdo que no hemos traído palas, o sea que aquí no puedo enterrarte, y que Dongaro no volverá hasta dentro de una semana, lo que significa que para entonces estarías ya hecho un asco.

—No cabe duda de que siempre has sido un negro cabrón.

—No soy un negro cabrón… —fue la respuesta acompañada de una ancha sonrisa—. Soy un negro lógico. Desde que empezamos esto asumimos que si uno de los dos se muere en el camino, en el camino se queda porque al fin y al cabo una vez que la has diñado lo mismo da que sirvas de alimento a una hiena que a un gusano. ¿O no es así?

—Por desgracia lo es.

—¿Y por qué «por desgracia»? —quiso saber Gaza Magalé—. Cuando está a punto de que le echen tierra encima un cadáver nunca he visto que tenga más cara de satisfacción que otro que permanece al aire libre. Los dos están igual de jodidos.

—¡De acuerdo! —aceptó su acompañante de mala gana—. Si estiro la pata me dejas donde esté, pero luego no te quejes si hago lo mismo contigo.

—No me quejaré, pero puedes jugarte el cuello a que te acusarán de racista por haber dejado el cadáver de un pobre negro tirado como si fuera un perro.

—Es que los negros sois más racistas que la madre que os parió.

—¡Así es la vida! Y ahora andando que se hace tarde.

—A la orden,

bwana.

Continuaron la marcha en paralelo a aquéllos a los que se suponía que iban siguiendo, pero pese a que habían ascendido a una zona desde la que en buena lógica deberían distinguirlos, la hierba les superaba en altura, por lo que llegó un momento en que se encontraron totalmente desorientados.

—Que yo recuerde nunca hemos cazado por esta zona… —masculló un malhumorado Román Balanegra—. Y no me gusta andar a ciegas.

—¡Vale! —replicó el pistero en tono de resignación—. Sube e intenta averiguar dónde nos encontramos.

El cazador se despojó de las botas, trepó a los hombros de su compañero, se alzó esforzándose por mantener el equilibrio y enfocó los prismáticos en todas direcciones, hasta que el negro comentó.

—Date prisa que no te aguanto.

—No cabe duda de que tú también te estás haciendo viejo —fue la malintencionada respuesta—. Antes resistías casi un cuarto de hora.

—No es por el peso; es que hieden los pies.

—¡La madre que te trajo al mundo! Espera un minuto.

Cuando al poco descendió y comenzó a calzarse las botas, el otro inquirió:

—¿Qué has visto?

—Humo.

—¿Sólo humo?

—Sólo humo.

—¿Y qué clase de humo?

—Del que no me gusta; mucho para tratarse de una hoguera en la que se estén preparando la cena y poco para tratarse de un incendio forestal.

El pistero tomó asiento frente a él y permanecieron unos instantes pensativos.

—¿De qué puede tratarse? —inquirió al fin.

—Por lo espesa que es la columna lo único que se me ocurre es que le hayan prendido fuego a una aldea. Como la gente de por aquí levanta sus chozas dejando un gran espacio abierto alrededor por temor a los incendios forestales entra dentro de lo posible que el fuego no se haya propagado al bosque.

—Parece una explicación lógica.

—Lo malo es que para confirmar si es acertada o no tenemos que ir a comprobarlo.

—Está claro que pronto o tarde tendríamos que enfrentarnos a este tipo de problemas, o sea que más vale que lo hagamos cuanto antes.

Reanudaron la marcha abriéndose paso a machetazos, hasta que consiguieron abandonar el tupido herbazal en un punto del otero desde el que alcanzaban a distinguir con claridad el foco del incendio.

No se trataba, sin embargo, de una aldea sino de una única cabaña de la que surgía en efecto una alta columna de humo pese a que curiosamente no se distinguiese llama alguna.

De unos diez metros de diámetro y paredes de adobe la enorme choza circular tan sólo disponía de una única puerta de gruesa madera que aparecía cerrada por fuera con una barra de hierro.

—Raro… —comentó amoscado el cazador—. ¿No te parece?

—Muy raro… —admitió el otro mientras enfocaba sus prismáticos en aquella dirección—. Y más raro aún que no se distinga a nadie. ¿Qué hacemos?

—Lo de siempre.

—¿Esperar?

—¡A ver si no! Por el rumbo que traía la gente de Kony tiene que haber pasado por aquí, y si como parece se han cargado a los desgraciados que vivían ahí es probable que aún anden por los alrededores.

—Y si ha quedado algún superviviente escondido estará muy cabreado, por lo que si nos descubre antes que nosotros a él corremos el riesgo de que nos joda creyendo que también formamos parte de ese maldito ejército… —concluyó por su parte el pistero—. Lo cual quiere decir que por una vez en la vida tienes razón y lo mejor que podemos hacer es quedarnos quietos.

Aguardaron agazapados entre la maleza hasta que la columna de humo se extinguió casi por completo, momento en que de entre los árboles surgieron cinco hombres, tres de los cuales eran tan delgados y sobre todo tan increíblemente negros que junto a ellos Gaza Magalé hubiera parecido un noruego.

—¿Te has fijado en ésos? —musitó un perplejo Román Balanegra—. Nunca había visto a nadie con semejante aspecto.

—Son

dinkas.

—¿

Dinkas? ¡No fastidies! ¿Estás seguro?

—Seguro está el infierno para los que hemos sido malos, blanco, pero esos tres tan sólo pueden ser

dinkas o

kokotos.

—Tenía entendido que los

dinkas jamás abandonan los pantanales del Sudd.

—También yo.

—¿Entonces…?

—¿Y qué coño quieres que te diga?

El evidente desconcierto respondía a una razón muy lógica puesto que, en efecto, los

dinkas constituían una pequeña rama de la raza nilótica más antigua de Sudán, y la semejanza de su aspecto físico con los

kokotos se debía a que compartían la costumbre de vivir sobre grandes balsas de cañas sin apenas pisar tierra firme a todo lo largo de sus vidas.

Los

kokotos habitaban en el corazón del lago Chad, mientras que los

dinkas poblaban desde tiempos prehistóricos las impenetrables ciénagas del Sudd, una agreste región en la que cuatro mil años antes habían desaparecido, tragados por las agua, las fiebres y los implacables cocodrilos «comegente» todos los ejércitos que los faraones enviaron en un vano intento por descubrir las fuentes del sagrado «Padre Nilo».

De igual modo no volvió a saberse nada de las cinco legiones romanas o los cientos de soldados ingleses que habían seguido los pasos de los antiguos egipcios, y ello se debía a que el Sudd actuaba a modo de llave de paso del Nilo Blanco impidiendo que sus espectaculares crecidas anuales, unidas a las de su principal afluente, el Nilo Azul, arrasaran cuanto pudieran encontrar corriente abajo.

Durante la época del año en que diluviaba sobre el macizo abisinio, el Nilo Azul se desbordaba y el rico limo que arrastraban sus aguas invadía las tierras de Egipto proporcionándoles su extraordinaria fertilidad, mientras que por su parte la barrera pantanosa del Sudd impedía que las destructivas crecidas del lago Victoria, origen del Nilo Blanco, se sumasen a las anteriores provocando un desastre.

A medida que el caudal del Nilo Blanco comenzaba a aumentar desprendía de sus orillas inmensas masas vegetales que se desplazaban a modo de islas que acababan por obstruir su cauce conformando así uno de los lagos más extensos y poco profundos del planeta.

El Sudd seguía siendo uno de los últimos lugares perdidos de la tierra, reino de nenúfares, lirios y «coles del Nilo» que en ocasiones se agolpaban en tal profusión que formaban una masa compacta por la que se podía caminar aunque bajo ella tan sólo existiese agua.

La transpiración de tan inconcebible cúmulo de plantas acuáticas bajo un calor que rondaba a menudo los cincuenta grados propiciaba una evaporación muchísimo más intensa que la que se producía en aguas libres, por lo que no resultaba extraño que a partir del mediodía la visibilidad apenas alcanzase los cien metros sumido como estaba el paisaje en una densa bruma en la que la humedad se aproximaba al cien por cien.

Tal como había asegurado Román Balanegra era cosa sabida que los

dinkas rara vez se alejaban de sus territorios, ya que se sentían mucho más seguros navegando en sus balsas y protegidos por muros de altas cañas que convertían el pantanal en una especie de laberinto impenetrable, una trampa mortal de la que no conseguiría escapar nunca quien no perteneciese a una raza adaptada a tan irresistible ambiente a lo largo de cientos de generaciones.

Hasta el presente ningún ser humano que no hubiera nacido en el Sudd había conseguido atravesarlo de parte a parte, y tan sólo un limitado grupo de personas podía presumir de haberse encarado personalmente con uno de sus esqueléticos y casi fantasmales pobladores.

Ver a tres de ellos allí, a casi doscientos kilómetros de los límites de sus ciénagas o la espesa jungla que las rodeaba constituía sin duda una sorpresa que ameritaba que tanto el cazador como su pistero se mostraran perplejos.

—¿Y ahora qué hacemos? —masculló este último—. Y no me respondas que esperar porque se me están hinchando las pelotas de no hacer nada.

—Tampoco ellos hacen nada.

En efecto, los cinco hombres se habían limitado a acuclillarse a la sombra de los árboles a unos treinta metros de la entrada de la abrasada choza y parecía evidente que estaban aguardando a que el último rastro del humo que se filtraba a través de las rendijas del techo de palma desapareciese por completo.

De improviso Gaza Magalé se puso en pie, y dejando en el suelo su rifle y el Kalashnikov que le había requisado al muchacho que se hacía llamar Josué-Yansok, comento:

—¡Me cansé! Voy a ver qué coño hacen, así que cúbreme y procura no fallar si esos puñeteros negros se alteran.

—Espera a que prepare el Remington porque de lo contrario a esta distancia no podría cargarme a los cinco.

El pistero aguardó a que le indicara con un gesto que ya había montado el arma, y tan sólo entonces comenzó a descender por la pendiente, alzando los brazos en clara demostración de que llegaba en son de paz al tiempo que daba grandes voces con las que pretendía atraer la atención de quienes se limitaron a observarle permitiendo que se aproximara sin tan siquiera alargar la mano hacia sus arcos, sus machetes o sus lanzas.

Pese a tan aparente pasividad, Román Balanegra no los apartaba ni un segundo de su punto de mira, plenamente seguro de que desde la privilegiada posición que ocupaba estaba en condiciones de abatirlos antes de que tuvieran tiempo de ponerse en pie.

En esta ocasión no empuñaba su pesado y rotundo Holland&Holland 500 de cañones paralelos sino el ligero Remington de repetición y mira telescópica, que portaba siempre en la mochila como arma de repuesto.

Desmontable, plegable y reducido en cuanto no fuera esencial, apenas abultaba, pero permitía abatir animales pequeños sin destrozarlos, o disparar más de dos veces sin tener que abrir el arma con el fin de sustituir la munición.

Como precaución adicional contaba con el Kalashnikov, pese a que era un tipo de arma a la que no estaba habituado y no confiaba demasiado porque cuando empezaba a disparar impedía dar en el blanco con la precisión con la que tanto el pistero como él mismo solían hacerlo.

No obstante, tantas precauciones resultaron inútiles puesto que a los pocos instantes Gaza Magalé se acuclilló ante los cinco hombres, intercambió unas cuantas frases y al poco se volvió indicándole con un grito y la mano que podía aproximarse sin peligro.

Vistos de cerca los

dinkas resultaban aún más impresionantes no sólo por el color de su piel, reluciente como azabache bruñido debido quizás a que se pasaban media vida en el agua, sino también por la gran cantidad de cicatrices que les cubrían el cuerpo y de las que parecían sentirse especialmente orgullosos, puesto que la mayoría de ellas no eran más que el resultado de sus feroces enfrentamientos con los cocodrilos.

Resultaba comprensible puesto que los saurios «comegente» del Nilo eran sin discusión los mayores y más agresivos de que se tenía noticias, superando a menudo los seis metros de longitud, por lo que cabía preguntarse cómo diablos se las habrían arreglado para seguir con vida aquellos que hubieran sido víctimas de una de sus implacables dentelladas.

Lucían también marcas rituales en la frente, la barbilla y los pómulos hasta el punto de que sus esqueléticos cuerpos se convertían en una especie de manual de los sufrimientos físicos abierto por su página central.

Apenas hablaban, por lo que fue el más anciano de sus dos acompañantes nativos, un lugareño de ojos enrojecidos que respondía al nombre de Manero, quien aclaró la razón de su presencia en territorio de la República Centroafricana.

—Han venido en busca de ayuda porque últimamente los musulmanes sudaneses les atacan desde el norte y los cristianos del Ejército de Resistencia del Señor les acosan desde el sur.

—¿Y eso por qué, si tengo entendido que son animistas y nunca se meten con nadie? —quiso saber el pistero.

—Por lo que han contado, aunque la verdad es que no lo he entendido muy bien, pretenden apoderarse de sus tierras.

—¿De los cenagales del Sudd? —no pudo por menos que asombrarse Román Balanegra—. ¿Para qué demonios va a querer nadie un lugar tan tórrido e inhóspito?

—No lo sabemos, pero si consiguen apoderarse del Sudd no tardarían en intentar algo parecido con los humedales del Alto Kotto… —musitó en un tono apenas perceptible el más joven de los lugareños—. Por eso hemos decidido unir nuestras fuerzas.

—¿Pretendéis enfrentaros con lanzas y flechas a los fusiles de los hombres de Kony y a los tanques del ejército sudanés?

Por toda respuesta Manero hizo un gesto para que le siguieran, avanzó unos metros y abrió de par en par la ancha puerta de la choza con el fin de que pudieran descubrir que el interior se encontraba ocupado por una docena de cadáveres, al tiempo que señalaba en el mismo tono que hubiera podido emplear a la hora de hablar del chaparrón que había caído una semana antes:

—Estaban muy bien armados y se comportaban como si fueran los dueños del mundo, pero esta noche servirán de cena a los chacales y las hienas.

—¿Y cómo conseguisteis acabar con ellos sin que se defendieran? —quiso saber el cazador—. Porque no hemos oído ni un solo disparo.

—Los ahumamos.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Que como los vigilábamos desde hace días y sabíamos a qué hora llegarían dejamos la choza atestada de comida fingiendo que nos habíamos asustado huyendo precipitadamente. —El hombrecillo de los ojos sanguinolentos sonrió con los tres únicos dientes que le quedaban al concluir—: Los muy estúpidos se dedicaron a comer y beber tan seguros de sí mismos que ni siquiera se tomaron la precaución de comprobar que la única puerta se cerraba por fuera…

Apartó unas tablas y les mostró que bajo el suelo se abría un espacio de casi medio metro de altura al añadir:

—Las hojas del

pansalic arden como la yesca y cuando se les añade unas gotas de aceite de palma desprenden un humo que marea. Si no se consigue aire puro en medio minuto se pierde el conocimiento y a los dos, se muere asfixiado. Estos hijos de puta no lo sabían, por lo que al atrancar la puerta no les permitimos encontrar suficiente aire a tiempo.

Tanto el cazador como su pistero tenían conocimiento de que la mayoría de los curanderos de la región utilizaban las hojas frescas del pequeño arbusto de los pantanales como infusión que actuaba a modo de potente analgésico, pero aunque no tenían ni la más remota idea de que actuara de forma tan mortífera cuando se les añadía aceite de palma optaron por aceptar la explicación con repetidos y serios gestos de aceptación, como si con ello pretendieran admitir que eran mucho más listos que los difuntos de rostros desencajados por el terror y uniformes ennegrecidos por el humo que en aquellos momentos se desparramaban por el interior de la amplia estancia.

—Eso es lo que suele suceder a los ignorantes. ¿Qué pensáis hacer ahora? —quiso saber el primero.

—Enterrar lo que hayan dejado las bestias carroñeras, limpiarlo todo y volver a montar la trampa porque cada dos semanas suele pasar por aquí una patrulla.

—Liquidar patrullas está muy bien, pero mejor estaría cortarle la cabeza a la serpiente. ¿Tienes idea de dónde se encuentra Kony en estos momentos?

—Sabemos que ha instalado campamentos a ambos lados de la frontera, pero al parecer su base más estable debe de estar a un par de días de distancia.

—¿Quién podría guiarnos hasta ella?

Manero observó con fijeza a los dos hombres, intercambió luego una mirada con el otro lugareño, puesto que los

dinkas continuaban acuclillados como si nada de todo aquello fuera con ellos, y por último inquirió:

—¿Acaso pretendéis matarle? —Ante el mudo gesto de asentimiento añadió convencido—: No se puede matar a Joseph Kony. A su gente sí, pero no a él; muchos lo han intentado desde que tan sólo era el lugarteniente de su tía, aquella maldita bruja a la que espero que el diablo haya violado mil veces, pero a lo largo de estos treinta años esa infernal comadreja ha conseguido sobrevivir a toda clase de atentados.

Con un leve ademán del brazo el cazador alzó apenas su impresionante Holland&Holland 500 al tiempo que comentaba con una leve sonrisa:

—Seguro que ninguno de los que lo intentaron contaba con un arma como ésta.

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