Julia

Julia


Julia » 31

Página 34 de 42

31

JULIA pasó el resto del día inmersa en un halo de felicidad. No podía creer que Sebastian la amara o que deseara convertirla en su esposa, pero así era. Abrazó esa idea como un niño a un peluche.

El conde la metió a hurtadillas en la casa de Grosvenor Square sin que se enterara ninguno de los criados. Abrió la puerta con su propia llave, y luego cruzaron de puntillas el salón y la escalera como si fueran un par de niños traviesos. Todo fue bien, salvo por lo que a Julia le costó reprimir un ataque de risa nerviosa. Había llegado a su habitación y conseguido quitarse el vestido dorado de fiesta (que Sebastian, que había actuado de doncella cuando se vistieron, le había dejado parcialmente abierto para que pudiera desvestirse sola), ponerse el camisón y meterse en la cama, justo antes de que Emily entrara con el chocolate y los bollos del desayuno. Al principio, Julia se sintió culpable de manera absurda, pero Emily no pareció notar nada raro, mientras reía para sí por el estado del espectacular vestido de fiesta, que su señora, con las prisas, había dejado tirado en el suelo al quitárselo.

—Debería haberme llamado cuando llegó a casa, señorita Julia —dijo Emily con un leve tono de reproche, mientras sacudía el vestido y lo metía con cariño en el alto armario de caoba.

—Era muy tarde y no quise molestarte —contestó Julia con sinceridad mientras se tomaba el chocolate.

Considerando que no había dormido nada, se sentía para su sorpresa bastante despierta y llena de energía. «¡Qué efecto más asombroso que tiene el amor!», pensó riendo para sí. Se preguntó si Sebastian se sentiría tan bien como ella, o si se habría desplomado sobre la cama y estaría profundamente dormido.

—¿Está lista para su baño, señorita Julia? —preguntó Emily, devolviéndola a la realidad.

Ella asintió, sin lamentar que la sacara de sus ensoñaciones. Después de todo, ya no tenía que soñar con Sebastian porque era suyo, ¡suyo! Y así comenzaba otro día.

Era casi mediodía cuando Julia bajó por fin. Se había entretenido arreglándose, en parte porque, mientras se vestía, se le había ocurrido que podría haber una escena tensa con la condesa, y hasta un poco con Caroline. Las dos damas habían visto cómo el conde se la llevaba, y sabrían muy bien que la historia que habían decidido contar a cualquier otra persona que les preguntara (que él le había llevado malas noticias de un familiar), era del todo mentira. Pero en algún momento tenía que enfrentarse a ellas, y también a Oliver. Tendría que informarle de su cambio de opinión y de planes sin que Sebastian se enterara. Sin duda, éste se enfurecería si llegaba a descubrir lo avanzados que estaba los preparativos para convertirla en lady Carlyle.

Esconderse en su habitación no servía de nada. Tenía que bajar y coger el toro por los cuernos, y al mismo tiempo, idear una forma de ver a Oliver sin que el conde lo supiera. Lo que podía resultar complicado cuando él se volvía tan posesivo. Pero consideraba que debía a lord Carlyle algo más que dejar que se enterara de esa noticia en una reunión pública. Quizá le pudiera enviar una nota. No, tampoco podía hacer eso. Como mínimo, tenía que dar la cara para romper el compromiso.

Había muchos criados correteando por el primer piso y la planta baja, limpiando el polvo, barriendo y moviendo muebles con mucho ruido. Julia se dio cuenta mientras bajaba la escalera y observó toda esa desacostumbrada actividad. Entonces recordó que esa noche Caroline daba una pequeña fiesta. «¡Qué mal momento!», pensó Julia antes de darse cuenta de que quizá era mejor acabar con eso de una vez. Tendría que enfrentarse a los curiosos y los maliciosos, dispuestos a extender todo el escándalo que pudieran a raíz de lo sucedido la noche anterior, y ¿dónde mejor para hacerlo que en su propia casa? Si mantenía la cabeza alta y presentaba una fachada compuesta a todos aquellos que pudieran hacerle preguntas, el incidente pronto se olvidaría.

—Señorita Julia, su señoría ha dejado un mensaje para usted —le informó Smathers, al que seguían dos lacayos cargados con enormes ramos de flores del invernadero.

Al ver a Julia en la escalera, rebuscó en el bolsillo y sacó un trocito de papel doblado. Ella lo cogió sonriendo y le dio las gracias, luego se lo llevó al salón delantero para leerlo.

«Tengo asuntos urgentes a los que atender esta mañana, así que no te veré hasta más tarde. He informado a mi madre de nuestros planes, así que no es necesario que te sientas incómoda en su presencia. Compórtate. Sebastian.»

Ese breve mensaje la atravesó como una flecha de felicidad. No era cariñoso, pero Julia no pudo evitar una sonrisa al imaginarse al frío y controlado Sebastian escribiendo una carta de amor. Pero a ella, que lo conocía tan bien, le decía mucho más que la carta de amor más elocuente. Le decía que había pensado en ella, que había pensado en evitarle un desagradable enfrentamiento al comunicarle la noticia a su madre sin su presencia. Pensó en cómo se debía de haber tomado la condesa la noticia de que su hijo se iba a casar con una impostora de los barrios bajos y se estremeció. La arpía querría sangre, su sangre. Por una vez en su vida, Julia decidió dar la vuelta y salir corriendo. Si Sebastian iba a estar fuera la mayor parte de la tarde, ella también. Su ausencia le proporcionaba la oportunidad perfecta para visitar a Oliver y explicarse. Siempre podría decir que había salido de compras. Porque sí que tenía que hacer algunas compras, así que no sería una mentira.

—Buenos días, Julia. —La voz de Caroline la sobresaltó. Julia alzó la mirada y vio a la otra mujer yendo hacia ella con una amable sonrisa en el rostro—. Según tengo entendido, vamos a ser hermanas —añadió la mujer; se acercó a ella y le dio un beso en la mejilla—. Debo confesar que me he quedado parada cuando Sebastian nos ha dado la noticia. Pensaba que estabas a punto de anunciar tu compromiso con lord Carlyle, así que te puedes imaginar mi sorpresa. Pero claro que me alegro por ti.

—Gracias. Y sé que lo entenderás si te digo que lo de Oliver ha sido... un error. —Julia le devolvió la sonrisa a Caroline, que le sonrió comprensiva.

Con un vestido de crepé amarillo muy pálido, la mujer no parecía en absoluto tener veintinueve años. Llevaba la melena rubia recogida en un elegante moño sobre la nuca, y la piel del cuello y el rostro era suave y pálida. Su estilizada silueta quedaba realzada por la elegante bata de mañana que lucía y aumentaba la impresión de juventud. Julia pensó que cualquiera que las mirara hubiera supuesto que ambas eran más o menos de la misma edad de no haber sido por las negras ojeras que rodeaban los ojos de Caroline. Quizá, como ella, no hubiera dormido esa noche. A Julia le destellaron los ojos al pensar en la posibilidad de que lord Rowland se hubiera llevado a la correcta Caroline a algún nido de amor hasta el amanecer. No, eso era totalmente imposible. Julia no conocía mucho a lord Rowland, pero sabía que a Caroline le escandalizaría la simple idea de hacer eso.

—Lamento decirte que Margaret no se ha tomado muy bien la noticia. —El tono de Caroline era levemente pesaroso—. Pero imagino que ya lo habrás supuesto. Y la manera en que Sebastian ha decidido comunicárselo..., imagínate, la ha sacado de la cama a una hora intempestiva porque decía que tenía asuntos que atender y no podía esperar durante horas a que ella bajara. Bueno, eso no ha ayudado mucho, como puedes suponer. Su doncella me ha dicho que se ha quedado en cama con migraña. Pero ya se recuperará, no temas. Mientras tanto, debes contarme qué planes tenéis Sebastian y tú.

—No lo sé muy bien —contestó Julia, y las mejillas se le sonrojaron de placer al poder hablar de su futura boda. Era tan maravilloso que le costaba creerlo. Como un sueño—. Creo que debería dejarlo todo en manos de Sebastian. Lo que él decida me parecerá bien.

—Lo amas de veras, ¿a que sí? —Había un tono curioso en la voz de Caroline.

Julia la miró lentamente y vio unas sombras tenues en el fondo de los ojos de la mujer. Supuso que debía de estar recordando su amor por el hermano de Sebastian y que eso aún le resultaba doloroso. Claro que sí. Aunque Sebastian llevara muerto diez, veinte o cien años, mientras el corazón le latiera en el pecho, ella lo lloraría. Sintió compasión por Caroline.

—Sí, le amo.

—¿Y él te ama?

—Sí, sí me ama.

—Lo suponía. Nadie le había visto jamás comportarse como lo hizo anoche. Como puedes imaginarte, se habló mucho de eso. No tenía ni idea de qué decir a la gente, y Margaret tampoco, estoy segura. Pero Sebastian nos ha dicho que tenemos que decir que te llevaba noticias de un familiar, y como os vais a casar, cualquier escándalo se apagará pronto. Pero, Julia, hay algo que creo que debo comentarte. Me duele hacerlo, pero ya sabes que a Sebastian, por lo general, no lo invitan. Tú has conseguido un considerable éxito social, que sé que te importa, como debe ser, considerando... bueno, da lo mismo. Pero ¿has pensado que si te casas con Sebastian deberás compartir su suerte? Las fiestas y los bailes de los que tanto has disfrutado serán cosa del pasado.

—No me importa. Prefiero estar casada con Sebastian que asistir a mil fiestas.

El suave resplandor en los ojos de Julia al hablar de su boda con el conde se reflejaba en su voz. La expresión de Caroline cambió un poco, de repente parecía casi furtiva.

—Julia, hay algo más. Cre... creo que no sería una buena amiga si no te lo mencionara. ¿Sabes... sabes lo que le pasó a Elizabeth, la esposa de Sebastian? —dijo con voz rápida y apagada, como si temiera que alguien la oyera.

Julia se tensó.

—Sí, sé cómo murió, pero no veo que eso tenga nada que ver conmigo. No creo que pienses que Sebastian la matara, ¿no? Tampoco yo lo creo.

—No, no, claro que no. Pero es que... que alguien debía hacerte saber lo que se ha dicho. Pero si a ti no te importa, entonces ahí se acaba todo.

La mirada furtiva desapareció del rostro de Caroline y Julia se sintió aliviada al verlo.

—Es fantástico —exclamó Caroline, de nuevo como siempre—. Confío en que avises a la familia antes de que se celebre la ceremonia, ¿de acuerdo? Al menos a mí me gustaría mucho asistir.

—Lo haremos. O al menos eso creo. A no ser que Sebastian... —Julia se cortó en seco, porque pensó que ella estaría dispuesta a hacer lo que el conde quisiera. Hasta se escaparía con él a Escocia para que los casaran sobre un yunque si eso era lo que quería él. Ella sólo quería ser su esposa y cómo llegar a eso no le importaba en absoluto.

Caroline sonrió.

—Ah, sí, claro, la decisión será de Sebastian. Bueno, hablaré con él. Pero ahora debes disculparme. Me queda mucho que hacer para la fiesta de esta noche.

—Y yo creo que voy a ir de compras un rato.

—¿Estás huyendo de las visitas de esta tarde? —Caroline la miró con un brillo burlón en los ojos—. No hace falta. Como esta noche celebramos una fiesta, oficialmente esta tarde no estamos en casa. Así que no temas encontrarte con nadie hasta que estés lista.

Julia le respondió con una sonrisa.

—Reconozco que esa idea se me había pasado por la cabeza, y te agradezco que me tranquilices. Pero creo que voy a ir de compras de todos modos. Estoy un poco nerviosa.

—Como desees, claro. —Caroline volvió a sonreírle y se alejó.

Julia se quedó parada un momento, mirando por la ventana a la plaza. Había unas cuantas personas yendo y viniendo por la calle, sobre todo vendedores callejeros y criados, y un elegante carruaje se estaba deteniendo ante el número 57. Julia observó a un hombre obeso bajar con mucha ayuda de dos lacayos y un valet. Era curioso pensar que toda esa gente, desde el hombre que estaba gordo hasta el sucio golfillo que rondaba por los bordes del parque o el vendedor de bollos que empujaba su carro por la calle, tenía sus propios intereses y sus propias vidas. Apostaría a que ninguno de ellos sentía ni una décima parte de la felicidad que sentía ella. Con una tierna sonrisa, fue a pedir el carruaje. Luego subió a su cuarto a recoger la capa y a Emily antes de que el vehículo llegara a la puerta.

No estaba bien visto que las damas fueran a visitar a los caballeros en sus residencias, pero a Julia no se le ocurría otro modo de ver a Oliver sin que Sebastian lo supiera. Hizo que el carruaje las dejara a su doncella y a ella en Bond Street; debía volver para recogerlas en unas tres horas. Después cogió un coche de alquiler para que las llevara hasta la residencia de Oliver.

De camino allí, se le ocurrió pensar que lo mejor era enviar a Emily con una nota pidiendo a Oliver que se reuniera con ella en el carruaje. Eso dificultaría que alguien pudiera averiguar que había ido a visitarle y se lo dijera a Sebastian. El conde se pondría furioso si lo supiera.

Pero Emily, que juró mantener el secreto eternamente, regresó al carruaje y le informó de que el mayordomo le había dicho que Oliver no estaba en casa. Impasible, Julia pensó por un momento y luego redactó otra nota pidiendo a lord Carlyle que la visitara lo antes posible. Hizo que su doncella se la entregara al reticente mayordomo y luego se encogió de hombros con fatalismo. Si Oliver no recibía el mensaje a tiempo para visitarla antes de la fiesta, tendría que decírselo cuando lo viera allí. Le resultaría incómodo, aunque no tanto como lo sería si Sebastian tuviera la costumbre de asistir a las fiestas. Sin duda encontraría un momento o dos para estar a solas con lord Carlyle; si le tenía que dar la noticia en la fiesta, sería culpa de él. Ella había tratado de hacer las cosas bien, pero no estaba dispuesta a arriesgarse más.

Por tanto, hizo que el coche las devolviera a Bond Street, y decidió olvidar aquella molesta preocupación por Oliver. Después de todo, romper un compromiso privado era algo menor. Simplemente le diría que había cambiado de opinión. Oliver, como el caballero que era, aceptaría el rechazo con educación. No se enfurecería como Sebastian lo haría en similares circunstancias... Sebastian. Parecía imposible, pero era verdad. Cada vez que pensaba en sí misma como su esposa, el día se volvía de color de rosa. Así que apartó a Oliver de su mente por el momento, y se concentró en sus compras. Eran casi las seis cuando acabaron y regresaron a casa.

El destino decidió que cuando estaba a punto de llegar arriba, con Emily y un criado siguiéndola con las compras, se encontrara cara a cara con la condesa, que bajaba en ese mismo instante. Julia vaciló, y la otra mujer, impecable como siempre, le lanzó una mirada que hubiera dejado helada una taza de café humeante al instante.

Julia alzó la barbilla, a pesar de sentir que se le retorcía el estómago, y le dio las buenas tardes en una voz fría pero con mucha educación. La condesa ni siquiera se molestó en responderle. Bajó la escalera como si Julia no existiera, y la dejó allí tan sólo con el recuerdo de sus ojos, que tanto se parecían a los de Sebastian, brillantes por el odio.

Ir a la siguiente página

Report Page