Julia

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—NO te acerques a mí, Mick.

La voz de Julia era hosca mientras retrocedía sobre el suelo lleno de basura del sótano. Mantenía a Mick a raya con una botella de whisky rota, que había agarrado en cuanto él le había soltado la muñeca después de arrastrarla a la oscura habitación. Mientras se apartaba de él, con la botella como única arma, Mick la observaba con una sonrisa lasciva que a ella le revolvió el estómago.

—¡Vaya, Jool, pero qué bonito hablas ahora! Casi tan bonito como tú. Sabes, como que m’alegro de no haberte tocao cuando eras una de los nuestros. No hubiera sio tan divertío como va a serlo ahora.

—¿Y qué hay de Jem, Mick? Se enfadará mucho si me haces daño.

Mick cruzó los brazos sobre el pecho sin ir a por ella. «Tenía razón», pensó ella, asqueada. No había prisa. En ese sucio sótano estaba a su merced. No se hacía ilusiones de que una botella rota pudiera detenerlo mucho rato. Tendría suerte si podía cortarle, y desde luego lo intentaría. Moriría intentándolo, porque él la mataría si no lo conseguía. Después de violarla. Le entraban náuseas con sólo pensarlo.

—Ahí no aciertas, Jool. Han pasao muchas cosas desde que nos dejaste. El viejo Jem tié toda una panda nueva de pazguatos. L’importará un cuerno lo que t’haga. Igual hasta s’alegra. Le dolió mucho que te soplaras de nosotros, tus amigos.

—¡Nunca me soplé! —Esa acusación llegó directa a la Jewel que había sido, y la hizo erguirse de indignación.

Mick meneó la cabeza.

—Mentir no te va a servir de na, Jool. Sabemos que te soplaste, porque ¿quién más puso a los agentes tras nuestra pista? Cayeron sobre nosotros como los ratones sobre el queso justo después de que te piraras. ¿Quién más podía decirles lo que hicimos?

—Si se lo dije, ¿por qué no me arrestaron? ¿Por qué no les habría dado vuestros nombres y dónde encontraros, eh, estúpido?

—No te pongas a insultarme, señorita —le advirtió con una fea mirada que hizo que Julia retrocediera otro paso. Hubiera retrocedido aún más, pero ya casi tenía la espalda contra la mohosa piedra de la pared del sótano—. No sé por qué no nos trincaron. Quizá no lo soplaras todo, y sólo les dijiste parte de lo que pasó. Pero ya no importa. Si todavía no t’has soplao, no se pué decir cuándo lo harás. Se lo dije a Jem cuando metimos a aquel chaval a vigilar esa casa elegante en la que estabas viviendo..., oh, sí, hace como un mes que sé onde estás. No pasa mucho en Londres que el viejo Mick no sepa. Sabía que tarde o temprano tendría la oportunidad de cerrarte la boca pa siempre. Así que cuando el chaval ha venío y m’ha dicho que t’habías largao y estabas sola en la calle, supe que había llegao la hora. Claro que no sabía que ibas a ponérmelo tan fácil viniendo a tu viejo barrio. Por eso tengo que darte las gracias.

—Mick —dijo Julia, desesperada, mirando a su alrededor y comprobando que en aquel sótano no había ventanas—. Ahora tengo algo de dinero. Te... te lo daré, si me dejas marchar.

Eso captó su atención, y pareció pensárselo. Luego negó con la cabeza.

—No, no podría confiar en ti en cuanto salieras d’aquí. Además, aún podrías soplarte.

—Te prometo que no me soplaré.

Mick volvió a negar con la cabeza.

—No.

Dejó caer los brazos a los lados, que le colgaron como si fueran los de un mono, mientras flexionaba los dedos. Se fue quitando lentamente el abrigo viejo y sucio y la bufanda que llevaba enrollada al cuello, como para asustarla. Y sí consiguió que ella temblara de miedo. «Nadie sabe dónde estoy y a nadie le importa», pensó con amargura. Sebastian la había visto salir de su vida si hacer nada por detenerla.

—¿Vas a venir tú aquí, o me va hacer ir a cogerte?

Esa pregunta lasciva le hizo olvidar cualquier pensamiento que no fuera el de la inmediata supervivencia. La luchadora que había sido Jewel Combs resurgió de nuevo en ese momento de peligro. Julia se encontró inclinándose hacia delante de un modo instintivo, mientras se balanceaba sobre los pies y movía la botella de un lado al otro formando un arco ante su cuerpo.

—Entonces, ven a cogerme, si crees que puedes.

Con un grito, Mick fue a por ella. Julia, asustada por el alarido, consiguió saltar a un lado y blandir la botella hacia abajo en un arco y acabó estrellándola contra la mejilla de Mick. El vidrio se hizo pedazos y saltó la sangre, pero Mick, con un aullido, se enderezó. Al parecer, no estaba malherido, y se llevó la mano a la mejilla. Cuando apartó los dedos, rojos de sangre, miró a Julia de una manera que le heló la sangre. En sus ojos, donde antes sólo se había visto lascivia, ahora se veía la muerte.

—Te va a arrepentir d’esto, Jool. —Y se lanzó a por ella de nuevo.

Esta vez, Julia no fue lo bastante rápida para apartarse. Le clavó los restos de la botella, pero los quebrados bordes sólo le penetraron en el hombro; el hombre sangró y empezó a soltar palabrotas, pero no pareció conseguir herirlo lo suficiente. Mick la cogió por la muñeca y se la retorció con crueldad hasta que ella gritó y se le cayó la botella de los dedos entumecidos. Él le siguió retorciendo el brazo hasta que ella cayó de rodillas ante él, con los ojos llenos de lágrimas. Un minuto más y le rompería el brazo. Mick se inclinó sobre ella, sonriéndole al verle el rostro desencajado de dolor.

—Ya no eres tan valiente, ¿verdá? —dijo él con una sonrisa maliciosa, mientras la sangre de la brecha que ella le había abierto en la mejilla le corría por las picadas de la viruela y goteaba desde la gruesa barbilla mal afeitada.

Mientras ella lo miraba, asustada, él abrió la mano y la abofeteó con todas sus ganas en la cara, al mismo tiempo que le soltaba la muñeca. Julia gritó mientras la fuerza del impacto la enviaba al suelo. Antes de que pudiera levantarse, él estaba a horcajadas sobre ella, con una risita burlona ante los esfuerzos de Julia por soltarse, y ni siquiera trataba de detenerla, ya que la tenía sujeta por el peso de su cuerpo.

—No tendrías ca’haberme cortao, Jool —dijo a media voz; echó la mano hacia atrás y la cerró en un grueso puño.

Ella se encogió y trató de protegerse el rostro con el brazo mientras él bajaba el puño hacia su mejilla, pero el primer golpe atravesó esa débil barrera. Julia gritó con todas sus fuerzas, y luego continuó gritando y gritando mientras él le daba puñetazos en el rostro, el cuello y los pechos. Comenzó a manarle sangre por la nariz y la boca, y los ojos ya se le estaban cerrando por la hinchazón mientras él seguía golpeándola. Los gritos se redujeron a un agudo lamento, y finalmente hasta eso cesó mientras él la cubría de golpes y más golpes. Lo poco que Julia podía ver del sótano a través de la hinchazón de los ojos le daba vueltas sin parar, y ya ni siquiera sentía el dolor de los continuos puñetazos. Pero alguna parte de ella, distante y aún racional oyó cómo Mick le rasgaba el vestido. Entonces notó sus manos apretándole los pechos y haciéndole daño. Ya no podía debatirse, ni siquiera tenía fuerzas para que le importara cuando él le arrancó la ropa del cuerpo hasta dejarla desnuda y se colocó sobre ella, que ya casi ni se movía. Con un resto de conciencia, notó que le separaba las piernas con la rodilla.

Se oyó un tremendo estruendo y luego otro. Medio consciente, se dio cuenta de que alguien había reventado la puerta. Y Mick estaba saltando para ponerse en pie y tratando de correr mientras un auténtico ejército atravesaba el umbral. Hubo un breve escarceo y luego oyó gritar a Mick mientras le ponían las manos a la espalda y lo obligaban a tirarse al suelo.

La cabeza le dio vueltas al intentar comprender por qué Smathers tenía que estar ahí, armado con lo que parecía un palo de cricket, o por qué dos de los lacayos de Sebastian blandían aquellos enormes cuchillos de cocina. Un grueso desconocido les estaba diciendo que sujetaran a Mick. Y entonces vio al propio conde, con una pistola de plata en la mano, mirando con dolor hacia donde ella yacía desnuda y ensangrentada sobre el suelo de piedra.

—Sebastian —gimió ella, pero parecía incapaz de enfocar la mirada. Además, recordaba vagamente que él no la quería, que no la amaba... Se le llenaron los ojos de lágrimas, que le caían por el rabillo del ojo mientras él se arrodillaba junto a ella y la cubría con su chaqueta.

—Oh, Dios mío, Julia —susurró él—. No llores, mi amor.

Ella era vagamente consciente de que él estaba allí, inclinado sobre ella, echándole por encima la chaqueta con ternura, quitándose el blanco fular del cuello para limpiarle la sangre del rostro. La había llamado «mi amor»; ¿acaso ya no estaba enfadado con ella? Trató de sonreírle, aunque le resultaba difícil centrar la mirada. El sufrimiento que vio en el rostro de Sebastian hizo que lo mirara perpleja.

—No te enfades conmigo, Sebastian —consiguió decir con un hilillo de voz, y de repente el rostro de Sebastian reflejó tanto dolor que Julia se estremeció al verlo.

Él debió de notar su temblor, porque de inmediato cubrió su expresión con una máscara que sólo mostraba un brillo suspicaz en los ojos.

—No estoy enfadado contigo, mi cielo. Chist, no hables ahora. Quédate quieta y nosotros te sacaremos de aquí. Ya no hay nada que temer —le murmuró para calmarla; la cogió en brazos con un cuidado infinito mientras se levantaba. Por un momento, la estrechó contra su pecho como a una niña, y el dolor, la pena y la rabia aparecieron en su rostro durante un instante—. Todo va a ir bien, mi amor.

La llevó a donde los otros hombres estaban en un grupo vigilando al grueso Mick, y se la pasó a uno de los criados.

—Llévala al carruaje y quédate con ella —le indicó.

Julia quiso coger a Sebastian, porque sólo en sus brazos se sentía segura, pero no tenía las fuerzas para hacerlo.

George (creía que era George) la estaba subiendo con cuidado por la escalera estrecha y sucia cuando oyó a Sebastian decir: «Tú, escoria de mierda», en un tono de voz muy diferente al que había usado con ella.

También oyó un golpe seco que sonaba mucho a puñetazo, y luego otro y otro. Finalmente, cuando George la sacó a la calle y la subió al carruaje cerrado, oyó el eco de un disparo de pistola.

Poco después, Sebastian subió al carruaje y se colocó junto a ella. Un rayo de luna destelló sobre las pistolas que volvía a tener en la cintura de los pantalones. Julia frunció el ceño al tratar de recordar por qué le había preocupado su presencia.

—¿Qué... Mick...? —trató de decir, pero vio que ni siquiera conseguía pensar con claridad. Además, le dolía mucho la boca cuanto trataba de articular las palabras. Pero él debió de notar lo que le quería preguntar, porque se arrodilló en el suelo ante ella, que estaba acurrucada bajo el envolvente calor de la chaqueta, con los brazos cruzados sobre el pecho y las piernas encogidas.

—No volverá a molestarte, te lo prometo —contestó Sebastian, mientras le apartaba un mechón de cabello de uno de sus ojos hinchados.

Julia hizo una mueca de dolor y apretó los labios. Él se dio la vuelta y se inclinó por la puerta para decirle algo a George, que esperaba fuera.

Entonces, hubo una sacudida y el chasquido del látigo, y el carruaje comenzó a moverse. Pero Julia no se enteró del momento en que llegaron a la casa de Grosvenor Square, porque para entonces ya había perdido el sentido y no lo recuperaría en tres días.

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