Julia

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—VA a ser cuestión de suerte, milord. Que lleve tanto tiempo inconsciente no es una buena señal.

—¡Maldita sea, debe de haber algo que usted pueda hacer! ¡Se supone que es el mejor matasanos de toda la ciudad!

La voz furiosa de Sebastian fue el primer sonido que atravesó las capas de niebla que cubrían a Julia. Trató de hablar, de abrir los ojos, al menos para ver con quién estaba hablando y por qué parecía tan alterado, pero vio que no podía. Se estaba volviendo a hundir en la niebla...

—Lo siento, milord, ciertas cosas sólo están en manos de Dios. La han golpeado brutalmente. Como ve, hay importantes daños en la cabeza.

Unas manos cálidas le tocaron la sien con cuidado, y Julia se estremeció por el dolor que esa leve presión le causaba. De nuevo trató de indicarles que estaba consciente, pero su cuerpo parecía incapaz de seguir las indicaciones de su cerebro.

—¡No puede dejarla morir sin más! —dijo el conde, desesperado.

Él médico le contestó algo, pero Julia no consiguió entender sus palabras. Comenzó a notar un pitido en los oídos, que sonaba casi como la marea chocando contra las rocas bajo el Wash. Entonces tuvo la repentina sensación de estar cayendo en una espesa niebla negra, y ya no oyó nada más.

Cuando volvió a despertar, la habitación permanecía sumida en una oscuridad total. Creyó estar sola, pero no se sentía así. Era como si alguien estuviera allí, aunque no podía ver quién era... Hacía frío en la habitación, mucho frío. Alguien había dejado que el fuego se apagara... Se estremeció, y entonces oyó un ligero sonido en algún lugar indeterminado. Parecía un susurro, un susurro apagado. Al principio pensó que volvía a ser el ruido en los oídos, pero el susurro fue tomando forma y articulando palabras, como un canto. Se repetía una y otra vez, pero no conseguía distinguir las palabras. Hasta que al final fue captando una aquí y otra allí...

—Elizabeth murió. Y tú morirás. Elizabeth murió. Y tú morirás.

El susurro se fue haciendo cada vez más fuerte, hasta convertirse en un áspero coro que le resonaba en los oídos. Julia fue abriendo los ojos al oírlo, aterrorizada. Gélidos escalofríos le recorrieron la espalda. Eso no podía estar pasando, tenía que ser una pesadilla.

Oyó como un chirrido y luego apareció un fantasmal resplandor blanco en el fondo de la habitación. Julia lo contempló como hipnotizada y se dio cuenta de que el cántico provenía de él. Hubo un remolino blanco al darse la vuelta y Julia se encontró mirando a una forma encapuchada que sujetaba una vela y salmodiaba. Donde debería haber estado el rostro, tan sólo vio un vacío negro como la muerte.

Julia gritó. Aún estaba gritando cuando la presencia desapareció. Aún gritaba cuando la puerta se abrió de par en par dando un golpe y la silueta de Sebastian se recortó en el hueco. Sebastian...

Julia trató de llamarlo, pero no pudo. Alzó las manos hacia él en un gesto de súplica mientras la oscuridad se alzaba de nuevo para tragársela.

Lo siguiente que notó fue el sonido de alguien sollozando. Era un llanto tan desgarrador que tiró de ella desde la oscuridad. Escuchó los ahogados gemidos durante un momento, y sintió una pena enorme por quien estuviera sintiéndose tan desgraciado.

Alzó los párpados con gran dificultad. Los notaba muy pesados, y cuando los separó, la luz le hizo daño en los ojos. No era mucha luz, sólo el suave resplandor naranja de un fuego en la chimenea cercana a la cama. Aparte de esa iluminación, el resto de la habitación estaba sumido en las sombras. Julia parpadeó y contuvo el impulso de cerrar los ojos y dejar que la piadosa oscuridad se la llevara de nuevo. Entonces su mirada cayó sobre el cabello rubio platino revuelto de un hombre que permanecía con la cabeza entre las manos en el borde de la cama.

El lamento provenía de Sebastian. Ella tenía las manos sobre el edredón color crema que cubría la cama y la derecha no quedaba lejos de la cabeza inclinada. Lo escuchó sollozar de manera entrecortada, observó el temblor en sus hombros, y sintió un impulso casi maternal de consolarlo. Mientras le miraba a la cabeza, intentó mover la mano. Por un momento pensó que no lo conseguiría..., pero al final lo hizo. Apoyó los dedos sobre su sedoso cabello.

Vio que él tensaba los hombros y luego alzó la cabeza y la miró a los ojos. «Está hecho un asco», pensó Julia; sin afeitar, desarreglado y con los ojos enrojecidos llenos de lágrimas.

Lágrimas. Estaba llorando. Su frío y orgulloso conde estaba llorando. Por ella.

—Julia... —dijo con voz ronca. En su mirada brillaba una loca esperanza—. ¡Oh, Dios! ¡Julia, estás despierta!

—No llores, Sebastian. —Era sólo un hilillo de voz, pero él lo oyó.

Le cogió la mano con que le había tocado el cabello y se la besó. La sensación de sus labios cálidos y secos resultó un agradable antídoto contra el frío casi mortal que sentía.

—¡No vas a morir! —exclamó él con ferocidad, como si fuera una orden.

Ése era su Sebastian, tan arrogante como siempre.

Una sonrisa tembló durante un instante en los labios de Julia.

—No —coincidió ella, sonriéndole con los ojos.

Un vago recuerdo la asaltó y frunció el ceño. Ese movimiento le dolió, y se le cerraron los ojos. ¿Por qué sólo mencionar la muerte la alteraba tanto?

—El Fraile Blanco —susurró, y él la miró como si creyera que se estaba volviendo loca.

Recordó la aparición con todo detalle, horrible, y se estremeció cerrando los ojos

—¡Julia! —Sebastian parecía presa del pánico.

Ella volvió a abrirlos. ¿Por qué estaría tan asustado?

—Me duele —susurró Julia, y él se estremeció de manera visible.

—Ya lo sé, cariño, pero pronto estarás mucho mejor.

—¿Qué ha pasado? —preguntó ella, que era incapaz de recordarlo exactamente, aunque algo le rondaba por la cabeza. Algo doloroso...

—Te golpearon. Te pondrás bien. —Las sílabas era cortadas; los brillantes ojos, fieros al mirarla.

Esa misma vehemencia le dijo a Julia que él tenía dudas... ¿acaso iba a morir? El Fraile Blanco había ido a por ella. Se estremeció. Pero sólo había sido una pesadilla. No asustaría a Sebastian contándole nada de esa aparición.

—Mick —susurró ella al recordar.

Cerró los ojos cuando su cuerpo, de forma instintiva, trató de bloquear con la oscuridad el horror que acababa de recordar.

—¡No te atrevas a dejarme de nuevo, Julia! ¿Me oyes?

El miedo en la voz de Sebastian hizo que abriera los ojos. Su rostro le resultaba tan querido, pensó mientras lo miraba con amor. Incluso sucio, con barba y manchado de lágrimas seguía siendo el hombre más apuesto que había visto jamás. Y era suyo... o lo había sido...

—¿Sigues enfadado conmigo, Sebastian?

Ese triste susurro lo hizo encogerse. Parpadeó una vez, como para contener las lágrimas que hacían que los ojos le brillaran como diamantes bajo la luz danzante. Le apretó la mano y se la besó de nuevo.

—¡Que me preguntes...! —Se cortó un momento y no pudo continuar. Luego pareció controlar sus emociones, porque siguió hablando en una voz grave y apagada—. No, Julia, no estoy enfadado contigo. Nunca debería haberme enfadado contigo. Cuando mi madre me dijo que te habías colado a hurtadillas en mi estudio para estar a solas con Carlyle y luego te encontré besándolo y dejándole que te tocara, casi me volví loco. No me paré a pensar que la Julia que amaba era incapaz de la clase del rebuscado engaño que me he pasado la mayor parte de mi vida contemplando. Estaba tan celoso que no me detuve a pensar en nada. Sólo quería matar a Carlyle y hacerte tanto daño como tú me lo estabas haciendo a mí. Y te lo hice. Te hice daño. Te hice daño mental y físicamente. Pero si te sirve de consuelo, tú me hiciste igual de daño a mí. Siempre que cierro los ojos, veo tu pálido rostro mirando a los buitres de la sociedad que yo había lanzado sobre ti. Fuiste toda una dama, mi amor. Nunca he estado más orgulloso de ti que cuando te vi caminando entre la gente con la cabeza bien alta y los hombros erguidos. Y también te puedo ver tirada en el suelo de aquel sótano, herida y llorando, porque te hice huir de mí... Dios, Julia, lo siento mucho. Si pudiera hacer que el tiempo retrocediera... pero no puedo. Lo único que puedo hacer es pedirte que me perdones.

La última palabra la susurró, para luego mirarla a los ojos, rogándole. Ella lo observó durante un buen rato, con una expresión tierna que fue recorriéndole todos los puntos de su hermoso rostro. Luego dio la vuelta a la mano que él le sujetaba y se la cogió con amor.

—Te amo, Sebastian. No hay nada que perdonar.

Él cerró los ojos un instante, y una lágrima solitaria le resbaló por la mejilla. Julia sintió que se le rompía el corazón al mirarle. Era tan guapo..., como uno de los arcángeles del Señor, había pensado la primera vez que lo había visto. Pero ahora sabía que si él era un ángel, era uno muy ajado, con el halo salpicado de saltones por las numerosas veces que había caído en pecado. Pero sus fallos formaban parte de él, y ella lo amaba. Más que a nada en su vida, más que a su propia vida. Le parecía que así había sido siempre y sabía que así sería para siempre. A pesar de todo y de todos.

—Te compensaré, mi amor, te lo juro. —Sus ojos tenían el feroz celo de alguien confesando sus pecados—. Seré tan bueno contigo... Tendrás todo lo que quieras. Coches, ropas, criados, lo que sea.

Julia recordó que el único afecto que él había tenido en el pasado era el que podía comprar. Para él, lo material era la moneda del amor. Pero ella le enseñaría que no era así, aunque tardara el resto de su vida. Y de la de él.

—Sólo te quiero a ti, Sebastian, nada más. Te amo. —Le habló con paciencia, como si supiera que tendría que repetirle esas palabras muchas, muchas veces en los años venideros. Luego parpadeó al ver el rostro de él ir y venir. El pitido volvió a sonarle en los oídos.

—Sebastian —dijo casi sin fuerza, agarrándole la mano.

Tenía miedo de dejarse llevar de nuevo por la oscuridad, miedo de lo que pudiera esperarla allí. Pero ni la cálida mano de él pudo evitar que cayera en el vacío que se abrió para llevársela.

—¡Julia!

Ella lo oyó llamarla con miedo en la voz, echó en falta el calor de su mano cuando él se la soltó de golpe, oyó el portazo y los gritos de Sebastian.

—¡Despertad al maldito matasanos y traedlo aquí!

Y tras ello, la oscuridad se la tragó de nuevo, y ya no supo nada más.

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