Julia

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DOS días después, Jewel se hallaba junto a un oxidado cabezal de hierro, mordisqueándose el labio, mientras observaba al padre Simon, el viejo cura que rondaba por los degradados barrios de Whitechapel en busca de almas que salvar, administrar la extremaunción al joven rubio, que yacía como si ya hubiera muerto. Pálido como una estatua de cera, con unas oscuras ojeras alrededor de unos ojos hundidos y respirando con débiles estertores entre unos labios lívidos, ya no parecía un aristócrata. Debía de tener unos veinte años. A Jewel le ardían los ojos mientras contemplaba los movimientos rituales del cura.

La muerte no era nada nuevo para ella; la había visto muchas veces desde que, a los siete años, sujetara el cadáver de su madre, muerta de consunción y demasiado ebria; luego había tenido frecuentes encuentros con viejos borrachos muertos, que aparecían acurrucados en los albañales igual que lo habían hecho en vida. Pero eso, ese joven lleno de vida, de cuya agonía era en parte culpable, se le antojaba distinto. Aunque se había tratado de convencer a sí misma de que no le importaba, había descubierto que, a pesar de todo, aún no tenía el corazón tan endurecido.

El piso en el que se hallaban pertenecía a Willy Tilden. Jewel había llevado allí al joven porque quedaba cerca y porque había pensado que Willy se atrevería a ir contra Jem y ayudarla. Si Willy no hubiera aceptado darle cobijo, no habría sabido qué hacer. Le agradecía su ayuda, aunque no dudaba de que, en algún momento, Willy esperaría algo a cambio. Durante los últimos dos días la había estado mirando un poco raro y no hacía falta ser un genio para imaginarse lo que le pasaba por la cabeza... Para un hombre como él, lo más natural del mundo era que ella le pagara por haberle cedido su cama. Ése era un problema que tendría que resolver cuando el joven hubiera expirado.

Había pensado que podría regresar al almacén en cuanto el muchacho pasara a mejor vida. Pero durante las horas y los días que habían transcurrido desde que lo arrastrara desde la calle, había llegado a la conclusión de que volver con Jem después de eso no sería lo más inteligente: cuando el joven muriera, ella se convertiría en testigo de un asesinato, y a Mick no le gustaría saber que había alguien que podía testificar contra él, si alguna vez lo llevaban ante el Old Bailey. Mick debía de estar sudando al preguntarse qué habría sido de ella y del joven. Seguramente se habría escondido por si los agentes de Bow Street lo estaban buscando, en el caso hipotético de que a Jewel la hubieran detenido y ella se hubiera ido de lengua. Conociendo a Mick, no podía estar segura de que éste no estuviera pensando en cometer otro asesinato: el de ella. Y Jem quizá también; con él nunca se sabía. Pero lo que ella sí sabía era que representaba una amenaza para la seguridad de ambos, y a ninguno le gustaban las amenazas. Eso la asustaba.

Así que se había quedado en una habitación del piso de Will, soportando a un aristócrata agonizante que casi había conseguido hacerla llorar por primera vez en años. El padre Simon —que había tenido alguna experiencia con heridas por haber sido soldado en Waterloo, hacía unos veinte años— le había dicho que no podía quedarle mucho. Seguramente, moriría en menos de un día. Y ella se quedaría sin dinero, sin lugar donde vivir y sin amigos en los que confiar. Tendría que desaparecer, pero aún no tenía muy claro a dónde ir. La ciudad era un lugar triste e inhóspito cuando no se tenían ni amigos ni dinero.

El joven gimió; lo que había ido haciendo de modo intermitente desde que Jewel había conseguido quitarle el abrigo, vendarle la herida y meterlo en la cama. Abrió los ojos y pasó la mirada, desenfocada, por la habitación. Tenía ambos ojos hinchados por los golpes que Mick le había propinado, y un gran moratón en el lado derecho del mentón. Aparte de la especie de vendaje que ella le había hecho con una de las camisas de Willy, estaba desnudo de cintura para arriba. Su piel, excepto por un fino vello rubio, era tan blanca y suave como la de ella. Sin duda, lo habían mimado y consentido durante toda su vida.

En ese momento, mientras lo observaba, él se removió inquieto bajo la sucia y fina manta que lo cubría, masculló algo y cerró los ojos de nuevo. No había recuperado la conciencia desde que lo apuñalaron, y el padre Simon no sabía que había estado delirando de vez en cuando durante los dos últimos días, así que se inclinó sobre él al oírle hablar.

—¿Sí, hijo mío?

Como Jewel se esperaba, el joven no respondió. Ella se acercó a la cama y puso la mano sobre la manga negra del cura.

—No le pue oír, padre.

—No. —El cura suspiró mientras se volvía para mirarla con ojos enrojecidos.

La botella era el vicio del padre Simon, y se le notaban los efectos en su enrojecido semblante y los ojos inyectados en sangre. Pero cuando administraba el sacramento, sus manos resultaban firmes, y cuando no estaba despotricando acerca de las llamas del infierno, parecía una persona amable.

—¿Quién es? ¿Tiene algún familiar al que haya que avisar?

—N... no lo sé —respondió Jewel con nerviosismo, mientras observaba al paciente, que se debatía en el lecho—. Como ya le dije, me lo encontré así, tirao en la calle. No podía dejarlo allí. Pero no llevaba cartera, y no es que yo se la estuviera buscando, vale... sólo quería ver si tenía algo que lo pudiera identificar.

El padre Simon soltó un bufido.

—Un robo, sin duda. En fin, seguramente alguien aparecerá por aquí a buscarlo. O mucho me equivoco, o es uno de esos nobles. —Miró a Jewel, pensativo—. Muy cristiano por tu parte, esto de cuidarle así.

Ella se encogió de hombros y evitó mirar al cura a los ojos.

—Ya le dije, no podía dejarlo tirao en la calle.

—Uf... —repuso el cura. Jewel no supo muy bien qué quería decir con eso, pero pensó que lo mejor era no preguntar. De todas formas, el padre Simon continuó—: Se dice por ahí que has dejado a Jemmy y que te está buscando.

—Ah, ¿sí? —En ese momento, sí lo miró directamente, con los ojos muy abiertos.

Sin embargo, lo que vio la tranquilizó un poco. Él parecía estar preocupado por ella, y Jewel recordó que siempre la había apreciado de alguna manera. Aunque recordó también que las cosas no siempre eran lo que aparentaban. No estaba segura de a qué jugaba el cura, pero de lo que sí estaba convencida era de que ella no se iba a poner a llorarle y a explicarle sus penas. Si él supiera la verdad, podría ir a los agentes de Bow Street, o incluso a Jem o Mick, y entregarla. Y entonces, ¿qué sería de ella? No obstante, antes de que pudiera decir nada más, el joven gimió de nuevo, y el cura centró en él su atención.

—¿Quién diablos es usted? —preguntó el moribundo en un susurro apenas audible y mirando al sacerdote.

Sus ojos de color azul claro parecían despejados y centrados a pesar del dolor que los empañaba. El padre Simon, a quien iba dirigida la pregunta, le respondió con suavidad, informándole de que era un sacerdote.

—¿Qué ha pasado? ¿Dónde estoy?

No había duda de que el joven había recuperado por fin la conciencia. Jewel se fue al otro lado de la cama, con los ojos muy abiertos y el corazón golpeándole dentro del pecho. ¿Se acordaría de ella? ¿Sabría el papel que había desempeñado en lo que le había sucedido?

El muchacho dirigió la mirada hacia ella. Sus ojos dorados se encontraron con los azules del chico y sus miradas se fundieron. Él parecía estar tratando de recordar... Jewel rezaba para que volviera a sumirse en la inconsciencia, mientras él la recorría con la mirada: su cabello negro, tan desarreglado; su pálido rostro y la esbeltez de su cuerpo, aún enfundado en el escotado vestido de seda roja que llevaba el día en que todo había sucedido... Luego volvió a mirarla a los ojos.

—Ah, sí... —dijo él en un susurro ronco—. Te recuerdo. La persistente pu... joven que me encontré en la calle justo antes de que me atacaran aquellos malditos canallas. Me has estado cuidando, ¿verdad?

Incapaz de decir palabra, Jewel asintió con la cabeza. Por suerte, no parecía relacionarla con sus atacantes... por el momento. Ya se le estaban nublando los ojos; en cualquier momento volvería a perder la conciencia.

—¿Cómo se llama usted? ¿Tiene familia a la que podamos avisar? —La urgencia en la voz del padre Simon pareció traer de vuelta al muchacho una vez más.

—Me llamo Stratham. Timothy Stratham. —Sonrió débilmente con una mueca de amargura—. En cuanto a mis familiares, créame, prefieren no saber nada de mí.

—Tonterías, hijo mío. Claro que querrán saber qué ha sido de usted. Lo más seguro es que estén muy preocupados.

La mirada se le volvió vidriosa de nuevo.

—Usted no conoce... a mi familia —susurró el joven—. Padre, quédese conmigo. —Y volvió a cerrar los ojos.

El padre Simon así lo hizo. Excepto a ratos, permaneció allí hasta bien entrada la noche. Willy apareció un momento. Parecía descontento al ver a aquel chico aún vivo en su cama y se volvió a marchar con un agrio resoplido. El padre Simon miró a Jewel, quien se hallaba sentada, acurrucada sobre el suelo de madera, envuelta en una manta para protegerse del frío y la humedad. Un pequeño fuego ardía en la chimenea, pero no resultaba suficiente para calentar o siquiera alegrar aquella lúgubre habitación.

—¿Te has metido en algún lío, hija mía? —El cura hacía más de una hora que no hablaba.

Ella se sobresaltó antes de acabar de comprender qué le preguntaba. Luego lo miró con ojos grandes y desconfiados.

—¿Qué quie decir, padre?

Él suspiró.

—Vamos, Jewel, soy tu amigo. ¿No confías en mí? Si puedo, te ayudaré.

Ella soltó un bufido.

—Oh, claro, por la puta bondá de su corazón. ¿Qué quie sacar ayudándome, padre?

El padre Simon meneó la cabeza con tristeza. En la semioscuridad, su coronilla calva resplandecía bajo la luz del fuego. Sus ojos parecían turbios y apagados, pero su voz era amable.

—¿Es que todo el mundo tiene que querer algo a cambio de ser amable, Jewel? —le preguntó.

—La mayoría sí —respondió ella, encogiéndose de hombros.

El padre Simon volvió a suspirar, pero antes de que pudiera decir nada más, el joven comenzó a delirar y a sacudirse en la cama. Jewel se levantó con cierta dificultad; los huesos le dolían por haber pasado la noche en vela acurrucada en el suelo. Se acercó a la cama para darle un poco de agua al paciente. «Daría cualquier cosa para que el cura dejara de hablar», pensó mientras le pasaba una mano al joven por detrás de la cabeza y lo incorporaba un poco para acercarle la cuchara con agua a sus labios resecos. El muchacho se atragantó y tosió. La piel le ardía.

De repente, la agarró con fuerza de la mano. Al hacerlo, ella dio un brinco y le derramó por la mejilla las pocas gotas de agua que quedaban en la cuchara; luego lo miró a los ojos, que seguían nublados pero abiertos. Por un momento, pareció como si el joven no acabara de situarla.

—Ah, sí, la puta —masculló al fin.

Jewel se tensó y le soltó la cabeza, que cayó de nuevo sobre la almohada.

—Yo no soy puta —replicó mirándolo enfadada.

El padre Simon se puso a su lado.

—Eso es cierto. Ha estado cuidando de usted desde que le atacaron.

El chico, cuyo nombre era Timothy, hizo una mueca casi imperceptible.

—Perdón. No quería ofenderte. —Sacudió la cabeza, pero el movimiento debió de dolerle, porque se detuvo y gimió—. Debes... dejar que te compense por haberme cuidado. —Cerró los ojos y volvió a abrirlos—. Oh, claro, me han robado, ¿no? ¿Se lo llevaron... todo?

Ella asintió en silencio. Timothy cerró los ojos.

—Maldición. ¡Llevaba más de cuatrocientas libras en la cartera! ¡Justo después del pago trimestral! Estaba... de muy buen humor. —Movió la cabeza sobre la almohada, a la vez furioso e impotente—. Perdón de nuevo. Supongo que... estoy en deuda contigo. Pero no te preocupes. Todo el mundo sabe que Timothy Stratham siempre paga sus deudas. Siempre.

Tuvo un ataque de tos. No había tosido hasta entonces, y Jewel y el padre Simon se miraron alarmados mientras el joven se sacudía. Cuando se le pasó el ataque, se tumbó inmóvil, tan blanco y agotado que, por un momento, ella pensó que acababa de morir. Pero volvió a abrir los ojos y la miró durante un instante antes de volver la vista hacia el cura.

—Padre, ¿voy a morir?

El padre Simon apretó los labios y le cogió la mano, pálida y casi femenina, que reposaba sobre la sucia manta.

—Sí, hijo mío. Eso me temo. Aunque eso, como todo lo demás en esta vida, está en manos de Dios.

Timothy hizo un débil intento de sonreír.

—Mi familia siempre me decía que acabaría mal —comentó, cerrando los ojos durante un momento tan largo que el cura temió que hubiera vuelto a caer en la inconsciencia.

—¿No quiere decirnos dónde podemos localizar a su familia, hijo mío? Estoy seguro de que cualquier motivo por el que os mantengáis alejados no tendrá la menor importancia en las circunstancias tan críticas en que se encuentra ahora.

Timothy volvió a retorcer la boca en una patética sonrisa, pero mantuvo los ojos cerrados.

—Usted no conoce a mi familia, padre —repitió—. Hace años que intentan librarse de mí. Cuando haya muerto, como mínimo se sentirán aliviados.

—Deberíamos avisarles...

El joven movió la cabeza con impaciencia y luego hizo una mueca de dolor.

—Muy bien, padre. Le daré la dirección si antes hace algo por mí. —Abrió los ojos y los clavó en Jewel con una expresión que ésta no pudo entender.

—Cualquier cosa que esté en mi mano, hijo mío.

—¿Está en su mano casarme con esta joven, padre?

Jewel parpadeó asombrada, mirando al joven aristócrata como si sospechara que éste había vuelto a sumirse en el delirio sin que ellos lo hubieran notado. El padre Simon carraspeó.

—¿Y por qué quiere hacer eso, Timothy?

Los ardientes ojos del muchacho se clavaron en el sacerdote.

—Cuando cumpla los veinticinco, dentro de cuatro años, recibiré la herencia de mi madre. Una herencia bastante cuantiosa, por cierto. De esta manera, esta joven podrá vivir cómodamente el resto de su vida. Si muero sin un heredero, mi primo y también tutor simplemente añadirá mi modesta fortuna a la suya, mucho mayor que la mía. Prefiero que esta joven... Por cierto, ¿cómo te llamas? —preguntó impaciente a Jewel. Ella se lo dijo y él continuó hablando—: Prefiero que Jewel se quede con mi dinero como pago por su gentileza antes que acabe en manos de mi primo. Es un cabrón insensible —con perdón, padre— y, además, no lo necesita.

El padre Simon guardó silencio durante un momento. Ella también. Ambos observaban el pálido rostro del chico. Hablaba en serio y estaba completamente cuerdo. Pero no, ¿cómo iba a estarlo? Aquella oferta de matrimonio no podía ser más que el producto de su delirio. ¿O no? ¿Realmente tendría dinero, y realmente diría en serio lo de casarse con ella y dejarle su herencia? Eso supondría tener suficiente dinero para comer bien, vestirse y un techo con un buen fuego todas las noches... Y todo si aceptaba. No volvería a pasar hambre ni frío... ni miedo... Con sólo pensarlo, la cabeza le daba vueltas.

—¿Jewel? —murmuró al fin el padre Simon—. Sería una solución... para tu situación...

Ella se quedó mirándolo sin poder hablar. Los pensamientos le iban tan de prisa que se sentía mareada.

—¿Y bien? —intervino el joven, irritado; su voz era más débil que antes—. ¿Lo harás o no? No veo ninguna razón por la que debas negarte.

—Sería una estúpida si no lo hiciera, ¿verdad? —respondió Jewel articulando las palabras con lentitud y sin estar muy convencida todavía de que aquello le estuviera sucediendo a ella. Ahí debía de haber gato encerrado... ¿Por qué ese aristócrata iba a darle su dinero sin más?

—Prepárelo todo, padre. Rápido, por favor. —Timothy cerró los ojos y se quedó dormido.

El padre Simon miró a Jewel.

—Tendré que conseguir una licencia especial.

Ella asintió, sin dejar de mirar al chico que yacía inconsciente en la cama. Iba a ser su esposo. Todas las fibras de su cuerpo se rebelaban ante esa idea. Pero, claro, nunca llegaría a ser su esposa más que de nombre. Se estaba muriendo. Nunca tendría que soportar la realidad de pertenecer a un hombre como si fuera un perro, ni soportar que la tratara aún peor, como le había pasado a su madre, en cuyo caso el siguiente siempre había sido peor que el anterior. Pero en ese momento prefirió alejar esa idea de su mente.

—Volveré en cuanto pueda —dijo el cura.

Jewel asintió, pero no se apartó del chico ni dejó de mirarlo hasta mucho después de la marcha del padre Simon. Se sentía tranquila y esa sensación le resultaba de lo más extraña. Si el joven aguantaba hasta que el padre Simon regresara, ella cumpliría con la ceremonia necesaria para convertirse en su esposa, ya estuviera delirante, loco o lo que fuera. «Sería una idiota si no lo hiciera», se dijo de nuevo, y se sentó a esperar sobre una manta, en el suelo.

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