Julia

Julia


Julia » 4

Página 7 de 42

4

EL conde volvió una mirada casi remisa hacia Jewel.

—Bien, muchacha, espero que estés preparada para esto, porque ya estás metida de lleno. Tengo la intención de lograr que seas digna de nuestra clase. —Sonrió levemente—. Será todo un reto, ¿verdad? Casi como sacar agua de las piedras. Me pregunto si podré conseguirlo.

—Y usted no para d’insultar, ¿sabe? ¿A quién llama piedra? Soy una persona, sí, y tan buena como usté, o como esa pomposa madre de usté.

Ese insulto, por encima de los demás, había acabado con su paciencia. Jewel se puso en pie de un salto y miró furiosa al conde, con los brazos en jarras. La manta se le resbaló, lo que permitió al conde tener una visión completa de lo que llevaba puesto e imaginarse lo que había debajo. Al notar su mirada, ella se estremeció. Parecía distante, como si ella fuera un trasto sucio de latón que hubiera que abrillantar. Pero aun así, la hizo pensar en su feminidad de un modo en que nunca antes lo había hecho.

—Ese vestido es horrible —dijo él mientras pasaba la mirada por la seda empapada. Jewel se miró el vestido, que todavía le parecía de lo más elegante, a pesar de estar mojado. Él continuó—: Es algo que sólo se pondría una puta. ¿Eres...? Bueno, supongo que eso ya no importa.

—¡No soy puta pa na! —aulló Jewel al mismo tiempo que daba una rápido paso hacia delante y alzaba los puños hasta la cintura.

¡Conde o no conde, no pensaba aguantar más insultos!

—Siéntate —le ordenó él con voz casi inaudible. Algo en sus ojos dio más fuerza a esas palabras que si las hubiera gritado. Ella se sorprendió de nuevo a sí misma al obedecerle, pero salvó su orgullo lanzándole una mirada aún más fiera que las de antes—. Lo primero que vas a aprender es a moderar la voz cuando hablas. No consiento que se me grite. ¿Está claro?

Aquellos ojos azules se encontraron con los suyos y, en vez del cielo, su color le recordó el frío acero. Frunció el ceño, abrió la boca para soltarle una fresca, pero, cuando se disponía a hacerlo, volvió a encontrarse con ellos.

—Ca.

Él suspiró.

—Supongo que eso es una afirmación. En el futuro, cuando te dirijas a mí, dirás: «Sí, milord» o «No, milord». ¿Crees que podrás recordarlo?

—No soy ninguna tonta del bote.

El resentimiento de Jewel consiguió un animado «Excelente» como respuesta. El conde se puso en pie y mientras ella lo observaba con cierta inquietud, él se movía con agilidad alrededor del escritorio. Al final, se detuvo ante ella. Le pareció tan alto como una torre. Echó la cabeza hacia atrás para mirarlo y de repente se sintió muy pequeña, una sensación que no le gustó en absoluto. Cuando él tendió la mano y la sujetó por la barbilla, ella se encogió. Tenía la piel tan caliente que sólo el sentir su mano en la barbilla hizo que se estremeciera por dentro. ¡Qué atractivo era!

«Estas ideas no me sirven de nada», se dijo Jewel mientras intentaba apartar la de él de un manotazo. Pero antes de que pudiera tocarlo, él la agarró por la muñeca y le detuvo la mano en el aire. Estremeciéndose, notó que él tenía unos dedos sorprendentemente fuertes, que la apretaban con firmeza. Lo miró sorprendida. Se le ocurrió pensar que ese conde tan guapo le podría romper el brazo sin ningún esfuerzo, como si le quebrara un hueso a un jilguero.

—No voy a hacerte daño —le aseguró él, y Jewel se dio cuenta, mientras la vergüenza la hacía sonrojarse, de que él debía de haber notado su estremecimiento. Agradeció que lo hubiera interpretado mal—. Sólo quiero mirarte. ¿De acuerdo?

Por primera vez la contemplaba como algo más que un objeto al que podía dar órdenes y eso la calmó. Ella asintió con rapidez. Entonces, él le soltó la muñeca y le hizo alzar el rostro para que la luz de la lámpara le diera de pleno. Con la mano libre, cogió la toalla y se la quitó de la cabeza; las pocas horquillas que le quedaban se le cayeron y su mata de pelo, húmeda y enredada, descendió hasta su cintura. Él pasó la mirada por su cabello y por aquel rostro de pómulos marcados y barbilla puntiaguda. Jewel sabía que no era ninguna belleza, pero aun así le molestó la actitud casi clínica con la que él valoraba y luego desdeñaba cada uno de sus rasgos: la amplia frente cubierta en parte por una maraña de cabello; las gruesas cejas tan negras como éste, que se le levantaban en los bordes, como si quisieran alzar el vuelo en las sienes; las pestañas negras; los ojos ambarinos, profundos y ligeramente rasgados; la nariz recta y con un enrojecimiento poco elegante; la piel blanca, curtida y manchada por la exposición a los elementos, que se extendía tersa sobre unas mejillas hundidas y demacradas, y la boca de labios carnosos pero falta de color. Jem siempre le decía que parecía una gitanilla. Y la verdad era que le resultaba irritante ser menos que bonita a los ojos de ese altivo lord, cuando él mismo poseía una belleza deslumbrante.

—Abre la boca —le ordenó él.

Jewel parpadeó sorprendida, y trató de soltarse la barbilla. De nuevo, esas manos de largos dedos demostraron ser más fuertes de lo que creía.

—No soy un caballo.

—Nadie ha dicho que lo fueras. Y ahora, abre la boca.

Enfurruñada, obedeció. Algo en él le decía que sería mejor que hiciera lo que le ordenaba. Aunque eso no era porque le tuviera miedo, eh.

Al examinarle los dientes, pequeños pero más o menos fuertes y uniformes, el hombre asintió una vez. Ella lo interpretó como que le daba permiso para cerrar la boca. Lo hizo, y luego lo miró de arriba abajo de una forma totalmente desafiante, sólo para que él supiera que no se sentía intimidada del todo. Pero a él no pareció alterarle ni un ápice esa detallada inspección; al contrario, fue a ella a la que le afectó. De tan cerca, resultaba evidente que el cuerpo fibroso y de anchas espaldas que se hallaba bajo el traje de etiqueta era impresionantemente musculoso. Nunca antes lo había pensado, pero en ese instante se dio cuenta de que le atraían los hombres delgados y musculosos. Aunque el conde era un hombre corpulento, no le repelía como sucedía con Mick.

—Ponte en pie.

—¿Qué? —La orden la había pillado por sorpresa, y frunció el ceño.

Él la repitió con una fría falta de énfasis, y se apartó un paso de ella, con lo que le dejó el espacio necesario para obedecerle. Jewel, sorprendida de nuevo, le obedeció sin rechistar, y lo miró molesta. La manta se le resbaló de los hombros, y él se la acabó de quitar; la tiró a un lado como si fuera un trapo sucio.

—No tengo la viruela, si es eso lo que le preocupa.

—Me quitas un peso de encima —le dijo con voz tranquila, como si estuvieran hablando del tiempo.

La muchacha apretó los dientes. Aquel elegante conde conseguiría que se diera a la bebida en una semana o quizá que pensara en matarlo. Esa idea la hizo sonreír.

—¿Qué edad tienes? —preguntó él de repente; entrecerró los ojos al observar el cambio que la sonrisa le producía en el rostro.

—Creo que dieciséis, o porai. ¿Y usté cuántos?

Era una impertinencia deliberada, y en realidad, no esperaba que le respondiera, pero él lo hizo sin más.

—Treinta y uno.

Exactamente quince años mayor que ella, calculó Jewel mientras él volvía a observarla de arriba abajo. Lo suficientemente mayor para ser un adulto, no un muchachito torpe.

—Estás demasiado delgada, pero supongo que era de esperar y puede arreglarse. Confiemos en que tu figura mejore al hacerlo tu dieta.

Dirigió unos críticos ojos a sus pequeños senos, que la húmeda seda que se le pegaba al cuerpo dibujaba con claridad hasta los pequeños pezones erectos. La mirada del conde se detuvo allí un instante y luego descendió hacia su estrecha cintura y sus infantiles caderas. La única ropa interior que Jewel llevaba eran unas calzas, y con el vestido tan mojado, cada curva y recoveco de su cuerpo quedaban claramente marcados. Al mirarse y darse cuenta, sintió vergüenza de que su cuerpo no fuera más femenino y voluptuoso. Pero se dijo que así era mejor. Él era muy apuesto, demasiado. Y cuando le ordenaba algo con esa voz que tenía, ella parecía ser incapaz de hacer otra cosa que obedecerle. No le gustaba, nada. Ya era hora de que comenzara a demostrarle que tenía su propio carácter.

—¿Ha visto suficiente? —le preguntó con descaro cuando los ojos de él volvieron de nuevo a posarse sobre su rostro.

La sorprendió que, incluso de pie, tuviera que echar la cabeza hacia atrás para mirar esos ojos de color celeste. No se había dado cuenta de que fuera tan alto.

Ver aquellos hermosos ojos mirándola bajo unas cejas fruncidas la hizo sonrojarse de manera inesperada. Al apartarse dando un paso atrás, topó con el asiento de la silla.

Él alzó levemente las cejas al verla retroceder y la miró al rostro con ojos entrecerrados. Ella notó el calor que le subía a la cara. Se estaba sonrojando. Ojalá él no se diera cuenta de las perturbadoras sensaciones que le despertaba en su cuerpo.

—Nunca serás un brillante, pero supongo que se te puede pulir para que resultes lo bastante presentable. Tendrás que aprender a hablar, a vestir y a comportarte como una dama. Supongo que tendré que contratar a una institutriz para ti. Quizá alguna mujer de edad. —Los ojos le brillaron de un azul calculador mientras volvía a recorrerla con la mirada.

Esa inspección tan impersonal, cuando ella era tan sensible a su presencia, le resultaba irritante.

—Para el carro ahí. ¿Y si yo no quiero ser una dama? No tengo por qué hacer lo que me digas. Pueo coger lo que es mío y pirarme.

Entonces, él sonrió; una sonrisa dulce y lenta que hizo que la muchacha sintiera un cosquilleo desde la coronilla hasta la punta del pie. Había algo en esa sonrisa que la hacía sentirse como una vez en un espectáculo en el Anfiteatro Astley, nerviosa al ver a una serpiente enrollársele en el cuello a su cuidador.

—Dejemos algo bien claro, niña. Vas a hacer exactamente lo que te diga. De otro modo, si no me obedeces con exactitud en todo, entonces te devolveré a las calles sin pensármelo dos veces. Tu certificado de matrimonio, como ha señalado mi madre de la manera más oportuna, no vale ni el papel en el que está escrito a no ser que yo lo reconozca. Si decido lo contrario, ¿qué vas a hacer? ¿Contratar a un abogado y pleitear contra mí por la herencia? Se reirían de ti en el juzgado con tus hablares de puta, y eso, suponiendo que encontraras a un letrado dispuesto a aceptar tu caso. Sin embargo, con mi apoyo, comerás bien, lo que, por tu aspecto, se diría que nunca has hecho; tendrás ropa buena, casa y una educación por encima de la de los de tu clase. Llevarás el nombre de mi primo, y dentro de cuatro años, cuando hubiera cumplido los veinticinco años, recibirás su considerable fortuna. Pero no te equivoques, niña. A cambio de todo eso, harás lo que yo te diga sin vacilar. Si deseas irte, basta con que lo digas ahora. Pero una vez hayas aceptado, no habrá vuelta atrás. A cambio del futuro que te ofrezco, me obedecerás en todo. Tú eliges. Piénsalo bien antes de decidirte. Cuando lo hayas hecho, no podrás arrepentirte, no tendrás esa opción.

Jewel observó al conde con ojos entrecerrados, que despedían un apagado brillo dorado bajo la luz de la lámpara. Luego miró a su alrededor, a los sillones de cuero, a los libros que tapizaban las paredes, a la lujosa alfombra sobre la que pisaba, a los cuadros que colgaban de las paredes. El fuego crepitaba en la chimenea, calentando la sala. Se notaba calor en toda la casa; ahí, en esa mansión, el calor no era un lujo, sino algo que se daba por supuesto, como el aire para respirar. Tendría comida y calor, una cama seca donde dormir, sin pulgas, ni chinches, ni la posibilidad de que otros intrusos aún menos bienvenidos interrumpieran su sueño, ropa limpia y sin remiendos... y estaría a salvo. Sería una estúpida si no aceptaba todo aquello independientemente de las condiciones que él le impusiera. Entonces se le ocurrió pensar algo y frunció el ceño de manera torva.

—Sólo una cosa.

—¿Cuál es?

—¡No pienso hacé... na malo contigo! —soltó con voz beligerante y los ojos brillándole desafiantes.

Él abrió los suyos levemente mientras la contemplaba durante unos instantes. Un músculo le tironeó en la comisura de la boca. Parecía estar a punto de echarse a reír, lo que, estaba segura, no debía de ser nada corriente en él. Sin embargo, que su afirmación le resultara hilarante la molestó. Se le hacía humillante descubrir que él la consideraba tan carente de atractivo.

—Mi querida niña, no tengas ningún temor en ese sentido. Te aseguro que no albergo malas intenciones. Estarás tan segura conmigo como lo estarías con tu padre o tu hermano. Suponiendo que los tengas.

—No tengo na de familia —repuso a media voz.

La repentina vergüenza que sintió al admitirlo, la sorprendió. Nunca antes le había importado ser la hija de una mujer que tenía que prostituirse para vivir. Pero en ese momento, ante ese hombre, sí.

—Entonces tienes más suerte que yo —repuso él con sequedad, mientras la miraba alzando una ceja—. Bueno, ¿trato hecho o no?

Jewel asintió.

—Trato hecho.

Entonces, él sonrió y curvó los labios levemente.

—Muy inteligente por tu parte. Has renunciado a muy poco para ganar mucho. Haré que la señora Masters te prepare una habitación. Después de que te acompañe, te subirán el baño. Te agradeceré que hagas un buen uso de él. Mañana salgo para el campo. Creo que lo mejor será que me acompañes. Tu educación avanzará mejor lejos de la ciudad, donde habrá menos ojos que vean y menos lenguas que parloteen. Partiré al alba; estate preparada. Una de las doncellas te despertará con tiempo.

Se acercó a una de las paredes de la sala y tiró de un cordón acabado en una borla, mientras ella lo contemplaba con cierto temor. No le hubiera sorprendido ver aparecer a pequeños diablillos cornudos descendiendo del techo en respuesta a su señal. Estaría en concordancia con la sensación que tenía de acabar de vender su alma al diablo.

—¿Cómo has dicho que te llamabas? —preguntó él mientras la miraba con el ceño levemente fruncido.

—Jewel. Jewel Combs.

—Milord —apuntó él.

—Milord —repitió ella, sintiéndose estúpida, y él asintió.

—Jewel Stratham, querrás decir, ya que te casaste con mi primo Stratham.

Jewel se quedó parada al darse cuenta de que ni se le había ocurrido pensar en eso. Pero, sí, claro, su nombre, y tantas cosas más, habían cambiado para siempre.

—Entonces, Jewel Stratham, milord.

Él volvió a asentir con un gesto, satisfecho de que ella hubiera recordado el modo correcto de dirigirse a él.

—Pero creo que Jewel no es adecuado para el papel de viuda de mi primo. Recuerda, de una forma muy irresistible, al estamento al que ya no perteneces. Creo que deberías llamarte Julia. Es lo bastante parecido a tu nombre como para que no tengas problemas en responder a él, pero aun así, el nombre de una dama.

—Pero... —Jewel iba a protestar por esa forma de deshacerse de su nombre, como si sólo fuera un trapo sucio, pero captó la mirada del conde a tiempo de recordar su promesa de obedecerle en todo.

Miró de nuevo el calor y el lujo de la sala, pensó en la abundante cena que sin duda pronto le proporcionarían y se mordió el labio. Podía llamarla Enrique VIII si así quería, mientras ella comiera bien.

—¿Estamos de acuerdo? ¿Jewel Combs es ahora la señora Julia Stratham? —La miró esperando su aceptación. Jewel asintió con la cabeza.

—Ca, milord —añadió cuando él alzó las cejas.

El conde le sonrió.

—Ya veo que eres una chica lista, Julia. Nos vamos a llevar muy bien. Ah, sí, señora Masters. —Se volvió hacia la oronda dama de mediana edad que entró en la sala después de dar un rápido toque en la puerta—. Ésta es la viuda del señor Timothy. Necesita una habitación, me parece que la dorada..., un baño y una buena comida. También ropa para dormir y un atuendo adecuado para viajar por la mañana. Oh, y puede dirigirse a ella como señorita Julia. Va a formar parte de la familia.

—¿La viuda del señor Timothy, milord? —dijo la señora Masters con la voz cargada de incredulidad mientras pasaba la mirada por la nueva señora Julia Stratham.

Jewel se tensó, consciente del aspecto que debía de tener, con el vestido rojo aún mojado y pegándosele al cuerpo, los pechos sobresaliéndole por el corpiño y los ojos con ojeras por el agotamiento y el hambre. La señora Masters fue mirándola desdeñosa, luego ofendida y finalmente indignada, hasta que sus ojos se encontraron con los de su señor. Entonces borró con rapidez toda expresión de su cara. La furia de Jewel se apagó. No hacía falta que ella dijera nada para poner a la altiva señora en su lugar cuando el silencio del conde resultaba tan elocuente.

—Sí, señora Masters. ¿Acaso no me ha oído bien? —dijo el conde volviéndose hacia la joven, que lo miró como un hombre que se está ahogando miraría un salvavidas—. Ve con la señora Masters. Ella te proporcionará todo lo que necesites. Te veré por la mañana.

—Por favor, sígame, señorita Julia. —La señora Masters se volvió para marcharse.

Su tono era correcto, aunque Jewel sabía que tener que tratar con cortesía a alguien a quien nada más verla había menospreciado por considerarla nada menos que salida del arroyo o algo peor, la estaba matando.

El conde hizo un gesto para indicarle que debía seguir al ama de llaves. Ella lo hizo, cuadrándose de hombros y después de lanzar una última mirada de reojo hacia el hermoso rostro masculino, que de repente le pareció como un puerto en medio de una tormenta de desprecio.

Ir a la siguiente página

Report Page