Julia

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DESPUÉS del terrible viaje, Jewel se animó cuando la enorme pila de piedras grises que el conde había indicado como su destino final apareció dibujada frente a la montaña de nubes, negras como el carbón, que cubría el horizonte. «Por fin se ha acabado ese bamboleo de la leche», pensó y, al parecer, antes de que volviera a llover. Quizá su suerte estuviera cambiando para mejor.

Pero eso fue antes de que el carruaje enfilara la avenida y ella echara la primera mirada a la casa. Estaba formada por tres alas que trazaban un rectángulo sin la línea inferior. El camino de entrada seguía la forma de la casa y dibujaba un semicírculo que permitía llegar hasta la entrada principal y luego alejarse del edificio sin tener que dar la vuelta. Docenas y docenas de ventanas con parteluz miraban hacia el camino de entrada; tenían forma de arco, adornadas con las intrincadas tallas de gárgolas que parecían reírse, regodeándose de la locura de aquellos que se aproximaban.

Era como si la casa tuviera vida propia. Por ridícula que fuera esa idea, la edificación parecía estar cavilando; su sombra, que apenas se podía distinguir de la profunda oscuridad que llegaba con la noche, cayó, sin embargo, sobre el carruaje con una fría humedad que hizo que Jewel se estremeciera. Curiosamente, en aquel enorme edificio sólo se veían tres ventanas iluminadas. Dos, en lo alto del ala central, parecían contemplar de manera torva la llegada del carruaje como si fueran dos ojos que los miraran fijamente.

Se dijo a sí misma que todo eso eran tonterías, pero ni todo el sentido común que pudo reunir la ayudó. La casa parecía más fría y desolada que la noche de la que les resguardaría.

La enorme puerta se abrió antes de que el carruaje llegara a detenerse. Una multitud de sirvientes descendió por la escalera portando lámparas. El conde, que se había tensado de forma perceptible en cuanto la casa quedó a la vista, tiró de las riendas para detener los caballos, saltó de la calesa e hizo un seco gesto con la cabeza a Jenkins para que se ocupara de los caballos. Luego miró a Jewel, que aún seguía sentada en el carruaje y miraba la casa con ojos desorbitados.

—Baja —le ordenó con voz tensa.

—Eh, es magnífica de verdá, pero me pone los pelos de punta —soltó ella antes de darse cuenta.

Él resopló.

—Sólo es una casa.

Entonces ella lo miró. La luz de las lámparas le cubría las facciones con un resplandor anaranjado, lo que le recordaba más a un demonio que a un ángel. Su cabello dorado parecía arder en llamas. «Un amo endiablado para una casa endiablada», pensó Jewel con un escalofrío.

—Baja —repitió él.

Ella apretó los dientes.

Él le tendió una mano para ayudarla a bajar. «Seguramente lo hace para quedar bien delante de los criados», se dijo. Con una mirada a ese rostro sombrío y amenazador, Jewel puso la mano sobre la de él y de nuevo se quedó parada al notar el calor de su piel, que atravesaba incluso los guantes. Al instante, estuvo de pie a su lado, tratando de no demostrar lo asustada que estaba. Los criados no le resultaban de ninguna ayuda. Resultaban inexpresivos y la miraban con curiosidad.

—Hola, Johnson. ¿Cómo han ido las cosas? —murmuró el conde a un criado, alto, majestuoso y totalmente calvo, vestido de negro.

Jewel ya había visto lo suficiente de cómo se gobernaba la casa de un caballero como para saber que ese hombre debía de ser el mayordomo.

—No demasiado bien, milord. La señorita Chloe... bueno, no demasiado bien —respondió el hombre en un susurro no más alto que el de su señor. Parecía estar preocupado.

De repente, el conde pareció más gélido y lejano de lo que hasta ahora ella había considerado humanamente posible.

—Le presento a la viuda del señor Timothy —dijo con brusquedad, sin prestar ninguna atención al comentario del mayordomo—. La señorita Julia. Residirá aquí durante un tiempo. Necesita una doncella, un baño y ropa de dormir y ha de ser para mañana. Sírvanle además una bandeja con la cena en su habitación.

—Sí, milord... —dijo Johnson, que no parecía ofendido en lo más mínimo por la frialdad del conde.

El mayordomo recorrió a Jewel con sus ojos escrutadores. Ella trató de ocultar lo violenta que se sentía bajo esa experta valoración; después de todo, no era posible que con sólo mirarla supiera que esa ropa no era suya, o que la comida que los criados del conde le habían subido la noche anterior había sido lo mejor que había comido en su vida. No tenía su auténtica posición social grabada en la cara, ¿no?

—Lleve una botella de whisky a la biblioteca, Johnson —ordenó el conde mientras se alejaba.

—¿Y cena, milord? —preguntó el mayordomo a media voz.

El conde se volvió hacia él como un tigre que hubiera recibido un latigazo.

—Sólo el whisky, Johnson. —La fría voz no era ni de lejos tan gélida como el brillo de sus ojos.

El mayordomo le hizo una reverencia de asentimiento. Luego, sin mediar palabra, el conde se volvió y subió los escalones hasta llegar a la entrada de la casa. Jewel se quedó mirándolo, intentando no sentirse abandonada. Del compañero al que casi se le podía hablar que había sido durante el viaje, se había convertido en un instante en el noble frío, distante y despiadado que ella había conocido al principio. «Sin duda, es un cabrón y un grosero, incluso para ser un conde», se dijo Jewel.

—Por aquí, señorita Julia. —Johnson retrocedió e hizo un gesto hacia la casa; era evidente que esperaba que ella le precediera.

Jewel se sujetó torpemente las faldas con las manos y subió poco a poco la docena de escalones, que el tiempo y las generaciones de pies aristocráticos habían desgastado un poco por el centro. Con una sensación de irrealidad, se fijó en las gárgolas y los ángeles, los laúdes y las guirnaldas de rosas que formaban un gran arco de piedra sobre la enorme puerta de roble. La puerta en sí estaba decorada mediante hierro forjado con gran elegancia. La observó y miró también hacia dentro, a un gran vestíbulo de piedra con las paredes cubiertas por tapices, donde una doncella uniformada estaba encendiendo docenas de velas. Jewel notó que le daba un vuelco el estómago al ver los altos techos decorados con espirales y florituras; la elaborada escalera que se curvaba hacia lo alto a un lado del vestíbulo; la enorme lámpara de corona que colgaba del techo, apagada; las alfombras de flores; las sillas con dorados y la mesa de ébano. La grandeza del lugar la abrumó y la hizo sentirse extraña. Aquél no era su sitio. El más humilde perrucho nacido en esa propiedad tenía más derecho a estar allí que ella. Pero irguió los hombros. Después de todo, allí estaba también su sitio. Tenía un papel que le daba tanto derecho a estar ahí como a cualquiera de ellos. En verdad, más, porque no era una criada sino un miembro de la familia.

Se aferró a esa idea mientras cruzaba el arco de la entrada casi sin vacilación. Y se encontró ante una gruesa mujer vestida de pies a cabeza de bombasí negro. Llevaba el cabello canoso recogido en un pequeño moño en la nuca bajo una cofia de volantes. Tenía unos penetrantes ojos negros que parecieron atravesarla. Alrededor de los ojos y la boca, se le marcaba una corona de arrugas que parecían ser de sonreír. Por su apariencia, esa mujer era como una robusta y cordial campesina que podría ser la abuela de alguien.

—Buenas noches, señorita —dijo la mujer, dedicándole una amable sonrisa de bienvenida. Luego miró a Johnson por encima de la cabeza de la joven con los ojos cargados de preocupación—. ¿Y su señoría?

Johnson negó con la cabeza frunciendo el ceño y la sonrisa se borró de los labios de la mujer. Volvió a mirar a Jewel.

—Le presento a la señora Johnson, el ama de llaves y mi esposa —le dijo Johnson—. La señorita Julia es la viuda del señor Timothy. El señor la ha traído a casa para que viva aquí.

—¡La viuda del señor Timothy! —Sin la presencia del conde, esa criada en particular parecía poder tomarse la libertad de demostrar su sorpresa.

Volvió a mirar a la joven con una expresión inquisitiva. Pero se guardó para sí sus pensamientos mientras se fijaba en su delgadez, el vestido negro demasiado largo, el cabello oscuro revuelto por el viaje, con mechones sueltos enmarcándole un rostro demasiado delgado y blanco.

—¡Parece usted exhausta, señorita! Siempre tuve debilidad por el señor Timothy; un buen chico, sí. Ha sido una pena que muriera de una forma tan trágica. Pero dejemos eso. Yo misma la acompañaré arriba, a la habitación verde, que tiene una bonita vista. Johnson, dile a Emily que prepare el baño para la señorita Julia. Puede servir a la señorita hasta que llegue su propia doncella. —Miró por encima del hombro de Jewel—. ¿Me equivoco al suponer que no ha traído a su doncella, señorita Julia? ¿Llegará en el coche con el valet de su señoría? Siempre llega un día después que él con sus cosas.

—No haigo doncella —contestó Jewel, mirando a la otra mujer a los ojos.

—Ya veo —repuso la señora Johnson, sorprendida por el inesperado acento barriobajero que salía de la boca de su nueva señora.

Johnson también pareció anonadado. Pero algo en la expresión de Jewel debió de alertarles de que sería mejor que no hicieran ningún comentario.

—Venga entonces, señorita Julia, y la acompañaré arriba —dijo la señora Johnson, animada, mientras la guiaba hacia la amplia escalera que se curvaba hacia arriba al fondo del gran vestíbulo.

Al dirigirse hacia allí, la joven vio una delicada barandilla de hierro que rodeaba lo que parecía ser un balcón a media altura del muro de piedra.

—La galería del trovador —dijo la señora Johnson al percatarse de hacia dónde miraba la muchacha—. Solían usarla siempre que había un baile aquí. Pero desde que nos dejó la señorita Elizabeth... —Se interrumpió y meneó la cabeza—. Bueno, usted no querrá oírme parlotear —añadió, y siguió subiendo hasta el primer piso en lo que Jewel supuso que era un silencio muy poco característico en ella.

La habitación a la que la llevó era muy bonita. Para lo que estaba acostumbrada, le pareció enorme, con un papel de pared con un dibujo de emparrado blanco y verde y unas sencillas cortinas blancas, que cubrían los dos grandes ventanales que iban del suelo al techo. Una elegante cama con dosel dominaba una de las paredes, y un armario y un escritorio a juego se apoyaban en otra. Una alfombra con estampado de flores verdes, blancas y rosas reposaba junto a la cama sobre el pulido suelo de roble. Otra más se hallaba frente a la chimenea de mármol blanco. Al observar lo limpia que estaba, casi inmaculada, le pareció que no debía de haberse usado en mucho tiempo.

Al percatarse de que el fuego no estaba encendido, la señora Johnson llamó a una criada que estaba abajo. En unos minutos, una joven con uniforme negro entró con una brazada de leña, que apiló en la chimenea. Al poco, una llama ardía entre los leños. Otra joven uniformada apareció antes de que la primera hubiera acabado. La señora Johnson la presentó como Emily. Era menuda, con el rostro sonrosado y unos alegres ojos castaños. Llevaba el cabello recogido bajo una cofia blanca, pero por el solitario rizo que se le había escapado, Jewel vio que lo tenía de un cálido color castaño.

La criada hizo una reverencia a Jewel y luego se quedó con las manos juntas sobre la falda, mirando el suelo, mientras la señora Johnson le explicaba que sería la doncella de la señorita Julia hasta que se le pudiera encontrar una auténtica doncella. Después de sonreír a Jewel y lanzar una seria mirada a Emily, que seguía con los ojos fijos en el suelo, la señora Johnson pidió a la muchacha que se retirase.

—Puedes comenzar con tus obligaciones mañana, Emily —dijo el ama de llaves—. Esta noche, yo asistiré a la señorita Julia.

—Sí, señora —respondió Emily con una tímida vocecita.

Después de hacer otra reverencia, la criada salió de la habitación.

La señora Johnson se volvió hacia Jewel.

—Es una buena chica, señorita Julia; sólo está un poco apabullada por su nuevo cargo de doncella. Pero si no le satisface, sólo tiene que decírmelo y buscaremos a otra. Hasta que su señoría contrate una auténtica doncella para usted, quiero decir. —Después de echar una rápida mirada por la habitación, la señora Johnson añadió—: Si lo desea, señorita Julia, haré que le suban el baño. Oh, y la cena, claro. A no ser que prefiera bajar al comedor.

—No, gracias. Uh, seña Johnson. Creo que el baño lo dejaré pa mañana, si no l’importa. Esta noche, ¿puo tener sólo mi cena? ¿Aquí arriba?

—Sin duda, señorita Julia, lo que usted desee. Le diré a Emily que prefiere bañarse por la mañana, ¿le parece bien?

La verdad era que preferiría no bañarse nunca, al menos de la forma que al parecer lo hacían los nobles, desnudos y metidos en agua hasta el cuello. La noche anterior había disfrutado de verdad de su experiencia con el jabón de rosas, pero no era algo que quisiera repetir muy a menudo. Supuso que las posibilidades de contraer las fiebres aumentaban de manera considerable cuantas más veces se corría ese riesgo absurdo. En todo caso, esa noche lo único que quería era comer y meterse en esa cama, que tan confortable parecía.

—¿La ayudo a desvestirse, señorita Julia? —La señora Johnson se acercó hacia ella mientras lo decía.

Sobresaltada, Jewel dio un paso atrás.

—No, no, seña Johnson, puo quitarme la ropa yo sola.

—Muy bien, señorita Julia. Haré que Emily le traiga las ropas adecuadas, ya que usted no ha traído ningún equipaje —repuso la señora Johnson, y Jewel asintió—. Entonces, ¿eso será todo, señorita Julia?

La joven asintió de nuevo con la cabeza y la señora Johnson se encaminó hacia la puerta. Ya con la mano en el pomo, se detuvo y miró hacia atrás.

—Humm, señorita Julia. —Vaciló un momento, frunciendo el ceño—. Si oye... ruidos por la noche, por favor, no se asuste. La señorita Chloe sufre pesadillas y a veces grita. Se halla en esta ala de la casa, así que si lo hace, lo más probable es que la oiga.

Jewel se detuvo a medio desabrocharse la capa. Miró sorprendida al ama de llaves.

—¿Y quién es la señorita Chloe?

—La señorita Chloe es la hija de su señoría.

—¡Su hija! —Claro, la madre del conde había dicho algo sobre una hija retrasada, recordó Jewel. La idea de que el conde estuviera casado y fuera padre le resultó perturbadora sin saber muy bien por qué. Añadió lentamente—: ¿Su esposa ’ta ’qui también?

—Lady Moorland está muerta —contestó la señora Johnson, cuyo rostro, hasta ahora alegre, se ensombreció.

Y antes de que pudiera preguntarle nada más, salió de la habitación y cerró la puerta sin hacer ruido.

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