Julia

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EL 20 de julio del año de Nuestro Señor de 1842 era el día de la boda de Julia. La ceremonia iba a celebrarse a las dos de la tarde en el gran salón de White Friars. A mediodía, ya se hallaba completamente vestida excepto por el velo. Quería tener suficiente tiempo para pasar por la habitación de los niños y enseñarle a Chloe su traje de novia; sabía que a la pequeña le encantaría verlo.

Sonrió al pensar en Chloe. La primera vez que la señorita Belkerson había llevado a la niña a visitarla, Julia aún estaba confinada en la cama y, al verla tan maltrecha, algo debió de llegar al corazón de la pequeña. Antes de que Julia tuviera permiso para abandonar la cama, Chloe había ido a verla dos veces más sola; se quedaba mirándola con timidez desde el quicio de la puerta hasta que Julia le decía que entrara.

La pequeña nunca entró; cuando la llamaba, siempre salía corriendo. Pero Julia no podía evitar sentir que la pequeña la consideraba su amiga. Pensó que, tal vez, la niña la hubiera echado de menos durante los meses en que había estado ausente de White Friars. Sin duda, Chloe la recordaba y parecía contenta de verla.

Cuando Sebastian le permitió levantarse de la cama, Julia cogió por costumbre visitar a la pequeña en sus habitaciones todos los días. A veces, se sentaba y hablaba con Chloe por medio de la muñeca. Aunque la niña nunca contestaba, sí que parecía escuchar con atención las tonterías que decía Julia. Otras veces, la joven acompañaba a Chloe y a la señorita Belkerson durante su paseo de la tarde. Chloe siempre estaba callada y se portaba bien, pero de vez en cuando, por ejemplo, cuando una ardilla de cola peluda se cruzaba en su camino, la niña se tensaba y la señalaba, con una silenciosa excitación y un interés que a Julia le daba la esperanza de que algún día volvería a ser normal.

Con el paso de los días, su afecto hacia la niña fue creciendo, acompañado de un fuerte sentido de la responsabilidad hacia ella. Casi tanto como quería casarse con Sebastian, quería introducir a Chloe en el círculo mágico de su amor. Pensaba que lo que la niña necesitaba era amor, aunque se resistiera tanto a aceptarlo. Le daba pena pensar que la pequeña llevaba una vida aparte, separada de otros niños, y antinatural, mientras que ella y Sebastian eran tan felices. Pero aunque quisiera sacar a Chloe de su concha, sabía que eso era algo que no se podía hacer con prisas, sino paso a paso.

Recordando el fracaso de su última intervención, Julia no había vuelto a sugerir a Sebastian que tratara de aproximarse a su hija. Y él no lo había intentado por su cuenta. Pero lo mantenía informado, de la forma más normal que se le ocurría, de sus propios progresos con la niña. Esperaba que a medida que pasara el tiempo y Chloe llegara a aceptarla más y más, pudiera un día persuadirla para que aceptara también a Sebastian. Pero aunque eso no sucediera nunca, ella la trataría como si fuera su propia hija. Querría a la pequeña y ya verían todos lo que podía lograrse con amor.

El consenso general era que asistir a la boda sería demasiado para Chloe. Julia ni siquiera había discutido el asunto con Sebastian, pero sí que lo había hablado con la señora Johnson y la señorita Belkerson. Todas coincidían que a no ser que quisieran hacer pasar un mal rato a Sebastian, sería mejor mantener lejos a la niña.

Julia sí que había pensado incluirla tanto en la celebración como fuera posible dadas las circunstancias. Ya le había dicho, con la ayuda de la muñeca, que se quedaría en White Friars con su padre para siempre. También le había explicado que después de una ceremonia muy especial que se celebraría ese día, esperaba que Chloe llegara a apreciarla tanto como ella, Julia, había llegado a apreciarla a ella.

Chloe no había dicho nada, pero a Julia le había parecido que lo entendía. Y en ese momento pensaba pasar por el cuarto de los niños para enseñarle su hermoso vestido; ya se había fijado en que a la niña le gustaba mucho la ropa, y en general, las cosas bonitas. También tenía un regalo para Chloe: una réplica de su ramo de boda, con rosas blancas y gipsofila. «A Chloe le gustará», pensó Julia mientras Emily le colocaba con cuidado el velo de encaje sobre la cabeza y lo sujetaba con una corona de rosas como las del ramo.

—¡Oh, señorita Julia, está encantadora! —suspiró la doncella mientras retrocedía para admirar su labor.

Julia se miró en el espejo y tuvo que coincidir con ella. El vestido de novia era de encaje blanco sobre satén, con un corpiño de satén cortado en un modesto escote sobre los pechos, de forma que sólo el transparente encaje le cubría el cuello y los brazos. La señora Soames había cosido con cariño unas perlas cultivadas para acentuar el delicado dibujo del encaje que cubría el cuerpo y las formas amplias y elegantes de la falda. Con el polisón detrás y el velo que llegaba hasta el suelo, su vestido de novia era un sueño hecho realidad. En aquellos días en que vivía en las calles más pobres de Londres, nunca se hubiera ni atrevido a soñar con un vestido así, o imaginar que podía existir algo tan exquisito. Pero en ese momento era la novia perfecta, así, vestida de blanco. Hasta su piel era pálida y aterciopelada. Los únicos toques de color eran el ébano de su moño y las cejas, el brillo dorado de sus ojos y el suave rosa de los labios. Julia se imaginó la reacción de Sebastian cuando la viera bajar por la escalera hacia él. El azul de los ojos se le oscurecería, y sonreiría...

Llamaron a la puerta, sacándola de sus ensoñaciones. Sabía que no sería Sebastian. Desde la señora Johnson, pasando por Johnson, Leister y Emily, hasta los lacayos y las doncellas, habían insistido en que daba mala suerte que el novio viera a la novia el día de la boda antes de la ceremonia. Entre risas, él había aceptado no meterse por medio. «Seguramente estará en sus aposentos», pensó Julia, y se lo imaginó ataviándose con el traje que había escogido para esa solemne ocasión.

—Estás muy hermosa, Julia. Sebastian estará contento.

La voz clara y tranquila era la de Caroline. Julia, perdida en sus sueños, ni siquiera se había dado cuenta de que Emily había abierto la puerta a la que pronto sería su cuñada. Le sonrió con cariño. Ella también estaba muy guapa con su vestido de seda azul. Caroline había insistido en asistir a la ceremonia, para proporcionar el apoyo de la familia, y se quedaría con ellos. Julia apreciaba esa muestra de lealtad por parte de Caroline después del escándalo que por su culpa se les había echado encima. Julia le hubiera dado la bienvenida sin reservas si no hubiera llevado consigo a la condesa madre. Pero la madre de Sebastian también había ido, y había dicho que estaría presente en la ceremonia. Julia tendía a ver esa supuesta bandera blanca con bastante suspicacia, pero como eso parecía complacer a Sebastian, no había dicho nada sobre las muchas reservas que tenía. Si el tener a su madre allí el día de su boda lo hacía feliz, ella soportaría eso y lo que hiciera falta. De no ser que dijera algo desagradable sobre Sebastian o Chloe, como solía hacer.

—Y en las nubes —añadió Caroline para bromear un poco.

Julia tardó en responder a su comentario. Su sonrisa se fue haciendo más amplia al reconocer que tenía razón; ese día no conseguía centrarse en nada, así que devolvió el cumplido a Caroline con total sinceridad.

—Muchas gracias —repuso ésta—. Bueno, somos la admiración de la élite presente, pero no es por eso por lo que he venido aquí ahora. Me he encontrado con la señorita Belkerson en el pasillo y me ha dicho que no ha visto a Chloe en toda la mañana. Me ha pedido que te preguntase si la niña estaba contigo, pero —rodeó la sala con los ojos— es evidente que no.

—No, no la he visto —respondió Julia, frunciendo el ceño—. ¿Hace mucho rato que la busca la señorita Belkerson?

—Unos tres cuartos de hora, supongo. Quizá lo mejor que podemos hacer es, como la niña no está contigo, pedir a unos cuantos hombres que la busquen en los jardines. En otra ocasión no me preocuparía, pero...

—¿Pero?

Caroline pareció vacilar de una manera extraña durante un instante. Luego, con una rápida sacudida de cabeza, contestó.

—Puede que esté alterada por la boda. Aunque, con ella, es difícil de decir. Anoche, cuando la visité, pensé que parecía un poco más... tensa que de costumbre.

—Sí —repuso Julia mientras fruncía el ceño, pensativa.

Que ella supiera, Chloe no había desaparecido desde que ella había regresado a White Friars. Por lo que la señorita Belkerson le había dicho, era algo que la niña sólo hacía cuando estaba alterada. ¿Acaso habría entendido más sobre lo de la boda de lo que Julia había creído y eso la había alterado? Había evitado decirle que sería su nueva madre, pero quizá la niña hubiera oído a algún criado comentándolo. De manera instintiva, Julia supo que la idea de tener una nueva madre resultaría muy angustiante para la pequeña.

—Creo que sé a dónde puede haber ido —dijo Julia—. Hay un lugar al que a veces va cuando está nerviosa. Emily, desabróchame el vestido, por favor. Creo que voy a dar un rápido paseo.

—¡Julia! ¡No puedes ir a ninguna parte! ¡Te casas con Sebastian dentro de dos horas! —Caroline parecía horrorizada.

—Y estaré de vuelta en media con Chloe, si no me equivoco. Vamos, Emily, haz lo que te digo.

—Sí, señorita Julia. —El tono de la doncella era de profunda desaprobación, pero hizo lo que le ordenaban.

Dejó el velo y el vestido a un lado con mucha reverencia y Julia se puso, con la ayuda de Emily, un vestido de día de muselina de color amarillo claro. Sus zapatos de satén se cambiaron por gruesos botines de paseo y así, en un minuto, estuvo lista.

—Al menos, dime a dónde vas, para que pueda decírselo a Sebastian si resulta que lo dejas en el altar sin novia. —La voz de Caroline, normalmente plácida, tenía un tono ácido.

Julia sonrió.

—¡Nunca dejaría a Sebastian plantado en el altar! No le gustaría nada. Y si tanto quieres saberlo, voy al viejo monasterio, donde un día me encontré a Chloe, que se había escapado de su institutriz.

—El viejo monasterio —repitió Caroline lentamente, y los ojos se le oscurecieron—. ¿Chloe va allí? ¿De verdad crees que debes hacer esto sola, Julia?

—¿Por lo que le pasó a Elizabeth? No creo en fantasmas, Caroline, y me apostaría algo a que Chloe estará allí.

—¿Quieres que vaya contigo?

Julia le sonrió con cariño. Notaba lo poco que le gustaba a Caroline el sitio donde había muerto su prima, y aun así era tan buena amiga que se ofrecía para acompañarla.

—Muchas gracias, pero no. Creo que esto es algo que Chloe y yo haremos mejor solas.

—Como quieras —repuso Caroline, y un elocuente encogimiento de hombros le dijo a Julia que su amiga creía que estaba loca, aunque ya no le discutiera la decisión.

—Volveré lo antes posible. Que será con suficiente tiempo, te lo prometo. —Y después de ese comentario medio divertido, medio exasperado, Julia salió de la habitación.

Caroline la miró marchar con los ojos entelados, mientras que Emily, que estaba alisando el vestido a pesar de que no tenía ninguna arruga, expresó su opinión sobre esas idas y venidas el día de una boda con un fuerte resoplido.

En cualquier otro momento, el paseo sobre el brezo hubiera sido muy agradable. El cielo se mostraba de un azul espléndido que le recordaba de una manera irresistible el color de los ojos de Sebastian y las pequeñas hojas de los fuertes matorrales eran de un verde brillante. Los pájaros y los animalitos se agitaban y correteaban por todas partes, ocupados en sus propios asuntos, mientras que el espeso olor del brezo se alzaba hasta la nariz de Julia. Pero casi ni notaba el especiado aroma; su pensamiento estaba centrado en la niña, que, seguramente, estaría llorando desconsolada en el campanario del monasterio en ruinas que en ese momento, al llegar a la cima de la colina, podía comenzar a observar.

Se quedó parada durante un instante, y se hizo visera con la mano para mirar la magnífica silueta que se recortaba contra el tranquilo cielo. Pero no veía a Chloe por ninguna parte. Julia suspiró. Estimaba que se habría ido hacía casi veinte minutos, lo que no le dejaba mucho tiempo para sacar a Chloe de la torre, regresar con ella a White Friars y volverse a poner el vestido de boda. Pero el paso del tiempo no era la única razón de su creciente inquietud; de repente, notó una extraña reticencia a acercarse al lugar donde Elizabeth había hallado la muerte. Sólo la idea de la pequeña Chloe, como la había visto con anterioridad, acurrucada y llorando de manera desgarrada en el lugar donde su madre había pasado los últimos minutos de su vida, evitó que se diera la vuelta.

Pero, por supuesto, todo era cosa de su imaginación. Sin embargo, mientras se acercaba al monasterio sentía que no estaba sola. Era la misma sensación que la había agobiado durante sus paseos por el páramo el verano anterior. En ese momento, como entonces, no podía ver a nadie. Si era un ser humano el responsable de tan inquietante sensación... «No seas ridícula», se dijo a sí misma con firmeza mientras subía por entre las rocas caídas que bloqueaban la entrada al monasterio. Claro que Elizabeth no era un fantasma que la estuviese siguiendo. ¡Qué absurda podía llegar a ser!

Aun así, cuando se halló en el interior de la pequeña capilla y notó el repentino ambiente helador que acompañaba a la entrada entre cuatro paredes antiguas de piedra después del cálido sol del verano, no pudo reprimir un estremecimiento, y no de frío. El sol brillaba por la ventana rota igual que lo había hecho la única otra ocasión en que había estado allí, pero esa vez el resplandor rojo caía sobre el arco de entrada a la torre. Julia avanzó poco a poco hacía allí. Su renuencia se había incrementado. De nuevo tuvo que esforzarse por no dar media vuelta y salir corriendo.

Llegó a un compromiso consigo misma; se quedó al pie de la escalera y llamó a la niña.

—¡Chloe! ¡Chloe, cariño, baja, por favor! ¡Soy Julia!

Pero, como ya había supuesto, Chloe no apareció en la escalera. Incluso en sus mejores momentos, dudaba que la pequeña contestara si se la llamaba así. Y ese día, alterada como debía de estar, seguramente ni lo oiría.

La sensación de que algo iba mal se intensificó, pero Julia se dijo con firmeza que sólo estaba permitiendo que se le desbocara la imaginación. Claro que no tenía nada que temer por estar en aquel lugar. Incluso si Elizabeth rondara por allí, no tendría ninguna razón para hacerle daño, a no ser, claro, que estuviera celosa de que Sebastian quisiera reemplazarla y... «Es ridículo», se dijo con firmeza. Así que se sujetó las faldas y comenzó a subir con cuidado por los resbaladizos escalones de piedra. Los fantasmas no existían.

Tardó una eternidad en llegar arriba. Según se acercaba a su meta, tenía la sensación de que el aire se iba haciendo más espeso sólo para impedirle avanzar. Pero eso debía de ser cosa de su imaginación, y también sería su imaginación la que hizo que el corazón comenzara a golpearle dentro del pecho cuando vio un resplandor dorado colarse por la trampilla abierta que daba al espacio donde antes estaba la campana.

Echó mano de todo su sentido común, subió los dos escalones que le faltaban y se metió en la pequeña sala. Al momento vio que estaba vacía y que el resplandor dorado era un rayo de sol de verano que brillaba a través del arco abierto. Nada de fantasmas, claro.

Pero tampoco encontró allí a Chloe. El paseo y la preocupación habían sido en vano. Pero ¿adónde podría haber ido la niña? Una terrible idea la hizo llegar hasta el muro, no más alto que sus rodillas, que cruzaba ante el arco donde la campana había colgado. Con cuidado, puso una mano en la pared para apoyarse y bajó la vista.

A unos sesenta metros más abajo, más allá de las ennegrecidas paredes del monasterio y de los agrestes peñascos del acantilado, con sus afloramientos de brezo, se hallaba el Wash. La espuma oscurecía las sólidas rocas mientras que olas blancas las azotaban, se retiraban, y volvían a caer sobre ellas. El olor salado del mar resultaba leve a tanta altura, como lo era el rugido de los rompientes. Mucho más fuerte se oían los gritos de las gaviotas y los charranes, que volaban no muy lejos de donde ella se hallaba.

Allí no divisó ninguna pequeña silueta estrellada contra las rocas de abajo, y Julia se sacudió de la cabeza el resto de sus fantasías. Pero no pudo quitarse de encima la sensación de que algo iba mal.

Entonces lo vio. En el pequeño cementerio. La figura encapuchada con el rostro de la muerte, mirando hacia donde ella se hallaba.

Julia se apartó rápidamente del arco por el que se había despeñado Elizabeth, y se llevó las manos al pecho, donde el corazón le latía enloquecido. Tenía los ojos desorbitados de horror. Ésa era la visión que había tenido en sueños; eso era lo que los aldeanos veían cuando un miembro de la familia Peyton iba a encontrarse con la muerte. Dios santo, ¿habría sido lo último que Elizabeth habría visto en vida? ¿Sería lo último que ella vería?

Tenía que salir de la torre, al instante. Con el mismo instinto que hace que un conejo huya de un zorro, Julia sabía que su vida dependía de salir del campanario lo antes posible. Pero sus miembros, casi paralizados por el miedo, parecían negarse a responder.

Estaba corriendo como podía hacia la trampilla cuando una cabeza emergió por ella. El corazón se le detuvo, y al mirar de nuevo, el sol destelló sobre su cabello rubio.

¿Sebastian? No. Incluso con el sol medio cegándola y el terror por lo que acababa de ver, sabía que no era Sebastian. Se apartó mientras la persona pasaba por la trampilla. Al ponerse en pie, el largo hábito blanco en el que estaba envuelto se abrió para mostrar la brillante hoja de un cuchillo de carnicero. Julia clavó los ojos en el cuchillo, horrorizada, y luego los levantó hacia el rostro del desconocido, oculto bajo la capucha.

Por un momento, con el sol brillando a su alrededor, de nuevo pensó estar mirando el rostro vacío de la muerte. Pero entonces, la capucha cayó hacia atrás.

—¡Caroline! —casi gritó Julia.

Contempló los serenos ojos azules que la miraban igual que lo habían hecho hacía menos de una hora en su habitación, y notó cómo una risa histérica le subía por la garganta. Caroline no era una asesina. ¿La dulce Caroline? Imposible.

La mujer le sonrió, con un aspecto tan tranquilo como si se hallaran en el salón de White Friars, y a Julia le subió un escalofrío por la espalda. Algo en esa amable sonrisa le dijo que Caroline estaba completamente loca.

—Lo siento mucho, Julia —dijo con pesar la que iba a ser su cuñada, como si estuviera rechazando una invitación a tomar el té—. De verdad que lo siento.

—¿Has venido hasta aquí para ayudarme a buscar a Chloe, Caroline? —preguntó Julia con cuidado, mientras su mente trabajaba a la velocidad del rayo intentando dar con un modo de salvarse.

Como por instinto, trató de mantener la calma, como si no estuviera ocurriendo nada fuera de lo normal. Notó que lo peor que podía hacer era dejar que se diera cuenta de que estaba asustada.

—No. —Caroline negó con la cabeza, y por un momento pareció confundida, como si no pudiera recordar por qué se hallaba allí.

Julia aprovechó ese momento para arriesgarse a dar un paso más hacia la trampilla. Por donde estaba Caroline, le resultaría casi imposible pasar junto a ella sin que ésta tuviera la oportunidad de apuñalarla varias veces... suponiendo que fuera realmente a apuñalarla.

—No te acerques más, Julia —le advirtió Caroline en una voz súbitamente áspera.

Los ojos le brillaron mientras hacía un gesto amenazador con el cuchillo, y Julia supo entonces que aquella mujer usaría el arma si tenía que hacerlo. Aunque sin duda prefería que Julia saltara desde el borde del campanario sin ninguna herida que la delatara, igual que había hecho Elizabeth, para estrellarse contra las rocas junto al mar.

—No me obligues a hacerte daño, Julia. No quiero hacértelo. Sólo quiero que camines hasta la pared y... desaparezcas.

Caroline casi parecía estarle suplicando. Julia la miró aterrorizada y se preguntó si sería posible lanzarse sobre ella y arrebatarle el cuchillo. Caroline era más alta, pero sus años en las calles la habían hecho más dura a ella.

—Caroline, tú no quieres hacerlo —dijo Julia tratando de calmarla, con la espalda contra la pared y sin apartar los ojos de ella.

Con el miedo que tenía, casi le costaba pensar, pero trató de dominarlo porque sabía que debía mantener la cabeza clara. Decidió que sólo se lanzaría sobre Caroline como último recurso. Hablarle sería su mejor defensa. Sintió una nueva esperanza al recordar que Emily sabía dónde se encontraba. Si pudiera mantener a Caroline hablando durante el tiempo suficiente, Sebastian no tardaría en venir a buscarla. Emily le diría dónde se hallaba si ella no volvía a tiempo para reunirse con él en el altar.

—No, no quiero hacerlo —admitió Caroline con auténtico pesar—. Pero tú no deberías casarte con Sebastian. Intenté avisarte, sabes. Me vestí así aquella noche en tu habitación cuando estabas enferma, y te dije lo que te pasaría si no renunciabas a él. Elizabeth murió y tú morirás también. Pero no me escuchaste, así que todo esto es culpa tuya. Se supone que yo soy la condesa de Moorland, no tú, o Elizabeth. Por eso me casé con Edward. Él murió, pero no me importó. Me gustaba mucho más Sebastian. Es tan guapo... Cuando se case conmigo, seré la condesa de Moorland, como siempre debería haber sido.

—¿Por eso mataste a Elizabeth, Caroline? —preguntó Julia en voz baja.

—A ella no le correspondía el honor de ser la condesa de Moorland —repuso Caroline como si fuera lo más evidente del mundo—. Yo era quien tenía que serlo. Cuando Edward murió, y luego el viejo lord, ella me robó mi puesto. Todo el mundo comenzó a llamarla por mi nombre. Podrás entender que no me gustara. Al principio no se me ocurrió ninguna manera de evitarlo. Luego pensé que aún podía ser lady Moorland si me casaba con Sebastian. Además, a él no le gustaba esa esposa quejica que tenía; yo soy mucho más hermosa. Sebastian solía sonreírme a mí, le gustaba yo, siempre le he gustado. Se hubiera casado conmigo ahora, de no haber sido por ti. —Lanzó una torva mirada a Julia, que se apretó contra la pared.

—Aunque me mates, Caroline, no tienes ninguna garantía de que Sebastian se case contigo —explicó Julia tratando de hacer que entrara en razón, esperando que aún no llegara la hora de la verdad.

Caroline sonrió.

—¿Y con quién más va a casarse? Todo el mundo cree que mató a Elizabeth. No fue mi intención que tal rumor se difundiera, pero funcionó muy bien. Y cuando tú mueras, no habrá ninguna mujer en todo el país que quiera casarse con él. Excepto yo, claro. Estaré a su lado, pase lo que pase. Y un día él empezará a querer hijos, hijos normales. Tendrá que casarse conmigo.

El plan de Caroline no carecía de una cierta lógica, por descabellada que fuera. Julia podía imaginarse la situación que le describía.

Con su muerte, y con todo lo que había sucedido antes, el conde de Moorland sería el paria de Inglaterra. Podría irse al extranjero, claro, pero estaba Chloe. Julia no creía que Sebastian fuera capaz de abandonar a su hija, ni sus tierras. Al menos, no para siempre. Regresaría, se encontraría solo y ahí estaría Caroline.

—Tú no quieres hacer esto, Caroline. Y no tienes por qué hacerlo. Necesitas ayuda —dijo Julia con una voz ronca al darse cuenta de que la mujer comenzaba a tener los ojos vidriosos.

El fin se acercaba y allí no había nadie más. El instinto que le había advertido del peligro que representaba acercarse al viejo monasterio, había dado en el clavo. Y también se dio cuenta de que la extraña sensación que la había perseguido antes podría ser una premonición de que iba a morir en aquel lugar.

—No quiero ayuda. Quiero ser la condesa de Moorland. —La voz de Caroline parecía tan razonable y calmada como antes, pero sin darle tiempo a Julia de pensar qué más decir, dio un paso hacia adelante blandiendo el cuchillo. La larga hoja de plata lanzó un destello cruel—. Ve hacia el borde, Julia. —La calma de su voz se contradecía con el brillo enloquecido que reflejaban sus ojos.

Julia tragó saliva, mirando a Caroline y el cuchillo. Si no llegaba alguien pronto, tendría que saltar sobre ella y luchar para arrebatarle el cuchillo. Pero aún le quedaban unos minutos. Por favor, Dios...

Julia dio un paso atrás, aún con la espalda pegada contra la fría pared de piedra.

—Eso está muy bien. Estás siendo muy razonable. No como esa llorona de Elizabeth. Ella gritaba y gritaba, aunque le expliqué la situación. Al final, perdí la paciencia. No quería desaparecer sin más, como se suponía que debía hacer. Tuve que empujarla. Da otro paso, vamos.

Julia sabía que estaba muy cerca de la pared baja que daba al acantilado que había estado mirando antes. No se atrevió a dar muchos pasos. Demasiado cerca del borde, y un empujón de Caroline sería suficiente para hacerla caer, y según parecía era lo que le había pasado a Elizabeth.

Dio un pasito. Caroline pareció molesta.

—Espero que no me lo vayas a poner difícil. Apártate de la pared, por favor.

Julia tuvo que contener una risita histérica. Caroline hablaba con tanta normalidad como si nada de eso estuviera sucediendo. Pero estaba sucediendo. Y si la ayuda no llegaba muy, muy pronto, tendría que intentar arrebatarle el cuchillo.

Pero era demasiado tarde para pensar en cualquier tipo de plan. Con un grito asesino y el cuchillo en alto, reluciendo mortal bajo el sol, Caroline se lanzó hacia delante. Julia se sorprendió tanto que estuvo a punto de saltar hacia atrás para apartarse de ella, pero eso hubiera sido la muerte. En vez de eso, consiguió echarse hacia el otro lado justo cuando el cuerpo de Caroline se estrellaba contra el suyo y la empujaba con fuerza contra la pared. La mano que sujetaba el cuchillo descendió. Julia gritó mientras trataba de echarse a un lado y alzaba las manos para protegerse del arma. Notó el frío del metal cortándole la suave piel del brazo, vio salir la sangre cálida y roja y vio que el cuchillo se alzaba en el aire para abalanzarse de nuevo sobre ella.

—¡No! —aulló una voz desde la trampilla.

Antes de que Julia pudiera ni imaginar la identidad de su salvador, la sorprendió el rápido movimiento de un cuerpo que se lanzaba contra Caroline atravesando la torre. Ésta se tambaleó hacia atrás por el impacto. Y lo que sucedió después acabó antes de que Julia pudiera hacer algo más que mirar horrorizada.

Caroline se tambaleó contra el muro bajo y perdió el equilibrio. Quedó medio colgada del borde por lo que pareció una eternidad, con los ojos desorbitados y agitando los brazos como una loca, recortada contra el brillante azul del cielo de verano. Luego, con un grito escalofriante, cayó.

Pasaron varios minutos antes de que Julia pudiera apartar la mirada del vacío arco de cielo azul donde había estado Caroline. En el exterior, parecía que nada hubiera pasado para cambiar el tono del hermoso día de verano. Las gaviotas seguían volando y graznando, el cielo aún era de un azul espléndido y el sol seguía brillando. Sin embargo, algo terrible había sucedido y había acabado, gracias a un pequeño cuerpecito que en ese momento se acurrucaba contra las faldas de Julia.

—¡Chloe! —exclamó Julia en un grito ahogado cuando por fin comprendió lo que acababa de hacer la niña.

Al notar que la pequeña temblaba contra sus piernas, se puso de rodillas y la abrazó con fuerza. La sangre manaba por el corte que tenía en el brazo y goteaba sobre el suelo, pero ella no podía sentir ningún dolor.

—¡Chloe, cariño, me has salvado la vida!

El pequeño rostro, tan parecido al de Sebastian, se alzó un momento y miró a Julia con sus ojos azul celeste.

—¡Mamá! —dijo Chloe con claridad, y de nuevo hundió el rostro en el hombro de Julia. Los sollozos la hacían temblar.

Julia se inclinó sobre la niña, tratando de consolarla mientras la mecía. Las dos permanecieron abrazadas durante lo que pareció una eternidad. Finalmente, otra brillante cabeza surgió por la trampilla. Sebastian apareció a su lado. Julia no lo había oído llegar, y al parecer, tampoco Chloe.

—Dios mío, ¿estás bien? ¿Julia? ¿Chloe? ¿Qué diablos te ha pasado en el brazo?

Sebastian iba vestido para la boda, y tenía el rostro tan blanco como la camisa. La voz se le volvió ronca al ver la sangre que le caía a Julia por el brazo, le manchaba el vestido y goteaba sobre el suelo. Julia meneó la cabeza, mirándolo.

—Caroline... tenía un cuchillo. Ha... ha tratado de matarme. —No quería decir más ni crear ningún alboroto con Chloe allí.

El conde notó el motivo de su reticencia, la miró, puso una rodilla en tierra y le ató su pañuelo con fuerza sobre la herida sin decir nada. Se puso en pie y fue hasta el arco para mirar hacia abajo, donde vio yacer el cuerpo de Caroline entre las piedras. Se quedó mirándolo en silencio durante un momento, luego se volvió para mirar a su hija y a la mujer que amaba, abrazadas juntas sobre el suelo de piedra.

—¿Chloe? —dijo en voz apagada, mirando a la niña que Julia aún tenía entre los brazos.

—Está bien. Me ha salvado la vida.

—Dios. Yo... —Se calló cuando Chloe levantó la cabeza y lo buscó con la mirada.

Por un momento, la boquita le tembló y los ojos se quedaron mirando desorbitados a Sebastian, que se hallaba de pie ante ellas. ¿Tendría otro de los ataques de gritos que la presencia de su padre siempre le provocaba?

—¡Papá! —dijo Chloe con claridad, al tiempo que unas lágrimas enormes le caían por las mejillas.

No eran lágrimas de histeria, sino de pena, y Sebastian cayó de rodillas junto a su hija, y rodeó a ambas mujeres con los brazos.

—Mi niña —susurró Sebastian, con la voz tomada por sus propias lágrimas.

Y los tres se quedaron meciéndose juntos durante mucho rato antes de iniciar el regreso a White Friars.

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