Julia

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DURANTE el resto de la primavera y el verano, Jewel Combs fue desapareciendo poco a poco. Su lugar le fue arrebatado, lenta, dolorosa y, al final, totalmente por Julia Stratham, que era (casi) una dama de los pies a la cabeza.

Bajo la implacable guía de Sebastian, la joven hasta comenzó a pensar en sí misma como Julia. Por la mañana, cuando se sentaba delante del tocador mientras Emily le cepillaba el cabello, era Julia quien la miraba desde el espejo; Julia, con la tersa piel blanca y los suaves labios rosa; Julia, con las rasgadas cejas negras (bien perfiladas, de forma que le daban un toque exótico a su aspecto, en vez de ser espesas sin más) sobre unos ojos dorados a los que la salud y la felicidad habían añadido un vibrante resplandor. Julia, con el espeso y brillante cabello del color del ébano; Julia, con las curvas femeninas que rellenaban aquellos odiosos vestidos de color negro que así ya no parecían tan sosos. Era Julia la que leía los libros que Sebastian le daba y después discutían seriamente juntos; era Julia la que hacía reverencias y piruetas para conseguir la aprobación del conde; era Julia la que escuchaba con atención todo lo que él le podía contar sobre las costumbres del mundo que él había habitado desde el momento de su nacimiento. Era Julia la que aprendía a ver a Sebastian como la familia que ella nunca había tenido; amigo, padre, hermano y mentor, todo en un mismo paquete envuelto con gran belleza, un ser omnipotente que la podía hacer reír con sólo alzar las cejas con ironía, o hacer que se enfadara (lo que aún le ocurría con facilidad) con algún comentario burlón. Era a Julia a la que él podía reducir a un avergonzado silencio con tan sólo una mirada glacial. Y también era Julia la que controlaba estrictamente su propio comportamiento para complacerlo. Porque ansiaba complacerlo. Sebastian se había convertido, y con mucho, en la persona más importante de su vida.

Julia también le venía bien a Sebastian. Los criados se lo comentaban, cada uno a su manera. La señora Johnson le dijo, con su acostumbrada franqueza, que nunca había visto a su señor de tan buen humor. Johnson esbozó la primera sonrisa que Julia había visto cruzar su rostro mientras le decía que iba a cancelar el pedido trimestral de coñac francés que tenía hacía tiempo con un importador cercano. El último envío que habían recibido estaba casi intacto; era la primera vez en años que ocurría algo así. Leister tatareaba frases de canciones populares mientras se entregaba a sus tareas; esa frivolidad (según la señora Johnson) nunca había sido propia del valet de un caballero. Emily le informó de que en la cocina estaban asombrados del mucho tiempo que el conde se estaba quedando en White Friars. Por lo general, sólo permanecía unas pocas semanas y luego se volvía a marchar a Dios sabría dónde.

Para la joven, perdida en el brillo de esos días de creciente felicidad, Sebastian se había ido transformando poco a poco de ser alguien de quien tenía que recelar a convertirse en el ser más maravilloso del mundo. Seguía dándole órdenes, claro, y la regañaba cuando lo creía necesario, que resultaba ser con frecuencia, pero con todo, la trataba con un descuidado afecto que era como maná para su alma necesitada de amor. A cambio, ella lo adoraba casi como a un dios, y él se crecía con la admiración que veía brillar en sus ojos. «Como ella —pensaba Julia—, él también estaba necesitado de amor.»

Sebastian trabajaba sin descanso para transformarla en la dama que deseaba que fuera y le impartía mucho más que las bases fundamentales de la buena educación. De él aprendía cosas intangibles, como la utilidad de un silencio glacial y una mirada fija ante la impertinencia, o el valor de una ceja altiva alzada cuando era momento de acabar con ciertas pretensiones. Él no le había explicado esos trucos con palabras, pero los había empleado con gran éxito. Y Julia, de una forma casi inconsciente, absorbía los peculiares gestos de Sebastian como una esponja.

Contra la voluntad de la joven, Sebastian hasta le quiso enseñar a cabalgar. Ella había aprendido en seguida que decir que no a Sebastian servía de tanto como escupir contra el viento. Sin necesitar más que una única mirada gélida, él consiguió que se pusiera el traje de montar y se subiera al lomo de una enorme bestia llamada Bess.

A pesar de que Sebastian le aseguraba que esa criatura no haría daño ni a una mosca, la joven estaba aterrorizada. Siempre que el caballo sacudía las orejas, ella se convencía de que el caballo acabaría desbocándose por el brezo y matándola. Deseaba gritar, llorar, bajarse del lomo del animal, besar el suelo y negarse a abandonarlo nunca más. Pero al ver el modo tranquilo en que el conde le daba instrucciones sobre cómo sentarse y coger las riendas, no se atrevió a hacerlo. En vez de eso, dejó de aferrarse a la melena del caballo y cogió las riendas con manos temblorosas. Incluso consiguió seguir arriba mientras Sebastian hacía caminar al animal por el cercado, aunque tuvo que aferrarse a la parte delantera de la silla para mantener el equilibrio, pero sólo cuando él no la miraba.

Cuando el conde dio por terminada la lección y fue a cogerla, ella se deslizó hacia sus brazos como una paloma mensajera a su nido. Él tuvo que sujetarla hasta la casa, porque a ella le temblaban tanto las piernas que no soportaban su peso. Pero a Julia no le importó. Se apoyó contra el cuerpo protector de Sebastian, y absorbió avariciosa su calor y su fuerza, con el rostro iluminado por una sonrisa. Lo había logrado y estaba muy orgullosa de sí misma..., hasta que él mencionó que repetirían la lección al día siguiente.

Ella protestó. No podía ni quería volver a pasar por ese tormento. Pero lo hizo. Un día tras otro, a pesar de que era un desastre, hasta que Sebastian no tuvo más remedio que admitir la derrota: incluso con todos sus esfuerzos, Julia apenas lograba mantenerse sobre el caballo cuando éste iba al paso. Si cambiaba aunque sólo fuera a un ligero trote, estaba perdida. Con toda la buena voluntad del mundo, se resbalaba siempre de la silla para acabar hecha un guiñapo en el suelo. Al final, hasta el conde tuvo que reconocerlo: Julia Stratham jamás sería una amazona.

Tuvo mucho más éxito enseñándole a bailar; contaba los pasos con una paciencia imperturbable mientras ella le iba pisando con torpeza. La fuerza con la que la agarraba por la cintura y la cercanía de ese cálido cuerpo hacían que sintiera cosquilleos de la cabeza a los pies y disfrutara de esas lecciones. De vez en cuando, cuando lo miraba por casualidad a la boca, o él la rozaba demasiado, Julia recordaba por un instante, con claridad, la estremecedora calidad de sus besos. Sin embargo, él no parecía recordarlo en absoluto. Su actitud hacia ella rozaba lo paternal y eso la irritaba algunas veces. Pero entonces se decía que las cosas ya estaban bien así: Sebastian no podría ser tan buen amigo si estuviera siempre tratando de ser su amante. Y por el momento, su amistad se había convertido para ella en algo tan necesario como el aire que respiraba.

Cuando superó la vergüenza de pisarle las botas, que siempre llevaba impecables, estar en sus brazos para la clase de danza se convirtió en la mejor parte del día. Le encantaba estar tan cerca de él, adoraba estar entre sus brazos. Una vez se preguntó, con un leve estremecimiento de sorpresa, si era tan vulnerable a la proximidad física porque había carecido de ella durante su infancia. Incluso cuando su madre vivía, ésta le había dedicado muy poco tiempo. Pero ya había dejado atrás las miserias de su pasado. Ya no era Jewel sino Julia, y cuando Sebastian la tenía entre sus brazos, ella era la persona más feliz del mundo.

Mientras bailaban, él solía tararear las alegres melodías en una voz que, para su sorpresa, le resultaba melodiosa, al mismo tiempo que la reñía por no tener cuidado de dónde ponía los pies o por contar los pasos en alto. Cuando ella consiguió por fin cumplir esas dos instrucciones a la vez, él la sacó a ritmo de vals de la sala de música y la hizo girar en sus brazos por todo el vestíbulo hasta que ella se quedó sin aliento de tanto reírse. Él afirmó estar parcialmente satisfecho. Sin duda, la joven era una buena bailarina y, si aprendía a no parecer estar contando los pasos por lo bajini, sería un éxito en cualquier salón de baile.

Fue como si la mitad de los criados dejaran lo que estaban haciendo para observar ese espectáculo improvisado. Julia, que reía alegremente apoyada en una pared para recobrar el aliento, pensó que nunca había visto tantas sonrisas en White Friars. En lo alto del balcón del trovador, oculto tras un enorme tapiz, la joven captó de reojo a una espectadora que era más importante que todos los demás juntos: Chloe. Apretaba el pequeño rostro contra la barandilla y observaba el alboroto de abajo. Resultaba fácil identificarla por su tamaño y el cabello rubio platino. Pero antes de que pudiera advertir a Sebastian de la presencia de Chloe, la niña desapareció. Y al ver el rostro sonriente del conde, decidió que no serviría de nada recordarle a su hija y lo distanciado que estaba de ella.

Ése era un asunto que él se negaba en redondo a tratar con ella. Y como Julia se había acostumbrado al supuesto aprecio de Sebastian y estaba relativamente segura de que algunas palabras de más no harían que él se enfadara, insistía con un tacto digno de elogio en que se interesara por su única hija. Al fin y al cabo, la niña sólo tenía seis años y necesitaba aún más a su padre desde la muerte de su madre. Julia, como huérfana que era, entendía bien la gran aflicción de la pequeña.

El conde se negaba a hablar de ese asunto. Le agradecía con frialdad su preocupación, pero le decía que la apreciaría más si se olvidaba de sus asuntos privados. Al hablarle así, volvía a ser el gélido y distante personaje que ella había conocido al principio, hasta tal punto que Julia temía volver a sacar ese tema a colación.

Pero no conseguía borrárselo de la cabeza. No entendía la indiferencia de Sebastian hacia su hija con lo que había descubierto sobre él. Con ella, era paciente y tolerante, un compañero encantador y un sabio mentor. ¿Por qué se volvía tan reacio cuando se trataba de su hija, que, además, era su vivo retrato?

Los picnics improvisados fueron una de las mejores partes de ese verano. Julia pensaba que uno de sus momentos más felices era cuando Sebastian la llevaba en el pequeño carro que tenía en la casa (tácitamente, habían llegado a un acuerdo que consistía en que ella no tendría que montar ninguno de sus odiados caballos) hasta algún lugar pintoresco, donde comían el delicioso almuerzo preparado por Henri, el cocinero. Después se tumbaban sobre la hierba, dormitaban y hablaban. En una de esas ocasiones, Julia se lamentó en voz alta de que Chloe no les hubiera acompañado. Sebastian se incorporó de golpe y la miró con el ceño fruncido.

—Está mejor con la niñera —contestó él, cortante.

Julia le echó una mirada al tenso rostro y no dijo nada más. La aversión que sentía por estar en compañía de su hija resultaba inexplicable, pero ella no podía hacer nada por cambiar esa situación sin ganarse la cólera del conde.

Aun así, tenía los ojos abiertos por si aparecía la niña, y fue recompensada con una oportunidad para conocerla formalmente un radiante día de principios de setiembre. El conde había salido a cabalgar y Julia no tenía nada que hacer. Decidió salir a pasear y se encontró con Chloe y su niñera que también caminaban por el sendero.

—Buenas tardes —dijo Julia, sonriendo a la niñera, quien sujetaba con fuerza la manita de la pequeña en la suya.

—Buenas, tardes, señorita —repuso la niñera.

Se llamaba June Belkerson, recordó mientras la mujer le devolvía el saludo con una sonrisa bastante tensa. Julia miró a Chloe, que continuaba apartando la cabeza con obstinación. La pequeña llevaba un bonito vestido de flores del mismo color de sus ojos y tenía el cabello rubio sujeto con una cinta azul, de manera que una cascada de rizos le caía sobre la espalda. Era tan hermosa como niña como Sebastian como hombre. No podía entender por qué no se sentía profundamente orgulloso de una hija tan linda. Chloe se negaba a levantar la vista, así que Julia se agachó frente a ella y trató de mirarla a los ojos.

—Buenas tardes, Chloe. ¿Me recuerdas?

La niña no respondió ni de palabra ni con el más mínimo cambio de expresión. El bonito rostro, una miniatura tan perfecta del de Sebastian, podría haber sido de porcelana, a juzgar por su inexpresividad.

—No habla, señorita —le informó la señorita Belkerson en un tono impaciente.

Julia la miró sorprendida.

—¿Y por qué no?

La señorita Belkerson se encogió de hombros.

—No ha dicho ni una sola palabra desde que estoy aquí, y de eso hace casi dos años. Los médicos que la han visitado dicen que no le pasa nada. Simplemente, no quiere hablar. Quizá sea por lo de su madre. Un trauma causado por su muerte.

—O quizá no tenga nada que decir —añadió Julia. No sabía si la horrorizaba más que la niña cargara con un pesar tan profundo que le impidiera hablar o que fuera del todo indiferente a que se hablara del asunto ante ella. Con una penetrante mirada a la señorita Belkerson, cuyo rostro, grueso y plácido, parecía amable aunque no el de alguien inteligente, añadió—: Supongo que puede oír, ¿no?

—Oye perfectamente. La mayor parte del tiempo, se porta muy bien. Pero tiene la costumbre de escaparse, así que no puedo perderla de vista. A veces me vuelvo loca tratando de encontrarla. Pero hasta ahora, nunca le ha pasado nada. Además, no podría vigilarla las veinticuatro horas del día aunque quisiera.

Julia miró a Chloe sin decir nada. La niña tenía la mirada perdida en la distancia, sin dar ninguna señal de haber oído ni una sola palabra de lo que hablaban las dos mujeres adultas.

—Me gustaría que fuéramos amigas, Chloe —le dijo con suavidad, agachada de nuevo a la altura de la pequeña.

No obtuvo respuesta, y pasado un instante, volvió a incorporarse.

—Siempre está así, señorita. Pero la ha oído. Bueno, si nos disculpa, es la hora de la siesta de la señorita Chloe. Siempre se echa la siesta después de nuestro paseo.

—Sin duda.

Julia observó a la señorita Belkerson alejarse con Chloe. Lo que había oído le hizo sentir lástima por la niña. ¿Y cómo podía ser Sebastian tan horrible como para no quererla? Nada encajaba con lo que había llegado a saber de él.

Más tarde ese mismo día, cuando después de cenar se reunió con Sebastian en la biblioteca, como era su costumbre, Julia seguía preocupada por Chloe. El conde tenía que ocuparse de la pobrecilla y creía que ella era la única persona capaz de conseguir que lo hiciera.

—Sebastian —comenzó a decir, vacilante, mientras se tomaba el té y lo miraba por encima del tablero de ajedrez que había entre ambos.

Él estaba decidido a enseñarle a jugar, porque le decía que mejoraría mucho su capacidad de razonar. No importaba que sus esfuerzos estuvieran resultando inútiles, él se negaba a dejar de intentarlo. Varias noches a la semana, colocaba las piezas en el tablero y se pasaba la tarde cada vez más exasperado al ver que ella no conseguía o no quería aprender a jugar.

—Esa torre no puede moverse en esa dirección —dijo él apretando los dientes, mientras ella contemplaba cómo le relucía el cabello bajo la luz de la lámpara.

Julia, que hasta había olvidado que tenía la pieza en la mano, la movió distraída un lugar en la dirección opuesta.

—¡Por el amor de Dios! ¡Tampoco la puedes mover ahí! Desde luego, para ser una joven tan inteligente, eres de lo más estúpida jugando al ajedrez.

Ella se despabiló al oír aquellas palabras.

—Bueno, milord, y tú también eres de lo más estúpido en algunas cosas. —Lo miró fijamente, y él le devolvió la mirada con un gélido alzamiento de cejas que sabía que era lo que más la molestaba.

—¿De verdad?

Cuando él se volvía más frío, ella, de manera invariable, se ponía furiosa. En ese momento estaba enfadada y, en su enfado, olvidó que había tenido la intención de tocar el asunto de Chloe con tacto. «De todas formas, la diplomacia no funciona con él», se dijo Julia mientras le salían las palabras de la boca.

—¡Claro que de verdad! ¿Y quieres saber una de las cosas en las que eres de lo más estúpido?

—Estoy seguro de que estás a punto de informarme.

—¡Tu hija! ¡Sí, Chloe! Es una niña encantadora y sólo tiene seis años, y además ha perdido a su madre. ¿Cómo puedes ser tan cruel como para negarle también un padre?

Los ojos de Sebastian se fueron enfriando hasta parecer dos lagos azules helados.

—Como te he dicho en varias ocasiones, me niego a hablar de ese asunto.

Eso significaba que estaba enfadado de veras, como ya había aprendido por experiencia. Pero en vez de que recordarlo le sirviera para conducirse con más cautela, su furia se incrementó.

—¡Es tu hija, por el amor de Dios! ¡Tu propia sangre! ¿Cómo puedes ser tan cruel? Sólo es una niña, necesita tu cariño. No alcanzo a comprender cómo puedes ser tan egoísta como para negárselo.

—Tienes razón. Mis razones están más allá de tu alcance. Más allá de cualquier cosa que puedas imaginar, y me niego a hablar de ellas.

Los ojos le resplandecían con una fría luz azul que los hacía destellar como diamantes bajo el brillo de las lámparas. Sus palabras resultaban tan frías como sus ojos. De repente, volvía a ser el conde, a pesar de que fuera en mangas de camisa, chaleco y pantalones cómodos, como era su costumbre en esas horas después de la cena. Incluso sin la chaqueta y el fular, resultaba tan aristocrático como siempre, pero Julia se negaba a acobardarse. Ya no era Jewel Combs, una ignorante golfilla barriobajera. Era Julia Stratham, tal vez creada por él, sí, pero su igual y su amiga. Su bienestar le importaba de veras, al igual que el de su hija, y eso le daba derecho a meterse en un campo en el que resultaba evidente que él prefería permanecer solo.

Pero quizá debiera probar enfocando el asunto de otra manera. Con el conde, el enfrentamiento directo tenía éxito en muy pocas ocasiones, por no decir ninguna. Julia lo había aprendido a base de pruebas y dolorosos errores. Quizá pudiera razonar con él, hacerle ver que se equivocaba. Tomó aire...

—Sebastian, ¿no quieres a Chloe?

—Me niego a hablar de ese asunto.

—Te necesita, Sebastian. Al fin y al cabo, eres su padre. ¿Sabes que por las noches tiene pesadillas y que grita en sueños? ¿Sabes que a veces se escapa de la niñera y desaparece durante horas? ¿Sabes adónde va cuando se escapa? Yo sí lo sé.

—¡Déjalo, Julia! —Sebastian se puso en pie y volcó sin querer el tablero de ajedrez. Todas las piezas salieron volando y el tablero resonó al estrellarse contra el suelo.

El conde apretaba los puños mientras la miraba furioso. Una vena le palpitaba en el cuello, y el rostro se le tiñó de un profundo color rojo. De repente, tenía un aspecto asesino, y Julia tuvo la repentina visión del dulce rostro de Elizabeth. ¿Sería por eso por lo que no podía soportar a su hija? Al instante borró de su mente tal sospecha, pero que se le hubiera ocurrido, la provocó. Tenía que haber otra razón para que él evitara a Chloe. Tenía que haberla.

—Va al viejo monasterio, a lo alto del campanario. Un día la encontré allí, acurrucada en el suelo, llorando desconsoladamente por su madre. Cuando le hablé, creo que por un segundo pensó que yo era el fantasma de Elizabeth. ¡Pobrecilla, la expresión de su rostro me rompió el corazón! ¿Y crees que no te necesita, Sebastian? Pues no es así. Eres su padre y necesita tu cariño.

—¡Qué Dios te maldiga en el infierno! —exclamó él en una voz tan baja que, por un momento, estuvo segura de que le había oído mal.

Pero sus ojos le confirmaron que no había sido así. Parecía un hombre atormentado. Su expresión la aterrorizó, pero en un instante él se dio la vuelta y con largas zancadas salió de la biblioteca.

—¡Sebastian! —Julia se puso en pie de un salto y fue tras él, pero se detuvo en la puerta, derrotada.

Furioso como estaba, el conde no querría escuchar ni una palabra más. Tendría que esperar a que se tranquilizara. Quizá entonces pudieran hablar de nuevo. Estaba decidida a no olvidarse del asunto.

Se quedó en la biblioteca durante un rato, mirando libro tras libro sin ver en realidad ni una sola palabra y tratando de no mirar el cuadro de Elizabeth y Chloe. Algo en ese retrato la afectaba profundamente, y estaba segura de que también debía de afectar a Sebastian. ¿Por qué lo tenía en la sala en la que pasaba la mayor parte del tiempo? No había respuesta, aunque al mismo tiempo se le ocurrían muchas. Sin embargo, no sabía cuál sería la correcta y no quería seguir conjeturando. Ya sabía que el conde no era la clase de hombre capaz de asesinar a su esposa. Pero tampoco le parecía el tipo de persona capaz de abandonar a un niño, a su propia hija. Así que por ahí no podía buscar la respuesta. Sólo podía dejarse llevar por su instinto, que le decía que Sebastian no era culpable de la muerte de Elizabeth. El caso contra él era sólo una maraña de rumores y cotilleos.

Al fin, aceptó que él no volvería a la biblioteca esa noche, así que se fue a su habitación. Una adormilada Emily la ayudó a desvestirse y ponerse el camisón. Cuando terminó, Julia la envió a dormir y se metió ella misma debajo de las sábanas. En la profunda oscuridad era posible imaginarse toda clase de horribles razones para la violenta aversión que Sebastian sentía por su hija. Sin embargo, se negaba a tomar en consideración la que le resultaba más convincente: la culpabilidad. Podía haber muchas otras explicaciones. Puede que simplemente no le gustaran los niños. O quizá Chloe no fuera en realidad hija suya. Pero eso era algo que sólo tendría sentido de no haber visto nunca a Chloe, pues era evidente que la niña se le asemejaba muchísimo.

Le pareció que acababa de dormirse cuando oyó los gritos. Durante los meses que había vivido en White Friars se había acostumbrado a las pesadillas que Chloe sufría de vez en cuando. Nunca duraban mucho, y en los últimos tiempos no la habían despertado, como si hubiesen sido sin más cualquier otro ruido en la oscuridad. Pero esa noche la niña gritaba como loca, aterrorizada, y no paraba. Quizá le hubiera ocurrido algo a la niña o a la niñera...

Julia no quiso seguir haciendo conjeturas. Saltó de la cama, cogió la bata blanca, se la echó sobre los hombros y salió corriendo del dormitorio. El aposento de Chloe quedaba al final del pasillo, justo después de que éste se volviera hacia el ala oeste. Cuando pasó el recodo, vela en mano, tuvo que luchar contra el impulso de taparse las orejas con la mano para no oír los gritos. Una veintena de criados en camisón estaban reunidos ante la puerta abierta del dormitorio de la pequeña. Julia se abrió paso hasta llegar delante de ellos y se detuvo de golpe al ver la escena que se desarrollaba en la habitación.

Chloe, con el cabello recogido en unas trencitas que le caían sobre el camisón de flores, estaba en el rincón más apartado del cuarto. Tenía el rostro blanco como la cera y manoteaba como para protegerse de algo. Gritaba de manera desgarradora a pesar de los nerviosos intentos por calmarla de la señorita Belkerson y de la señora Johnson.

Los azules ojos de la niña estaban tan abiertos como su boca.

Miraban fijamente, aterrorizados, a Sebastian, que permanecía ante ella, con el rostro igual de pálido.

—Por favor, señorita Chloe, por favor... —decía la señorita Belkerson nerviosa, mirando primero a la niña y luego a Sebastian, implorante.

La señora Johnson estaba hecha de una pasta más dura. Señaló la vela que llevaba Sebastian.

—Si nos deja solas, milord, estoy segura de que la señorita Belkerson logrará calmarla. Siento tener que decírselo y puede despedirme por hacerlo si quiere, pero nunca debería haber entrado aquí, aunque la chiquilla estuviera dormida. Con el susto, seguro que le ha hecho perder la poca cabeza que le quedaba. Eso no ha estado bien, milord, si me permite decírselo.

La señorita Belkerson, desconsolada mientras trataba de que Chloe bajara los brazos, asintió una vez como si estuviera de acuerdo, luego se detuvo y lanzó otra mirada asustada hacia el conde. Éste se veía tan pálido e inmóvil como si fuera una estatua de mármol. De repente, se volvió en redondo, y moviéndose como un hombre que acabara de despertar de una pesadilla, salió del dormitorio.

En cuanto estuvo fuera, los gritos de Chloe perdieron intensidad. Julia, con la mano en la boca, observó a la niña caer sollozando en los brazos de la señorita Belkerson. Pobrecilla, pobre pequeña... Pero también, pobre Sebastian. Algo iba peor que mal entre ellos, pero fuera lo que fuese, él también merecía compasión. Se volvió de golpe mientras se levantaba las faldas del camisón y la bata, y salió como volando de la habitación. No quería dejarle solo después de lo que había ocurrido.

—Sebastian. —Lo alcanzó en el gran vestíbulo, y le fue a coger por el brazo.

Él se volvió hacia ella con tal expresión de furia que Julia retrocedió.

—¿Estás satisfecha? —le preguntó con voz salvaje—. Te dije que no metieras las narices en cosas de las que no sabes nada, pero tú has tenido que hacerlo, ¿no? ¿Te das cuenta ahora por qué evito a mi hija? ¡Sólo con verme, el terror la hace gritar como una loca!

Escupió las últimas palabras con tanta furia que Julia dio otro paso atrás. Él se fijó en su retirada, y le contestó con una sonrisa amarga y sarcástica; luego le dio la espalda sin decir nada más. Al observarlo mientras se alejaba, supo que tenía que ir tras él, que debía ofrecerle el consuelo que pudiera. Fuera lo que fuese, y hubiera hecho lo que hubiese hecho, para ella seguía siendo Sebastian, su Sebastian. Si le debía algo, era lealtad.

—El señor está mal, señorita Julia —le dijo Johnson, que había aparecido en el vestíbulo tras ella a tiempo de oír las últimas frases, y también había estado durante el griterío de la pequeña.

—Lo sé, Johnson. —Julia le sonrió un instante, abstraída.

Reunió todo su valor, y se volvió para seguir al conde hasta su último refugio: la biblioteca.

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