Julia

Julia


Julia » 15

Página 18 de 42

15

AL llegar ante la puerta cerrada, se detuvo un momento, respiró hondo y entró sin llamar. El fuego, encendido para caldear el creciente frío de la noche, era la única iluminación de la sala, pero de él ya no quedaban más que las brasas. Bajo el suave resplandor naranja, vio al conde, de espaldas a ella y con la cabeza echada hacia atrás, tomarse una copa. Acto seguido, el hombre se sirvió otro brandy y soltó una maldición al ver que la botella se acababa antes de llenar la copa.

—¿Debo hacer que Johnson traiga más brandy? —preguntó Julia en voz baja antes de cerrar la puerta tras de sí.

Él se volvió en redondo con un gruñido, apretando la copa en la mano como si estuviera pensando en tirársela a la cabeza.

—Sal de aquí.

—Sebastian, lo siento mucho. No lo sabía. —Se quedó junto a la puerta, sin moverse, y trató de interpretar su expresión entre las cambiantes sombras.

—Sigues sin saber. Esto no es asunto tuyo. Así que lárgate de aquí y déjame en paz. Ojalá lo hubieras hecho al principio.

Le dio la espalda mientras se llevaba la copa a los labios y la vaciaba de un solo trago. Fue a uno de los sillones orejeros que había frente a la chimenea y se sentó en él, estirando las piernas.

—Llama para que traigan más brandy y luego vete. —Su voz era poco más que un áspero susurro mientras miraba el fuego.

Julia vaciló, pero luego se dirigió hasta la cinta de la campanilla. Cuando Johnson llamó con discreción a la puerta, ella la abrió y lo envió a buscar más brandy. Pero cuando el mayordomo se fue, ella se quedó rondando cerca de la puerta para que Sebastian no recordara su presencia y no volviera a ordenarle que se marchara. Cuando Johnson reapareció con el licor y dos copas, ella le cogió la bandeja con una sonrisa tranquilizadora en respuesta a su ansiosa mirada. Tal vez el conde no lo supiera o no le importara, pero a pesar de sus modales autoritarios, los criados lo apreciaban.

Julia llevó la bandeja a la mesita que Sebastian tenía al lado y él se incorporó lo suficiente para mirarla mientras ella le servía una copa. Por el brillo de sus enrojecidos ojos y la descoordinación de sus movimientos, resultaba evidente que ya había bebido demasiado. Ella no sabía si aguantaba bien la bebida, pero había visto beber a suficientes hombres como para saber que no tardaría en estar completamente borracho.

—Creía haberte dicho que te marcharas —dijo, más cansado que enfadado.

—Así es. Toma, coge esto. —Julia le pasó la copa y luego sirvió la otra hasta la mitad.

Con la botella en una mano y la copa medio llena en la otra, se puso de rodillas junto al sillón y se sentó sobre los talones.

—¿Tú también bebes? —Él lanzó una mirada de reojo a la copa medio llena—. Estás pensando en hacerme compañía, ¿verdad? Te aseguro que prefiero estar solo.

Tomó un largo trago de su copa y luego otro; entonces volvió a mirar el fuego. Julia, que lo observaba, sintió una inmensa lástima por él. Se le veía tan... tan solo... Se movió un poco de forma que con el hombro le tocaba el muslo. Estaba convencida de que él necesitaba a alguien en aquellos momentos.

—Tienes el corazón muy tierno, ¿verdad? —Él debía de haber notado su silenciosa compasión, porque posó los ojos en ella con una fea mueca de desagrado—. Primero Timothy y ahora yo. ¿Por qué no vas a buscar unos gatitos perdidos o algo así en los que puedas derrochar toda tu compasión?

Julia lo miró y supuso que él se estaba cebando en ella porque no sabía qué hacer con su propia desesperación. El conde necesitaba hablar, ella lo sabía, le hacía falta librarse de todo el dolor que tenía enquistado en su interior como si fuera el pus de una herida. Pero ella desconocía las palabras que le permitirían llegar al lugar donde lo había ocultado durante tanto tiempo. Cualquier cosa que ella dijera podía transformarlo de nuevo en una bestia furiosa e irracional.

—Maldita sea, deja de mirarme como si fuera un estúpido animal herido. —El repentino gruñido de Sebastian le hizo dar un brinco.

Julia se dio cuenta de que tenía los ojos clavados en su rostro y al instante llevó la mirada hacia el fuego. Notaba la mirada hostil del conde en la mejilla. Al cabo de unos instantes, volvió a mirarlo, sin poder evitar la atracción que sentía por él.

—Sebastian, tienes que hablar sobre lo que sea que le pasa a Chloe. —Julia no sabía qué más decir, y esperaba que su tono amable apaciguara la ira del conde.

Él se quedó en silencio durante un momento mientras ella lo observaba con sus grandes ojos dorados y el cabello negro suelto y cayéndole en cascada sobre la fina seda de la bata. Bajo el tenue resplandor del fuego agonizante, él le parecía más un demonio que un ángel.

—Así que crees que tengo que hablar, ¿no? —Las palabras salieron con un tono descarnado que nunca antes le había oído. Una sonrisa le jugueteaba en la boca, y por unos instantes, convirtió los elegantes labios que tenía en una mueca de sátiro antes de que éstos volvieran a relajarse en un gesto serio—. Lo que necesito no es hablar. —Soltó una risa áspera. Los ojos le brillaron con una luz intensa y extraña mientras su mirada caía sobre ella.

Julia notó que se le aceleraba el corazón cuando esa mirada le rozó el cuerpo, que, como él sabía sin duda, estaba desnudo bajo la fina bata y el camisón. Si cualquier otro hombre la hubiera mirado así, Julia habría tenido miedo. Pero a pesar de todo, él no la asustaba.

—Háblame de Chloe, Sebastian.

Su suave voz hizo que él abandonara la insultante contemplación de su pecho al alzarse contra la fina bata de seda. Durante un instante, la miró a la cara con una fea expresión.

—Estoy harto de hablar —respondió él con voz gutural.

Y luego, antes de que ella pudiera imaginar su intención, él dejó caer la copa con un golpe seco y salpicaduras de brandy. La copa de Julia también cayó cuando él la cogió por el brazo y la arrastró hacia arriba, de forma que ella quedó medio tumbada en su regazo.

—¡Sebastian!

Lo inesperado de su acción la sorprendió; sus ojos eran dos lagos dorados que lo miraban a través de las rendijas que quedaban de los de él al entrecerrarlos. El rostro del conde estaba sonrojado por la bebida y algo más. Tenía la boca retorcida en una medio sonrisa de desprecio. Una vena le palpitaba de manera visible justo por encima del cuello abierto de la camisa y su mano le apretaba con fuerza los brazos.

—Me estás haciendo daño —susurró ella, e hizo una mueca de dolor cuando él apretó los dedos hasta clavárselos con fuerza en la piel.

Él sonrió con una sonrisa de tigre que la inquietó. Ése no era Sebastian, no su Sebastian. Ése era un desconocido violento y brutal.

—Bien, quiero hacerte daño.

El susurro gutural no era su voz. Julia se revolvió y trató de soltarse el brazo. De repente, ese hombre le daba miedo. La máscara glacial había desaparecido, quebrada en mil trozos. En su lugar había un hombre mortal, torturado y retorcido, que sufría y era capaz de hacer sufrir.

—Disfrutaré haciéndote daño.

Y entonces la subió de forma que le quedó la cabeza contra el terciopelo rojo del cojín. Julia estaba sentada en su regazo, las piernas desnudas hasta la rodilla, con el camisón y la bata enredados en ellas, los ojos enormes mientras él miraba en su interior con esa sonrisa travestida en los labios. Impotente, ella le devolvía la mirada a esos ojos de gélidas profundidades azules. De pronto, pensó que sabía cómo debía de sentirse la víctima de una cobra: hechizada, incapaz de realizar cualquier movimiento. Aunque tenía las piernas libres, en ningún momento se le ocurrió darle una patada; aunque podía haberse resistido, luchado y gritado, tampoco se le ocurrió hacerlo. Sólo se quedó quieta contra la tapicería de terciopelo del sillón y le devolvió la mirada con una especie de fascinación mientras notaba que él se iba excitando bajo ella y se le aceleraba la respiración.

—No lo hagas, Sebastian.

Su ruego fue un murmullo apagado. Fue la única protesta que hizo mientras él se inclinaba hacia ella, con los ojos clavados en los suyos y buscaba sus labios con la boca.

Una mueca retorcida en sonrisa fue la única respuesta que obtuvo. De repente, la estaba besando, sin brusquedad; no como ella se había esperado, sino con suavidad, con una leve caricia. Su boca era tan cálida, tan como debía ser. Al sentir ese contacto, una súbita sensación de calor se extendió por sus venas. La joven gimió como si todos los exquisitos recuerdos de la última vez que él la había besado regresaran de golpe a su memoria. Él cerró los ojos y le rodeó el cuello con los brazos, apretando con fuerza.

—Julia —le oyó mascullar a él, pero ella había perdido la capacidad de hablar y de hacer nada mientras crecía su necesidad urgente de besos, caricias y contacto.

Él abrió la boca sobre la de ella; le trazó con la lengua el contorno de los labios antes de exigir una urgente entrada. Ella abrió la boca para él, la abrió mucho y lo recibió, guiada por una necesidad tan feroz que la hacía temblar. Nunca tendría bastante... La boca de Sebastian era cálida, fuerte y voraz mientras se apoderaba de la suya con una urgencia a la que Julia respondió con unos ruiditos de éxtasis. Él la recorría con manos tan ardientes y duras como su boca, tocándola en lugares donde nunca la habían tocado, entreteniéndose en los pechos hasta que los pezones le dolieron por la tensión. Ella gritó arqueando la espalda. Él prosiguió su exploración; le deslizó las manos por las caderas, los muslos y el secreto nido femenino donde se unían sus piernas.

Ella ardía por él, incapaz de hablar o pensar, o de nada que no fuera esa sensación líquida y ardiente; se derretía en sus brazos; era suya para que él hiciera con ella lo que le placiera. De algún modo, se deslizaron desde el sillón al suelo, y ella se encontró tumbada boca arriba sobre la alfombra. Notaba un pesado olor a brandy derramado y a hombre; la sombría belleza de él sobre ella mientras le descubría el cuerpo; el camisón y la bata formando una retorcida línea de ropa fruncida por encima de los pechos, que le palpitaban y dolían de deseo. Él cubrió su redondez con las manos, mientras con los dedos le acariciaba los duros pezones. Julia pensó que moriría de la mezcla de placer y dolor que aquello le producía. Y él seguía besándola. Besos voraces que hacían que a Julia le diera vueltas la cabeza y se le desbocaran los sentidos; besos feroces que despertaban en ella una ardiente respuesta; besos maravillosos, mágicos, que la hacían sentir lo que nunca hubiera imaginado que pudiera sentir.

Él estaba sobre ella, pesado y sólido; la aplastaba contra la alfombra de tal modo que Julia casi podía notar cada uno de los diferentes hilos marcándosele en la espalda. La suave textura de los pantalones de ante le rozaba las piernas, mientras que notaba la aspereza de la camisa de lino sobre los pechos y los botones se le clavaban en la piel. Ella le agarró por la espalda y le clavó las uñas bajo la camisa, deleitándose en la fuerza de sus músculos. Y de repente se le ocurrió que quería notar la piel de él contra la suya.

Gimió mientras le tiraba de la camisa hasta sacársela de los pantalones, y luego hundió las manos bajo el lino para tocarle la piel. Piel suave y cálida bajo ondeantes músculos empapados de sudor. Le pasó las manos por la espalda y los omóplatos, arañándole con suavidad. Su respiración era rápida y jadeante cuando él la volvió a besar.

—Dios.

Julia casi ni oyó esa palabra, mascullada mientras él se movía y hacía algo con su ropa. Gimiendo, ella lo apartó al sentir algo duro, caliente y desnudo palpitar contra su muslo. De nuevo, él reclamó su boca con un beso apasionado, y después fue bajando la cabeza, trazando un sendero desde el rostro hasta el cuello y luego por la suave elevación de un dolorido seno. Le tomó el pezón con la boca, y ella ahogó un grito. Nunca había sentido nada igual; maravillosas descargas de fuego le llegaban hasta el vientre y los muslos. Él la chupó como haría un bebé, y ella respondió con suaves grititos, con los dedos clavados en su nuca, gozando de la seda de su cabello mientras le apretaba el rostro hacia sí. Él también la acariciaba sobre el vientre y los muslos antes de hallar su camino hacia el espeso nido de rizos negros y acariciarla ahí también. Ella se tensó con la primera caricia, pero los duros dedos se le metieron suavemente entre las piernas, desparramando fuego líquido donde tocaban.

—Sebastian, oh, Sebastian.

Julia gemía su nombre sin ni siquiera ser consciente mientras él le hacía las cosas más increíbles con los dedos, y la tocaba de formas que ella no había soñado, rozándola, acariciándola y parándose hasta que ella abrió las piernas para él y se retorció de placer. Cuando al final notó un dedo que se hundía en ella, ya no pudo aguantarlo más. Gritó, se tensó, se arqueó, y luego fue él quien gimió mientras lo sacaba y lo reemplazaba por esa parte ardiente y desnuda de él que había estado apretando con tanta fuerza contra su muslo.

Sebastian se hundió en ella, se abrió paso a la fuerza, empujando hasta que ella temió partirse en dos, aunque no le importó. Julia se aferró a él, con la cabeza hacia atrás, los ojos cerrados, y él la poseyó, lentamente al principio, y luego, cuando ella se arqueó hacia él sin darse ni cuenta, más y más rápido, agarrándola por las nalgas, inmovilizándola para tomarla. Al final, Julia gritó, sollozó y le arañó con fiereza la espalda mientras él se hundía en ella una y otra vez, causándole dolor, pero al mismo tiempo llenándola de un éxtasis tan intenso que el dolor no era nada en comparación. Ella oía el áspero jadeo de la respiración de él y le respondía con el suyo propio. Notó el sudor de él caerle encima y chisporrotear sobre el calor de su piel desnuda. Saboreó la sal de su piel, olió el almizclado aroma de hombre, vio el brillo del sudor sobre los tensos músculos de la espalda al flexionarse bajo la luz del fuego. Y entonces él comenzó a moverse cada vez más rápido, cada vez más fuerte, llevándola con él, obligándola a removerse, a aferrarse a él y a gritar mientras trataba de escapar de ese fiero tormento.

—¡Sebastian!

Julia gimió su nombre de nuevo mientras le bajaba las manos por la espalda y le agarraba los músculos de acero de las nalgas. Él gritó cuando ella le clavó las uñas en la carne y luego se hundió en ella con una fuerza que la hizo rodar, perdida en una niebla de humo, fuego y oscuridad. Lo notó tensarse, estremecerse, y luego un éxtasis insondable se apoderó de ella y la lanzó a un oscuro vacío de los sentidos.

Ir a la siguiente página

Report Page