Julia

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MUCHO rato después, Julia abrió los ojos al oír un fuerte ronquido. Primero parpadeó medio dormida. Luego notó el aplastante peso que tenía encima y la incrustaba en la alfombra. Al final se dio cuenta de varias cosas al mismo tiempo: primero, que estaba desnuda de los hombros para abajo; segundo, que el peso muerto que roncaba sobre ella era Sebastian y que por el estruendo que provocaba estaba profundamente dormido, y tercero, que se había convertido en mujer en el sentido más primitivo del término. Al recordar lo que él le había hecho y cómo se había sentido, se sonrojó con violencia. Alzó la mano con cuidado, para no despertarle, y le acarició el cabello. Ese hermoso cabello rubio...

Notaba escozor entre los muslos y la sensible piel de los senos le cosquilleaba y le dolía. Había entregado, sin ni un susurro de protesta, el premio que siempre había defendido con tanto valor en circunstancias muy adversas. Recordó a Mick, Willy Tilden y tantos otros antes que ellos que habían querido hacer con ella eso que hacían las mujeres y los hombres y recordaba la forma en que había soltado patadas y mordiscos y se había defendido para mantenerlos a raya cuando le había hecho falta. Por eso se asombró al darse cuenta de que ni siquiera había tratado de defenderse de Sebastian. Podría haberlo alejado, de haberlo intentado. Lo más seguro era que no hubiera tenido que hacer más que pedirle con frialdad que la dejara. Pero en vez de eso, le había respondido con un feroz ardor que había convertido su preciada virginidad en un simple obstáculo que había que quitar de en medio.

Se estremecía sólo con recordar cómo la había besado y cómo la había tocado, acariciado y poseído... ¡Sebastian! Su propio Sebastian, el hombre más guapo que había visto en su vida, que en un tiempo estaba tan por encima de ella como una estrella, la había hecho suya. Por primera vez en su vida pertenecía a alguien, y ¡a qué alguien!: Sebastian.

Los ronquidos le agredían los oídos, y sonrió, mientras le acariciaba el brillante cabello. Lo que había ocurrido era increíble, tanto por el acto en sí como por la manera en que le había hecho sentir, pero no se arrepentía. No, no se arrepentía en absoluto. No con él.

Ahora era su mujer y él le pertenecería a ella para siempre. ¿Se casaría con ella? La boca se le curvó en una sonrisa al tratar de imaginarse a sí misma como la condesa de Moorland. ¿La pequeña Jewel Combs convertida en condesa? No, se corrigió ferozmente, no Jewel Combs, nunca Jewel Combs. El octavo conde de Moorland jamás se casaría con ella. Pero Julia Stratham... era una persona totalmente distinta. De repente, se alegró sinceramente de las lecciones y el entrenamiento que la habían convertido en una dama. Para Sebastian. Los labios le tironearon al pensar en cómo aquel hombre le había ido metiendo en la cabeza conocimiento tras conocimiento. Y todo el tiempo la había estado haciendo merecedora de él, y ni siquiera lo había sabido. Pero por fin, como él mismo había reconocido, Julia Stratham se había convertido en una dama encantadora y una compañera adecuada con la que pasar la vida.

Se fue dando cuenta de que el fuego había quedado reducido a un montón de cenizas. Las partes del cuerpo que él no le cubría estaban frías y se sentía muy incómoda. Le dolía la espalda, las piernas casi se le habían dormido y tenía el cuello estirado en una posición muy incómoda para acomodar la cabeza de Sebastian entre el cuello y el hombro. Se alegraba de haberse despertado antes que él y de haber contado con esos minutos para poner en orden sus pensamientos. Pero ya era hora de que él también despertara. Esos ojos azules se abrirían, se encontrarían con los de ella y sonreirían... ¿qué le diría? De repente, Julia se sonrojó. Se sentía deliciosamente tímida e insegura, como una chiquilla vergonzosa.

—Sebastian —le dijo, sacudiéndole un poco el musculoso brazo que tenía sobre el torso.

Él aún llevaba la camisa puesta y Julia tuvo que controlar el impulso de pasar la mano por encima de los músculos cubiertos por el lino. Al recordar la sensación de esos músculos, volvió a sonrojarse. Unirse a un hombre, a ese hombre, había sido algo muy distinto de lo que ella se había imaginado. Con sólo recordarlo se quedaba sin aliento.

Él no se movió, no reaccionó ni con una leve sacudida. Julia lo intentó de nuevo, y estaba vez lo meneó con más fuerza. Al ver que eso tampoco servía de nada, lo agarró de los hombros y le dio una buena sacudida. Los ronquidos continuaron con la misma regularidad y Julia recordó entonces la cantidad de brandy que él había bebido. Casi estaba borracho... Quizá dormiría horas y nada de lo que ella hiciera lograría despertarlo. No es que eso fuera malo, pensó al cabo de un rato, porque debía de estar hecha un desastre con toda la ropa retorcida sobre el cuerpo y el cabello hecho un amasijo de rizos desordenados que le caían hasta la cintura. Sin embargo, cuando él volviera a verla, quería estar hermosa y ser una dama de pies a cabeza. Imaginarse cómo la vería en ese momento si se despertaba, la horrorizó de repente.

Salir de debajo de él no fue fácil, pero después de mucho retorcerse y empujar, lo consiguió. Cuando por fin se puso en pie, se bajó la ropa y se la alisó, él estaba tumbado de espaldas sobre el suelo, con los ojos cerrados y la boca ligeramente entreabierta mientras roncaba con abandono. Incluso así, cuando la mayoría de los hombres resultarían, en el mejor de los casos, un poco repulsivos y, en el peor, obscenos, él le parecía hermoso. Tenía el cabello revuelto, pero ese desorden le quedaba bien. La sombra de una barba muy negra le oscurecía las mejillas y la barbilla, pero también le quedaba bien. Julia descubrió que él seguía totalmente vestido, incluso con las botas puestas. Pero tenía la camisa retorcida por la cintura de manera que eran visibles unos centímetros de su pálida piel, tensa sobre el músculo. Se quedó fascinada al observar una tenue línea de vello dorado que desaparecía hacia abajo. Tenía los pantalones desabrochados. Mientras Julia asimilaba ese hecho y su sentido, notó que un ardiente rubor le cubría el cuello y rápidamente apartó la mirada. Incluso después de haber estado con él tan íntimamente, seguía desconociendo su cuerpo y sus funciones. Supuso que pronto aprendería, igual que había aprendido todo lo demás para ser una dama. La dama de Sebastian.

No le gustaba la idea de dejar que pasara la noche en el suelo, pero era incapaz de moverlo. Y de nuevo se sonrojó al pensar en pedir a Johnson o a Leister que acudieran para acostar a su señor. Con sólo echar una mirada, sabrían lo que había ocurrido.

Sobre el respaldo de uno de los sillones había una manta doblada, una muy ligera, para protegerse de algún momento de frío. No vio ningún cojín, pero la chaqueta que él se había quitado antes estaba tirada sobre otro sillón. Julia la cogió, la sujetó un momento y se la imaginó cubriendo los anchos hombros y los musculosos brazos del conde. Luego la dobló sin demasiada delicadeza y se la colocó bajo la cabeza al hombre. Éste siguió roncando sin el menor movimiento de sus larguísimas pestañas, mientras ella le colocaba la cabeza sobre la improvisada almohada. Después se puso en pie y lo miró durante un buen rato, con una tenue sonrisa dibujada en el rostro. Cuando había conocido al elegante y arrogante conde de Moorland, ni en sus sueños más remotos se hubiera imaginado que al cabo de unos pocos meses lo vería de esa manera.

Sin dejar de sonreír, le lanzó un beso y salió de la biblioteca. Ya temblaba de nervios al pensar en el nuevo día; sería la amante de Sebastian además de su amiga...

A la mañana siguiente se despertó tarde. El sol brillaba a través de las cortinas abiertas, por lo que supo que Emily había estado en su habitación. Se desperezó sobre las almohadas, contenta de estar sola. Se sentía de maravilla, espléndida, viva. Incluso el ligero dolor que notaba entre las piernas era bueno. Por Sebastian. Era la prueba de que Sebastian la había hecho suya.

Un crujido de las bisagras de la puerta le anunció el regreso de la doncella. Julia se sentó en la cama, sacudió la cabeza para despejarse y sonrió a la muchacha.

—Buenos días, señorita Julia —dijo Emily educadamente al ver a su señora por fin despierta—. ¿Le traigo ya su chocolate?

—Sí, Emily, gracias. Oh, y me gustaría tomar un baño esta mañana, por favor.

Julia ya había salido de la cama y se había acercado a la ventana para mirar el sol que brillaba sobre la fina capa de escarcha que había cubierto el exterior durante la noche. Era la primera de la temporada y verla le produjo una leve tristeza. El verano había acabado y el otoño ya estaba ahí.

Mientras se arropaba en la bata que llevaba (que no era la misma de la noche anterior) se volvió y vio que Emily había desaparecido de nuevo. Un momento después, cuando la joven regresó con el desayuno de chocolate y bollos, se sorprendió al darse cuenta de que estaba hambrienta. «Eso se debe al mucho ejercicio de la noche anterior», pensó mientras se reía para sus adentros, y se puso a comer con ganas.

Para cuando acabó de desayunar, el baño ya estaba preparado. Por primera vez en meses, hizo salir a Emily, al ver que de nuevo sentía pudor de que alguien la viera desnuda después de lo ocurrido la noche anterior. Sebastian, al poseer su cuerpo, lo había convertido en algo totalmente nuevo, algo que aún no le resultaba del todo conocido. Además, su innato sentido de lo práctico le advirtió de que podía tener alguna marca en la piel que la traicionara. Era como si debiera tenerla; al meterse en la bañera y lavarse bien de pies a cabeza, descubrió que le dolían los lugares más insospechados. Mientras se frotaba el cabello con el jabón con aroma de rosas que tanto le gustaba, deseosa de dejarlo brillante y aromático para él, tarareaba una de las alegres canciones de baile que el conde le había enseñado y se detenía de vez en cuando para sonreír con ternura al recordarse en sus brazos mientras bailaban. Si hubiera sabido entonces lo maravilloso que sería ser suya, nunca hubiera llegado a bailar. La idea la hizo reír de nuevo. Y se rió, se sonrojó y se enjabonó los brazos y las piernas, mientras se preguntaba si a él le gustaría el olor a rosas. Al pensar que sin duda lo averiguaría, se sonrojó y soñó de nuevo.

La noche anterior, antes de irse a la cama, se había lavado con el agua fría que quedaba en el aguamanil. La primera visión de su sangre de virgen manchándole las piernas y la ropa la había impresionado un poco. ¿Acaso le habría hecho daño? Pero después de pasar una vida en los peores barrios de Londres, había poco que no hubiera visto. Había visto a jóvenes vendidas a viejas madames que las usarían para el placer de los hombres, y se había sorprendido del alto precio que se pagaba por ellas hasta que le explicaron que eran mercancía nueva y por tanto muy valorada por los clientes. Así que Julia sabía lo que eran las vírgenes y la virginidad, y después de pensar un momento, se había lavado la sangre sin temer estar herida o muriendo, como les pasaba a tantas jóvenes. Se había puesto un camisón limpio y había escondido el sucio y la bata, luego se había metido en la cama para soñar con Sebastian hasta caer rendida.

El agua del baño se había enfriado. Julia dirigió su pensamiento a asuntos prácticos y salió de la bañera. Se envolvió el cabello y el cuerpo en toallas y fue al armario. Ese día elegiría ella qué ponerse: algo que la hiciera ser lo más hermosa posible para Sebastian.

—Está muy hermosa, señorita —dijo la doncella con sinceridad un rato después, mientras la peinaba frente al tocador, mirándose en el espejo.

—Gracias, Emily —respondió con auténtica gratitud, sonriendo a la criada en el espejo.

«La verdad —pensó mirando su reflejo—, era que estaba muy bien.» Emily le había recogido el pelo en lo alto de la cabeza, en un estilo elegante que dejaba al descubierto el cuello y lo hacía parecer más largo y estilizado. Los ojos le brillaban como topacios bajo las sedosas alas negras de sus cejas, y la blanca piel tenía un leve rubor al extenderse sobre los altos pómulos que daban a su rostro su derecho a considerarse hermoso.

Los meses de buena vida que había disfrutado la habían cambiado hasta hacerla irreconocible, decidió al fijarse lo derecha y elegante que era su nariz sobre unos labios carnosos y dibujados, que no necesitaban frotarse con pétalos de rosas machacados para tener un profundo color rojo. Incluso el vestido negro le sentaba bien. Había elegido uno de elegante seda rayada, con mangas abombadas que se estrechaban en la muñeca y un cuello alto adornado con un sencillo camafeo (un regalo de Sebastian) en la base. Ataviada con ese severo vestido, con su apretado corpiño y su amplia falda, era la viva imagen de una dama. Julia se sonrió en el espejo, insegura. Le resultaba difícil creer que esa hermosa joven que le devolvía la sonrisa fuera ella misma.

—¿Necesita algo más, señorita Julia? —Emily se había apartado un poco para contemplar su obra con evidente orgullo.

Ella se echó una última mirada en el espejo y se puso en pie.

—No, gracias, Emily, esto es todo —respondió.

La doncella le hizo una breve reverencia antes de salir del dormitorio. Julia, que la siguió más despacio, se maravilló de la rapidez con la que se había acostumbrado a tener criados, a dar órdenes y a ser servida. Pero al bajar la escalera hacia el gran vestíbulo, los nervios le borraron cualquier otro pensamiento de la cabeza. Pronto vería a Sebastian. ¿Qué diría él? Al recordar lo que habían hecho juntos, las mejillas se le ruborizaron y los ojos le brillaron. ¿Qué se podía decir después de una noche así? No tenía ni la más remota idea. Ojalá Sebastian la tuviera.

—Buenos días, Johnson. —Le saludó con una sonrisa radiante al llegar al vestíbulo.

Luego, al recordar la última vez que había visto a Johnson y al darse cuenta de que él no podía sino sospechar algo después de cómo debía de haber encontrado a Sebastian esa mañana, sintió que volvía a sonrojarse. Rápidamente inspeccionó el rostro del hombre. La sonrisa de éste era amable y no tenía ninguna traza de saber lo mucho que había cambiado el mundo desde la última vez que se habían visto.

—Buenos días, señorita Julia. Una hermosa mañana, si me permite decirlo.

—Claro que se lo permito.

Julia parecía incapaz de contener su alegría. Pronto todo el mundo sabría que pertenecía a Sebastian. Incluso si no se hacía ningún anuncio público, ella sería incapaz de reprimir la brillante alegría que le llenaba los ojos al mirarle.

—¿Ya se ha levantado su señoría? —Por mucho cuidado que pusiera en formular la pregunta, Julia aún notó que las mejillas se le coloreaban.

—Ha salido a cabalgar, señorita. Lleva fuera unas dos horas, así que no creo que tarde en regresar.

—Oh.

—Si no desea nada, señorita Julia, me retiraré a mis quehaceres.

—Oh, sí. Quiero decir no, no deseo nada, Johnson.

El mayordomo le hizo una reverencia y se marchó. Julia recorrió lentamente el vestíbulo, mordisqueándose el labio inferior. Había estado muy nerviosa por encontrarse con Sebastian, y descubrir que justo esa mañana había salido a cabalgar era una especie de anticlímax. Lo hacía casi todas las mañanas, pero de alguna manera, ella había esperado que ese día fuera diferente.

Al llegar al final del vestíbulo, se volvió hacia la escalera. Era vagamente consciente de que había un lacayo y luego una doncella pasando por allí, ocupados en sus tareas, pero casi ni se dio cuenta. Se volvería loca si se quedaba por la casa esperando el regreso del conde. Sería mejor salir a tomar el aire, mantenerse activa. Daría un paseo, y a su vuelta, seguro que él ya habría regresado.

Julia alzó la mano para llamar a la joven doncella que estaba puliendo el pasamanos de roble, y la chica dejó lo que estaba haciendo y se acercó a ella, con una reverencia y un aire nervioso. Julia le sonrió para tranquilizarla y luego le pidió que fuera en busca de Emily con instrucciones para que ésta le trajera la capa. La muchacha salió corriendo, y en nada, Julia estuvo envuelta en una cálida capa con capucha tejida de una espesa alpaca que la señora Soames había enviado al llegar el invierno.

En el exterior hacía frío; el brezo crujía bajo los botines de cabritilla abrochados a los tobillos. El aliento se veía en el aire como si fueran bocanadas de humo blanco y se le heló la punta de la nariz. Se paseó por el jardín artísticamente podado, admirando las esculturas de diferentes animales hechas con los setos. Hacía falta un jardinero a tiempo completo para mantenerlo así. Los ojos se le fueron hacia las ventanas de las habitaciones de Chloe, donde no se veía ningún movimiento. Después de los tumultuosos acontecimientos de la noche anterior, sin duda la niña estaría durmiendo.

Julia vagó por el perímetro del ala norte de la casa, con el ceño fruncido al pensar en Chloe. Era evidente que Sebastian aterrorizaba a la pequeña. Pero ¿por qué? La noche anterior, se había negado a hablar del asunto. A Julia se le iluminó un momento el rostro al pensar qué habían hecho en lugar de hablar. «Sin duda, él había conseguido que se olvidara de todo», pensó Julia con una leve sonrisa. Pero no para siempre. Aún quería hablar con él sobre la niña, y tarde o temprano lo haría.

Había una calesa frente a la entrada. Julia se sorprendió al verla cuando dobló la esquina al final del ala norte y vio la fachada delantera de la casa. ¿Querría eso decir que tenían visita? No le gustaba nada la idea. Sebastian y ella tenían mucho que decirse, las visitas sólo serían un estorbo. Además, ¿quién sabía si los demás la aceptarían? De repente, Julia se sintió muy insegura. Por mucho que ella se creyera una dama, ¿quién sabría si podría convencer a los demás? ¿La menospreciarían, o peor aún, se reirían de ella a sus espaldas? Durante los meses que había vivido prácticamente a solas con Sebastian en White Friars, la idea de enfrentarse al mundo en su nueva personalidad le había parecido lejana, y por tanto no la había preocupado. Pero en ese momento la preocupaba. No tanto por sí misma como por él. Deseaba con todo su corazón que él no tuviera que avergonzarse de ella.

Fue hacia el carruaje, sin estar muy segura de si entrar en la casa y saludar a los huéspedes o alejarse y volver más tarde. Pero no podía ocultarse eternamente; además, la misma idea resultaba ridícula. Sabía que lo correcto era entrar y comportarse con educación y amabilidad. Eso era lo que haría Julia Stratham. Y ella era Julia Stratham.

Alzó la barbilla y estaba dirigiéndose hacia los escalones de la entrada cuando algo comenzó a darle vueltas en la cabeza. Aquel carruaje le resultaba muy familiar. Volvió a mirarlo. Era negro y brillante, con grandes ruedas y un pulcro interior forrado de cuero. Una pareja de caballos bayos estaba enganchada a él, y el hombrecillo que estaba junto a ellos también le resultaba muy conocido. Julia no lo había visto desde su llegada a White Friars, pero no le costó reconocerlo. Era Jenkins.

El equipaje era el de Sebastian. Julia se quedó mirándolo, y luego corrió hacia el carruaje justo cuando Leister bajaba por la escalera con una gran maleta de cuero en la mano y la metía en la calesa. Un lacayo apareció junto a la puerta y la mantuvo abierta; otro lacayo y el valet se quedaron esperando mientras el propio conde aparecía, enfundado en su abrigo de viaje, de color pardo y con muchas capas, abierto sobre unos pantalones marrones y una elegante chaqueta azul oscuro. Desde la punta de sus pulidas botas hasta las ondas de su cabello platino, volvía a ser el aristócrata arrogante. Julia lo miró incrédula mientras él bajaba por la escalera, con Johnson detrás.

—¡Sebastian!

Él ya casi estaba al pie de la escalera cuando ella lo llamó y fue hacia allí. Todos los ojos se volvieron hacia ella, desde los de color azul celeste que había llegado a conocer tan bien hasta los preocupados de Johnson. A Julia no le importaba si tenía público o no. Se alzó las faldas y prácticamente cubrió a la carrera la corta distancia que la separaba del pie de la escalera, donde se quedó mirando a Sebastian. Al ver sus ojos, se quedó de pronto sin palabras.

—Buenos días, Julia. —Su voz era tranquila, compuesta, como si fueran simples conocidos que se encontraban por casualidad.

Ella se quedó mirándolo con los ojos abiertos de incredulidad. ¿Era posible que hubiera olvidado lo que había pasado entre ellos en la biblioteca la noche anterior? Después de todo, él había bebido mucho. Julia le escrutó la expresión en busca de una pista y se fijó en cómo la fría luz blanca del sol le bañaba el rostro con un resplandor impenitente que revelaba el más mínimo defecto. En él, las suaves patas de gallo que le radiaban desde el rabillo de los ojos y las arrugas que le cercaban la boca perfectamente tallada, sólo le añadían carácter. Él la miró a los ojos, y su falta de expresión le dio la respuesta. Lo recordaba perfectamente. De no ser así, nunca la habría mirado de esa manera.

—¿Vas a alguna parte, Sebastian? —preguntó ella con un hilillo de voz. Algo iba muy mal.

Él siguió bajando la escalera hasta llegar junto a ella. De nuevo, la joven se sorprendió de lo alto que era, mientras inclinaba la cabeza hacia atrás para mirarle a los ojos. La capucha de su capa le dificultaba la visión y ella se la echó hacia atrás sin preocuparse del elegante peinado que había admirado con tanto placer hacía menos de una hora.

—Regreso a Londres. Tengo que ocuparme de negocios allí. —Sus palabras eran secas.

Julia era totalmente consciente de que los dos lacayos, el valet y Johnson, que rondaban discretamente a unos pasos de distancia con la mirada perdida, les estaban escuchando.

—¿Cuándo volverás? —le preguntó, esperando no sonar tan ansiosa como le parecía.

—Cuando acabe con mis asuntos —repuso él, sacudiéndose los guantes contra la palma de la mano, como si estuviera ansioso por marcharse.

De repente, Julia comenzó a enfadarse.

—¿Y te ibas sin decirme nada?

Él alzó las cejas.

—No sabía que tuviera que darte cuenta de todos mis movimientos.

Julia miró a esos glaciales ojos azules y su frialdad hizo que ardiera de rabia.

—¡Eres una maldito cerdo! —exclamó en voz baja, para que sólo él la oyera, aunque tampoco le importaba mucho que la oyeran los criados.

La boca de Sebastian se tensó.

—Si me excusas...

—¡No, no pienso excusarte ni una leche! —A pesar de los meses de práctica, un claro acento barriobajero se coló en sus palabras mientras las mascullaba entre dientes—. ¿Qué te crees que soy, un puto pañuelo que pués usar y tirar cuando está sucio? Bueno, pues si estoy sucia, no lo estaba antes de que tú me ensuciaras, y ¡sabes que es la verdá!

—Vigila tu lenguaje, Julia. —Esas palabras, masculladas entre dientes, eran una advertencia porque estaban los criados presentes. Pero a Julia ya no le importaba, y el pecho se le hinchó de rabia mientras él continuaba—: Éste no es lugar para tener una discusión privada. Tú no eres quién para controlar mis movimientos, a pesar de cualquier derecho absurdo que puedas creer que tienes sobre mí.

—Oh, ¿eso es lo que t’está preocupando, milord? ¿Ties miedo de que la pequeña barriobajera pueda reclamar algún derecho sobre ti, milord? Bueno, pués estar tranquilo. Lord o no maldito lord, ¡no te querría aunque te m’ofrecieras en una bandeja de plata con una manzana entre los dientes!

Julia estaba escupiendo de rabia. Sebastian tensó la boca, y los ojos se le cubrieron con una segunda capa de hielo mientras le hacía una reverencia burlona.

—Es un gran alivio —murmuró antes de darse la vuelta y subir al carruaje de un salto.

La joven, con los puños apretados bajo los pliegues protectores de la capa, observó con creciente furia al impasible Leister subir junto al conde, al lacayo cerrar la puerta, a Jenkins soltar la cabeza de los caballos y saltar al estribo trasero, y al carruaje comenzar a moverse por el camino de entrada.

—¡He conocío a rateros que eran mucho más caballerosos que tú! —gritó ella hacia el carruaje.

Pero si Sebastian la oyó, no dio la más mínima muestra de haberlo hecho, y la calesa torció hacia la carretera y se fue bamboleando hasta perderse de vista.

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