Julia

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Segunda parte. Arma virumque » CAPÍTULO XXI

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CAPÍTULO XXI

El camino de regreso no estuvo exento de dificultades, pero por fin llegaron al Muro e hicieron su reentrada en el Imperio romano. El médico castrense sacudió la cabeza con disgusto tras examinar a Julia y le exhortó que descansase y se trasladase al sur cuanto antes, donde, además de un clima mucho más benévolo, también disfrutaría de los cuidados de competentes doctores que a buen seguro se desvivirían por ella. Marco dudó si regresar por tierra o por mar, pero una vez vistas las condiciones climatológicas decidió regresar por tierra.

Viajaron con una larga caravana de gente. Julia descansaba en uno de los carros de intendencia, respirando con dificultad y requiriendo la presencia de Lucio a cada instante. Marco pasó el primer día orando por sus familiares, y apenas pudo dormir.

Al finalizar la primera jornada rumbo a Londinium, Branoc decidió despedirse de su hermano.

—Debo volver a casa, con mi esposa, mis hijos y mis tres calamidades —dijo—. Rogaré a la diosa por la salud de tu mujer.

—Ella no es mi esposa.

El explorador esbozó una breve sonrisa y luego se puso muy serio.

—No siempre es sencillo comprender los designios de la diosa, hermano. Yo, por ejemplo, debería haber muerto en la batalla en lugar del soldado Milo. Él era un buen hombre y él debería estar aquí hablando contigo, en lugar de hacerlo yo. Así quizás hubiera podido pagarte por las dos veces que me salvaste la vida... En cambio, aquí me tienes, mientras que el soldado Milo yace muerto en territorio atacoto.

—Puede ser —contestó Marco pensativo—. Sí, pero también puede que la diosa se fijase en la lucha y, viendo combatir a Milo, un buen hombre, soltero y sin hijos, decidiera llevárselo a él, en vez de al explorador casado y padre de dos hijos y tres... calamidades, como tú las llamas —y añadió reflexivo—: Quizá la diosa, precisamente por ser una diosa, no considere las hijas como un problema.

Branoc meditó las palabras de Marco. Luego exhibió una ancha sonrisa.

—Parece que no todos los cabezas de hierro son estúpidos —le dio una sonora palmada en la espalda—. Adiós, hermano. La próxima vez que nos veamos, nos emborracharemos a conciencia.

Montó sobre su poni con ágil salto y salió a galope tendido en dirección norte.

* * *

Al llegar a Hertfordshire, el tiempo se volvió, simple y llanamente, atroz. El gélido euro congelaba hasta el rocío sobre los ejes de los carros. Marco vigilaba continuamente a Julia, temeroso de que no pudiese respirar el aire a tan baja temperatura.

—Podemos refugiarnos en una de las casas del gobernador Flavio Martino —dijo Lucio, intuyendo los pensamientos de Marco—. Nos queda de camino, unas millas más al sur siguiendo esta misma calzada.

La comitiva apresuró la marcha y alcanzaron la mansión al anochecer. Fueron recibidos por los esclavos, quienes los condujeron sin demora al vestíbulo. Apenas habían llegado a la sala cuando Calpurnia en persona los recibió. La mujer ofrecía un aspecto extenuado y vestía las ropas de luto, pero ya habría tiempo para las explicaciones, lo primero y más urgente era acomodar a Julia. Así, pues, la transportaron hasta una cálida habitación caldeada con un vivo brasero y la acostaron en una confortable cama de sábanas limpias.

La buena mujer se quedó un rato con ella, arrodillada junto a la cama, posando sus afectuosas manos sobre la cabeza de la enferma.

—Mi pobre niña —le decía, sintiendo arder de fiebre la frente de Julia bajo su tacto—. Mi pobre chiquilla, Dios esté contigo, querida Julia. —Con los ojos inundados de lágrimas, añadió—: Debes quedarse aquí.

—Imposible, necesita los cuidados de los médicos de Londinium —replicó Marco a su espalda.

Calpurnia no se volvió para mirarlo, continuó con la vista fija en Julia, su niña enferma, acariciando su frente devorada por la fiebre.

—Serán los médicos quienes vendrán aquí —murmuró—. Ofrecedles todo el oro que poseo, pero haced que vengan. Julia debe descansar.

Lucio la tomó de la mano para que se pusiese en pie. A pesar de su pena, Calpurnia lo miró pasmada: Quintiliano no pertenecía al tipo de hombres que cogen a las mujeres de la mano. Sin duda, algo había cambiado en él. Por otra parte, eran tantas las cosas que habían cambiado... pero no había tiempo para hablar sobre ello, quizá más adelante tuviesen oportunidad. Su amigo mostraba una mirada donde se reflejaban a la par tanto la serenidad como el horror. Entonces recordó que se le había dado por desaparecido al norte del Muro... y había vuelto.

—Mi marido —dijo sin poder contenerse, pasando sus manos sobre sus enlutadas ropas—. Mi amado Flavio se ha suicidado —Lucio la miró sin comprender—. Londinium es un nido de víboras —continuó—. Y la mayor de ellas es el secretario imperial. Ese Paulo Catena. No ha hecho otra cosa desde su llegada que acusar a inocentes de traición y ser partidarios de Magnencio, el usurpador... y cuando éstos negaban los cargos, se les sometía a las más horribles torturas. A su muerte, sus tierras y demás pertenencias eran confiscadas... Oh, Lucio —lloró—, el imperio tiene otros enemigos, además de los bárbaros.

—¿Acusaron a Martino? —preguntó Lucio, tras meditarlo un rato.

—Mi esposo estaba tan disgustado con el cariz que estaban tomando los acontecimientos que trató de atajarlos —expuso—. Flavio nunca supo ser lo bastante taimado para tratar con los auténticos políticos. Su idea de intervenir era presentarse solo en las mazmorras del palacio del prefecto, con su espada al cinto, y ordenar a Catena que detuviese aquella locura o, de otro modo, lo mataría allí mismo. Catena se rió de él, y cuando mi marido lo atacó, los guardas... perros fieles a su amo, lo detuvieron y fue encarcelado. Parece ser que ese depravado le prometió volver al día siguiente para someterlo a tormento. Está loco, y es un hombre malvado que disfruta con el sufrimiento humano tanto como con una tarde en la arena —calló un instante para intentar controlar sus sollozos y enjugarse las lágrimas con un paño—. Cuando fueron a buscarlo a la celda, se encontraron con que mi marido, como correspondía a un noble romano, había caído bajo su propia espada.

Lucio mantuvo sujeta la mano de su amiga con fuerza.

—Murió dignamente —la consoló—. Era un buen hombre. Respecto a Catena... no sé qué es lo que conduce a un hombre a hacer el mal. Quizás el sufrimiento de alguna injusticia, pero hay gente que se fortalece ante el dolor, mientras que otros se envilecen... no sé, creo que nadie tiene la respuesta.

—¿Qué piensas hacer ahora? —preguntó Calpurnia preocupada—. No puedes volver, Londinium no es un lugar seguro para ti.

—Debemos regresar allí —afirmó Lucio—. Debemos volver y hacer que la justicia se imponga en medio de ese nido de serpientes. Además, hay que encontrar a un buen médico para... —el cuestor dejó la frase sin terminar; no podía pronunciar el nombre de Julia sin perder su autocontrol.

Calpurnia quería saber por qué Lucio no mostraría su mano izquierda, pero no se lo preguntó. En su lugar, le llevó la mano derecha hasta sus labios, la besó y los dejó partir.

Julia tuvo un sueño inquieto, interrumpido de vez en cuando por delirios febriles. Calpurnia estuvo velando su descanso toda la noche. La enferma se agitó y dio vueltas bajo las sábanas con los ojos entornados, empapada en sudor, y su enfermera se inclinó sobre ella para posarle un paño húmedo sobre la frente.

—Madre —dijo Julia mirándola. La buena mujer pensó que se le partía el corazón.

Más tarde, cuando pareció que por fin la fiebre había remitido y la paciente dormía más tranquila, Calpurnia apagó las bujías y salió de la estancia cerrando la puerta a su espalda. Pero los sueños de Julia eran peores que sus delirios; se diría que todas las pesadillas que no había tenido a lo largo de su vida las estaba sufriendo seguidas. Soñó con la travesía desde Hispania, el huerto de su casa en Londinium, las montañas de Caledonia y, al final, con el espino. Sobre él, en medio de un páramo barrido por el viento, se hallaba Marco crucificado y muerto como un criminal. Julia se despertó dando un chillido. Sabía que ambos, Marco y Lucio, habían ido a la capital a internarse en el nido de víboras y corrían un grave peligro.

Como tantas veces había hecho de niña, esperó que se acostaran todos los habitantes de la mansión y, cuando los creyó dormidos, se levantó y alcanzó los establos por su propios medios, impulsada por una energía febril. Había cesado el cierzo y, en esos momentos, blandos copos de nieve caían lentamente desde el cielo. Escogió una yegua torda, le colocó una manta sobre la grupa con sus temblorosas manos y logró colocarle las riendas. Sintiéndose como si flotase envuelta en burbujas, llevó su montura sujeta por la brida hasta el portón exterior, la montó y salió al galope hacia Londinium. Su figura se perdió en la noche, cabalgando sobre la nevada calzada que amortiguaba los firmes cascos de la yegua.

* * *

Tres hombres estaban sentados en la sala de audiencias del palacio del prefecto de Londinium. Un cuarto hombre se hallaba en pie, inquieto. El ocupante del entarimado sillón principal era un individuo con ávidos ojos de mirada inquieta, anchos hombros y barbilla partida. A su derecha, un poco más abajo, estaba un hombre muy rubio y corpulento, y flanqueando el lado izquierdo se arrellanaba un personaje delgado, de hombros caídos y mirada pálida y acuosa. En pie, un personaje vestido con una larga túnica blanca luciendo un colgante de plata con un crismón, caminaba nervioso de un lado a otro de la sala.

—¿Dices que Flavio Martino nunca llegó a ser interrogado?—preguntó el hombre sentado en lo más alto. Su voz era suave y se notaba que estaba acostumbrado a mandar.

—No, divino emperador —contestó Paulo Catena—. Eso era lo planeado para hacer al día siguiente de encarcelarlo. Desgraciadamente, cuando fuimos a buscarlo, descubrimos que había cometido el vergonzoso acto de suicidarse. Una acción que atenta contra todos los postulados de la Ley de Cristo.

Constancio sacudió una mano con fastidio; por primera vez en mucho tiempo la teología no ocupaba un lugar preferente dentro de sus preocupaciones inmediatas.

—¿Y Séptimo, Galo y todos los demás? —preguntó impaciente.

—Encontramos pruebas irrefutables de sedición y apoyo patente a la revuelta de Magnencio.

—Sí, eso es lo que dices una y otra vez. ¿Qué hay de los bienes embargados a esos... sediciosos? ¿Dónde están?

El prefecto se removió incómodo en su sillón, mirando de soslayo al soberano.

—Divino emperador —era Claudio Albino quien tomaba la palabra—, están bajo mi jurisdicción; en lugar seguro, custodiados por un departamento especialmente creado para ello.

—Oh, prefecto Albino —replicó el divino Constancio con una fina sonrisa—, qué elaborada definición creas para hablar de tus alforjas.

El aludido se estremeció visiblemente.

La sonrisa del supremo gobernador del imperio se desvaneció en el acto. No se había trasladado desde Galia hasta esa inmunda esquina del imperio para investigar la incompetencia y delitos de malversación de sus funcionarios, pero así tenía que ser. Había recibido los informes elaborados por el omnipresente y a veces demasiado celoso de sus funciones, Paulo Catena: los cambios operados últimamente en Londinium no auguraban nada bueno y más teniendo en cuenta el carácter levantisco de los ciudadanos de la capital, siempre dispuestos al tumulto por cualquiera que fuese la causa. Obviamente, dadas las circunstancias, no era una buena maniobra indisponerse con ellos.

—Todo ha resultado ser un auténtico galimatías. No has hecho nada al derecho, a no ser aumentar la hostilidad del pueblo hacia Nuestra Persona. Te envié aquí, Paulo Catena, con la delicada misión de recoger toda la información disponible acerca de cualquier posible resto de oposición hacia Nuestra Autoridad, especialmente entre los paganos. En vez de eso, tú y estos dos sospechosos individuos aquí presentes, funcionarios nombrados por mi pobre y llorado hermano, habéis causado más daño al imperio que el propio Magnencio —Constancio reflexionó un momento y añadió—: Liquida a quienquiera que tengas encerrado ahí abajo y termina de una vez con los arrestos. ¡No quiero más detenciones! Por cierto, ¿quiénes quedan?

Catena tardó unos instantes en dominar la furia que lo corroía a causa de las críticas recibidas.

—Divino emperador, en las mazmorras está Lucio Fabio Quintiliano —de alguna manera, el inquisidor logró controlar su voz—, el antiguo cuestor. Un hombre que contra todo pronóstico, incluso contradiciendo los informes recibidos previamente sobre su persona, se ha revelado como un funcionario profundamente corrupto y deshonesto que no ha hecho otra cosa más que llenarse los bolsillos desde el preciso instante en que tomó posesión del cargo. Además, prefiere seguir los preceptos de oscuros filósofos griegos en vez de los de Cristo nuestro Señor y, por si fuese poco, es muy dado a efectuar dictámenes un tanto heterodoxos. Sospechamos que su inexplicable apoyo popular lo obtuvo mediante el continuo saqueo de las arcas imperiales, con cuyos fondos compró la voluntad de la plebe... echándole oro a los cerdos —Catena esperó ver aflorar una sonrisa en el imperial rostro de Constancio, pero éste continuó mortalmente serio. El inquisidor apretó los puños y continuó—: También tenemos en nuestro poder a su hijo adoptivo, un oficial llamado Marco Flavio Aquila. Hablamos con él en Siria, durante la...

—Lo recuerdo —cortó el emperador—. ¿Acaso me crees tan viejo y olvidadizo, Catena?

El funcionario tragó saliva.

—Quintiliano y su pupilo han estado al norte del Muro recientemente —continuó el inquisidor—. Sospechamos que fomentando revueltas entre las tribus caledonias... hasta ahora nuestras preguntas no han obtenido resultado alguno; son tercos como mulas. Regresaron a Londinium tratando de acusarnos de traición y de amañar pruebas...

El emperador cortó el discurso de Catena alzando una mano. Se quedó mirándolo fijamente, meditando sobre sus palabras; luego dijo:

—Qué extraño me resultan los resultados de tus pesquisas, mi fiel y devoto consejero. Como sabes, hace mucho tiempo que sigo la carrera de Quintiliano y nunca tuve, y sigo sin tener, indicio alguno de deslealtad hacia Nuestra Persona. Lo mismo ocurre con su pupilo, Aquila el oficial, un hombre agradable, según pude comprobar personalmente... no alcanzo a imaginar cómo hemos llegado a tan dispares conclusiones, mi buen Catena —el consejero creyó desfallecer cuando vio la amenazadora sonrisa que se dibujaba en la cara del emperador—. Sea como fuere, nos has colocado en una delicadísima posición. En aras del mantenimiento del orden, y por el bien común, será mejor acabar con esos dos hombres ahora y en secreto porque sospecho que, tras ser interrogados por ti, no serán muy afines a nuestra causa.

La conversación fue interrumpida por un súbito alboroto procedente del exterior, e instantes después, las puertas de la sala fueron abiertas de par en par para dejar paso a una figura femenina envuelta en un manto de jinete totalmente empapado. Avanzó directamente hacia el estrado donde estaba sentado el emperador y se detuvo ante él. Se quitó la capucha al tiempo que hacía una pequeña reverencia. Tenía el rostro muy pálido, enfermizo, pero sus ojos brillaban llenos de inteligencia y decisión. La mujer, rompiendo absolutamente todas las normas protocolarias, comenzó a hablar.

Su discurso fue un torrente de elocuencia. Se lo contó todo. Comenzó diciéndole lo providencial que era su presencia allí, en la capital de Britannia, pues necesitaban que la justicia se restaurara en la provincia. El emperador quedó gratamente sorprendido por la sincera muestra de lealtad de la muchacha.

—Quintiliano y Aquila son dos hombres justos. Se les ha acusado de traición, pero la traición procede de otro sector, divino emperador —aseveró Julia, lanzándole una mirada de odio a Catena, tan intensa que a éste se le cortó la respiración y, por un instante, creyó que lo habían enterrado vivo.

La fidelidad a los suyos era una de las cualidades más apreciadas por el emperador. Como colofón, la mujer sacó una carta de entre los pliegues de su ropa; estaba húmeda, pero era perfectamente legible. Julia se la tendió a su emperador. Constancio la leyó, y cuando terminó, fulminó a Catena con la mirada. El soberano chasqueó la lengua con desaprobación, al tiempo que negaba con la cabeza. Se volvió hacia el brasero que tenía a su lado y la arrojó a las ascuas. La vio retorcerse y, al poco, arder en llamas.

—Traed a los prisioneros —ordenó.

Cuando Marco y Lucio fueron presentados ante el monarca, éste a duras penas pudo creer que dos personas pudieran reflejar tanto cansancio en el rostro.

—Teníamos buenas razones para creer que erais culpables de sedición —expuso a los dos hombres que parpadeaban desconcertados ante él—. Vuestra lealtad estaba seriamente cuestionada por Nos. Pero, gracias a esta joven, una hermosa muchacha tu sobrina, cuestor Quintiliano... como decíamos, gracias a ella, ha llegado a Nos una misiva cuyo contenido no lo podemos pasar por alto. Creemos reconocer en ella la caligrafía de terceras personas —dijo mirando aviesamente a Catena.

El secretario parecía incómodo, pero Constancio sabía que la incomodidad y los remordimientos eran cosas muy distintas; también sabía que los remordimientos que atormentaban a su consejero eran tan intensos como los conocimientos que poseía un necio bracero acerca de Platón.

—Nos hemos decidido conceder el perdón a todos los prisioneros políticos de Londinium —continuó el emperador—. Tú, Paulo, zarparás hoy mismo hacia Galia aprovechando la marea vespertina; te acompañarán Albino y tú... esto...

—Sulpicio, divino emperador.

—Ah, sí... Sulpicio —Constancio conocía sobradamente su nombre, pero, como había aprendido mucho tiempo atrás, no existía mejor modo de hacer a un hombre sentirse insignificante que olvidar una y otra vez su nombre—. Tú también viajarás a Galia. En Treviri encontraréis un puesto a la altura de vuestro talento. Puestos más acordes con vuestra honradez, cargos en los que podréis ejercitar vuestra... modestia.

Albino se sintió mortalmente abatido. Catena se dirigía ya hacia la puerta, pero el emperador lo detuvo con una seca orden.

—Lucio el cuestor, quedáis en libertad junto a tu pupilo, a condición de que jamás reveléis las circunstancias de vuestro arresto e interrogatorio. No haría más que exaltar lo ánimos del pueblo. ¿Tengo vuestra palabra?

Lucio asintió tan lentamente que se diría que su cabeza le pesaba como el plomo.

—La tiene, divino emperador.

—Bien, entonces, ¿qué os parecería ejercer el cargo de prefecto? —La proposición no entrañaba riesgo alguno, pues el monarca conocía sobradamente la respuesta que le daría Lucio.

—Os lo agradezco profundamente —respondió Lucio con una extenuada sonrisa—, divino emperador, pero me temo que ya soy demasiado anciano para ocupar un cargo de tan alta responsabilidad. Me daría por satisfecho con recuperar mi puesto como cuestor.

—Nos estamos seguros de que no habrá hombre más honesto y capaz para esa función que vos, Lucio Fabio Quintiliano, pero la respuesta es no. Desde ahora estáis retirado. Merecéis descansar; ya habéis hecho bastante a favor del imperio.

Por primera vez en treinta años, Lucio sintió que le quitaban un enorme peso de encima. No más responsabilidades; su carrera había concluido. Inclinó la cabeza deseando que llegase el momento de ir a dormir.

—¿Y tú, optio?

—Yo... a mí me gustaría licenciarme, divino emperador —contestó.

—¿Cómo has dicho? —inquirió alzando las cejas—. ¿Ahora que es cuando más falta hacen oficiales capaces e inteligentes?

—No creo que pueda seguir desempeñando el cargo de oficial correctamente, divino emperador —contestó sosteniéndole la mirada—. Y, en mi opinión, nunca he sido un buen oficial, ni inteligente tampoco.

—De acuerdo, tu servicio ha concluido —concedió el emperador a regañadientes, tras meditarlo un momento—. Aprovecha tu vida y que sepas que siempre serás readmitido en el ejército.

El monarca se volvió a Julia, pero esta vez, en lugar de hablar, se limitó a esperar.

La mujer quería decir algo; las palabras se agolpaban una tras otra en su mente, pero era incapaz de pronunciarlas. «Así se debía sentir Cennla», pensó sorprendida. De pronto las cosas parecieron girar a su alrededor, el techo, las paredes, todo. Sintió un intenso frío en la cabeza, a la vez que parecía flotar y todo...

—Atended a la dama —ordenó el emperador.

* * *

Julia yacía en una oscura habitación, su dormitorio, el lugar donde había dormido desde que era una niña; estaba en casa de su tío Lucio, a orillas del arroyo. Yacía boca arriba con los ojos cerrados. Una única vela ardía en una esquina de la habitación sobre una bonita palmatoria de tres patas. A un lado estaba Lucio, sentado sobre una silla de mimbre; Marco se hallaba arrodillado a la cabecera de la cama, pasándole un paño fresco por la frente.

Los médicos la habían visitado y le diagnosticaron tuberculosis, tal como ella había predicho. La examinaron, con el ceño fruncido, chasqueando la lengua con preocupación, y le recetaron que tomase vahos de salvia y cilantro tres veces al día. Luego consultaron a Hipócrates, Galeno y Celso y, suspirando, declararon que todo sucedería según la voluntad de los dioses. A pesar de la fiebre, Julia chilló que los echasen de allí sin contemplaciones. Los médicos marcharon con aires pomposos y muy ofendidos por el trato.

Bien entrada la noche, Marco advirtió que Lucio se había dormido sentado en la silla. Julia todavía estaba despierta.

—¿Cómo se te ocurrió desplazarte desde la casa del difunto Martino hasta Londinium?

—Sabía que corríais un grave peligro —contestó. Al ver la expresión perpleja de su interlocutor, explicó—: A veces lo sabes, es así de simple. Además, tenía la carta de Cennla. Tampoco me costó mucho esfuerzo atar cabos. Tenía que estar allí.

—Tú siempre tienes que estar allí. También tenías que cruzar el Muro —se burló. «Y mira lo que te ha pasado», añadió para sí.

No se lo reprochó, pues no quería, ni podía, enfadarse con ella. Julia sabía lo enferma que estaba, las consecuencias que entrañaba un viaje como aquél, y aun así insistió en ir. Su enfermedad se había agravado peligrosamente, pero no podía recriminárselo; ella era como era y no la hubiese amado si fuera de otro modo.

Julia musitó algo que él no pudo entender. Se inclinó hacia delante y la escuchó decir:

—Debes casarte de nuevo.

—Lo haré.

Su amada era presa del delirio, y él nunca, bajo ningún concepto, la hubiese sacado de su error.

—Pero no te preocupes —su voz sonaba tan débil como los lastimeros maullidos de un gatito—, porque nos encontraremos al otro lado del río. Sé que lo haremos, puedo verlo.

Recostó la cabeza, agotada.

Agotada pero triunfante. Todo era como debía ser. La pena daba paso a la vida, y oró por ellos, por los dos únicos hombres a quienes había amado.

Ella había vivido; y ahora la vida tocaba a su fin. Había comenzado su último viaje, partía en busca de sus padres con la cabeza llena de historias que contarles y el corazón pleno de sabiduría. Algún día, otras dos figuras, sus dos hombres, cruzarían las brillantes aguas del río, la delgada línea que separaba la vida de la muerte, lo natural de lo sobrenatural... lo cruzarían y se reunirían todos y jamás se separarían, nunca. Permanecerían juntos hasta el fin de los tiempos. Hasta que el sol fundiese las montañas.

Se incorporó y lo tocó. Marco notó el frío tacto de su mano y en ese instante el hombre sintió un relámpago de dolor. Fue un dolor extraño, abstracto, y venía acompañado del poder para hacerlo desaparecer.

Él se inclinó todavía más sobre ella, tanto que los suaves tirabuzones negros de Julia le hicieron cosquillas en sus mejillas sin afeitar.

—Te quiero, Julia.

—Yo también te quiero, Marco Flavio Aquila —respondió con un susurro—. Desconozco por qué tienes más nombres que yo.

Se rió débilmente y sufrió otro ataque de tos; con cada espasmo, escupía finas gotas de sangre. Marco la limpió con un paño.

—Abrázame.

El soldado deslizó su brazo derecho tras la espalda de su amada y la incorporó. Se abrazó a ella, se abrazó con fuerza a su querida Julia, hundiendo su rostro en su pelo y sintiendo cómo se le partía el corazón. Ella se soltó y le puso la mano en el hombro. Estuvieron un rato así, inmóviles, mirándose el uno al otro en silencio. Su brazo cayó sin fuerza, él la tomó de la mano y se la volvió a colocar sobre el hombro. Permanecieron mucho tiempo así.

* * *

Al amanecer, Lucio se despertó, besó la fría mejilla de Julia y apoyó afectuosamente la mano en el hombro de Marco. El anciano salió de la habitación sabiendo que su corazón se le había roto con tal inmenso dolor; aunque sería más adecuado decir que se había desmoronado hasta quedar reducido a cascotes en el momento en que abandonó el dormitorio. Su corazón, como los viejos manuscritos que no van a ser leídos nunca más, se deshizo con un suspiro de resignación. Entró en su dormitorio, se tumbó serenamente en la cama, apoyó su pergamino preferido en la mesita, una copia de El sueño de Escipión de su admirado Marco Tulio Cicerón, cruzó los brazos sobre el pecho y se durmió para no despertar jamás.

* * *

La enterraron junto a su tío, en un bonito solar al pie de la calzada del norte, la que conduce a Eburacum, muy cerca de las puertas de la ciudad. Lucio fue enterrado en un bonito mausoleo. Julia en el suelo, a su lado; sólo la tapa de su sarcófago quedaba a la vista. La enterraron entre los oscuros tejos y los brillantes mausoleos y tumbas donde una vez, hacía muchos años ya, una niña y un marino sordomudo durmieron bajo la tenue luz de la luna en cuarto creciente. La enterraron vestida con sus mejores ropas de lana y seda bordadas con hilo de oro, el pelo recogido y envuelto en un lienzo y la cabeza apoyada sobre un lecho de hojas frescas de laurel. El ataúd estaba forrado con plomo y adornado con conchas de vieiras, el amuleto pagano de protección durante el viaje a la Otra Vida. El féretro fue introducido en un sarcófago de piedra de Barnak. Marco depositó en él las joyas de azabache que en su día le regaló, las compradas en Eburacum, y que a ella tanto le gustaban. «Me quedan muy bien; hacen juego con mis ojos», había dicho ella, girando y riéndose coqueta ante él. Cuánto la había amado. En el momento en el que depositaba las joyas, quedó cegado por las lágrimas.

Entre el cortège8, tras las plañideras contratadas, caminaba Marco seguido de cerca por Mus; el bravo sajón tenía los ojos enrojecidos y, de vez en cuando, lanzaba débiles sollozos; tras él iba Bricca, con todo un río de lágrimas recorriéndole el rostro y su chal cubriéndole la cabeza en señal de duelo. Por supuesto, no faltaban Valentino, Bonosio, Sannio, Silvano y Vertisa, los esclavos de Lucio, ni cierto maestro griego llamado Hermógenes, el cual trataba de encontrar sin éxito alguna explicación que le ayudase a superar su pena. También asistió Calpurnia, quien, además de un marido, sentía que había perdido a una hija. En último lugar estaba Solimario Secundino, el próspero comerciante, y su esposa, junto a sus dos hijas mayores, sus yernos y también la joven Elia, la muchacha que tanto había admirado a Julia.

Además del cortège, las calles que conducían a la puerta del obispo se colmaron de gente que quería presentarle sus respetos a su eficaz y honesto cuestor, el incorruptible romano que una vez impuso una multa a un pobre carnicero y luego la pagó él mismo, con su dinero. Y también querían estar presentes en el entierro de su hermosa sobrina, la que había muerto a causa de una demoledora cabalgada a medianoche, en pleno invierno, para salvar la vida de los dos únicos hombres que había amado.

* * *

Unas semanas más tarde, cuando la primavera ya había llegado a Burdigala, un poeta llamado Ausonio se enteró de la trágica noticia del fallecimiento de Quintiliano, el cuestor de Londinium, y de su hermosa, fascinante y temperamental sobrina. Recordó el poema que le prometió componerle, años atrás, durante una cena de sociedad, y sonrió para sí con tristeza, reconociendo que, en cierto modo, se había enamorado de ella.

Dos días más tarde, caminando por sus posesiones, un poema le vino a la mente. Aunque no era una época adecuada para las elegías, con la alegría de la primavera desbordándolo todo, ese poema lo era. Era una elegía acorde a la niña que conoció y a su severo y bondadoso tío.

Caminan en lo más profundo del bosque,

rodeados de un triste albor.

Entre juncos y perezosas amapolas,

lagos sin olas,

y arroyos sin voz.

Caminan en riberas sombrías

donde crecen viejas flores

que una vez llevaron

el nombre de los dioses.

* * *

Cuando escribió el poema y lo leyó en voz alta, Ausonio sintió que no era un epitafio para Lucio y su sobrina, sino para el mundo pagano al cual ellos habían pertenecido con orgullo y que estaba difuminándose poco a poco hasta convertirse en Historia.

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