Julia

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Segunda parte. Arma virumque » CAPÍTULO XIV

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CAPÍTULO XIV

Una mañana, Marco recibió la orden tanto tiempo temida. Regresaban a Londinium.

—No os preocupéis —dijo Milo reservado—; no estaremos allí mucho tiempo. Y otra cosa, hemos perdido un maldito optio.

—¿Quién? —preguntó Marco.

—Caelio. Se machacó la rótula anoche —refunfuñó—. El médico le está serrando la pierna; si prestas atención podrás escuchar sus bramidos. Nunca podrá caminar, al menos no veinticinco millas diarias cargado con sus pertrechos.

—¿Cómo sucedió?

—Nada heroico. Huía de un marido celoso, un herrero. Estaba borracho y cayó por las escaleras, eso fue todo.

—¿Has pensado en reemplazarlo?

—Pues claro —contestó el centurión mirándolo muy fijo—. Serás tú.

Le llevó un rato digerir la noticia de su ascenso. Ahora era un optio, el segundo en la cadena de mando, tras el centurión, con la responsabilidad de mandar a un contubernio, esto es, a ocho hombres. Su primer impulso fue abrazar, besar y salir bailando agarrado a su centurión hasta el patio de armas, pero se lo pensó mejor.

Lloviznaba, como solía suceder en mayo, cuando Marco cruzó el patio correspondiente al espléndido cuartel del legado, situado en el centro de la ciudadela de Eburacum. Al aproximarse a la puerta, ésta se abrió y una figura salió de ella deslizándose en la penumbra del ocaso. Marco intentó seguirla pero se quedó helado. Volvió a mirar a su alrededor pero no vio a nadie. Y, sin embargo, hubiese jurado que... había visto a Sulpicio. El hermano de Albino, el prefecto, la comadreja de las termas. Sacudió la cabeza confuso; ¿qué hacía ése en Eburacum?

Marco entró en el cuartel. La ceremonia fue breve e informal. Lo interrogaron someramente acerca de su carrera. El legado le contó que había conocido a su padre, un gran soldado. Asimismo, le preguntó por su estimado contacto en Londinium y a continuación le apoyó su espada sobre un hombro. Marco renovó su juramento de fidelidad al divino emperador, y lo nombraron optio y le dieron un vaso de vino. El vino era bueno y disfrutaron de un poco de charla intrascendente.

—Supongo que recibirá pocas visitas de Londinium, legado —dejó caer Marco con tono despreocupado.

—Pocas no, ninguna.

Y ambos estallaron en carcajadas.

Recogiendo su equipo para trasladarlo al pabellón de oficiales, esperó inútilmente que sus camaradas celebrasen algún tipo de despedida y no fue así. Sus compañeros, todos sin excepción, Mus, Clito, Brito y los demás, se cuadraron ante él. Ahora era un oficial. Les ordenó con toda la calma del mundo que recogiesen y limpiasen su equipo y la orden fue obedecida al instante.

Por la tarde, casi al oscurecer, participó en otra ceremonia. En el mayor de los secretos, en la intimidad de un templo donde los presentes llevaban todos una máscara de piel para ocultar su identidad, lo metieron desnudo en un pequeño pozo lleno de agua fría, tapado por una rejilla de hierro. Allí, tiritando de frío, juró solemnemente hacer el bien, ser un hombre de honor y guardar el secreto de su Fe. Abrieron los agujeros de drenaje y el pozo se vació; a continuación sacrificaron un ternero blanco sobre la rejilla y la sangre del animal se derramó sobre él, caliente, templando sus entumecidos músculos, y así nació dentro del culto a los seguidores de Mitra, el dios que murió y resucitó.

* * *

La vuelta a Londinium le resultó mucho más llevadera que la ida a Eburacum. Amén del buen tiempo, de la vista de los verdes prados y del aire repleto del zumbido de los insectos, apenas sentía fatiga tras una marcha de veinte millas, y eso que cargaba su equipo, y sus armas, a pie. Al igual que Milo, el joven optio había desdeñado la montura a la que los oficiales tenían derecho para realizar las marchas.

En ocho días llegaron al campamento de Southwark, donde se alojó en el barracón de oficiales, un lugar increíblemente cómodo.

—Recuerda, optio —le advirtió su centurión—. Que todos cagamos igual.

—¿Todos, estás seguro, el emperador también?

—No, todos no —admitió Milo tras meditarlo un instante—. El divino emperador caga oro puro.

Por la tarde Marco recibió una agradable sorpresa, la paga, su primera soldada como optio. Un reconfortante peso que añadir a su impedimenta.

Tras ejecutar los ejercicios de instrucción con sus hombres, cumplidos a la perfección, se tomó un relajante baño en las termas. Después se vistió una túnica limpia de lino, ceñida con su nuevo cinturón de cuero y un ligero manto de lana sobre los hombros. Por un momento dudó en ponerse sus recias muñequeras de soldado, pues conferían un aspecto demasiado rudo, pero decidió que sería mejor llevarlas, pues ocultarían la espantosa cicatriz de su antebrazo. Se dirigió al mejor barbero que conocía y pidió que lo afeitase. Al hombre que se sentó a su lado en la barbería le rizaron el pelo con tenacillas calientes y luego se lo untaron con un emplasto de canela. Su cabello hedía como un burdel sirio. Marco pidió un sencillo corte de pelo y un afeitado.

Bien acicalado, se dirigió a la villa de Lucio. Golpeó con la aldaba la puerta lateral, situada frente al arroyo, y esperó.

—¡Joven amo! —chilló Bricca, rompiendo a llorar desconsoladamente—. ¡Cómo ha crecido! Ay, Dios, pero si está hecho un hombre... y qué guapo es. Fíjate qué barba más cerrada... confío en que hiciese una ofrenda antes de su primer afeitado, joven amo. ¡Oh, amo Lucio, joven ama, vengan a ver quién ha llegado!

Marco entró en la casa tras lograr zafarse del abrazo de Bricca, obviando el comportamiento de la esclava.

Bajo la columnata del atrio vio a una bella joven de pelo negro recogido sobre la cabeza, ojos oscuros, que vestía una túnica de cintura alta de color amarillo azafrán y portaba dos pequeños pendientes de rubí. Nada más, ni joyas ni maquillaje alguno. Cuando salió de la penumbra a la luz del sol, enmudeció a Marco con su belleza. Sabía que Julia habría cambiado, habría crecido, igual que él, pero no tenía ni idea de cómo pudiera ser... hasta ahora. Tendría unos diecinueve años, casi veinte, tres años menos que él... pero estaba tan... cambiada.

—Debo ir a darle la noticia al amo —se despidió Bricca, y marchó enjugándose sus lágrimas con el delantal.

Julia se acercó a él deslizándose con la gracia de las mujeres que han pasado horas cultivando ese tipo de andar tan femenino a base de largos paseos entre los árboles, sosteniendo un plato de cerezas sobre la cabeza, superando su propio sentido del ridículo.

—Marco —saludó tendiéndole la mano.

—Julia —contestó él besándosela.

—Entonces —dijo ella volviéndole la espalda—, ni una carta, ni un mensaje que anunciara tu llegada. Apareces por la puerta como si nada tras... tras siete años de ausencia —se volvió a él y lo vio totalmente perplejo—. Supongo que en la legión no os enseñan modales.

—No, en realidad yo...

A buen seguro que no se hubiese librado de otra pulla de no ser por la súbita aparición de Lucio. Marco nunca había visto al cuestor apresurarse, y menos tomar carrera desde el otro lado del atrio para abrazar a alguien, por eso le dieron ganas de reír. Lucio lo abrazó con cariño y la risa que afloraba en la garganta del soldado se trocó en un molesto nudo en la garganta, casi en llanto. Lucio dio un paso atrás sin soltarle los hombros y exclamó:

—¡Hijo!

—¡Padre! —contestó Marco.

Se quedaron mirándose el uno al otro, sin palabras; por fin Lucio reaccionó.

—He oído que te han nombrado optio.

—Así es, padre...

«Hombres... ¿quién los entiende?», pensó Julia. No importaba su cuna, ni la esmerada educación que hubiesen recibido, en cuanto corre el peligro de que afloren sus sentimientos, se comportan como sementales. Y además había descubierto, o mejor dicho, había intuido algo muy interesante acerca de su tío: tras su coraza de estoico se escondía un hombre sensible; en realidad sospechaba que era el más apasionado de los hombres, y a ella nunca le fallaban sus intuiciones.

* * *

Esa noche, al entrar en el comedor, Marco se sorprendió de ver a Julia ayudando a poner la mesa a Cennla, y más aún de las muestras de complicidad que había entre ambos. En cuanto notaron su presencia, el esclavo abandonó el comedor y regresó a las cocinas. Marco la miró muy serio.

—Le he enseñado a leer —dijo Julia sin dejar de colocar platos y vasos sobre la mesa, obviando la indignación de Marco—. Ahora también nos podemos comunicar con signos, con gestos.

No contestó, nunca antes se había sentido celoso.

—Esto es para ti —anunció tendiéndole una pequeña cajita de madera.

Julia la aceptó e inmediatamente miró su contenido. Por dentro estaba acolchada de seda roja. La caja contenía cogedores de pelo, broches, una pulsera y un par de pendientes. Las joyas estaban fabricadas con azabache. No podía levantar la vista de ellas.

—Las compré en una tienda de Eburacum —explicó—. Proceden de la costa oriental... supuse que le quedarían bien a una mujer morena como tú.

Tardó un buen rato en recobrar la presencia suficiente como para mirarlo a los ojos.

—Gracias —sonrió—. Son muy bonitas —miró nerviosa a la mesa—. La cena estará lista dentro de un momento; mientras, voy a guardar tu regalo.

* * *

Marco llamó tímidamente a la puerta de los aposentos de su padre adoptivo.

—Tengo algo para usted, padre. Es un regalo.

Lucio desenvolvió el presente, una piedra, y se lo agradeció muy serio.

—Es muy rara, ¿no cree?

—En efecto, lo es —confirmó el cuestor sopesando la piedra en la mano.

—La encontré muy cerca del Muro; pensé que quizá le gustaría conservarla en el jardín.

—Es muy interesante. Creo que la guardaré aquí. Gracias, querido hijo.

Marco abandonó la habitación. Se fue pensando en lo triste y cargado de trabajo que estaba su padre y también en su desconocida afabilidad... se estaba ablandando con la edad, sin duda.

Una vez que la puerta de su habitación quedó cerrada, Lucio tomó el fósil de amonite en sus manos y lo colocó cuidadosamente sobre una esquina del escritorio. Contemplando la piedra, le vino a la memoria el comienzo de una famosa cita de Sófocles: «Existen muchas maravillas...». Y, tras mirar a la puerta, cerrada, recordó el final de la frase: «... pero no hay maravilla mayor que el hombre».

* * *

Marco encontró la cena enternecedora y formal a la vez. Lo más conmovedor para él fue la discreción con que Julia salió del comedor y regresó engalanada con un precioso vestido rojo y las joyas que él le había regalado. El negro de las piedras de azabache no le hubiese sentado tan bien a la túnica amarilla que vestía por la tarde. El contraste con el rojo era magnífico.

Hubo momentos durante la cena en los que se sintió celoso, pues notaba la compenetración entre Julia y Lucio. Tuvo que tomárselo con calma; ambos habían convivido mucho tiempo y se notaba un fuerte lazo de unión entre ellos. Incluso se gastaban afectuosas bromas. Estaba perfectamente claro que Lucio era un padre para Julia, mientras para él, para Marco, siempre sería su respetado y reverenciado tutor.

Lucio intercambió mucha información con Marco; el soldado le hablaba de la vida en las plazas de la frontera y, a cambio, el cuestor informaba de la seria precariedad que vivía la parte oriental del imperio.

—Constancio II está envuelto en una crudelísima guerra con Persia. Una guerra que ningún bando ganará... no sé cuánto tiempo tardará el imperio en caer. Al menos el emperador de Oriente cuenta con la consideración de los militares, a quienes comanda con autoridad y buen sentido. Nuestro divino Constante, desgraciadamente, vive aislado en compañía de esos muchachitos germanos...

Marco alzó una ceja sorprendido, pues nunca había escuchado a Lucio pronunciar un discurso tan cercano a la traición.

—Digamos —concluyó el cuestor— que Constante no cuenta con todo el apoyo militar que debiera... parece como si los generales estuviesen un tanto... díscolos.

—¿Qué opina Magnencio? —terció Julia.

Los dos hombres le lanzaron una mirada por encima de la mesa. No había nada más heterodoxo, por decirlo de alguna manera, que una mujer tratando de temas militares y políticos. Pero así era Julia, y lo sabían.

—Magnencio es un general destacado en la Galia —explicó Lucio—. Lo conocimos en una cena social, un compromiso, ya sabes. Él también se encuentra bastante preocupado por la situación del imperio oriental.

—Lucio... en Eburacum vi, o creí ver, a Sulpicio; ¿tienes idea de qué asuntos pudieron llevar allí a ese... personaje?

—El legado de las fortificaciones norteñas es cristiano, creo que ya lo sabes —hablaba muy serio e inquieto—. No me puedo imaginar ninguna otra razón, aunque no me parece suficiente motivo. ¿Recuerdas la visita del emperador? Vino para aplastar la insurrección de los pictos personalmente. Ciertos rumores que circulan por ahí apuntan a un posible pago para fomentar una revuelta y obtener un motivo para acabar con ellos, como ocurrió a fin de cuentas... pero resulta harto preocupante saber que puedan darse tales acuerdos entre ciudadanos destacados del imperio y esos... extranjeros.

Marco estaba contento de hallarse en el hogar, a pesar de la triste situación política dibujada por Lucio. Cómo odiaba a los políticos, a los trepas que medraban a costa del esfuerzo de otros, como las ratas que luchan y se muerden para alcanzar el grano.

Finalizando la cena, Lucio los dejó solos con la excusa de ir a su despacho para traer el fósil y enseñárselo a su sobrina. Cuando salió, Julia extendió un brazo hacia Marco, mostrándole su nueva pulsera.

—Me queda muy bien.

Él asintió y al instante sintió una punzada de algo, no sabía qué. Una sensación conmovedora.

—¿Qué te pasó? —preguntó Marco señalando una cicatriz en el brazo derecho de Julia.

—¿Esto? —dijo con una sonrisa—. Un arañazo, recuerdo de Ahenobarbus. Es la manera que tiene de mostrar su desagrado —pasó el dedo sobre ella y añadió—: Desgraciadamente se infectó y me ha quedado esta marca tan fea. ¿Es horrible, verdad?

—No, no es para tanto —replicó con una sonrisa.

Marco se quitó la muñequera que le cubría el antebrazo derecho y le mostró una espantosa cicatriz.

—Ésta sí es horrible —sentenció poniendo su antebrazo sobre la mesa, con la mano vuelta hacia arriba. Ambos jóvenes se quedaron atónitos cuando vieron que tanto la longitud como la forma de la cicatriz eran idénticas.

—¿Cuándo sucedió?

—No preguntes. —Marco no quería saberlo... y ella, en realidad tampoco. Parecía brujería.

—Fue durante una rápida escaramuza con una banda de atacotos —explicó mientras se colocaba de nuevo el brazalete.

Sabía que Julia no lo escuchaba, tenía la mirada fija en él y, cuando sus ojos se encontraron con los de ella, no pudo articular otra palabra más. Sabían que estaban unidos por algo que los sobrepasaba, una cadena irrompible, una sensación de conciencia bastante inquietante por otra parte.

—La suerte que tienes es que las mujeres admirarán más tu cicatriz que los hombres la mía —comentó Julia, sobre todo para romper el silencio.

—Ya, pero a ti no te gustan los hombres con cicatrices, estoy seguro.

—No, a decir verdad, no me agradan.

—Eso está bien —dijo un poco más relajado—. Aborrezco a las mujeres que admiran las cicatrices; son unas descerebradas, unas... fulanas, si me permites la expresión.

Julia pensó en Marcela y Livilla, casadas recientemente. Ninguna de las dos mostraba el menor empacho al hablar de sus amantes. Seguro que a cualquiera de las dos les gustaría el atractivo soldado que tenía sentado ante ella.

—Pues podría presentarte a un par que...

—No, gracias, de verdad. No te molestes.

A su regreso, Lucio los encontró riéndose, tranquilos.

Por la noche, ambos soñaron con cicatrices, con un búho que se les acercaba volando y los hería en el mismo brazo y de la misma forma, con sus espolones. Ellos juntaban sus heridas... luego iban en bote, cruzando un oscuro río, guiados por un barquero encapuchado, rodeados de un silencio sobrecogedor.

Nunca se contaron sus sueños.

* * *

A la mañana siguiente, muy temprano, cuando Julia estaba organizando las tareas de los esclavos, alguien aporreó la puerta. Fuese quien fuese, parecía traer algo muy urgente.

—¿Qué demonios pasa? —murmuró Bricca abriendo la puerta.

—Traigo un mensaje urgente desde el campamento militar —anunció un mensajero sudando copiosamente—. He de entregarlo al cuestor y a la joven Julia —dijo cabizbajo. Julia tomó el mensaje y lo abrió nerviosa.

Padre, Julia, salud.

Acabamos de recibir la orden. Nos embarcamos inmediatamente con destino a Antioch como aliados del emperador Constancio II en la frontera persa. El divino emperador en persona oficiará de comandante en jefe. Siento que tal urgencia no me permita despedirme de vosotros personalmente. Tenedme presente en vuestras plegarias.

Marco

Si tuviese a Marco frente a ella... le pegaría, lo golpearía sin miramientos.

—Entrega esto a Lucio —ordenó a Bricca al tiempo que salía corriendo a toda prisa hacia el puerto, bajo el puente del río.

El muelle era un auténtico caos de porteadores y estibadores cargando barcos con barriles de agua, ánforas de vino, carne seca y galletas. También estaba atestado de soldados vociferando mientras embarcaban en unas naves pequeñas de sólido aspecto que estaban atracadas a lo largo del dique. Julia tenía los ojos muy abiertos, intentando encontrar a Marco. Una de las naves ya estaba cargada, repleta de legionarios, y los marineros habían comenzado las maniobras chillándose unos a otros en una lengua ininteligible para ella. Siria... Siria estaba al otro lado del mundo, y la esperanza de vida en la frontera persa era demasiado corta... los persas eran su más antiguo y encarnizado adversario.

Por fin lo vio. Allí estaba, charlando tranquilamente con un grupo de soldados. Asintiendo con la cabeza muy sonriente. ¡Sonreía! El sonreía y sus acompañantes también parecían alegres... ¡Cómo osaban...!

Lo llamó, gritó su nombre. Pero no la oía, no entre aquel barullo de gente, de órdenes dadas a voz en cuello... y su voz no podía competir con aquellas otras. Finalmente el barco donde navegaría Marco soltó amarras y avanzó lentamente hacia la boca del puerto, tomando velocidad a medida que se acercaba a la corriente del río. Al atravesar los arcos del puente la nave ya se deslizaba rauda sobre las aguas.

Ella lo llamó una y otra vez, pero Marco ni siquiera se volvió. Esperó hasta que una segunda nave le ocultó la vista del barco donde viajaba... él. Volvió a ver la embarcación cuando ésta tomaba el primer meandro; luego la perdió de vista.

Lloró desconsoladamente al abandonar el puerto. Un esclavo le cortó el paso sin darse cuenta y lo golpeó con saña. Nunca volvería a ver a Marco. Jamás. Aunque volviese dentro de cinco años, llorando, rogando por ella. Lo rechazaría. Se negaría a verlo mientras viviese.

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