Julia

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JULIA no estaba muy convencida de participar en la fiesta. Si Sebastian no iba a estar, y dudaba que lo estuviera, tampoco tenía muchas ganas de asistir. Pero, por otra parte, le brindaría la oportunidad de hablar con Oliver y de mostrarse ante los que podían preguntarse por su desaparición de la otra noche del baile de lady Jersey.

Bajó tarde, por lo que la mayoría de los invitados ya estaban reunidos. Caroline y la duquesa seguían junto a la puerta, recibiendo a los que llegaban más retrasados, así que no le quedó más remedio que unirse a ellas.

Caroline le dedicó una sonrisa de la que se desprendía un ligero reproche por su tardanza, pero fue la mirada de la condesa la que la impresionó más: de tan fría como era, podría haber hecho que el mismísimo infierno se congelara. Sin embargo, sólo unos segundos después, la mujer esbozó una falsa sonrisa mientras contestaba a un comentario jocoso de una amistad.

La mayoría de los invitados que iban llegando eran demasiado educados para demostrar cualquier tipo de curiosidad acerca de la repentina marcha de Julia del baile de lady Jersey. Sin embargo, mientras estrechaba manos y hacía educados comentarios, percibió con claridad unas cuantas miradas especulativas hacia su persona. No obstante, mantuvo la cabeza alta y actuó como si no tuviera ni idea de que hubiera nada sobre lo que murmurar. Se felicitó por su trabajo bien hecho cuando al fin pudo apartarse de la puerta sin que le hubieran hecho ni una sola pregunta impertinente.

Caroline, en un aparte, le informó de que sólo lady Carruthers había mostrado la suficiente falta de educación como para preguntarle abiertamente sobre lo que, de hecho, todo el mundo debía de querer saber, así que ella no contó otra cosa que lo que habían acordado. Sin duda, esa explicación ya se estaría extendiendo por la sala como un reguero de pólvora, así que si Julia se comportaba como si no hubiera ocurrido nada fuera de lo normal, podría pasar la velada bastante bien. Mientras el conde no hiciera otra aparición repentina para llevársela. Sonrió al pensarlo, deseando para sus adentros que así fuera, y aún seguía sonriendo cuando el señor Rathburn se acercó a ella.

—Buenas noches, señora Stratham. Está tan encantadora como la rosa a la que ese vestido la hace parecerse.

—Oh, muchas gracias, señor Rathburn, pero me temo que me está adulando.

—Eso sería imposible —replicó él, galante, y le ofreció el brazo—. ¿Puedo acompañarla a las mesas donde se sirve refrigerio?

—Por supuesto, señor —repuso ella, sonriente, para acto seguido ponerle la mano sobre el brazo y dirigirse junto a él hacia las largas mesas que se habían dispuesto en los comedores—. Me avergüenza admitirlo, pero estoy hambrienta.

—Yo también —murmuró él, pero por el lugar donde tenía clavados los ojos, era evidente que no se estaba refiriendo a la comida.

Julia hizo como si no entendiera lo que quería decir, pero no le hizo ninguna gracia. A medida que avanzaba la velada, cada vez le fue gustando menos lo que estaba ocurriendo. Se fue haciendo evidente que había habido un cambio sutil, pero apreciable, en la actitud que los caballeros mostraban hacia ella. Mientras que antes eran tan respetuosos como hubiera deseado una tía solterona, ahora sus comentarios se habían convertido, a veces, en demasiado personales, sus cumplidos habían devenido explícitos en exceso y sus miradas audaces en demasía. En resumen, la trataban como si estuviera a punto de convertirse en una mercancía. Julia, terriblemente avergonzada y más que ofendida, hizo todo lo que pudo para comportarse con normalidad con todos excepto con aquellos cuya actitud era peor. La mejor manera de anular ese comportamiento, razonó Julia, era hacer como si no existiera.

Con las damas le fue un poco mejor, pero no mucho. Ninguna le volvió la espalda o no quiso saber nada de ella, pero algunas, sobre todo las jóvenes casadas, se mostraban claramente frías con ella. Julia podía entender a las mayores, y trató de redimirse a sus ojos comportándose con la mayor propiedad. Pero las más jóvenes la confundían, hasta que oyó parte de una conversación que le permitió entender su actitud.

—Ya sabes que dicen que mató a su esposa —decía lady Westland, una morena rellenita de unos treinta años.

—No me importaría aunque hubiera matado a tres esposas —replicó la honorable señorita Mayhew, una pelirroja delgada que quizá fuera un poco más joven que su amiga—. ¡Es guapísimo! Estuve a punto de morirme cuando entró en casa de lady Jersey de esa manera, sin ni siquiera decir un «con permiso» y salió bailando con la señora Stratham. ¡Fue tan romántico! ¿Por qué a mí nunca me ha pasado nada así?

—Pues ya puedes dar gracias de que no te haya pasado. ¿Te gustaría acabar como la pobre Elizabeth Tynesdale?

La señorita Mayhew hizo un mohín encantador.

—¡Bah! No he dicho que quisiera casarme con él, ¿no? Y dudo mucho que sea el matrimonio lo que tiene en la cabeza con su pequeña... ¿Qué son? ¿Primos? Estoy segura de que le van más las aventuras cortas. Como a mí.

Lady Westland rió a carcajadas y le dio a su amiga con el abanico en el brazo.

—¡Qué mala eres, Irena! ¿Qué diría nuestro querido Wesley?

—Nada, porque nunca se enterará. Además, Wesley es un aburrido. ¿Te he contado que...?

Julia no oyó nada más porque las dos damas comenzaron a alejarse. Había estado bebiendo una copa de ratafía, mientras esperaba a que el señor Rathburn regresara de llenarse por segunda vez el plato en el bufet. Iban a ir juntos a ver cómo jugaban al whist en la sala de cartas que Caroline había dispuesto. Una planta la había protegido como un escudo de las damas durante aquella conversación, pero lo había oído todo perfectamente y aquello le había proporcionado bastante información. ¡Claro, muchas de las jóvenes la envidiaban! Como era de esperar, el conde no estaba entre los favoritos en el mercado casamentero; la sospecha de que había asesinado a su esposa y el revuelo que eso había causado eran suficientes para que así fuera, pero como amante... Aquellas damas tan correctas querían a su hombre en la cama y nada más, y saberlo le gustó y le disgustó al mismo tiempo. No le importaba mientras mantuvieran las garras apartadas de Sebastian y éste se mantuviera alejado de ellas. Pero si mordiera el anzuelo de alguna de aquellas arpías, sería otra historia. A Julia le sorprendió darse cuenta de que sólo esa idea le hacía apretar la mano con que sujetaba la copa. Era muy revelador descubrir que podía ser tan celosa como lo era Sebastian.

—¡Aquí estás!

La voz era la de Oliver, y Julia dio un respingo como si acabara de oír un disparo. La ratafía le salpicó todo el vestido por delante, y ella soltó un suspiro de consternación. La oscura seda roja estaba absorbiendo la mancha sin que se notara demasiado, pero de todas maneras, Julia dejó la copa sobre una mesa cercana y se frotó la mancha con la servilleta antes de mirar a Oliver, que estaba junto a ella y la contemplaba enfadado. Había llegado muy tarde; Julia había empezado a creer que ya no aparecería.

—Quiero hablar contigo, Julia, en privado. —Parecía muy serio, con los ojos duros y la boca implacable. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho, como si fuera el maestro y ella una niña a la que castigar.

—Yo también quiero hablar contigo, Oliver, pero, por favor, baja la voz. No es necesario que toda la sala se entere de nuestros líos.

—Lío es la palabra, ¿verdad? —replicó él con aspereza—. De tu relación con Moorland, me refiero. ¿O vas a negarlo? He oído de tres fuentes distintas que te estaba besando en la terraza de los Jersey. ¡Y después de aquella desagradable demostración en el salón de baile!

Julia suspiró. Aquello sería peor de lo que había esperado. El caballero civilizado que Oliver siempre había sido ante ella, había desaparecido con su furia. Por lo general, ella se habría enfadado con él también, pero esa vez sentía que se merecía todos los insultos que lord Carlyle le lanzara. Había estado jugando con él, en cierto modo, al hacerle creer que podían casarse cuando su corazón siempre había sido de Sebastian y no había otra posibilidad.

—Si vas a reprenderme, y ¡tienes todo el derecho a hacerlo!, al menos ten la decencia de que sea en privado. Ven conmigo al estudio, por favor.

Oliver apretó los labios e hizo una inclinación, demasiado enfadado para hablar.

Como veía los codazos y las ávidas miradas que se volvían en su dirección, Julia le sonrió para guardar las apariencias. Cuando él no le ofreció el brazo, caminó junto a él y lo guió al santuario privado de Sebastian, que era la única habitación de las dos primeras plantas en que no había nadie de la fiesta. Cuando Julia le indicó la entrada, Oliver se apartó para dejarla pasar y luego cerró la puerta tras de sí.

Sus ojos eran duros como ágatas cuando se apoyó en la puerta cerrada y la miró como si fuera un asqueroso resto de basura que se hubiera encontrado en el camino. A Julia no le gustó que la mirara así, y alzó la barbilla. Pero a fin de cuentas, él tenía derecho a estar enfadado, así que se resignó a soportar su furiosa invectiva y su lección de moral durante un cuarto de hora antes de pedirle que se marchara.

—Creo que me debes una explicación —dijo él furioso, pasado un momento—. ¿Tengo razón al creer que tienes una aventura con Moorland? ¿Te ha obligado? Porque si lo ha hecho...

—Sebastian me ha pedido que me case con él —le interrumpió Julia con calma, las manos unidas al frente mientras le comunicaba la noticia a Oliver de la mejor manera que se le ocurrió—. Y le he dicho que sí.

Lord Carlyle se quedó mirándola, mientras un profundo color rojo le subía por el pecho y le salpicaba la cara.

—Sin duda se te da muy bien coleccionar propuestas de matrimonio, ¿verdad? A esta hora anoche, estabas prometida a mí. O al menos eso pensaba yo. Me pregunto qué te ha hecho elegir a Moorland. Soy mucho mejor partido, sabes. Soy más rico que él, y a Moorland ni siquiera lo reciben en sociedad. Además, nadie ha sospechado nunca de mí que matara a mi esposa. ¿O es eso? ¿Te gustan los hombres violentos? ¿He sido demasiado considerado contigo? ¡Te aseguro que no soy así en la cama!

—Lo siento mucho, Oliver, pero yo... —comenzó Julia, sin hacer caso de su furioso discurso y pensando en calmarlo, pero él la interrumpió con un rugido.

—¡Lo sientes! ¡Lo sientes! ¡Por Dios, yo sí que voy a hacer que lo sientas!

Cruzó la sala incluso antes de que ella se diera cuenta de que se había movido, y la agarró con crueldad y la abrazó con fuerza. Le atrapó los labios con la boca, y le pasó las manos por el cuerpo de una forma tan íntima que Julia quiso retorcerse de asco. Pero él era fuerte, y la cogía de tal manera que ella no podía moverse. Le metió la lengua en la boca, y por un instante, Julia pensó en morderle, pero después de todo, ése era Oliver, y ya le había hecho daño. Pero entonces, él la alzó del suelo y la llevó al sofá que había en el lado opuesto al escritorio. La dejó allí, se tiró junto a ella y la aprisionó con el peso de la parte superior del cuerpo mientas se arrodillaba junto al sofá.

—¡Detente, Oliver! —le ordenó ella con severidad, como si se dirigiera a un escolar travieso.

Los ojos grises de lord Carlyle ardían, y le agarraba los brazos con tal fuerza que le hacía daño.

—Apuesto a que no le dices eso a Moorland —gruñó con desprecio—. Apuesto a que le dejas hacer contigo lo que quiera. ¡Vi cómo lo mirabas anoche en el baile, zorra! Lo deseabas... No me casaría contigo ni aunque me lo rogaras, pero voy a poseerte. Igual que él. Y ni siquiera tiene la excusa de ser tu prometido. Al menos no entonces. Y una vez yo te haya tenido, él ya no te querrá.

—¡Oliver, para! ¡Deja que me levante! —Julia se estaba asustando.

Lord Carlyle parecía loco de furia; los ojos le destellaban de rabia y tenía la boca apretada. Julia se asustó al ver que se hallaba completamente a su merced. Era muy fuerte, y a ella le sería imposible escaparse por la fuerza. Podría gritar... Julia se estremeció al pensar en el escándalo que eso causaría. Y lo peor de todo era que Sebastian se enteraría sin remedio.

—¡Bésame, zorra!

Julia estaba esquivando su exigente boca, mientras buscaba con desesperación algún tipo de solución que no la hiciera verse implicada en un enorme escándalo, pero no se le ocurría nada. Él puso las manos a ambos lados de la cabeza de ella y le aplastó la boca con la suya. Pero le había dejado las manos libres, y Julia estaba a punto de arañarle la cara cuando se le ocurrió una idea mejor. Si fingía seguirle la corriente, quizá tuviera la oportunidad de escapar sin que Oliver supiera cómo y sin que Sebastian se enterara de nada.

—Oh, Oliver —le murmuró en la boca, y abrió la suya un poco; le permitió besarla mientras le rodeaba el cuello con los brazos y hundía los dedos en su espeso cabello.

Furioso como estaba, aquel hombre le estaba haciendo daño en la boca, pero aun así besarle no le resultaba del todo desagradable. Simplemente no conseguía despertar en ella las locas ansias que sentía con el más ligero roce de Sebastian.

Él le había metido la mano, áspera y dura, bajo el escote y le cubría el pecho. Julia dio un brinco y trató de apartarse. No había pensado que las cosas llegaran tan lejos. Ya estaba apretando los puños, preparándose para lanzarle un buen gancho a la nariz, cuando la puerta se giró totalmente sobre los goznes y golpeó con fuerza la pared. Julia miró hacia allí y Oliver también, ambos sorprendidos. Y cuando ella vio quién estaba allí, los ojos se le salieron de las órbitas de puro horror.

Era Sebastian. Tras él se hallaba su madre, con una sonrisa satisfecha en los labios. Julia no tuvo ninguna duda sobre cómo el conde había sabido dónde encontrarla.

Sebastian estaba colérico. Julia lo supo con sólo mirarlo una vez. Empujó a Oliver por los hombros en un fútil intento de quitárselo de encima y sentarse. Pero el estúpido no parecía enterarse del peligro que corría, porque continuó arrodillado en el suelo junto al sofá, con la cabeza demasiado cerca de la de ella, y ¡la mano aún en su pecho! Julia ahogó un grito al darse cuenta de eso, y rápidamente agarró la mano ofensora y se la quitó de encima antes de comprender de que hacerlo sólo serviría para que Sebastian se fijara más en el modo en que Oliver la había estado tocando.

Miró a Sebastian aterrorizada y rogó por que, de alguna manera, él no se hubiera percatado. Pero con sólo un vistazo supo que sus plegarias eran en vano. Él la miraba como si estuviera viendo el infierno, mientras en sus ojos las llamas azules presagiaban la muerte.

—Levántate del maldito suelo, Carlyle.

Las sílabas, gélidas y guturales, hicieron temblar a Julia. Había un cierto toque de brusquedad en esa suave voz que Julia nunca había oído antes. Sebastian estaba a punto de matar a alguien y Oliver era sólo la primera víctima que tenía en la cabeza.

—Sebastian, cariño, no es lo que crees...

—Calla. —La mirada que le lanzó hizo que se le estremeciera hasta el alma. Luego él se volvió hacia Oliver—. Y tú, canalla, levántate. A no ser que quieras que te parta la cara incluso antes de que te pongas en pie.

—¡No tiene ningún derecho a entrar así aquí y amenazarme! —bramó lord Carlyle, y Julia se dio cuenta de que estaba fanfarroneando. Ante la gélida amenaza del conde, la furia de Oliver se había visto aplacada por el miedo. Y Julia no podía culparle. Debía de haber visto, como lo había visto ella, que en su estado, Sebastian era más que capaz de cometer alguna barbaridad. Y entonces, para su horror, Julia oyó a Oliver añadir—: Julia es mi prometida. Nos vamos a casar mañana, y por eso, ¡nuestro comportamiento no tiene nada que ver con usted!

—¡Oliver! —exclamó Julia horrorizada, y lo miró furiosa antes de volver su atención hacia Sebastian, que la miraba con todos los fuegos del infierno ardiendo bajo la gélida superficie de sus ojos—. ¡Sebastian, eso no es cierto!

Lord Carlyle seguía de rodillas junto a ella, y Julia tuvo que empujarle para poder ir hacia Sebastian. Éste seguía en la puerta con un aspecto hermoso y terrible vestido con su chaqueta azul, chaleco blanco y pantalones de rayas, y el cabello rubio peinado con elegancia. La ira que desprendían aquellos ojos azules, azules...

—¿No lo es? Tengo una licencia especial en el bolsillo que lo demuestra —repicó Oliver—. Julia y yo nos casamos mañana. Y también tengo una nota que ella llevó personalmente a mi casa, en la que me pide que me reúna con ella aquí hoy. Para discutir los arreglos de la boda, sin duda.

—¡No! —gimió Julia; se levantó como pudo del sofá y corrió junto a Sebastian.

Le agarró por el brazo, pero él la apartó con una ferocidad que la envió tambaleándose hacia atrás. Se chocó contra el escritorio y se hubiera caído al suelo de no haberse apoyado en él. Se aferró al borde con ambas manos y miró a Sebastian consternada. Él ni siquiera la miraba. Tenía los furiosos ojos clavados en Oliver, que le devolvía una mirada de desprecio. Los dos hombres se observaban tensos como dos gallos de pelea.

—Enséñame la licencia y la nota —exigió Sebastian, hablando entre dientes.

Oliver, con un destello de satisfacción, se puso en pie y sacó del bolsillo de la chaqueta un papel doblado y otro estrujado, que Julia reconoció horrorizada como la nota que le había escrito aquella tarde. Oliver dio dos pasos y le tendió los incriminadores documentos al conde, que los cogió con mano tensa y los leyó.

—Lo de casarnos con una licencia especial fue idea de Julia. Me dijo que quería concluir todo el asunto mientras usted estaba fuera de la ciudad. Me dijo que usted trataría de detenerla porque la quería para sí, pero yo pensé que estaba exagerando el peligro, como suelen hacer las mujeres. Me disculpo, Julia, por no ser más comprensivo y por lo que te he dicho aquí antes. Ahora entiendo qué trataste de hacer en el baile de lady Jersey anoche. Simplemente estabas tratando de despistar a Moorland hasta que estuvieras segura casada conmigo. Deberías haber confiado en mí para que te protegiera, querida. Él no tiene ningún poder sobre ti, diga lo que diga. Con esa licencia, nos podemos casar mañana como habíamos planeado, y no habrá nada que él pueda hacer. —La voz que Oliver dirigía a Julia era más calmada, y cargada de falsa compasión y preocupación, ya que había visto la manera de vengarse tanto del conde como de ella.

Julia, que lo escuchaba horrorizada, no podía hacer nada para salvarse. Se sentía como inmovilizada por las oleadas de gélida cólera que emanaban del tenso cuerpo de Sebastian.

—¿Algo de eso es cierto, Julia? —Las sílabas mesuradas y remotas hicieron que ella se estremeciera. Lo único que pudo hacer fue mirarlo aterrorizada, con ojos suplicantes, mientras negaba con la cabeza.

—No —susurró al fin, y sus ojos se unieron a los de él en una mirada que excluía a todos los demás.

Lord Carlyle soltó una áspera carcajada.

—Vamos, Julia, ¿aún le tienes miedo? ¿Puedes negar que estuviéramos planeando casarnos mañana? ¿Sin que lo supiera Moorland? ¿O que me dijiste que estaba tratando de obligarte a tener una aventura y que casarte conmigo era la única manera de evitarla?

Julia miró a Sebastian a los ojos, y vio que no podía mentirle.

—Oh, Sebastian, lo que dice es cierto, pero... —susurró con tristeza, decidida a contarle toda la historia.

Pero Oliver la interrumpió con una sonrisita de satisfacción en el rostro.

—¿Lo ve, Moorland? Sea lo que sea que le haya dicho, sólo fue para despistarle. Su intención ha sido siempre casarse conmigo.

—¡Sebastian, no! Yo...

Él la hizo callar de una sola mirada. Ella le contempló con ojos desorbitados mientras que él, lenta y deliberadamente, rompía en pedacitos la licencia y la nota, y los dejaba caer al suelo. ¿Sería posible que, por algún milagro, superara la desconfianza que había en él por todos esos años de falta de cariño y que fuera capaz de confiar en ella en esa ocasión?

—Nunca te casarás con ella, Carlyle, y no sólo porque yo no lo permita —dijo Sebastian con voz tranquila, demasiado tranquila. Julia sintió una terrible inquietud mientras él apartaba la mirada de Oliver para clavarla en ella—. Nunca te casarás con mi querida prima política Julia Stratham simplemente porque no existe. Su auténtico nombre es muy vulgar, Jewel Combs, ¿era así, no, Julia?, y ha vivido la mayor parte de su vida en los barrios bajos de Londres. Se convirtió en parte de mi familia al participar en un robo que finalmente acabó con la vida de mi primo. Ah, sí, creías que no sabía eso, ¿verdad, amor? Pero no soy tan tonto como te crees. Ya tenía a los agentes tras tu pista antes de que hubieras pasado una hora en mi casa, y me contaron toda la historia en cuanto regresé de White Friars. Pero para continuar, Carlyle, añadiré que Jewel Combs coaccionó a mi primo para que se casara con ella en su lecho de muerte y después tuvo la desvergüenza de presentarse ante mí como su doliente viuda. La acogí, y si la miras, ya sabrás por qué, y acepté educarla para hacer de ella una dama. Lleva varios meses siendo mi amante. Y bien, Carlyle, ¿aún sigues queriendo convertirla en tu esposa?

Sebastian no había apartado la mirada de Julia mientras hablaba. Y ella también lo miraba, como hipnotizada por la magnitud de la humillación que le estaba imponiendo. Casi ni se dio cuenta de la mirada horrorizada de Oliver o de los grititos a coro y las fascinadas miradas de la gente que había acabado reuniéndose junto a la condesa en la puerta del estudio.

—¿Julia? —El rostro de Oliver era un estudio en emociones encontradas.

A ella no le apetecía precisamente ponerse a diferenciarlas y siguió mirando a Sebastian sin apartar los ojos de él. Que la desnudara así delante de todos... no podía soportarlo. Quería salir, desaparecer, deshacerse en un charquito en el suelo, pero se negaba a darle a Sebastian la satisfacción de ver lo devastador que había sido el golpe que le había asestado. En vez de eso, alzó la barbilla, cuadró los hombros y abandonó el apoyo del escritorio para enfrentarse al conde directamente.

—La mayoría de lo que ha dicho es cierto —replicó con helada claridad, y dirigiéndose de manera inconfundible a Oliver, aunque seguía sin apartar la mirada de Sebastian—. Sin embargo, se equivoca en unos cuantos detalles, aunque no voy a molestarme en corregirle ahora. Lamento haberles engañado... a todos. —Esto lo dijo refiriéndose a los boquiabiertos espectadores que se hallaban en la puerta.

Sebastian, con el rostro tan blanco como el lino y los ojos ardiéndole de ira, la miró mientras ella se acercaba hacia él sin vacilar.

—Discúlpeme —dijo ella con total calma, y él se apartó para dejarla pasar como si estuviera en un trance.

Según avanzaba a su lado, el gentío le abría paso. Sebastian se volvió hacia ella, con los ojos brillando por alguna emoción que Julia no supo descifrar.

—Julia... —la llamó Sebastian con un áspero graznido.

La joven se detuvo un momento, volvió la cabeza sobre el blanco tallo de su cuello y lo miró con desprecio.

—Eres un imbécil, Sebastian —dijo con toda claridad, y luego se alejó, soportando las ávidas miradas de los invitados con una calma digna de una reina que va camino al cadalso.

La mayoría de los rostros, con los ojos llenos de asombro y la boca abierta, parecían iguales. Sólo la cara de la condesa madre, con sus ojos idénticos a los de Sebastian, atravesó la niebla que la rodeaba. Y en esos ojos vio reflejado odio y triunfo a la vez.

En respuesta, Julia alzó la barbilla un poco más, y luego todos los mirones se volvieron para observarla caminar con firmeza por el salón y bajar la escalera. Un sorprendido lacayo corrió a abrirle la puerta cuando vio que tenía la intención de marcharse. En seguida, Julia se encontró caminando hacia la fresca humedad de una noche de primavera tardía.

A pesar del delicado vestido de seda, que dejaba al descubierto la mayor parte de los brazos y el escote, no notaba el frío que le estaba poniendo la piel de gallina. Avanzó a lo largo del atestado paseo que era Piccadilly, bajó por Haymarket y Whitehall, sin fijarse en que cada vez había menos gente ni en que ésta cambiaba de aspecto, ni tampoco en los piropos y las miradas lascivas que recibía una joven que iba sola por la calle cuando ya había caído la noche y no llevaba ni capa ni chal para cubrirse.

Finalmente, sin ni siquiera saber que había llegado allí, se halló de regreso en Whitechapel, entre los borrachos y las rameras que habían sido su compañía diaria en su vida anterior. Pero tampoco se fijó en ellos. No hasta que notó que una mano le agarraba el brazo, con los dedos apretándole con suficiente fuerza como para hacerle daño. El dolor atravesó la niebla que la envolvía, y al mirar a su alrededor vio un ancho rostro picado de viruela que le sonreía con perversidad desde debajo de una mata de pelo grasiento.

—Eh, Jool, querida. ¿No t’habrás olvidao del viejo Mick, verdá? —dijo el hombre.

Y entonces, Julia salió de su trance. Pero ya era demasiado tarde.

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