Julia

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UNA vez la chica se hubo marchado, Sebastian Peyton, octavo conde de Moorland, volvió a la silla tras el escritorio y se sentó, vencido por una súbita sensación de cansancio. De manera automática, la mano se le fue hacia la cigarrera de nácar que contenía los finos puros marrones que fumaba: uno de sus muchos vicios. Sacó uno, lo encendió y aspiró con placer el humo aromático. Tenía que cenar con un trío de vejestorios y se preparaba para una noche de actividades que, sin duda, acrecentaría su mala reputación de vástago de familia noble cuya escandalosa carrera le colocaba fuera de los círculos sociales más selectos. Pero por una vez, no es que tuviera muchas ganas de hacerlo.

Se recostó en la silla, cerró los ojos y se llevó el puro a la boca para saborearlo. «La vida depara pocos placeres», pensó torvamente. Vivir era un asunto frío y árido, con sólo algunas pequeñas cosas que le distraían, como los puros, una buena copa de coñac y quizá alguna inversión de alto riesgo muy tentadora. Quizá fuera por eso por lo que no había mandado a paseo a esa chiquilla descarada. Estaba aburrido, mortalmente aburrido, y parecía que ella podría proporcionarle algunos momentos entretenidos. Además, admitirla en la familia había hecho que su madre se enfadara muchísimo, y eso le encantaba. Se estaba cobrando por los muchos años en que ella casi no le había hecho ni caso.

Si lo pensaba bien, la vida resultaba muy curiosa. Edward, su santo hermano, que había sido el ojito derecho de su madre y que, de haber vivido, sería el conde, llevaba diez años muerto. Y el mes siguiente haría dos años que él mismo había enviudado. Y Timothy también se había ido.

Sebastian nunca había tenido ningún interés especial en ese muchacho, cuya madre lo había atontado a base de mimo, igual que la suya, hermana de la madre de Timothy, había hecho con Edward. No obstante, era demasiado joven para morir.

«El viejo Seb se llevará un buen chasco.» Sebastian podía imaginarse lo mucho que esa idea habría animado al pobre joven mientras agonizaba. Timothy tenía una gran ojeriza a su primo porque Sebastian se había negado a pagar ni un penique más de sus monstruosas deudas de juego, a financiar su gusto por los caros asuntos de faldas o a avanzarle cualquier suma que superara la asignación que cobraba cada trimestre. Además, le había soltado un gran sermón, algo poco frecuente, la última vez que el chico le había ido a pedir dinero, y le había recomendado que se buscara un trabajo honesto, si no podía mantenerse con los fondos que tenía asignados. Era una lección pensada para acabar con el comportamiento disoluto de Timothy antes de que éste entrara en posesión de su herencia, no tan grande, y la dilapidara en cuatro días. Pero Timothy se había puesto furioso y se había marchado echando humo por los oídos. De eso, habían pasado seis meses y, como el chico tenía sus propias habitaciones de soltero, Sebastian no había vuelto a verle.

Pero había una cosa que Sebastian todavía podía hacer por él y ya había puesto los engranajes en marcha. Podía encargarse de que el asesino del joven colgara del árbol más alto de Tyburn. Ya tenía un par de agentes de Bow Street metidos en eso. Y como la señora Jewel Combs..., no, Julia Stratham, ¿cómo podía haberlo olvidado? Y como Julia Stratham había aparecido, tendrían más información que antes sobre la que trabajar. La historia de la chica tenía suficientes huecos como para colar un carruaje, pero él estaba seguro que había algo de verdad entre tanta mentira.

Abrió los ojos, cogió papel y pluma, y redactó una breve nota; luego, secó la misiva con arena, la dobló y la selló. Se puso en pie, fue hasta el cordón de la campanilla y tiró de él con impaciencia. Cuando Smathers apareció en respuesta a su llamada, le entregó la nota.

—Haga que lleven esto a Bow Street, por favor. De inmediato.

—Sí, milord. —Smathers se marchó con una reverencia, y Sebastian se quedó durante un instante mirando la puerta cerrada.

Ojalá esa estúpida chiquilla no fuera quien hubiese clavado el cuchillo a Timothy. A pesar de toda su vulgaridad, no era más que una niña y, además, una niña hambrienta y asustada. No le gustaría nada verla ahorcada.

«Tonterías sentimentales», se dijo a sí mismo con severidad. Entonces, se levantó de repente y se dirigió hacia la puerta, decidido a salir esa noche después de todo.

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