Julia

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Julia » 6

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—¡QUE digo que no lo hago! —Jewel miraba al trío de mujeres que la contemplaban con diferentes grados de exasperado desdén.

—El señor ha dicho que debía bañarse, señorita Julia, y se va a bañar. —La señora Masters avanzó hacia Jewel con un brillo marcial en los ojos.

Jewel, con un brillo de batalla similar en los suyos, se agazapó levemente y alzó los puños en posición de ataque.

—Entonces, ven pa’ca, vaca gorda —siseó—. Os vi a meter a ti y a tu panda en este trasto, pero ¡eso es lo más cerca pa mí! ¡Y créetelo como la Biblia, porque voy mu en serio!

La señora Masters se detuvo de golpe y miró furiosa a Jewel mientras pensaba en un plan mejor para desnudar a la joven y meterla en la humeante bañera de porcelana. A su espalda, una de las jóvenes doncellas se cubrió la boca con la mano para ocultar una risita. La otra simplemente la observaba con ojos desorbitados.

—Muy bien, señorita Julia. Me ocuparé de que se informe al señor de sus deseos —dijo la señora Masters, tensa y con un brillo en los ojos que prometía venganza.

Con un gesto casi marcial y un seco frufrú de su amplia falda negra, la mujer salió de la habitación, seguida de las dos doncellas.

La puerta se cerró con una horrible suavidad tras las tres mujeres. Poco a poco, Jewel fue relajándose. Supuso que la amenaza de la señora Masters de ir a hablar con el conde no era cierta. El ama de llaves no se atrevería a molestar a su señor con ese asunto. E incluso si lo hacía, no serviría de nada. El conde no tendría ni idea de la horrible cosa que esa mujer esperaba que ella hiciera haciéndola creer que estaba cumpliendo las órdenes de su señor.

Un seco golpe en la puerta hizo que Jewel diera un brinco. Se volvió hacia ella justo cuando se abría. Horrorizada, se encontró cara a cara con el conde. Llevaba un elegante gabán de suave lana oscura y un fular de seda al cuello. Era evidente que estaba a punto de salir. Entró sin esperar a que ella se lo permitiera, con un paso engañosamente perezoso, y la miró con ojos entrecerrados. De manera instintiva, Jewel dio un paso atrás al percibir la frialdad de su mirada, porque, a pesar de lo poco que lo conocía, ya sabía que eso significaba problemas. Mientras trataba con firmeza de dominar su tembloroso interior, vio de reojo a la señora Masters, sonriendo en el pasillo, antes de que el conde le cerrara la puerta en las narices.

—¿Qué quiere? —La joven estaba inquieta, pero sus palabras sonaron beligerantes.

El conde se colocó delante de la elegante chimenea de mármol blanco, donde ardía un brillante fuego, y la miró por encima del hombro durante un momento, sin contestarle. Jewel se encogió ante esa fría mirada.

—Pensaba que habíamos quedado en que harías todo lo que te dijera.

Ella asintió.

—Entonces, ¿no te dije que tenías que bañarte?

Al oírlo, la joven alzó la barbilla. Ahí, pensó, estaba su defensa.

—Ca, me lo dijo, y no m’importa bañarme. Y lo haría, pero ¡no en eso! —Con un gesto de profunda aversión, señaló la humeante bañera, que esperaba inocentemente junto al fuego. El conde miró la bañera y alzó levemente las cejas.

—¿Le pasa algo?

Jewel casi se atragantó.

—¡No pueo bañarme en eso!

—¿Y por qué no? Es para eso, sabes.

—¡Porque me’icen que tengo que meterme toa dentro! ¡Mojarme too el cuerpo! ¡Y seguro que la palmo d’unas fiebres! —De repente lo miró con ojos entrecerrados—. ¿Es lo que quiere? ¿Matarme, pa no tener que procuparse de que esté casá con su primo?

—Te estás volviendo muy aburrida, ¿sabes? ¡Pues claro que no quiero matarte! La cuestión es ésta: accediste a obedecerme sin vacilar. Te he dicho que te bañes y tú te niegas. Por última vez: o haces lo que te digo o te marchas de esta casa. Tú decides.

Jewel le miró a los fríos ojos azules y sintió la ansiedad como si fuera un nudo mojado en el pecho. Era evidente que lo decía en serio. Sí, a ella le preocupaban los males que una inmersión completa le pudiera causar, porque todo el mundo sabía que eran muy graves, pero tenía otro problema, uno que odiaría confesar a cualquier hombre, y a ése aún más.

—N... no pueo —masculló tristemente con los ojos clavados en el suelo.

No podía hacer lo que le pedía y no podía decirle el porqué. No podía.

Él alzó las cejas de nuevo y se volvió hacia la puerta.

—Muy bien. Entonces le diré a Smathers que te entregue tu chal y tu sombrero, y te acompañe a la puerta. No volveremos a vernos, así que te digo adiós.

El conde iba hacia la puerta mientras hablaba, con sus hombros cubiertos de negro, anchos e impresionantes desde atrás. Jewel se quedó mirando esa espalda inflexible; vaciló, se mordió el labio y habló.

—No lo entiende —gritó, y él la miró por encima del hombro, con una inquisitiva ceja alzada.

—¿Qué es lo que no entiendo?

—¡Quieren que me... me desnue! ¡Delante d’ellas! ¡No puo hacerlo, y no lo haré! ¡Aunque po eso tenga que marcharme d’aquí! —La vergüenza de tener que decírselo le hizo apartar el sonrojado rostro.

El conde se volvió lentamente y la miró de arriba abajo con ojos incrédulos.

—¿Te niegas a desnudarte delante de otras mujeres?

—¡Delante de... delante de naide! —espetó Jewel, y volvió hacia él los ojos destellando fuego dorado.

Le devolvió una mirada inexpresiva.

—Así que la pequeña barriobajera es pudorosa —dijo a media voz, como para sí—. Vaya, vaya. —Su voz se endureció—. Si con este pequeño espectáculo pretendes impresionarme con tu virtud, no te molestes. No podría importarme menos si te hubieras prostituido por media Inglaterra en tus pocos años. Lo que me interesa es lo que harás a partir de hoy.

—¡Nunca hice na d’eso! ¡Ya lo he dicho, no soy una puta!

El conde la miró durante un largo instante y luego asintió con la cabeza.

—Muy bien, entonces el problema es de fácil solución. Puedes bañarte en privado si así lo deseas. Se lo diré a la señora Masters. —Se volvió de nuevo hacia la puerta, con una mano sobre el pomo dorado de intrincada talla, que había maravillado a Jewel la primera vez que lo había tocado. De repente, el conde se volvió a mirarla—. Confío en ti para que hagas un buen trabajo. Meterte, humm, toda dentro. —Señaló la bañera con un gesto de cabeza para decirle a qué se refería mientras repetía las palabras de ella.

—Lo haré, prometío. —El rubor estaba desapareciendo de su rostro. Era curioso, pero ya no sentía vergüenza.

—Milord —la apuntó él, y mientras ella lo repetía, él se marchó y la dejó sola, cerrando la puerta tras de sí.

Jewel lo oyó hablar con el ama de llaves en el pasillo. Aunque esperó varios minutos para ver qué pasaba, no ocurrió nada. Como ya había supuesto, en esa casa, la palabra del conde era ley.

Después de un buen rato comenzó a desvestirse poco a poco delante del fuego. Desnuda y nerviosa, se acercó a la bañera. Cuando por fin metió primero un dedo del pie, luego una pierna y luego todo el cuerpo dentro del agua, descubrió que no era en absoluto desagradable. Se quedó sentada, tan contenta, durante unos minutos, esperando a ver qué efecto le producía el agua sobre la piel, pero cuando no pasó nada, sucumbió al atractivo de las aromáticas pastillas de jabón. Cogió una y la olió. ¡Rosas! En verano, había muchas en Kensington Palace, y a menudo se había detenido para admirar su belleza y su intenso perfume. Y en ese momento podía cubrirse todo el cuerpo con ese aroma. Lentamente, comenzó a enjabonarse las manos, y para cuando se hubo lavado el cabello y salió de la bañera (dejando el agua gris de suciedad y su piel más que blanca) ya había llegado a la conclusión de que un baño completo no era mala cosa. Claro que aún podía ser que contrajera las fiebres...

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