Julia

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CINCO días después, Jewel aún estaba esperando a que los gritos de la niña la despertaran. Pero por el momento no los había oído. En vez de eso, le había costado dormir debido al profundo silencio; durante toda su vida había estado acostumbrada a estar rodeada del ruido y el bullicio de la ciudad mientras dormía.

La mañana siguiente a su llegada, había visto desde la ventana de su dormitorio a una niña que no tendría más de seis años paseando con una mujer mayor, que supuso que sería su niñera. La niña era pequeña y de huesos finos. Tenía el mismo cabello dorado del conde, que le caía por la espalda como una capa de terciopelo. Vestía un elegante abrigo de terciopelo de color claro, que hacía que pareciera una dama en miniatura.

Pero lo que más llamó la atención de Jewel fue lo poco niña que parecía. No se reía, ni corría, ni gritaba, como se podía espera que hiciera cualquier pequeña al disfrutar del aire libre. Simplemente caminaba en silencio, cogida de la mano de la niñera, sin mirar ni a derecha ni a izquierda, hasta que las vio desaparecer tras torcer junto a un seto. La joven se quedó mirando un momento y luego se encogió de hombros. La hija del conde no era asunto suyo. No más de lo que lo era el conde.

No lo había visto desde su llegada. La primera mañana, cuando había preguntado con timidez por él, un Johnson con cara de palo le había contestado que estaba «fuera». Y había continuado estando «fuera» u «ocupado» hasta que ella había dejado de preguntar. Una vez lo había visto un momento, saliendo a caballo de los establos como si lo persiguiera el propio diablo, pero eso había sido todo. El evidente desinterés del conde por su bienestar la enfurecía y, al mismo tiempo y para su sorpresa, la hería.

El conde había dado instrucciones para que le proporcionaran un guardarropa completo, así que la primera mañana de su estancia allí había venido una modista. La había hecho moverse de aquí para allá, toqueteándola y probándola hasta que estuvo a punto de gritar.

Sus primeros vestidos nuevos llegarían justo ese día. Y aunque no le gustaba admitirlo, estaba impaciente. Nunca había tenido un vestido hecho a medida. Estaba segura de que serían bonitos; cualquier cosa resultaría mejor que tener que soportar la rasposa lana negra. Aunque ya llevaba algunas de las prendas interiores adecuadas (se había negado a ponerse un corsé, porque hacía que le costara respirar), el vestido aún le picaba. Pero ya sabía lo suficiente como para rascarse únicamente cuando estaba a solas.

Excepto por la modista, Jewel no había visto a nadie que no fuera de la casa. Se había pasado el rato explorando el edificio y los terrenos y tratando de no molestar a nadie. Había un auténtico ejército de sirvientes: la criada de la bodega y las lavanderas, las sirvientas de sala y las de arriba, sirvientes y ayudantes de sirvientes, jardineros y ayudantes de jardineros, además de la niñera de Chloe; de Leister, el valet del conde, y del señor y la señora Johnson. Todos le hacían una reverencia siempre que la veían, lo que la incomodaba sobremanera. No tenía ni idea de cómo debía responder a ese saludo. ¿Tendría que hacer otra reverencia, o sonreír, o decir gracias, o hacer como si nada? Confusa, decidió optar por lo último, y luego se preguntó si sería por eso por lo que los criados nunca le hablaban.

Formar parte de la nobleza era más complicado de lo que se había imaginado. Incluso comer le resultaba un tormento. Después de intentarlo una vez en el gran comedor, sola en una mesa en la que cabrían unas cincuenta personas, se había jurado que nunca más lo repetiría. Dos lacayos le habían servido mientras Johnson les supervisaba. Había habido comida suficiente para alimentar a diez personas como mínimo, y la mesa estaba llena de reluciente cristalería, plata y porcelana. Pero lo cierto era que ella no tenía ni idea de qué hacer con la mayoría de esas cosas.

Desde entonces había estado comiendo en su habitación, en una bandeja. Pero se estaba cansando de no tener a nadie con quien hablar. Sin duda, ser rica no era tan divertido como había esperado. Se sentía sola, incómoda y cada vez más como un pez fuera del agua. Por primera vez en su vida, no tenía nada que hacer. Nunca había estado tan bien y al mismo tiempo tan mortalmente aburrida.

Así que cuando, al quinto día, Emily llamó a la puerta después del almuerzo para anunciarle que había llegado su ropa nueva, recibió esa noticia con los brazos abiertos. Al ser un pedido tan grande, ya que no todos los días alguien le encargaba a la señora Soames que le hiciera un guardarropa completo, la modista había venido en persona en vez de enviar la ropa como solía hacer.

—Aquí tiene, señora Stratham. Espero que los disfrute —dijo la señora Soames, mientras se disponía a partir, después de haber dejado las prendas en manos de Emily.

La doncella, animada ante la idea de que por fin su señora tuviera ropa propia, ya estaba abriendo las cajas y extendiendo el contenido sobre la cama. Salieron enaguas de lino blanco, camisolas de seda del mismo color, camisones de hilo fino, medias de seda y algodón, todo blanco, además de ligas y corsés. Los vestidos, uno tras otro, eran de color negro.

A Emily le cambió la cara, y Jewel los miró sorprendida.

—Pero, señora, ¡son todos negros! —protestó, sin mucha fuerza, a la señora Soames.

La modista arqueó las cejas mientras la miraba con condescendencia.

—Claro que lo son, mi querida señora Stratham. Son las órdenes del conde. Me dio a entender que hacía poco que usted había perdido a su marido.

—Oh, sí, claro, mi marío —masculló la joven, que casi se había olvidado de haber estado casada, y más aún de ser viuda.

Había visto a las gordas esposas de los tenderos pasearse de negro después de la muerte de sus maridos, pero eran viejas y habían estado casadas durante mucho tiempo. Pero ¡ella no podía pasarse el resto de la vida vestida de negro! Y considerando la cantidad de ropa que el conde había encargado para ella, parecía que él pretendiera que así fuera.

—¿Espere un instante aquí, quiere? Tengo que ir a charlar un momento con alguien. —A Jewel le brillaban los ojos de determinación mientras salía de la habitación en busca del conde. Vestir de negro durante los próximos cincuenta años por un marido al que casi no había conocido era ridículo.

—¿Puedo ayudarle, señorita Julia? —le preguntó uno de los lacayos, o ayudante de lacayo, porque no sabía distinguirlos, que se materializó al salir de una sombra bajo la escalera cuando ella entró en el gran vestíbulo.

—Toy buscando a su señoría —informó ella, y le miró directamente a los ojos como retándole a ponerle un impedimento.

—Creo que se encuentra en la biblioteca, señorita Julia.

—¿Y ande para eso?

—En la planta baja del ala norte. Pero, señorita Julia, ha dado órdenes específicas de que no se le moleste.

—Bueno, pues peor pa él —masculló Jewel mientras se dirigía hacia el ala norte.

Como ya había dado algunas vueltas por la casa durante aquellos días, encontró el camino sin problemas por los laberínticos pasillos. Llegó hasta una puerta de roble de la planta baja que siempre estaba cerrada. Casi sin pararse a respirar, llamó con los nudillos.

—¿Quién es? —preguntó el conde, haciendo evidente la irritación en su voz.

—Soy yo, Jewel... humm, Julia, señoría —contestó la muchacha.

Después de una corta pausa oyó un claro: «Márchate», que hizo que se enfadara. Que fuera un conde no significaba que pudiera quitársela de encima como si ella no fuera nadie. La luz de la pelea destelló en sus ojos mientras hacía rotar el pomo y abría la puerta.

Él estaba tirado sobre un enorme sillón orejero frente al fuego, con una bota apoyada en un reposapiés y la otra plantada con firmeza en el suelo. Tenía una copa con un líquido ambarino en una mano. En la mesa que había al lado se veía una botella. Un largo puro, del que se alzaba una perezosa columna de humo, descansaba en un cenicero de oro que había en la misma mesa. En el escabel había un libro abierto boca abajo. El conde estaba en mangas de camisa, sin chaqueta ni fular, y llevaba unos pantalones de ante en vez de los calzones que ella se hubiera esperado. El fuego hacía brillar su cabello rubio, pero le dejaba el rostro en sombras. Jewel sólo pudo ver el destello de sus ojos cuando la miró lentamente de arriba abajo.

—¿Sabes que casi me había olvidado de ti? Si salieras de aquí, quizá pudiera lograrlo del todo. —Arrastraba un poco las palabras, y aunque no parecía hostil de manera abierta, sí que le estaba mostrando que no era bien recibida.

Jewel alzó la barbilla, y entró dando un par de pasos en la sala.

—Entra, entra —dijo él con ironía.

Ella lo pasó por alto y avanzó con decisión hasta que estuvo junto al escabel donde reposaba un pie calzado con una bota. Él siguió sin moverse, mirándola con ojos entrecerrados, que estaban, como pudo ver, bastante enrojecidos.

—¡Está encerrao aquí bebiendo!

Descubrir que él estaba, como mínimo, un poco bebido la sorprendió, o de lo contrario nunca lo hubiera dicho en voz alta.

—¿Y a ti qué diablos te importa? —gruñó él.

Mientras ella lo observaba, él se llevó la copa a los labios a propósito y vació su contenido. Luego se sirvió otra.

Fue su tono más que sus palabras lo que la enfureció.

—No es cosa mía si se quiere emborrachar —admitió ella con cordialidad, y a él le brillaron los ojos un momento mientras la miraba antes de devolverlos a la copa.

—Tienes toda la razón —masculló él, y tomó otro largo trago.

Al mirarlo, Jewel pensó que él no se parecía mucho al lord de los pies a la cabeza que había conocido en Londres. Ese hombre era igual de atractivo, pero resultaba hosco y se le veía desarreglado. Nada que ver con la perfección en el vestir que ella había pensado que le era característica. Aun así, pensó que quizá ese hombre le gustase más que el anterior, si el aspecto lo fuera todo. En ese estado no le resultaba tan intimidante. Acostumbrada como estaba a borrachos, que gritaban y abusaban, le parecía que era así.

—¿Quieres algo? —Él la miraba de nuevo.

Sorprendida por habérselo encontrado de aquella manera, casi se había olvidado de por qué había venido.

—Esos vestíos nuevos que me ha dao, ¡son tos negros! —le acusó ella, al recordarlo.

—¿Y qué? —le espetó él.

Era evidente por su tono que él había perdido cualquier pequeño vestigio de interés que pudiera haber tenido en el motivo que la había llevado a invadir su intimidad.

Jewel lo miró enfadada.

—¡Si me hubiera peguntao antes de encargarlos, le hubiera dicho que no me gusta el negro! Vi a decirle a la señora Soames que los haga otra vez, de colores.

Él hizo un gesto de negación con la mano.

—Imposible. Por si lo has olvidado, ahora eres viuda. Estás de luto.

—Y usté también si Timothy era su primo, pero no veo por qué tengo que ir poraí toa de negro.

—Lo que elijo hacer y lo que elijo que tú hagas son dos cosas diferentes —contestó él, mirándola con ojos cargados—. El período adecuado de luto para una joven viuda es de un año. Durante ese tiempo cumplirás con todas las convenciones de respeto por tu difunto marido, incluido el vestir exclusivamente de negro. ¿Queda claro?

Jewel se quedó observándolo y apretó los dientes. Él la miró a los ojos justo cuando ella estaba a punto de estallar. Esa expresión acabó con su rabia como si fuera un cubo de agua. Lo contempló con el ceño fruncido mientras él seguía observándola con sus fríos ojos azules y las cejas levemente alzadas. Finalmente, ella asintió a regañadientes.

—Sí, milord —le apuntó él hablando hacia la copa.

—Sí, milord —repitió ella, y cerró los puños con fuerza mientras se volvía para marcharse.

Le hubiera gustado decirle por dónde se podía meter su «milord», pero no se atrevió.

—Espera —llamó él, y ella se volvió para mirarle—. Es cierto que casi me había olvidado de tu existencia —añadió, aunque las palabras sonaban más como si se las dijera a sí mismo que a ella. La miró y sus ojos se mostraron más alerta—. Pero ahora que me lo has recordado, debemos hacer algo con esa atroz manera de hablar que tienes. Y con tus modales. Le diré a Johnson que contrate a una institutriz en cuanto pueda, y sin duda no más tarde del fin de semana. Entonces comenzarás a aprender a hablar y a comportarte como una persona civilizada.

Jewel sintió que se le ponían los pelos de punta. Quizá no hablara de un modo tan elegante como él, pero al menos no le insultaba cada vez que abría la boca.

—Usté debe de ser el hombre ma grosero que’e conocío —replicó ella apretando los dientes, y se volvió para marcharse.

Esa vez él la detuvo chasqueando los dedos. Era humillante (¡no era ningún perro!). Se volvió echando fuego por la mirada.

—Milord —le corrigió él con suavidad.

Ella rechinó los dientes.

—Milord —consiguió decir, furiosa, y ya se volvía por tercera vez cuando el retrato que había sobre la chimenea le llamó la atención.

Era un hermoso cuadro realizado en pastel, que mostraba a una estilizada joven de suave cabello rubio sentada en una silla, con las faldas blancas formando una nube a su alrededor. Contra ella se apoyaba una niña de unos tres años, con el pelo del mismo color y los ojos azul celeste. La niña era hermosa mientras que la mujer sólo era mona. Pero había tanto amor en el tranquilo rostro de aquella dama al mirar a la niña que eso la conmovió.

—Mi hija, Chloe, y mi esposa, Elizabeth —explicó el conde en un tono neutro, al seguir su mirada—. Lo pintaron como un año antes de su muerte.

—Ya había oído que su esposa estaba muerta. —Después de ver el retrato, sintió auténtica compasión por él—. Lo siento muncho.

El conde se echó a reír, con unas carcajadas tan duras que la sorprendieron.

—Los criados han estado hablando, ¿verdad? —Tomó un largo trago de la copa—. ¿Y te han dicho que la maté yo?

Jewel se quedó helada, mirándolo. Luego, alzó los ojos de nuevo hacia el retrato. Una joven tan dulce...

De repente, el conde se puso de pie y tiró la copa, que se hizo añicos al estrellarse contra las piedras de la chimenea. Jewel dio un respingo, asustada ante la inesperada violencia de esa acción. Él la miró furioso.

—Sal de aquí —rugió, y cuando Jewel se quedó inmóvil, mirándolo, los ojos le llamearon como azules fuegos surgidos de lo más profundo del infierno—. ¡Vete, sal de mi vista! —Dio un paso hacia ella con los puños apretados y una mirada violenta y amenazadora.

El hechizo se rompió y la muchacha salió corriendo.

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