Julia

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A la mañana siguiente, Jewel no podía aguantar más. Tenía que saber si las palabras del conde eran ciertas. ¿Acaso habría matado a su esposa? Quizá hubiera muerto de parto y él se sintiera culpable. Pero era inútil hacerse cábalas. Sin duda, los criados lo sabrían; ya había comenzado a notar que se enteraban de todo lo que pasaba en la casa. Algo, no sabía decir qué, le impedía cotillear sobre el conde con la gente a la que él pagaba para que le sirviera. Sin embargo, no podía remediarlo. Necesitaba conocer lo sucedido.

—Emily —comenzó, no muy convencida, cuando la chica entró en el dormitorio con la bandeja del desayuno, en la que se veía un tazón de chocolate humeante acompañado de bollos recién hechos.

La verdad era que le había resultado muy fácil acostumbrarse a lujos como el de tomar tres comidas exquisitas al día y más si quería, sin tener que mover ni un dedo.

—¿Sí, señorita Julia? —dijo Emily, dejando la bandeja sobre la mesa redonda junto a la ventana.

Jewel, vestida con un salto de cama de seda blanca, se sentó en una silla junto a la mesa y se dispuso a comer. La sirvienta abrió una servilleta de una sacudida, se la colocó en el regazo y le sirvió el chocolate mientras ella untaba mantequilla en un bollo caliente y lo mordía con ganas.

—El otro día oí algo que me da qué pensar —comenzó sin demasiada sinceridad mientras masticaba. Miró a Emily, que permanecía de pie inmóvil mientras esperaba a oír lo que su señora tuviera que decir, y meneó la cabeza con impaciencia—. Oh, ¿quiés sentarte? Esto es ridículo.

Los grandes ojos redondos de Emily se redondearon aún más.

—Oh, no, señorita Julia. ¡No podría! ¡No estaría bien!

Ella suspiró. Los criados tenían ideas muy estrictas sobre lo que estaba bien y lo que no. Por ejemplo, Emily consideraba que era correcto que una dama se bañara todas las noches antes de irse a dormir, un baño completo, totalmente desnuda, hundida hasta el cuello en agua humeante. Después de casi una semana de inútiles protestas, casi se había resignado a tener que hacerlo. Incluso se estaba acostumbrando a las silenciosas idas y venidas de la muchacha mientras ella se vestía o se desnudaba. Y sabía que a Emily le parecía bien que la doncella asistiera a la dama mientras se vestía o se desvestía. Ella aún no había llegado a eso, pero suponía que, con la silenciosa persistencia de su doncella, sólo era cuestión de tiempo que acabara haciéndolo.

—Al menos pilla un poco de comer —murmuró Jewel, rindiéndose, pero la criada lo rechazó de nuevo.

—Gracias por su amabilidad, señorita Julia, pero si la señora Johnson descubriera alguna vez que he comido con la familia, perdería mi puesto.

Jewel se rindió y cambió de asunto para hablar de lo que de verdad le interesaba.

—¿Sabes cómo murió l’esposa del conde?

Los ojos de Emily se hicieron aún más grandes. Miró inquieta a derecha e izquierda, como si temiera que alguien pudiera estar escuchando.

—Se... se cayó. —La respuesta fue un susurro.

Jewel tomó un buen bocado de bollo con mantequilla y lanzó una mirada especulativa a la doncella antes de empezar a masticar.

—Sé que tie que haber que eso. Quiero que me lo digas.

La sirvienta se humedeció los labios.

—Lady Moorland salió a pasear una mañana. Solía llevarse a la señorita Chloe con ella, pero ese día hacía frío fuera. Fue hace casi dos años, a principios de la primavera. La señorita Chloe estaba un poco resfriada, así que la dejó en casa. La señorita Caroline estaba aquí... la prima de lady Moorland, sabe. Fue muy curioso, porque la señorita Caroline entró en la familia antes, al casarse con el hermano mayor de su señoría, y ella hubiera sido lady Moorland si el señor Edward hubiese vivido, pero murió, así que la señorita Elizabeth pasó a ser la condesa. Bueno, pues la señorita Caroline solía pasear con milady cuando la señorita Chloe se quedaba en casa, pero esa mañana en concreto, la condesa madre, que estaba aquí de visita para tratar de sacarle más dinero a su señoría, la envió al pueblo para hacer un recado. Así que milady salió a pasear sola y nunca volvió. No viva, quiero decir.

Emily se detuvo.

—¿Y cómo murió? —preguntó Jewel con impaciencia, olvidándose del bollo que tenía en la mano.

—Hay un viejo monasterio sobre el Wash, una ruina en realidad, y a milady le gustaba pasear por allí. El día que murió, dicen que se subió a la torre donde había estado la campana, y de alguna manera... se cayó. —Emily se detuvo de nuevo, parecía asustada.

Ese miedo le dijo a Jewel que había algo más en la historia.

—Cuéntame too, Emily, por favor. Si murió al caer, ¿por qué diría el... por qué diría alguien que la mató su señoría?

La doncella parecía estar sufriendo.

—Oh, señorita Julia, yo no debería estar hablando de eso. Me han dicho que nunca hable de eso.

—¿Quién te lo ha dicho?

—La señora Johnson. Dijo que no admitiría habladurías sobre el señor de esta casa.

—¿Qué habladurías, Emily? —inquirió Jewel, irritada.

—Algunos dijeron... dijeron que su señoría tiró a milady de la torre.

Jewel se quedó mirándola durante un momento.

—¿Y por qué dirían eso? ¿Estaba con ella cuando cayó?

La criada negó con la cabeza.

—No, señorita. Al menos no estaba con ella cuando la señora salió de casa. Pero cuando eran novios, solían encontrarse en esas ruinas, porque milady era de por aquí. Y su señoría... bueno, milady y él tenían sus problemas.

—Eso no quié decir que la matara. —Jewel se sentía extrañamente indignada al pensar que el evidente dolor del conde se fundamentaba en una premisa tan precaria.

—No. —La doncella estaba comenzando a animarse—. Pero había otras cosas. El médico dijo que milady no había quedado tendida en el suelo de la manera que lo hubiera hecho si sólo hubiera caído. Su cuerpo se encontró demasiado lejos para eso, fue como si la hubieran empujado. Y estaba de espaldas, no de cara. Y uno de los hijos de los arrendatarios dijo que había visto a alguien, que pensaba que era su señoría, porque había distinguido con claridad a una persona de pelo rubio que entraba en el monasterio con milady ese día. Y todo el mundo sabía que su señoría y milady tenían problemas. Se miraban de una manera que producía escalofríos. Como si se odiaran. Y una vez oí a milady decirle que no era un buen padre, y su señoría le contestó que eso los hacía iguales, porque ella no era una buena esposa. No se dirigían la palabra durante semanas y semanas y, en ese tiempo, su señoría se iba a Londres. Hacía una semana que había vuelto cuando milady murió. Debieron de tener una discusión muy fuerte, porque milady ni siquiera quería estar en la misma sala que su señoría. Ninguno de nosotros sabe a qué se debían esos problemas, y no creo que nadie, excepto su señoría, lo sepa nunca. Y no será fácil que él lo cuente.

Emily meneó la cabeza para dar más énfasis a sus palabras. Jewel se quedó mirándola, y hasta se olvidó de comer, fascinada por lo que le contaba. ¿Habría matado el conde a su esposa? ¡Claro que no! Como parecía que había hecho mucha gente, estaba dejando que su imaginación tejiera una historia a base de rumores y cabos sueltos. Las pruebas que tenían contra el conde no eran nada sólidas.

—¿Acusaron a su señoría de asesinato? —La imagen del aristocrático conde en el Old Bailey le resultaba increíble.

—Dijeron que no había suficientes pruebas para acusarle formalmente. Primero, el chico que decía haberlo visto entrar en la iglesia con milady sólo tenía ocho años. El magistrado afirmó durante la investigación que ningún jurado condenaría a un hombre teniendo como única prueba el testimonio de un niño de esa edad. Y dijo que los problemas que pueda haber entre un hombre y su esposa no son razón suficiente para culparle de asesinato. Y luego estaba el fraile. —Emily se detuvo para darse importancia.

—¿Qué fraile? —preguntó Jewel.

Eso había sido justamente lo que la doncella esperaba, que ella le preguntara.

—Es eso. No había ningún fraile. Es decir, ninguno de verdad. La gente dice que es el fantasma de fray Benedict, uno de los frailes blancos que vivieron en el viejo monasterio hace más de trescientos años. Se dice que había sido enemigo mortal del primer conde, al que la reina Isabel le concedió todas las tierras que pertenecían al monasterio. Fray Benedict se negó a dejar el lugar cuando el primer conde les ordenó que se marcharan, así que este último lo mandó ahorcar. Y esta casa está construida justo en el lugar donde sucedió todo eso. Desde entonces, el Fraile Blanco aparece por aquí siempre que alguien de la familia Peyton está a punto de morir. Dicen que viene a llevarse consigo a sus enemigos a la muerte. Ha estado viniendo durante casi trescientos años sin fallar nunca. Hubo quien lo vio en el viejo monasterio antes de que el señor Edward muriera en un accidente de caza y otros dicen que lo vieron antes de la muerte del viejo conde. Y otros más, incluido Martin, el primer lacayo, lo vieron antes de la muerte de milady. En esta misma casa, señorita Julia. —Emily calló un momento, con los ojos muy abiertos, asustada y confortada al mismo tiempo por su propia historia.

—¿Y qué tie que ver ese supuesto Fraile Blanco con que su señoría matara o no a su mujer?

La doncella, que se había acercado y había apoyado las manos sobre la mesita durante su relato de la leyenda, se irguió.

—El magistrado dijo que no creía en frailes fantasma y que si tanta gente lo había visto, entonces sería porque alguien se había disfrazado de él. Y hasta que se pudiera averiguar quién se había puesto un hábito blanco y había estado rondando por las ruinas y por esta casa (su señoría podía demostrar donde estaba casi todas las veces que el fraile había aparecido, pero comentó que, cuando su esposa murió, él estaba cabalgando), no pensaba acusar a nadie de asesinato. Así que confirmó que la muerte de milady había sido un accidente. Eso puso furioso al padre de milady, que nunca más ha vuelto a hablarle a su señoría. Mucha gente cree que fue él quien empezó a decir que su señoría había matado a milady. Pero el viejo señor Tynesdale murió el año pasado y la mayoría de esas habladurías se fueron con él. Aunque todo el mundo lo recuerda, claro.

Jewel mordió el panecillo que antes había dejado de lado, con el ceño fruncido mientras trataba de asimilar todo lo que le había contado la doncella. La parte del fantasma le había producido escalofríos, pero ni con toda su fantasía podía imaginarse al conde vestido con el hábito blanco de un monje y dando vueltas por ahí. Era una idea tan ridícula que de inmediato se sintió mejor. Por supuesto que el conde no habría hecho algo así, y mucho menos habría tirado a su esposa de la torre. Esa idea era tan estúpida que no valía la pena pensar en ella.

—¿La ayudo a vestirse, señorita Julia?

Mientras Jewel pensaba, Emily le había quitado la ropa. La pregunta la hizo en un tono esperanzado, pero ella no vaciló en negar con la cabeza.

—Ya m’apaño sola, gracias.

Cuando Emily, decepcionada, se dispuso a salir del dormitorio, la volvió a llamar.

—¿Pa dónde está el monasterio, Emily?

—¡No vaya usted allí, señorita Julia! Es...

—Sólo quiero echar un vistazo. Admirar las ruinas, por decirlo así.

La doncella parecía incrédula, pero le dio las indicaciones que le pedía. Ella volvió a darle las gracias, la hizo retirarse y se vistió. En menos de media hora estaba caminando sobre el brezo en dirección al Wash.

El rocío impregnaba el brezo, que despedía una fragancia dulce y especiada cada vez que rozaba sus ásperos brotes con la falda. Espesas matas de rododendro, de colores que iban desde el escarlata más intenso hasta el rosa y el blanco, crecían salvajes a los lados de un camino que generaciones de pies habían ido allanando. Hacia el oeste, en el horizonte, se veían pinares, mientras que al este, el terreno caía formando los acantilados rocosos que daban sobre el Wash.

Jewel caminó por el sendero que había al borde del acantilado, maravillada por el fresco olor a sal del mar y la espectacular belleza de las olas al romper contra las rocas. Gaviotas y charranes revoloteaban en el brillante cielo azul, añadiendo sus gritos al rugir del mar. Para una chica que nunca había estado fuera de Londres, el esplendor de tanto espacio abierto y su natural belleza le resultaban deslumbrantes.

Después de unos veinte minutos a paso rápido, vislumbró el viejo monasterio. La estructura de dos pisos estaba ennegrecida por el tiempo y cubierta de hiedra y musgo. Sin duda, el Wash estaba más hacia el interior cuando fue construido pero, en la actualidad, quedaba justo al borde del acantilado y la pared más alejada ya hacía tiempo que se habría caído al mar. Solamente los tres pisos de la torre del campanario permanecían intactos al fondo, y sin duda ésta debía su supervivencia al saliente de roca sobre el que se levantaba.

Jewel notó como si un dedo helado le recorriera la columna mientras se imaginaba la gran campana que el arco de la parte superior debía de haber albergado. Era desde allí desde donde Elizabeth se había precipitado a su muerte. Se estremeció mientras caminaba alrededor de las ruinas, pisando sobre las piedras que habían caído de la pared interior, que permanecía relativamente intacta. El lugar desprendía una aura de frialdad que no tenía nada que ver con la temperatura.

Detrás del monasterio, junto a los acantilados, se hallaba un pequeño cementerio. Sólo quedaban unas cuantas lápidas señalando las tumbas. Sin embargo, en tiempos debía de haber habido muchas más. La sombra del campanario caía sobre las sepulturas y ella se estremeció de nuevo. El lugar la fascinaba y le resultaba abominable al mismo tiempo.

Sólo quería echar un vistazo a las ruinas, pero al descubrir una pequeña abertura arqueada en el muro, no pudo resistir la tentación de entrar en la torre. Trepó por una pila de piedras cubiertas de musgo y se quedó en la entrada mirando a su alrededor. Sin duda, ese lugar había sido una capilla. Los huecos de las ventanas de arco se abrían tanto hacia el mar como hacia la tierra, y en lo alto de una había restos de cristales rojos. El sol que atravesaba esos cristales proyectaba un rayo de luz del mismo color hacia una hornacina abierta en la áspera piedra de una de las paredes interiores. En ese punto, detrás de donde debía de haber estado el altar, supuso que debería de haber habido alguna imagen, seguramente de Jesús o de la Virgen María.

Al imaginarse a los monjes muertos siglos atrás en este lugar, rezando arrodillados, se estremeció un poco. Sin embargo, lo peor fue darse cuenta de que Elizabeth debía de haber pasado muchas veces por ese lugar durante su vida; de niña para explorarlo, de joven para encontrarse con Sebastian y de adulta para hallar la muerte. Era una idea escalofriante. Cuando estaba a punto de regresar hacia el tentador calor del sol, oyó a alguien llorar. Se tensó y escuchó con más atención. Era un llanto apagado, casi inaudible, pero al mismo tiempo inconfundible: alguien, o algo, estaba sollozando con toda su alma.

Los pelos se le pusieron de punta. El sonido llegaba de algún sitio en lo alto, y por un instante, que le resultó angustioso, se imaginó la sombra de Elizabeth llorando en lo alto del campanario desde el que había caído, pero en seguida rechazó esa idea por ser ridícula, claro; había alguien allí arriba, y quien fuera, estaba llorando.

Llevada por una atracción irresistible, cruzó la pequeña puerta que había al lado de la hornacina y se encontró en el interior de la torre. Unos escalones tallados en la piedra se curvaban hacia arriba. Jewel vaciló; su instinto le decía que corriera hacia fuera, al sol, pero el sonido del llanto la llamaba con fuerza. Llegaba sin duda desde el lugar donde, en un tiempo, habría estado la campana, y ahora resultaba más conmovedor que antes. Quien estuviera allí arriba, era una alma herida.

Jewel no pudo evitarlo. Tenía que saber si a quien oía era al fantasma de Elizabeth o a una dama que estuviera vivita y coleando. Porque el llanto era, desde luego, el de una mujer. Mientras subía, con cuidado de no resbalar por los gastados escalones cubiertos de musgo, notó que se le hacía un nudo en el estómago.

Un resplandor cálido y dorado parecía emanar del recinto donde había estado la campana. Miró sorprendida la brillante luz que se derramaba por lo que antes debía de haber sido una trampilla y ahora no era más que un agujero en el suelo de piedra y se preguntó con cierto horror y a la vez fascinación si sería algún tipo de manifestación fantasmal. Con el corazón en un puño, se dio cuenta de que el resplandor lo provocaba la luz del sol al entrar por las aberturas por las que hacía muchísimos años habían doblado las campanas.

El llanto era más fuerte, más claro. De nuevo, Jewel tuvo la impresión de estar ante un dolor inconmensurable. Luego, con mucha cautela, pasó la cabeza por la abertura y vio el sol destellando con fuerza sobre una cabecita dorada.

Chloe. Era Chloe la que estaba acurrucada en el suelo, en posición fetal, con la cabeza escondida entre las piernas. El abrigo de terciopelo color burdeos la envolvía como una manta, y su cuerpecillo temblaba con la fuerza de los sollozos.

A Jewel se le hizo un nudo en la garganta. Ver a la niña llorando en el lugar donde había muerto su madre le partía el corazón. En silencio, pasó por la abertura y luego se acurrucó junto a la pequeña.

—Chloe —la llamó en voz baja mientras acercaba la mano para acariciarle el cabello.

La niña alzó la cabeza de golpe. Entonces, pudo ver sus enormes y llorosos ojos, deslumbrados por el sol, parpadear en un intento por verla. En su pequeño rostro se dibujó tal expresión de alegría que Jewel se dio cuenta al instante de que, por un momento, la niña se había creído que era su madre la que estaba arrodillada a su lado. Acto seguido, la niña entrecerró los ojos para protegerse del sol y torció el gesto. Se puso en pie de un salto, mientras soltaba un grito furioso. Cuando trató de agarrarla para consolarla, la pequeña la empujó con tal fuerza que Jewel cayó hacia atrás.

—¡Chloe, espera!

Pero ya era tarde. Antes de que pudiera levantarse, la niña había desaparecido por el hueco de la trampilla. Jewel oyó los rápidos pasos de la pequeña al huir por la escalera.

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