Julia

Julia


Julia » 11

Página 14 de 42

11

TAL y como el conde había amenazado con hacer, en una semana se contrató a una institutriz. La señora Thomas era una viuda de mediana edad con la espalda muy recta y la nariz muy larga que no tardó mucho tiempo en mirar a Jewel por encima del hombro.

Había sido despedida recientemente de su empleo como institutriz de las hijas de un próspero terrateniente del condado contiguo, aunque no por su culpa, como dijo Johnson, sino porque las chicas ya eran mayorcitas y no la necesitaban. Según la oficina de empleo que la había recomendado, la señora Thomas era todo lo que se podía desear: una mujer de la pequeña nobleza venida a menos, hija de un clérigo rural y con amplia experiencia en la educación de jovencitas. Además, tenía fama de no permitir tonterías a sus pupilas. Según Johnson le dijo al conde, parecía la persona ideal para hacerse cargo de la educación de la viuda de su difunto primo.

De todo eso, Jewel se enteró por Johnson. Aunque había visto al conde a caballo una o dos veces desde la ventana, no había hablado con él desde la conversación que ambos mantuvieron en la biblioteca. Al igual que Chloe, el conde parecía más un fantasma que una presencia tangible en la casa.

A la señora Thomas se le asignó una habitación que quedaba hacia el fondo del ala norte, adyacente a lo que había sido la sala de estudio. Como parecía evidente, a Chloe no se la consideraba aún preparada para recibir clases, por lo que esa sala no se había utilizado en al menos veinte años. Pero después de que la señora Johnson enviara a las criadas a fregar el suelo y las paredes y a encerar los muebles, la señora Thomas admitió con cierto desdén que «serviría». Y así comenzó Jewel el inesperado y arduo proceso de convertirse en una dama.

—La verdad, señorita Julia, las damas caminan erguidas, no se agachan. ¡Y tampoco van dando zancadas como un hombre! Mantenga la espalda recta y dé pasos cortos y suaves. ¡Suaves, suaves! ¡No, así no! ¡Así!

Durante las dos semanas siguientes, la señora Thomas le ató una tabla a la espalda durante las horas que pasaba en la sala de estudio para que aprendiera a sentarse, estar de pie y caminar con una pose elegante. Siempre que se movía por la sala, debía ponerse primero un libro en la cabeza. Si el libro se caía, tenía que colocárselo de nuevo, una y otra vez, hasta que fuera capaz de recorrer todo el perímetro de aquella estancia sin que se le cayera. Le daba clases de dicción, en las que tenía que poner «d» entre vocales y hablar ante una vela para marcar las vocales, y también lecciones de modales, de cómo moverse y de cómo vestir. Dichas lecciones se repetían una y otra vez. En ocasiones, Jewel no podía más: tenía ganas de gritar, de asesinar a la señora Thomas o de suicidarse saltando por la ventana.

Un día, después de una sesión especialmente ardua, Jewel se rebeló. La señora Thomas la había enviado a la cama sin cenar, como si fuera una niña a la que se castiga por haber hecho alguna trastada, sólo porque sus modales en la mesa no la habían satisfecho. Roja de rabia al ver que se llevaban la cena de la mesa, se había levantado lentamente echando fuego por los ojos y con los brazos en jarras y los puños apretados. ¡Ésa era la gota que colmaba el vaso! La vieja Gorgona había ido demasiado lejos e iba a ganarse un puñetazo que la enviaría al suelo.

La señora Thomas debió de captar las violentas intenciones de Jewel al mirarla a los ojos, porque los suyos propios, de un gris acerado, se abrieron hasta alcanzar el diámetro de un plato. Alzó la mano como para detenerla mientras salía de la sala de estudio con más velocidad que dignidad. Una vez en la seguridad del pasillo, dejó caer la mano y miró a Jewel indignada.

—¡Su señoría se enterará de esto! —la amenazó antes de girar sobre los talones con tal ímpetu que las faldas se le arremolinaron en las espinillas mientras caminaba pasillo abajo.

Más que indignada, Jewel le lanzó una palabrota. Sin embargo, al quedarse a solas tras la marcha de la mujer, empezó a valorar las posibles consecuencias de sus actos: la vieja bruja sin duda iría directa hacia el gran «milord» con su cuento y entonces recordó cómo se ponía el conde cuando se enfadaba. No quería sufrir bajo su glacial mirada, que parecía congelar a su víctima, ni tener que escuchar su voz suave y aterciopelada que resultaba más cortante que una navaja. También recordó su violenta reacción en la biblioteca, la furia en sus ojos mientras lanzaba la copa contra el fuego y le gritaba que se marchara. Al rememorarlo, se estremeció.

—Al maldito infierno con él. Al maldito infierno con toos ellos —exclamó en voz alta, alzando la barbilla.

Tras hacerlo, se sintió mejor. Ahí estaba ella, la vieja Jewel con su ánimo batallador que esa casa elegante con sus elegantes costumbres casi había conseguido apagar. No tenía por qué soportar todos los insultos que recibía por todas partes, ni siquiera las órdenes de un maldito conde. ¿Y quién era él, de todas maneras, para ser tan especial? Nadie, eso era. Que hubiera nacido en una familia que llevaba unos cuantos siglos por ahí, no le convertía en alguien mejor que ella. Que le quitaran su bonita familia, su bonito dinero y sus bonitos modales y lo metieran en las calles donde se había criado ella. Seguro que entonces estaría tan indefenso como un recién nacido.

La imagen del altivo conde a merced de los habitantes de las calles la hizo sentirse un poco mejor. No le gustaba tener miedo, y por mucho que le fastidiara admitirlo, el gran «milord» la asustaba bastante. Esa idea hizo que se enfureciera aún más. ¡Jewel Combs nunca había tenido miedo de nada en toda su vida! Jamás lo había tenido porque sabía cuidar de sí misma. Pero esa nueva persona en la que se estaba convirtiendo, esa Julia Stratham, siempre lo tenía. Temía el desprecio de los criados, desde el mozo más humilde hasta el señorial Johnson; temía a la señora Thomas por su posición de sustituta del conde; incluso temía los actos más sencillos de su nueva vida como comer, caminar o hablar. Temía que, por mucho que se esforzara, haría el ridículo y todos se reirían de ella. Esa idea, que nunca antes había admitido de una forma consciente, la puso tan furiosa que sintió ganas de escupir. Y lo hizo. Soltó un buen escupitajo que aterrizó sobre el suelo pulido; luego se sintió un poco avergonzada de sí misma al mirarlo. Pero sólo un poco. Porque también le encantaba volver a ser la de antes.

—¡Éste no es mi sitio!

Esa idea acudió a su mente con total claridad. Y mientras le daba vueltas, se dio cuenta de lo agobiada que se había sentido, comenzando casi por la primera noche, cuando el conde había insistido en que se metiera en aquella bañera de agua humeante. Todo lo que había hecho desde entonces había sido por voluntad de él y no de ella, y no lo había disfrutado en absoluto. Excepto por la comida, se corrigió rápidamente. Pero incluso tener comida de sobra por primera vez en su vida no compensaba el estar obligada a convertirse en otra persona.

Podía marcharse. No tenía esposas en las muñecas ni grilletes en los talones. Podía irse de allí y ser tan libre como el aire, sin mirar atrás. Podía ser la Jewel que siempre había sido, y al infierno con esa tontería de convertirse en una dama. Lo único que había pretendido era conseguir la herencia de Timothy, que era suya por derecho, pero el conde la había chantajeado, la había deslumbrado hasta lograr que se sintiera indefensa y que cayera presa de su poder.

Pero no estaba ni indefensa ni atrapada. Podía marcharse, si estaba dispuesta a enfrentarse a la amenaza de Mick, a la incertidumbre de volver a vivir en las calles, a la perspectiva del hambre y de la falta de hogar, y a tener que vivir como pudiera, con la posibilidad de acabar en la horca si la pillaban. ¿Estaba dispuesta a abandonar la seguridad que le había parecido tan atractiva cuando el conde le había hecho su proposición? ¿O iba a dejarse comprar por tener tres comidas al día y un techo sobre la cabeza? Jewel se irguió y salió muy decidida por la puerta de la sala de estudio. Ya llevaba demasiado tiempo siendo la sumisa Julia Stratham. Jewel Combs había regresado, ¡y ya era hora!

Si cogía sólo una pequeña parte de lo que era suyo por derecho y por ley, nunca más tendría que temer a nada. Entrecerró los ojos mientras le daba vueltas a esa idea. El conde nunca echaría de menos unas cuantas bagatelas y para ella, en cambio, podrían representar la diferencia entre vivir con cierta comodidad o volver a las calles con las manos vacías. «Ni siquiera es robar», se dijo, aunque tampoco era que tuviera nada en contra de que lo fuera. El conde retenía las propiedades de Timothy, que por derecho, por ser su viuda le pertenecían a ella.

Cuando llegó a su dormitorio, comenzó a ponerse tantos vestidos como pudo, uno sobre el otro. Eran feísimos y parecía un cuervo, cierto, pero estaban confeccionados con las mejores telas y le durarían mucho tiempo. Después de conseguir embutirse el quinto, sin poderse abrochar los dos últimos, se movía como si fuera una salchicha muy gorda. Antes de convertirse en Julia Stratham, no había tenido tantos vestidos, así que no trató de ponerse ninguno más. Pero sí que iba a echarse por encima la capa de lana. Era bonita y cálida, y como tendría que caminar bastante hasta encontrar a alguien que la llevara, con ella no pasaría frío.

«¿Debería ir por las carreteras?», se preguntó mientras apartaba la colcha de la cama y quitaba el almohadón bordado de la almohada para utilizarlo como bolsa y transportar el resto de su botín. ¿O debería atravesar los campos por si el gran «milord» salía en su busca? No, no se tomaría tantas molestias por ella, pero sólo para asegurarse, decidió que lo mejor sería caminar a través del campo durante un rato. Cuando se enterara de todo, se pondría furioso. Incluso si salía tras ella él mismo, podía hacer que la persiguieran por robo. ¿Haría algo así, a sabiendas de que la sentencia podía ser cualquier cosa desde la deportación hasta la muerte? Al imaginarse su frío y atractivo rostro con aquellos glaciales ojos azules, se estremeció. «Sí —pensó—, seguramente lo haría.»

Se le pasó por la cabeza de repente que salir así, por la puerta delantera, indignada y cargada con un almohadón lleno de objetos de valor no era la mejor idea. La rabia no le había dejado ver que si lo hiciera eso sólo la conduciría a que los sirvientes la detuvieran y la llevaran ante el conde. Y se estremeció una vez más.

Pensó que lo mejor que podía hacer era esperar a que todos estuvieran acostados para escapar. Como ya había pasado la hora de la cena, no tendría que esperar mucho. Sí, esperar era lo más inteligente, incluso si significaba tener que soportar otra desagradable entrevista con el conde, suponiendo que las quejas de la señora Thomas lograran que reaccionase. Pero mientras lo pensaba, Jewel decidió que lo más probable era que el conde no quisiera molestarse a esa hora. Quizá le ordenase que se presentara ante él por la mañana.

Mientras tanto, fue a la puerta y la cerró con el pasador. Acto seguido, se sacó los vestidos que llevaba de más. Todo le decía que nadie, nadie en absoluto, debía enterarse de lo que planeaba. Debía comportarse como cualquier otra noche. Emily no tardaría en aparecer para prepararle la cama y ver si podía ayudarla a ponerse el camisón, en lo que insistía una y otra vez. Por mucho que le fastidiara, colgó de nuevo los vestidos en el armario. Volvió a poner el almohadón en su sitio, hizo la cama y se sentó en una de las sillas junto a la ventana a esperar.

Cuando el reloj dio la una de la madrugada, Jewel estaba lista. Hacía rato que había pedido a Emily que se retirase y luego se había quedado sentada, escuchando cómo la casa se iba quedando poco a poco en silencio. Llevaba dos horas sin oír ningún ruido que indicara que aún había alguien levantado. Sin embargo, como el conde dormía en la otra ala de la casa, no tenía manera de saber si se habría acostado o no. Pero supuso que, como era tan tarde, lo más seguro era que lo hubiera hecho, así que volvió a embutirse en sus cinco vestidos y cogió el almohadón. Abrió un resquicio de la puerta y miró afuera; aliviada, observó que el pasillo estaba desierto. Salió de la habitación y cerró la puerta tras de sí. Mientras avanzaba con el mayor sigilo que le permitía lo incómodo de llevar cinco vestidos, dio gracias a Dios de que su habitación fuera la más cercana a la escalera. La bajó en silencio y llegó al gran vestíbulo, que estaba a oscuras. Como había supuesto, la casa permanecía en silencio y tranquila como un cementerio.

Primero se dirigió a la cocina, de donde cogió un servicio de plata completo, con sus elegantes tenedores, cuchillos y cucharas, y lo metió en la funda de la almohada. La plata tintineó, y Jewel meneó la cabeza regañándose a sí misma por el poco cuidado que había tenido. Estaba perdiendo su habilidad como ladrona. Hasta no hacía mucho, hubiera podido llevarse todo aquello y pasar por una habitación llena de gente sin que nadie oyera nada.

Azuzada por un entusiasmo creciente (le encantaba volver a ser ella misma y dedicarse a lo que sabía hacer mejor), salió de nuevo al pasillo y fue hasta el comedor. Allí añadió a su colección un bonito juego de servilleteros de plata y un par de miniaturas con un marco de oro. Miró la sopera de plata con cierto pesar, pero era demasiado grande y no le cabría en el almohadón, que se estaba llenando con rapidez. Se dio un garbeo por las otras habitaciones de la planta baja, donde se apropió de una caja de música con una filigrana de oro, una colección de cajas de rapé antiguas, una damajuana de plata, una licorera de plata con boca de pato y una cigarrera de oro que pesaba bastante, entre otros pequeños objetos. Cuando el almohadón estuvo cargado con todo el peso que ella podía acarrear con dos manos, decidió que ya tenía bastante. Forcejeó con su carga hasta colgársela al hombro como si fuera el saco de Papá Noel, la sujetó con las dos manos y se dirigió a la puerta principal.

Al intentar girar el pomo descubrió que la puerta estaba cerrada y que no podría abrirla con una sola mano, pues habían echado el cerrojo. Maldiciendo entre dientes, dejó la carga en el suelo para poder utilizar ambas manos. Éste era muy pesado y le costó alzarlo. Cuando por fin el cerrojo cedió, lo hizo con un gruñido de protesta que logró que se encogiese. En el silencio de la casa, le pareció que sonaba tan fuerte como un grito.

Pero, al parecer, nadie lo había oído. Rápidamente, Jewel volvió a cargarse el botín al hombro y abrió la puerta empujándola con el pie. Le sentó bien el aire frío del exterior, puesto que con el esfuerzo por acarrear lo que llevaba y el exceso de vestimenta sentía muchísimo calor. Cuando estaba a punto de cruzar la puerta, se fijó en que un rayo de luz de luna caía sobre un par de espadas cruzadas que adornaban la pared que quedaba a su derecha. Eran un hermoso trabajo de oro y plata, así que no pudo resistirse.

Volvió a dejar el saco en el suelo mientras echaba una mirada alrededor para asegurarse de que seguía estando sola, luego corrió a coger una silla para poder alcanzar las espadas. Estaba cansada y jadeaba cuando se subió al asiento de anea y extendió la mano hacia su objetivo. Tuvo que ponerse de puntillas y estirarse todo lo que podía hasta lograr empuñar una de las piezas. La sensación fría y suave del oro la hizo sonreír encantada, mientras levantaba una de las espadas de sus soportes.

—Aunque soy reacio a estropearte la diversión, creo que no voy a dejar que te lleves esas espadas. Llevan generaciones en la familia.

La suave voz, ligeramente arrastrada y con habitual tono gélido cayó sobre ella con la fuerza de un rayo. Se volvió de golpe, se le cayó la espada de la mano como si de repente quemara y no se cayó ella misma de la silla sobre la que estaba porque se agarró del respaldo a tiempo, mientras ésta se balanceaba.

—¡Leñes! —jadeó en medio del estruendo del metal al chocar contra el suelo de piedra.

Estaba demasiado asustada como para hacer algo más que mirar al conde boquiabierta. Su mayor temor se había hecho realidad: estaba cara a cara con él.

A pesar de ser una hora tan intempestiva, resultaba evidente que él aún no se había ido a dormir. Jewel percibió su olor a brandy, y supo el porqué. El conde todavía estaba vestido con ropa de día: lucía la misma camisa blanca y los calzones marrones que debía de haber llevado todo el día, a juzgar por las arrugas que se veían en ambos. Una leve sombra le oscurecía el mentón y los ojos le destellaban a la luz de la vela que llevaba en la mano. Resultaba, igual que siempre que lo había visto, demasiado atractivo. Sin embargo, ella lo miraba horrorizada como si hubiera visto a un monstruo horroroso.

Al verla tan asustada, el conde sonrió. Pero no fue una sonrisa amable. Después avanzó hasta quedar frente a ella, que seguía subida a la silla, y le tendió la mano.

—Baja.

Jewel, aún aferrada al respaldo de la silla, miró esa mano como si fuera un reptil venenoso. Antes muerta que darle la mano. ¿Cómo se habría enterado él de lo que estaba haciendo? ¿Acaso tendría un pacto con el diablo? Él mismo parecía el propio demonio con esos ojos heladores que la atravesaban.

—He dicho que bajes.

Esta vez, el tono de su voz la hizo estremecerse. Le dio la mano, helada, y percibió la de él, más caliente y también más grande, y permitió que la ayudara a bajar. Al verse tan cerca del hombre, retrocedió un paso y luego otro, hasta sentirse un poco más segura.

—Quien roba una vez, roba diez. Ya veo.

Su tono era conversacional, mientras su mirada pasaba de la espada, que se había quedado en parte debajo de la silla, al abarrotado almohadón, iluminado por la luz de luna que entraba por la puerta medio abierta. Ella agachó la cabeza, compungida, pero volvió a levantarla. ¡No dejaría que él la intimidara una vez más! ¡No pensaba permitirlo!

—Sólo me llevo lo que es mío. Y ni mucho menos too.

El conde la miró. La expresión de su rostro era difícil de interpretar bajo las cambiantes sombras, pero el brillo depredador en sus ojos resultaba inconfundible.

—Supongamos que me aclaras esa extraordinaria afirmación.

Aquella voz aterciopelada hizo que se estremeciera. Sin embargo, esta vez estaba decidida a mantenerse firme. Volvía a ser ella misma, y Jewel Combs no aguantaba tonterías de nadie.

—Me debe lo que sea que me dejara Timothy. Esto —y señaló el almohadón y la espada con un amplio gesto— no es nada comparao con eso. Así que no me vaya acusando de robá, su señoría. No vi a decir nombres, pero ¡los dos sabemos quién lo ha hecho de verdá!

Los ojos azules del conde se entrecerraron hasta convertirse en dos fisuras brillantes en la oscuridad. Jewel, mirándolo con la fascinación con que un pájaro miraría a una serpiente, tragó saliva.

—Yo que tú tendría mucho cuidado con las acusaciones que vas lanzando por ahí. Podrías acabar teniendo problemas. Más de los que ya tienes.

—¡Yo no tengo problemas!

—¿De verdad?

Ahí estaba de nuevo esa sonrisa espantosa. Se movió con tal rapidez que ella dio un respingo; él se apartó y cogió el almohadón con una mano como si no pesara nada mientras cerraba la puerta con la otra. Jewel oyó, con el corazón encogido, el sonido del cerrojo al volver a cerrarse. Estaba atrapada.

—¿Y si te enviara al comisario local? Con esta cantidad de pruebas... —Sacudió la funda de la almohada y su contenido tintineó—: No tengo ninguna duda de que te arrestarían por robo.

—¡No lo hará!

—¿Por qué no? Teníamos un trato, ¿recuerdas? Te di la oportunidad de echarte atrás en Londres y tú te negaste a aceptarla. Entonces te dije que no tendrías otra.

—No quiero que ver con sus tratos. Me paece que se dejó unas cuantas cosas cuando me lo contó. Como las torturas.

—¡Torturas! —Parecía sorprendido. Mientras él la miraba y contemplaba lo enfadada y furiosa que estaba, ella casi hubiera podido jurar que le había parecido ver el destello de una sonrisa—. Explícate, por favor.

—Es vieja bruja m’hace hablar delante de las velas hasta casi quedarme sin pestañas, doblá las rodillas hasta que me duelen y m’ata una maldita tabla a l’espalda, ¡y ahora ni me deja comé! ¡No sé cómo lo llamaría usté!

Él permaneció en silencio después de esa diatriba, mirando el indignado rostro de la joven. Dejó el almohadón en el suelo a sus pies y cruzó los brazos sobre el pecho. Seguía mirándola.

—Ah, sí, ya lo recuerdo. La buena mujer contratada para educarte. ¿Cómo has dicho que se llama? ¿Señora Thomas? Esta noche expresó su deseo de hablar conmigo. Por desgracia, fui incapaz de complacerla. Ahora me estoy empezando a preguntar qué me habré perdido.

¿Así que no había hablado con la señora Thomas? Eso le daba la oportunidad de que oyera primero sus quejas.

—Me robó la cena ante mis narices y...

Él alzó una mano.

—Espera un momento, ¿te robó la cena? ¿Acaso no le damos de comer? Tendré que hablar con la señora Johnson.

Jewel lo miró con gran resentimiento. ¡Él y sus bromas!

—Dijo que yo comía como un cerdo. ¡No es verdá! Yo...

De nuevo, su mano alzada la silenció.

—O sea, que tu institutriz te estaba enseñando los modales en la mesa, ¿es eso?

—¡No tenía derecho a quitarme la cena! ¡Tenía hambre!

—¡Y sin duda estabas comiendo como un cerdo! —La voz del conde era áspera. Jewel estaba a punto de protestar con vehemencia, pero él la silenció con un seco movimiento de cabeza—. Así que la señora Thomas te quitó la cena. Y supongo que protestaste. Espero que no atacaras físicamente a la pobre señora...

Jewel se sintió un poco culpable ante su tono interrogativo.

—No... esatamente.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Pué que sólo la miré, y ella salió de la habitación y se largó corriendo por el pasillo como un ratón al ve a un gato.

—Así que la asustaste.

—Se lo estaba buscando.

De repente, el conde se puso serio.

—Y tú también te lo estarás buscando como vuelva a oír hablar de un incidente así. ¿Lo has entendido? Estoy dispuesto a pasar por alto la pequeña comedia de esta noche, pero no se repetirá, o la próxima vez no seré tan clemente. Si crees que tu institutriz es demasiado severa, sólo tienes que decírmelo. Pero no debes asustar a esa pobre mujer.

—¡La odio!

—No creo que ella tampoco te tenga un gran cariño, diablillo imposible. Pero se la ha contratado para que te convierta en una dama y tú debes dejar que lo haga. ¿Está claro?

—No —susurró de morros para sí. No era tan tonta como para desafiarlo abiertamente.

Pero por desgracia, la oyó.

—¿Qué has dicho?

La sensación de desesperación se mezcló con la de ultraje en su pecho. Él la estaba avasallando de nuevo, convirtiéndola en la tonta que tenía miedo hasta de su propia sombra. Si se doblegaba, pronto no quedaría nada de Jewel. Volvería a esa aula, y no estaría mejor que antes.

—¡Me está quitando de ser quien soy!

—¿Perdona?

—Jewel Combs. Ya no soy ella.

El conde alzó las cejas.

—¿Y quieres serlo? —le preguntó. Mientras ella lo miraba sorprendida, él la cogió por el codo y la volvió hacia la escalera—. Jewel Combs era una rata callejera sin otro futuro que la pobreza y la escasez. Julia Stratham tiene un hogar y una familia y nunca carecerá de comodidades. Yo sé quién preferiría ser.

Ella lo miró volviendo la cabeza, asombrada por lo que le había dicho. ¿Julia Stratham tenía una familia? ¿Quién... él? ¿De verdad la estaba clasificando como a alguien de su familia?

—Ahora, vete a la cama y pongamos fin a esta tontería —le ordenó él, mientras le daba un empujón con la mano en la parte baja de la espalda.

Obediente, Jewel avanzó hacia la escalera. Mientras la subía, notaba cómo él le clavaba los ojos en la espalda. Entonces supo que había tomado una decisión. Lo había hecho en cuanto el conde había aparecido en el vestíbulo. No volvería a intentar escapar. De nuevo, estaba totalmente atrapada.

Desde ese día, la señora Thomas y ella mantuvieron una tensa tregua. Jewel no volvió a crearle problemas y trató de verdad de asimilar las lecciones que le daba. Y la señora Thomas le enseñaba bien. Después de mucho repetirlo, aprendió qué pieza de la cubertería iba con cada plato y consiguió manejarlas con cierta destreza. Aprendió a aceptar una taza de té y beberlo a pequeños tragos sin sorber ni tirarlo. Aprendió a servir el té a los demás sólo mirándose las manos de vez en cuando. Memorizó trabajosamente las estrictas reglas de la señora Thomas sobre quién debía hacer reverencias a quién (por casualidad, había adoptado el comportamiento correcto al no responder de ninguna manera a las reverencias de los criados). Y por supuesto, aprendió cuál era el atuendo correcto para una dama por la mañana, la tarde y la noche.

Todas esas lecciones le resultaban difíciles, pero lo peor era aprender a hablar. Según la señora Thomas, lo que salía de la boca de Jewel no eran palabras sino sílabas mutiladas. Pero por mucho que se esforzara, no parecía ser capaz de mover la lengua lo suficiente para hablar con el acento de una dama. La señora Thomas la mantenía practicando delante de una vela, cuya llama oscilaría si marcaba las letras con claridad. Al principio, le dijo que leyera en voz alta, suponiendo que ella acabaría asimilando la elegancia de expresión de las palabras escritas. Después de muchos rodeos, Jewel tuvo que admitir que no sabía leer. Así que con toda la firme determinación que Wellington debía de haber empleado en Waterloo, la señora Thomas comenzó a enseñarle lo que era el lenguaje escrito. Todas las mañanas, la obligaba a pasar horas con una tabla atada a la espalda y un libro en la cabeza mientras pronunciaba con mucho esfuerzo las palabras de una de las escabrosas novelas de la señora Radcliffe ante una vela situada sobre la repisa de la chimenea.

La acostumbrada llegada de la hora de la comida era acompañada de un respiro bienvenido, pero por la tarde le volvía a atar aquella dichosa tabla mientras practicaba formas sociales como las reverencias. Había que agacharse hasta aquí para una duquesa, hasta aquí para una dama y hasta el suelo con la cabeza inclinada para la reina. («¡Para las probabilidades que tengo de verla!», pensaba Jewel, resentida, mientras repetía la reverencia una y otra vez.) Había ocasiones en las que se extendía la mano para que un caballero inclinara la cabeza por encima, o más raramente, la besara. Otras veces, una correcta inclinación de cabeza era todo lo que se requería.

Jewel tuvo que aprender las bases para entablar una conversación educada. Los temas adecuados parecían limitarse al tiempo y a algunas banalidades más como «Qué amable es usted, milord», al responder a un cumplido, y «Esos pastelillos son absolutamente deliciosos», para alabar un refrigerio.

Había tantas reglas que a Jewel le sorprendía que alguien pudiera recordarlas todas. Su respeto por la pequeña nobleza, sobre todo por las pobres mujeres agobiadas, se incrementó un ciento por ciento. ¡Cuánto tenían que saber para hablar una con otra! ¡Las torturas que tenían que soportar sólo para cruzar una sala y sentarse! Si hubiera sabido antes lo que sabía ahora, quizá le hubiera dicho a ese prepotente conde que se metiera su aterciopelada lengua donde le cupiera cuando le propuso ese dichoso pacto con el demonio.

Una tarde, tres semanas después de su intento de huida, Jewel estaba malhumorada, practicando reverencias, con el libro en un precario equilibrio sobre la cabeza. Era un magnífico día de primavera, y afuera, el sol brillaba y el cielo se veía más azul que nunca. Hubiera dado cualquier cosa por salir. Pero la señora Thomas opinaba que demasiado aire fresco era perjudicial para el cutis de las jóvenes damas, así que Jewel había salido muy poco desde que ella había llegado. Mientras miraba con añoranza el trocito de cielo azul que se veía por la ventana, se agachó a medias, siguiendo las instrucciones de la señora Thomas, en una reverencia adecuada para saludar a una dama viuda de cierta edad y socialmente importante. Con la odiada falda negra sujeta en el ángulo correcto por unas manos de muñecas tiesas, y la cabeza rígida para no dejar caer el dichoso libro, se inclinó con cuidado en lo que para sus adentros llamaba la posición del pichón.

El sonido de unas manos aplaudiendo en algún punto a su espalda, hizo que volviera la cabeza de golpe. Se le enredaron los pies en la falda, la tabla le impidió recuperar el equilibrio, el libro se fue al suelo levantando un gran estruendo y ella acabó cayéndose de culo sobre el duro suelo de madera.

—¡’Dita sea! —masculló mientras se frotaba el trasero, hasta que recordó que se suponía que una dama ni siquiera tenía que demostrar saber que estaba en posesión de uno y mucho menos tocárselo.

Trató de sentarse mientras la señora Thomas exclamaba: «¡La verdad, señorita Julia!». Pero no prestó atención a la institutriz sino que miró furiosa al conde, que había causado todo aquel desastre al aplaudir.

Él se hallaba en la entrada, con un hombro apoyado contra la jamba de la puerta, los brazos cruzados y las cejas alzadas en esa expresión de superioridad que ella tanto odiaba, contemplando su poco elegante caída. Con los rayos del sol que entraban por la ventana iluminándole el dorado cabello y los ojos brillando tan azules como el cielo, destilaba el abrumador atractivo de siempre.

Jewel reconoció ese hecho a regañadientes. Le molestaba admitir que, con sólo verle, el corazón se le aceleraba. Y lo que le causaba una emoción aún más extraña y dolorosa era lo evidente que resultaba que ella no tenía un efecto similar sobre él. La contemplaba de la misma manera que el público de un organillero mira actuar al mono. La mirada de Jewel se volvió aún más rabiosa al darse cuenta de eso. Y para su fastidio, esa nueva mirada pareció divertirlo aún más. Se estaba riendo de ella, ¡menudo cerdo engreído! ¡Si había sido culpa de él! Un conde debería saber que lo correcto era llamar a la puerta antes de darle un susto de muerte. Jewel lo miró frunciendo el ceño mientras por dentro iba ampliando sus motivos de queja. Después de todas esas semanas de práctica y de claros avances, que hasta la señora Thomas había tenido que admitir a regañadientes, era muy propio de él presentarse de repente y ponerla al instante en desventaja. Bueno, ¡pronto le enseñaría que ella ya no era alguien de quien se pudiera burlar!

—Buenas tardes, milord —le saludó con el casi perfecto acento de una dama de clase alta. Dejó de fruncir el ceño y alzó las cejas con altivez, imitándole.

—Buenas tardes, Julia —contestó él, serio, como si hubiera esperado que ella lo saludara así.

Molesta por no haberle sorprendido con sus progresos, decidió impresionarlo aún más. Miró hacia la ventana, vio el deslumbrante sol y recordó que el tiempo siempre era un tema de conversación adecuado.

—Estamos disfrutando de un tiempo excelente, ¿no cree? —No estuvo segura, pero le pareció que él contenía una sonrisa. Entonces, frunció el ceño de nuevo.

—Sin duda —respondió él, de un modo totalmente serio y educado.

Jewel se relajó un poco. Quizá no estuviera riéndose de ella. Después de todo, estaba hablando como le habían enseñado. Debía de ser su imaginación lo que le hacía pensar que él se burlaba de ella.

—Oh, milord, ¿ha venido usted a comprobar nuestros progresos? —La señora Thomas se agachó en una apresurada reverencia, que debía de haber olvidado hacer con los nervios de su vergonzosa caída—. Hemos avanzado mucho, como puede usted... ver. —Entonces, en un aparte hacia Jewel, añadió con voz edulcorada—: ¿Por qué no se levanta del suelo, querida, y le hace una reverencia correcta a su señoría?

Ella, que casi había olvidado que estaba sentada en el suelo de una forma muy poco digna, se sonrojó. Pero de repente se dio cuenta de que levantarse no era nada fácil. La tabla en la espalda le impedía inclinarse hacia delante, y por tanto, levantarse. Trató de conseguir el suficiente impulso para poner los pies correctamente, pero no pudo. Se sacudió como un pez fuera del agua, mientras los ojos se le iban hacia el conde. Desde luego, se estaba riendo de ella.

No tenía duda alguna. Una de las comisuras de la boca se le había curvado en el comienzo de una sonrisa, y los ojos azul celeste le brillaban. Humillada, Jewel notó que se le calentaba la cabeza, mientras se veía obligada a rodar sobre el estómago para con torpeza poder ponerse de pie.

—¡Ya me gustaría ve cómo su topoderosa señoría se levanta con este trasto encima! —soltó con su peor acento mientras conseguía al fin incorporarse.

La señora Thomas gimió desesperada. La media sonrisa del conde se abrió del todo.

—Milord —masculló él para provocarla.

Jewel escupía fuego por los ojos. De haber tenido el libro en la cabeza se lo hubiera tirado directo a su bonita cara. Pero tuvo que contentarse con apretar los puños y rechinar los dientes. ¡El conde tenía una habilidad especial para enfurecerla!

—Milord —masculló ella con los dientes apretados y toda la dignidad que pudo reunir.

La señora Thomas, después de una torva mirada reprobatoria hacia su pupila, sonrió al conde.

—¿Qué le podemos enseñar, milord? —preguntó sonriendo como una tonta—. La señorita Julia ha demostrado un gran avance en todas las áreas.

—¿De verdad? —El tono del conde expresaba escepticismo.

Volvió a mirar a Jewel, y ésta se sintió hervir de furia al notar la diversión en sus ojos. ¡Iba a ver!

—Es la verdad, milord. —Su maestría con las «d» finales la complació enormemente. Aflojó los puños y le sonrió satisfecha—. A pesar del pequeño faux pas de hace un momento, ya soy toda una dama.

—¿Lo eres? —dijo el conde entrando en la sala. Parecía impresionado.

Jewel se fijó de manera distraída en lo bien que la chaqueta color chocolate se le ajustaba a los hombros y cuán musculosas se le veían las piernas bajo las apretados pantalones de gamuza que llevaba. ¡Y pensar que una vez le había parecido casi afeminado! Desde luego, aquel hombre era muchas cosas, algunas bastante horribles, pero no tenía ninguna duda acerca de su masculinidad. Era guapo y daba gusto mirarlo y, además, era todo un hombre.

—Naturalmente, me complace oírte decir eso —continuó él suavemente, acercando una silla a la abarrotada mesa de la sala—. Sin embargo, creo que debo puntualizar que la correcta pronunciación de esa elegante expresión francesa que acabas de emplear no es «fo pas».

—Bueno..., humm, tenemos un pequeño problema con el francés —balbuceó la señora Thomas, mientras le echaba una mirada de reojo a la joven.

—No pasa nada. Hace unas pocas semanas no podía hablar en nada y mucho menos en francés.

—¡Sí que puedía hablar! —Irritada, Jewel perdió de nuevo su acento de dama mientras le lanzaba al conde una mirada cargada de veneno.

—Sin duda —replicó él en un tono seco.

La señora Thomas lanzó una rápida y alarmada mirada a su furiosa pupila.

—Vuelva a hacer una reverencia, señorita Julia. En esta ocasión a... a la señora Soames.

La joven, que se sentía como un oso de feria, casi se rebeló. Pero se dio cuenta de que demostrar su enfado sólo serviría para divertir más al conde. Con toda la dignidad que pudo, se sujetó la falda con las manos e inclinó las rodillas, agachándose sólo un poco. La tabla la obligaba a mantener una postura militar, pero era de ella únicamente de quien dependía alzar la barbilla y extender los brazos con elegancia. El conde la observó, y de repente pareció fascinado, como si acabara de ver algo inesperado.

—Muy bien —dijo él cuando ella volvió a incorporarse.

La ironía que ella había llegado a asociar con él había desaparecido esta vez de su voz.

La señora Thomas se sonrojó por la sensación de triunfo y siguió haciendo que la joven demostrara lo que había aprendido. Con las mejillas encendidas por el rubor, Jewel hizo reverencia tras reverencia, «igual que lo haría un perro adiestrado», pensó. Azuzada por la mirada del conde, lo hizo mucho mejor de lo que lo había hecho nunca teniendo sólo a la señora Thomas como público. Cuando la dama anunció extasiada: «Y ahora, ¡a la reina!», ejecutó de manera impecable una profunda reverencia.

—Puede que aún hagamos algo contigo —dijo el conde cuando ella se incorporó y se quedó mirándole con satisfacción.

Esas palabras tan paternales hicieron que los ojos le destellaran de furia, pero antes de que pudiera estropear la buena impresión que había causado con otro arrebato de rabia barriobajera, la señora Thomas intervino.

—Ya que su señoría está aquí, quizá desee tomar el té con nosotras. Así podrá evaluar sus progresos en esa área, señorita Julia.

—Gracias por la invitación —repuso el conde, sin apartar los ojos del enrojecido rostro de la joven—. Pero preferiría que la señorita Julia cenara conmigo esta noche.

—Oh, claro, por supuesto, milord. Ésa será sin duda una excelente prueba para sus habilidades.

—Sí, lo será, ¿verdad? —El conde se puso en pie con pereza, sonriendo a Jewel con un encanto que a ella le desagradó. ¿Por qué le ponía a ella esa cara aduladora? Le hacía pensar en manzanas y serpientes... Lo miró ceñuda mientras él le daba la espalda e iba hacia la puerta. Seguía con el ceño fruncido cuando él se volvió de nuevo hacia ella y añadió—: Te veré en el salón dorado a las siete para tomar un aperitivo antes de la cena.

Sólo después de que él se marchara, la joven se dio cuenta de que no había esperado a que ella aceptara. Daba por supuesto que iría corriendo siempre que la llamara. Y esa idea no le gustó nada.

Ir a la siguiente página

Report Page