Julia

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Julia » 13

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—... y me ha dejado en ridículo, ¡totalmente en ridículo! ¿Cómo podré volver a presentarme con la cabeza alta ante su señoría...?

Jewel llevaba toda la mañana soportando la fuerte reprimenda de la señora Thomas. Aún tenía la cabeza como si alguien se la estuviera golpeando con un martillo, el estómago se le revolvía con sólo pensar en comida y le había quedado un mal sabor de boca que nada parecía capaz de eliminar. Pero su malestar físico no era nada comparado con la vergüenza que sentía. ¿Cómo podría volver a ver a Sebastian, si hasta el recuerdo de cómo había llegado a llamarle así la hacía encogerse de vergüenza? Se había comportado como una auténtica ramera.

La aguda voz de la señora Thomas, que seguía regañándola, apartó a la joven de sus pensamientos, lo cual tampoco lamentó del todo. Hasta el momento, había estado escuchando la bronca de la institutriz con mucha humildad. Para ser sincera, estaba de acuerdo al ciento por ciento con todo lo que la mujer le decía. Se había avergonzado a sí misma y también a la señora Thomas. Le iba a costar aún más que a ella mantener la cabeza alta en presencia de Sebastian. Todo lo que había ocurrido después de la cena estaba cubierto por una neblina, pero no era tan espesa como para impedirle recordar lo más importante que había sucedido. Había besado a Sebastian, lo había besado con pasión y había deseado seguir besándolo eternamente. Incluso en ese momento, a pesar de la vergüenza, que la hacía desear que se la tragase la tierra, el recuerdo de ese beso hacía que una llamarada de fuego la recorriera de arriba abajo.

Resultaba evidente que había bebido demasiado, pero eso no excusaba su comportamiento. Y ni siquiera podía culpar a Sebastian. Él era un hombre, y los hombres estaban sujetos a los fuertes impulsos de la carne. Todo el mundo lo sabía. Pero ella era una mujer, una dama (o al menos estaba tratando de serlo) y le habría correspondido a ella evitar lo que había sucedido. Pero ni siquiera lo había intentado. Entonces, para que su humillación fuera completa, se había desvanecido y Sebastian había tenido que llevarla en brazos a la cama, y ella le había correspondido vomitando sobre sus botas, por segunda vez. Gimió para sus adentros al recordarlo. ¿Cómo podría volver a mirarle a la cara?

—¡Oh, ca’ la boca, vieja pesada! —Jewel no había tenido intención de decirlo en voz alta, pero el incesante parloteo de la señora Thomas la estaba volviendo loca.

La dama se hinchó de puro ultraje, soltó un rabioso «vergüenza» y salió de la sala sorbiendo.

—¡Sé cuándo una batalla está perdida! —exclamó la señora Thomas, mirando hacia atrás mientras cruzaba la puerta—. ¡Jamás será usted una dama!

Cerró dando un portazo con tanta fuerza que Jewel gimió y se sujetó la cabeza con las manos. Seguía sentada así veinte minutos más tarde, cuando la puerta volvió a abrirse. Seguro que sería la señora Thomas, que regresaba para seguir con su reprimenda, así que trató de suavizar el sermón que le iba a caer disculpándose.

—Le pido disculpas, ¿de acuerdo?

—Por mí no hay ningún problema, pero me temo que no es así con tu estimada mentora. —No había ninguna duda de que esas aterciopeladas sílabas partían de Sebastian.

Ella alzó la cabeza de golpe y lo miró horrorizada mientras un rubor escarlata le cubría el rostro.

—M... milord.

Sin saber muy bien qué estaba haciendo, respondiendo a algún vago deseo interno de convencerlo de que sí había aprendido a ser una dama, se puso en pie de un salto e hizo una torpe reverencia. Sus rodillas no parecían dispuestas a cooperar, y por un instante temió que acabaría de quedar fatal cayéndose. Pero consiguió levantarse y se quedó mirando avergonzada los blancos pliegues del fular que él llevaba al cuello. Por nada del mundo quería mirarlo a los ojos.

—De qué color más interesante tienes el rostro —comentó él después de un momento de silencio—. Rojo brillante mezclado con algo de verde oruga que no resulta muy, humm, halagador, pero que sin duda es poco corriente.

A Jewel se le fueron los ojos directos a su cara. Sin duda, él se lo estaba pasando muy bien con ella, aunque su semblante parecía serio. ¡Y su boca! Jewel tenía los ojos clavados en ella, y él la estaba mirando. Se ruborizó aún con mayor intensidad y de nuevo bajó los ojos al fular.

—Le debo una disculpa por mi comportamiento de anoche, milord —consiguió decir, y rogó por que la sequedad de su tono pudiera ocultar la enorme vergüenza que sentía. Quería salvar de la debacle la poca dignidad que le quedaba.

—Olvidémoslo, ¿de acuerdo? —repuso él con brusquedad. Entonces se arriesgó a mirarlo, sorprendida por la repentina aspereza de su voz—. Fue culpa mía tanto como tuya. Debería haber tenido más cuidado con la cantidad de vino que bebías. En el futuro, te limitarás a una sola copa.

—Sí, milord —susurró ella; la sobriedad del conde, cuando lo que había esperado era una feroz condena, la hizo sentirse aún peor.

Notó que se le saltaban las lágrimas de vergüenza y al instante parpadeó para contenerlas. Si se dejaba llevar y lloraba ante él, no le quedaría más remedio que tirarse del barranco más cercano.

—Pensaba que habíamos quedado en que me tutearías —dijo el conde en el mismo tono áspero.

Él estaba junto a la puerta, jugueteando con la fusta de montar que sujetaba en una mano. Vestía una vieja chaqueta de tweed y unos pantalones de montar de ante gastados en las rodillas. A ella le resultaba irritante que incluso con ese viejo traje de montar consiguiera resultar elegante. Quizá tuviera que ver con su complexión, por lo que los ojos se le fueron de los anchos hombros y el esbelto torso hasta sus estrechas caderas y musculosas piernas antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo y apartar la mirada.

Por desgracia, era consciente de lo horrible que debía de estar, con los ojos oscuros y enrojecidos; la tez pálida como la cera y el cabello recogido en moño alto (que sospechaba que era el sutil castigo que le había impuesto Emily), tan apretado que le tiraba del cuero cabelludo y empeoraba su dolor de cabeza. Ataviada con un vestido negro de cuello alto, se sentía tan sosa y descolorida como una polilla frente a una mariposa monarca.

—Si lo deseas —repuso ella a media voz.

Él la observó en silencio durante un rato, con los dientes apretados, mientras ella se negaba a mirarlo a los ojos. La fusta chasqueó una vez, dos, entre los dedos, y luego se azotó de golpe el cuero de las botas. De manera automática, Jewel alzó los ojos para encontrarse con los de él.

—Pareces una muerta. Sugiero que te sientes antes de que acabes por caerte.

La joven se alegró tanto de hacer lo que le sugería que ni siquiera le molestó que le mencionara el mal aspecto que tenía. Se hundió en el sillón del que se había levantado al entrar él y volvió a mirarlo. Estaba siendo muy amable en todo ese asunto, sin reñirla por haberse comportado como una cualquiera. Y no había dicho nada sobre que hubiera vuelto a vomitarle encima. Jewel trató de ofrecerle una trémula sonrisa insegura, pero casi no podía controlar los músculos faciales y la cabeza le dolía más y más; gimió, se inclinó hacia delante y apoyó la cabeza sobre la mesa.

—Mal, ¿verdad? —Era odioso. De repente, aquel hombre parecía divertirse—. No te preocupes; sé cómo hacer que te sientas mejor.

Más que verle, oyó cómo salía al pasillo. Al gritar «¡Leister!» y escucharlo, tuvo que encogerse de dolor. Luego siguió una corta conversación en voz baja y, al poco, el hombre regresó al estudio. Unos minutos después, un hombrecillo acicalado, al que Jewel reconoció como el valet de Sebastian, apareció con una bandeja sobre la que descansaba una botella de licor de color ambarino, otra botella de algún tipo de especia, una huevera (¡qué raro!), un vaso y una cuchara.

—Mi cura especial, milord —dijo Leister, evitando mirar a la joven mientras Sebastian le cogía la bandeja.

El conde se lo agradeció, le permitió retirarse y cerró la puerta antes de volver al centro de la sala con su carga.

—¿Para qué es eso? —preguntó ella con suspicacia.

Sebastian dejó la bandeja sobre la mesa y comenzó a hacer una mezcla, bajo la atenta mirada de la joven. Primero un chorro de licor, luego el huevo y después unas gotas de especia acabaron en el vaso. Agitó con vigor la mezcla y le tendió el vaso a Jewel. Ésta se quedó mirando la espumosa poción sin ocultar su repugnancia.

—No me vi a tragá eso —afirmó con absoluta convicción y sin cuidar su acento en lo más mínimo.

—Por favor, no seas pesada. Ésta es la mejor cura del mundo para lo que te aqueja en este momento. Además, Leister ha añadido unas modestas mejoras a este viejo remedio. Bébetelo y te garantizo que dentro de un rato te sentirás mucho mejor.

De nuevo, él parecía estar divirtiéndose, lo que a ella no le hizo ninguna gracia. Le sorprendía cómo aquel hombre había conseguido tranquilizarla del todo cuando no hacía ni un cuarto de hora había deseado morir.

—Seguro que lo sabes por experiencia..

Él sonrió de manera angelical y le volvió a tender el vaso.

—No seas sarcástica, Julia, no te pega. Vamos, si no te lo bebes por voluntad propia, me veré obligado a emplear medidas drásticas.

—¿Como cuáles?

No pensaba beberse esa... esa papilla asquerosa. Con sólo pensarlo, notaba que se le revolvía el estómago. Y él no podía obligarla..., ¿o sí? Frunció el ceño de manera más pronunciada. Ese cerdo que no atendía a razones podría seguramente.

—Puedo taparte la nariz, y cuando abras la boca para respirar, hacértelo tragar.

—¡No t’atreverás!

Él le respondió con una sonrisa y le tendió el vaso de nuevo. Con el ceño fruncido, la joven lo miró primero a él y luego a la desagradable poción. Al final, con una horrible mueca de asco, cogió el vaso y se bebió el contenido. Mientras la pastosa mezcla le descendía por el cuello, tuvo arcadas. Durante unos instantes terribles pensó en que volvería a vomitar, para completar la humillación de la noche anterior. «Pero en esa ocasión, si lo hacía, él se lo tendría bien merecido», pensó. Pasados unos minutos, la poción le llegó hasta el estómago sin que la rechazara. Durante un instante, la cabeza le dio vueltas, pero en seguida se le aclaró, y por fin supo que no iba a vomitar.

—Muy bien.

Sebastian parecía un padre alabando a un niño travieso. Jewel se sintió tan mal que ni quiso seguir mirándolo de lo enfadada que estaba. En vez de eso, gruñó y volvió a apoyar la cabeza sobre la mesa. Al verla tan furiosa, él soltó una risita.

—No tardarás en encontrarte mejor, te lo prometo. Y te sugiero que pases el resto del día en cama. Mañana por la mañana te quiero ver a las nueve en punto en la biblioteca.

Ella lo miró.

—¿En la biblioteca? —dijo, confusa. ¿Por qué iba a querer verla en la biblioteca tan pronto por la mañana?

Él se detuvo de camino a la puerta.

—Oh, ¿he olvidado mencionarlo? La querida señora Thomas acaba de renunciar a su puesto. Humm... Ya no se siente capaz de educarte. Hasta que encontremos una sustituta, me propongo asumir el papel de instructor.

—¿Tú? —Jewel se quedó sin palabras.

¿El altivo conde de Moorland iba a enseñar a una pequeña rata de cloaca (¡palabras de él!) a ser una dama? La idea era ridícula, suponiendo que lo dijera en serio.

—¿Por qué no? He pensado que podría resultar entretenido —dijo, mientras seguía caminando hacia la puerta. Volviendo la cabeza, añadió—: Te enviaré a tu doncella. Te ayudará a acostarte.

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