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LONDRES en plena temporada era un torbellino de actividades y visitas. Julia tuvo que salir de compras, de nuevo cuando descubrió que el completo guardarropa que había encargado a madame de Tisseaud no era tan completo después de todo. Así como visitar el Pantheon Bazaar, la biblioteca de préstamos y el teatro. No pasaba casi ni un día sin que no hubiera una desayuno festivo, un picnic, una velada musical o un baile.

Además, estaban las salidas vespertinas a Hyde Park, que eran de rigor cuando el tiempo lo permitía. Damas con vestidos de todos los colores, tocadas con elegantes sombreros, luciendo guantes de cabritilla y alegres sombrillas, paseaban por el parque en carruajes abiertos, con el objetivo de ver y ser vistas por el mayor número de gente posible. Las de mejor posición montaban a caballo, para mostrar más claramente su ventaja sobre sus hermanas menos afortunadas.

Los caballeros también acudían, sólo que vestidos de una manera mucho menos vistosa que sus damas; algunos a caballo, otros a pie con la esperanza de que los invitaran a subir a la calesa de la mujer de su elección, y otros tantos alardeando en carruajes deportivos. De vez en cuando, incluso aparecía alguna que otra cortesana, tomando el aire en el carruaje regalado por algún lord en pago por sus servicios, vestida de una manera llamativa y atrevida, y saludando a los caballeros que conocía. Por lo general, ellos, horrorizados, fingían estar afectados de ceguera en el momento más oportuno. Aunque las damas de alcurnia sabían que sus hombres frecuentaban a todo tipo de mujeres de la vida, ellas también fingían una conveniente ignorancia acerca del asunto, que los caballeros estaban encantados de alentar. El parque era uno de los pocos lugares donde las dos partes de la vida de un hombre podían encontrarse. Era un hecho horrible de la vida elegante.

Era un día cálido y soleado de finales de abril, y Julia se hallaba sentada en el carruaje de lord Carlyle mientras él lo conducía con cuidado por el parque. La vía principal estaba atestada de tráfico y, como lord Carlyle tenía que hacer que sus caballos rodearan los grupitos que reían y se llamaban, la conversación entre Julia y él había sido casi inexistente.

Ella se sentía muy satisfecha consigo misma mientras agitaba la mano con recato para saludar a sus conocidos. Sabía que estaba muy guapa, tanto por lo que había visto en el espejo como porque lord Carlyle se lo había dicho. Llevaba un vestido de raso azul, con la nueva falda de moda, más estrecha, complementado con una ingeniosa chaquetilla del mismo material. Como tocado lucía un sombrero de ala ancha de paja trabajada con flores y cintas del mismo tono, con un lazo de cintas de casi nueve centímetros de ancho atadas bajo la oreja. No llevaba sombrilla, pues no la necesitaba. El sombrero servía tanto para enmarcarle el rostro de forma encantadora como para protegerla del sol.

Pero su apariencia no era la única razón por la que Julia estaba tan contenta. También era porque su plan de convertirse en parte de la sociedad selecta estaba resultando todo un éxito. En el poco tiempo que llevaba en la ciudad, la clase alta había dejado de tratarla como una recién llegada. Ya era un miembro aceptado de la alta sociedad y se la incluía sin excepción en cualquier invitación dirigida a las damas Peyton. Lord Carlyle le estaba haciendo la corte, según le aseguraba Caroline, además de contar con otros admiradores, que se reunían a su alrededor en las fiestas y llenaban su carnet de baile, de forma que aún no había sufrido la ignominia de tener que permanecer sentada durante ninguna melodía.

Lo único que empañaba su alegría era que Sebastian parecía no darse cuenta del alcance de su éxito. Él nunca asistía a los eventos de sociedad, ya fuera por no tener que sufrir el distante tratamiento que le depararían algunos de los más tiquismiquis o porque simplemente no le gustaba todo aquello. Por tanto, no era testigo de la pequeña multitud de caballeros que de modo invariable se reunían alrededor de Julia o de las sonrisas que le dedicaban las mismas damas que lo rechazaban a él.

Lo que, pensándolo bien, era bastante curioso. Ahí estaba ella, la antigua Jewel Combs (aunque casi nunca se permitía recordarlo), un miembro aceptado en sociedad, mientras que él, un conde y un caballero de la cabeza a los pies, era, a todos los efectos, un desterrado de un entorno al que pertenecía por nacimiento.

—El parque está muy lleno hoy. —Esa observación era la primera que lord Carlyle le había hecho en bastante rato.

Julia le sonrió. No era un caballero muy hablador, pero a ella le gustaba, un gusto al que no hacía ningún daño que ella supiera que haberlo atraído se consideraba un gran logro a su favor. Además, él en sí mismo ya era un hombre lo suficientemente atractivo.

—Sí, sin duda —le respondió Julia con una sonrisa—. No sé cómo consigue usted mantenernos en el camino. Casi no hay espacio. Con cualquier otro caballero, tendría miedo de volcar.

—No debe temer nada cuando esté conmigo. Nunca dejaría volcar a alguien tan encantador como usted. ¡Vamos! ¡Piense en la humillación a su dignidad! ¡Hasta la médula se me ofende!

—Además, sin duda caería sobre el barro y mi bonito vestido quedaría hecho un desastre. —Su tono afligido hizo que él riera.

—Por eso me gusta usted, ¿sabe? —le dijo él con una sonrisa de medio lado—. Es la mujer menos afectada que he tenido el privilegio de conocer. Sus padres deben de ser de lo más poco corriente para haber criado una hija así. Dígame, ¿cómo eran?

Julia ya le había contado que sus padres estaban muertos. En ese momento, lord Carlyle buscaba detalles, y ella no tenía ninguno que ofrecerle. La historia que había preparado, y que la condesa hacía aceptado con toda frialdad y que había costado a Caroline un esfuerzo de memorización, no le resultaba fácil. No le gustaba mentir a lord Carlyle. Le caía demasiado bien.

—Mi madre era una persona buena y cariñosa. De mi padre no me acuerdo. Como usted sabe, murió cuando yo era muy niña.

—¿Cómo se llamaba?

Julia puso los ojos en blanco mientras buscaba con desesperación algún modo de acabar con aquella conversación.

—Howard. Howard Frame. —Según le habían dicho a Julia, Frame era un nombre muy corriente en Inglaterra, y los había por todo el país y en todas las clases y ocupaciones.

—¿Uno de los Frame de Yorkshire? —Lord Carlyle era persistente, aunque muy amable.

Julia se rindió. Odiaba mentir, así que quiso cambiar las tornas.

—Está usted muy interesado en mi familia, milord —dijo con lo que esperaba que fuera una alegre sonrisa.

Él le devolvió la sonrisa.

—Sí que lo estoy. No tenía intención de hablar de ello tan pronto, pero tengo la esperanza de que algún día su familia se una a la mía para la posteridad.

Julia frunció el ceño mientras descifraba esas palabras. La única manera de que eso pudiera pasar era teniendo hijos juntos. Al darse cuenta de lo que él había querido decir, abrió los ojos sorprendida y los levantó para mirarle a los suyos.

Él seguía sonriendo, el muy cerdo.

—Me gustaría que me llevara a casa ahora, milord.

Los ejemplos de furia ártica de Sebastian le sirvieron en ese momento. Quería acusar a lord Carlyle a voz en grito, pero Hyde Park no era lugar para dar tal espectáculo. Apretó los puños sobre el regazo y lo miró fijamente, dejando que los ojos dijeran todo lo que los labios no podían.

—¿La he ofendido? Señora Stratham, le pido disculpas. —Lord Carlyle parecía asombrado—. Me doy cuenta de que hace poco tiempo que nos conocemos, y es cierto que no tenía intención de hablarle tan pronto, pero pensaba que usted debía de tener alguna vaga idea de mis sentimientos.

—¡Si hubiera tenido tal idea, milord, puede estar seguro de que no estaría sentada en su carruaje! —Ese furioso murmullo hizo que lord Carlyle frunciera el ceño.

—Está enfadada conmigo —afirmó él, sorprendido.

Julia lo miró furiosa, confirmando en silencio lo que él se temía. Nunca había pensado que la insultarían así siendo Julia Stratham, una dama. Tal vez lord Carlyle hubiera notado algo en ella, quizá Jewel Combs era visible a pesar de todo el cuidado que había puesto en erradicarla.

—Ya sé que debería haber hablado primero con el conde —dijo lord Carlyle rápidamente—. Pero nunca he tenido mucha relación con lord Moorland, y dadas sus, digamos, circunstancias, me resultaría muy incómodo. No quiero decir con eso que a usted se la pueda culpar por su comportamiento licencioso, por supuesto. Después de todo no se puede escoger a la familia.

—¿Iba usted a hablar con Seb... con lord Moorland sobre esto? —A Julia le dio vueltas la cabeza con sólo pensarlo. Era mejor no imaginar la reacción de Sebastian a esa propuesta, dado su presente estado de ánimo.

Lord Carlyle pareció sorprendido.

—A fin de cuentas, es como hay que hacerlo.

¿Es como hay que hacerlo? Julia se quedó parada, y entonces, una lucecita de entendimiento comenzó a brillar en medio de su confusión.

—Si hubiera pensado que usted era tan contraria a esa idea —dijo lord Carlyle, con una voz tan tensa como su rostro—, nunca habría sacado el tema. Espero que podamos seguir siendo amigos, aunque usted no desee ser mi esposa.

—¿Me está pidiendo que me case con usted? —El tono de asombro de Julia hizo que él se volviera a mirarla, después de haber apartado la cara.

Ella le miró directamente a la cara, de rasgos oscuros y amplios, con los suaves ojos grises, y sintió vergüenza. Claro que le estaba pidiendo que fuera su esposa. Un caballero como lord Carlyle nunca, nunca insultaría a una dama sugiriéndole que se convirtiera en su querida.

Lord Carlyle la miró arqueando las cejas.

—Bueno, claro que le estoy pidiendo que se case conmigo. ¿De qué si no hemos estado hablando estos últimos minutos?

Julia sonrió de repente, radiante. Había malinterpretado completamente la situación. En vez de insultarla, le estaba concediendo el máximo honor. Le estaba pidiendo a ella, Julia Stratham, que fuera su esposa. Nunca había sospechado la existencia de Jewel Combs.

Respondiendo a su petición de que la llevara a casa, lord Carlyle estaba guiando el carruaje fuera del intenso tráfico y hacia las verjas. Esa maniobra no se completó sin casi rozar las ruedas de un faetón y un intercambio de miradas molestas con el otro conductor, un joven elegantemente vestido que lucía un fular a topos. Para cuando lord Carlyle tuvo el carruaje encaminado hacia la verja, ella ya había conseguido sobreponerse a su asombro. Le posó la mano en el brazo con suavidad, y cuando él se inclinó con una mirada interrogativa, ella le sonrió sin ninguna malicia.

—Debo disculparme por mi desmedida reacción a su propuesta, milord —murmuró con un tono de modestia avergonzada—. A decir verdad, no me he dado cuenta de lo que me pedía hasta el final de la conversación. Me avergüenza tener que confesarle que al principio tenía la cabeza en otra parte.

Lord Carlyle sonrió de medio lado, y de repente pareció mucho más joven de sus cuarenta años, que era la edad que Julia le suponía.

—¿No se ha dado cuenta de que me estaba declarando?

Julia negó con la cabeza.

—No, milord, me temo que no. Le pido mil disculpas.

—Y yo que había pensado que era por mis hijos... —masculló, meneando la cabeza—. O mi persona. O...

—No era nada de eso, milord —le interrumpió Julia con amabilidad—. No tengo nada que objetar de sus hijos. Al menos no creo, aunque como no los conozco, no puedo asegurarlo. En cuanto a su persona... —Bajó la mirada con modestia, de un modo que hubiera hecho reír con cinismo a Sebastian—. Usted no me resulta... nada desagradable.

—¿Debo entender que no rechaza por completo mi ofrecimiento?

—N... no.

Julia tenía sus propios planes con respecto a lord Carlyle, pero le caía bien y no quería herirle. Animarle con el objetivo de que Sebastian se pusiera celoso era una cosa, pero aceptar su propuesta de matrimonio era algo muy distinto. La frase que la señora Thomas le había metido en la cabeza a fuerza de repetírsela le vino a la memoria y la pronunció con un gran alivio. «Las estrictas normas que guiaban las acciones y las palabras de la gente de sociedad tenían sus ventajas —pensó—, ya que le proporcionaban siempre algo irrelevante que decir.»

—Es que todo esto es muy repentino, milord. —Parpadeó para mirarle, y se sorprendió al descubrir una súbita pasión en los ojos de él. Desapareció rápidamente, pero Julia se quedó un poco impresionada. Tener bajo control a lord Carlyle podía resultar más difícil de lo que había pensado. Por un momento, le había parecido que deseaba besarla.

—Pero ¿puedo tener esperanzas? —Su bien modulada voz era más profunda que de costumbre.

Julia le miró a los ojos grises y se sintió un poco alarmada. Ese hombre le gustaba de verdad. Casarse con él sería lo más sensato que habría hecho en toda su vida. Como lady Carlyle, nunca tendría ninguna duda sobre cuál era su lugar en la vida. Luego, sin quererlo, se le apareció el hermoso rostro de Sebastian. Éste carecía de principios, tenía mal humor y era frío e insultante, pero lo amaba, y mientras siguiera respirando o lo hiciera él, sabía que nunca podría entregarse a otro hombre.

—Siempre hay esperanza. —Acompañada de una sonrisa recatada, esa frase satisfizo a lord Carlyle, que la tomó como un tímido asentimiento.

Y Julia no estaba mintiendo del todo, lo que consoló su conciencia. Al fin y al cabo, ¿quién sabía qué vueltas daría la vida?

—Ahora que volvemos a ser amigos, ¿todavía desea que la lleve a su casa? Aún es temprano. —El carruaje estaba a punto de salir desde Park Lane a Piccadilly.

El camino estaba, como de costumbre, atestado de tráfico, mientras que en las aceras había una multitud de peatones y vendedores ambulantes empujando sus carritos.

—Quizá sea lo mejor —contestó Julia con una sonrisa—. Si vamos a asistir al teatro esta noche, debería descansar antes o me temo que se me verá muy mustia.

Lord Carlyle se echó a reír.

—Usted nunca podría verse mustia, señora Stratham. Su belleza juvenil es tal que desafiaría a cualquier noche que pasara en vela.

—Gracias, lord Carlyle.

Este tipo de intercambio ligero era la interacción habitual entre los sexos de buena cuna. Para Julia casi se había convertido en algo instintivo, así que sonrió al decir esas palabras, con los ojos ya fijos en la multitud de carruajes entre los que lord Carlyle maniobraba con mano experta.

Estaba a punto de decir algo más cuando le llamó la atención una brillante calesa negra con grandes ruedas y un elegante interior de cuero, que se hallaba justo delante de ellos. Era el vehículo de Sebastian, con Jenkins subido en el pescante trasero. Cuando lord Carlyle puso el carruaje a la misma altura, Julia vio que Sebastian, esbelto, fuerte e increíblemente atractivo con una chaqueta azul de paño, llevaba las riendas. Pero aunque el sol que le relucía en el cabello rubio la deslumbró y la distrajo, Julia pudo ver que no estaba solo.

Junto a él se hallaba una dama enfundada en un vestido con un escote casi indecente, color rosa pálido, con una gran vuelta en el corpiño que le dejaba al descubierto los hombros y gran parte de su generoso pecho. Si se sentía atracción hacia las rubias avariciosas en plena floración, entonces Julia suponía que la dama podía resultar muy hermosa, aunque personalmente a ella no le gustaba su estilo. De hecho, cuanto más la miraba, más claro le resultaba que no se trataba de una dama, sino de una «impura elegante», como las llamaba la gente de buena sociedad.

A Julia, que casi volvía a ser Jewel de pura furia, se le ocurrieron varios términos más descriptivos, pero se negó a permitir que ninguno de ellos fuera más allá de su mente. En vez de eso, observó con ojos vidriosos a la pareja, que reía y charlaba en el carruaje, totalmente ajena a esa observación. Mientras los miraba, la mujer soltó un chillido, se puso en pie de un salto y le echó los brazos al cuello a Sebastian en un evidente éxtasis de placer. Julia notó que se le tensaban los músculos de pura indignación, y luego los ojos se le cargaron de fuego dorado al ver al conde bajar la cabeza y plantarle un rápido beso en la boca demasiado carnosa y rosada. Por suerte, la creciente ira le cerró la garganta, o de lo contrario habría comenzado a desahogarse con las palabrotas que, en el calor del momento, se le iban pasando por la cabeza. Pero antes de que pudiera decir nada, un tercer vehículo se interpuso entre el carruaje de Sebastian y el suyo. Y por mucho que se estiró para ver qué pasaba, ya no pudo ver nada más.

—Maldito granuja —masculló lord Carlyle con desprecio.

Julia, con los ojos brillantes, lo miró molesta durante un segundo, sin ni siquiera darse cuenta de a quién estaba mirando. Luego se le ocurrió pensar que él acababa de contemplar lo mismo que ella.

—Es una vergüenza que usted haya tenido que ver eso —continuó lord Carlyle, disculpándose como si, de algún modo, él fuera responsable de que Sebastian tuviera tan poco sentido de la decencia como para besar a una meretriz en un paseo público—. Es un crimen, si me perdona por decirlo, que una dulce jovencita como usted deba estar bajo la protección de un hombre al que sólo puedo calificar con repugnancia de sinvergüenza. Si usted quisiera concederme ese derecho, yo me encargaría de apartarla de su influencia lo antes posible. Como mi esposa, usted no tendría que...

—Acepto —dijo Julia de repente, aún mirándolo furiosa.

No era consciente en absoluto de la severa expresión de su propio rostro, o de la forma en que apretaba los puños sobre el regazo.

Lord Carlyle se calló a media frase, asombrado.

—¿Perdón, señora Stratham?

—He dicho que acepto casarme con usted —dijo, casi escupiendo las palabras—. Y lo antes posible.

Lord Carlyle aún parecía anonadado, pero a medida que comenzó a asimilar lo que ella había dicho, se le fue formando una sonrisa. Dijo algo sobre que le acababa de hacer el hombre más feliz del mundo, pero Julia casi ni le oyó. Estaba ocupada lanzando miradas furiosas a los carruajes que había ante ellos, buscando echar otro vistazo a la maldita calesa negra.

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