Julia

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SE casaría con lord Carlyle, o mejor dicho, con Oliver, como él le había pedido que le llamara, igual que él la llamaba Julia. Quizá no lo amara, pero el amor tampoco era un requisito indispensable para un buen matrimonio. Aunque él no le provocara la pasión arrebatadora que Sebastian conseguía despertar en ella con un solo roce, esa clase de pasión tampoco era algo en lo que fundamentar un compromiso para toda la vida.

Oliver era un hombre amable y constante que la cuidaría; era rico y de buena cuna y podría darle una buena vida. Y, lo más importante, la respetaba. Al menos respetaba a Julia Stratham. No quería ni pensar cómo se lo tomaría si alguna vez llegaba a averiguar quién era ella en realidad. ¿Debería decírselo? Todos sus instintos le gritaban que no, excepto uno, el del juego limpio. Y ése lo apestaba con total determinación. ¿Se lo contaría Sebastian? Ésa era una cuestión muy distinta. Tal vez lo hiciera, pero entonces él, al igual que su madre y Caroline, se hallarían en la interesante posición de haber introducido a un polizón en la alta sociedad. Y lo más seguro era que la buena sociedad no estuviera muy dispuesta a perdonar algo así.

Por suerte, Julia tenía tiempo de pensárselo bien antes de que pasara algo irremediable. Sebastian se había marchado de Londres a primera hora de la mañana siguiente a su discusión, acompañado por el sufrido Leister, rumbo a sus tierras de Suffolk, donde unos asuntos urgentes requerían su presencia. Según Smathers, el señor había salido de la casa en un estado de furia contenida. Al oír que se había ido, Julia se sintió aliviada y extrañamente decepcionada al mismo tiempo. «Cobarde», pensó para sus adentros. Escapaba de nuevo, igual que había hecho cuando su proximidad después de haber hecho el amor en la biblioteca de White Friars lo había asustado. Empezaba a sospechar que ése era su modo de evitar tener que enfrentarse a sus emociones; simplemente huía de ellas. Al parecer, la fría despedida de Julia del día anterior había tenido algún efecto sobre él. Al menos, eso esperaba. La había hecho amarlo durante aquellos meses en White Friars, a ella que estaba incluso más hambrienta de afecto que de comida. El conde había sido como un gran rayo de sol alzándose en el horizonte del oscuro cielo que era su vida, iluminando su mundo con un calor y una intensidad que le habían llegado al alma. Y él también lo había sentido, Julia estaba segura. Y eso le había asustado y había hecho que volviera a protegerse tras su escudo de hielo.

Pero algún día tendría que dejar de huir y se enfrentaría a sí mismo. Aunque puede que, para entonces, ya fuera demasiado tarde para recuperar lo perdido. Ella lo había amado, lo había amado de verdad, pero no era tan tonta como para pasarse la vida deseando a un hombre que bajo el cariño, la pasión y la amistad, la despreciaba. Ser su querida hasta que él se hartara de ella la mataría, y conseguir que se casara con ella era tan probable como que un buey saliera volando. Lo veía con claridad. Para él, ella siempre sería una golfilla de los barrios bajos y él un orgulloso conde. Un gato podía mirar a un rey, pero una niña de la calle nunca llegaría a ser condesa.

Sebastian se había marchado llevándose consigo una única maleta, lo que indicaba que no tardaría mucho más de una semana en regresar. Pero, claro, también se había llevado sólo una maleta con él cuando habían ido a White Friars y luego se había quedado meses allí. Pero aquellas circunstancias no habían sido las habituales. Julia esperaba volver a verle en Londres en dos semanas como mucho. Lo que tampoco le dejaba demasiado tiempo para decidir qué hacer.

Al parecer, el conde estaba tan convencido de que ella le obedecería ciegamente que no había considerado la posibilidad de que no rompiera su compromiso con lord Carlyle. Pero sus deseos ya no eran órdenes para ella, así que se casaría con lord Carlyle... Oliver, aunque sólo fuera por fastidiarle. ¡Cómo odiaría verla convertida en una dama de alcurnia y siendo la esposa de otro hombre! Ojalá le fastidiara muchísimo. Quería que así fuera. Deseaba que se retorciera de rabia cada vez que pensara en ello.

Pero para dejarle en esa gratificante posición, primero tenía que llevar a lord... ¡Oliver! al altar. De no ser que a Sebastian le gustaran los escándalos menos que la idea de que ella llegara a ser lady Carlyle, hacerlo podía resultar complicado. Tampoco quería engañarse. Sabía que Oliver no se casaría con ella si supiera la verdad que Sebastian había amenazado con revelarle. Su nacimiento era un obstáculo casi insuperable, y si el conde añadía a eso la historia de que había sido su amante... no, Oliver no se casaría con ella. Y Sebastian reiría el último.

Imaginarle riéndose de ella era lo que más la fastidiaba. ¡No le iba a dar el placer de verla rechazada y humillada! Se convertiría en lady Carlyle, y al pensarlo, vio con claridad cómo lograrlo. Lo único que tenía que hacer era convencer a Oliver de que se casaran de inmediato. Si lo hacían antes de que Sebastian regresara a la ciudad, ya sería demasiado tarde para que él pudiera hacer nada. Además, lo más probable era que el conde ni siquiera cumpliera su amenaza una vez viera que ya era tarde para evitar el matrimonio. Y si se lo contaba todo a Oliver..., bueno, ella ya sería lady Carlyle, y Oliver no podría hacer nada sin que le acarreara la clase de escándalo que ella sabía por instinto que él haría lo que fuera por evitar. Lo difícil sería convencerle para que la boda fuera inmediata. Oliver estaba muy apegado a la tradición...

—Vamos, Julia, ya sé que sólo estás bromeando, pero me gustaría que no lo hicieras sobre un asunto tan delicado. Claro que nos casaremos en St. James al cabo de los tres meses de rigor. Y como no eres una niña sino una viuda, sí, será una boda relativamente sencilla. Pero aun así, conseguiremos que todo resulte magnífico, ya lo verás.

El susurro de Oliver sólo lo podía oír Julia por encima del alboroto de la farsa que se estaba representando abajo en el escenario. Julia miró a los coloridos actores sin verlos, tan molesta por lo mucho que Oliver insistía en la formalidad y tan inquieta por que Sebastian pudiera regresar antes de haber convencido a lord Carlyle, que no podía estarse quieta.

En los cinco días desde la marcha de Sebastian, Julia había sacado el asunto a colación siempre que había visto a Oliver. En todas las ocasiones, él había tratado sus alusiones a lo romántico que le parecería escaparse para casarse como una broma de no muy buen gusto. En ese momento, lo cierto era que parecía enfadado. Julia se mordisqueó una uña y miró por el oscuro teatro mientras la cabeza le trabajaba sin parar. Si de verdad deseaba convertirse en lady Carlyle, tendría que pensar en algún modo de conseguir que ese cabezota pensara como ella. ¡Y rápido!

Con ellos en el palco se hallaban Caroline y su acompañante, lord Rowland, un hombre alto y delgado de unos cuarenta y cinco años con una sonrisa encantadora. Lord y lady Courtland, que se habían apuntado casi en el último minuto, completaban el grupo. Lord Courtland era bajo y delgado, con un cierto ceceo que le hacía parecer temeroso de su esposa. Lady Courtland era una de las amigas del alma de Caroline. Una mujer gruesa que tenía el poco juicio de intentar meter su corpachón en vestidos a la última moda de lo más atrevido, con un efecto bastante desafortunado. Sin embargo, resultaba de lo más admirable, al menos cuando no le estaba dando órdenes a su marido mientras le azotaba con los ojos como si fueran dos látigos gemelos.

El espectáculo parecía durar una eternidad, porque Julia estaba ansiosa por llevar a Oliver a algún lugar donde pudiera hablarle. Al final, fue incapaz de esperar más. La heroína del drama que siguió a la farsa acababa de anunciar su intención de suicidarse si su amante no volvía con ella cuando Julia se inclinó hacia Oliver y le susurró que le dolía la cabeza.

Al instante, él, solícito, se ofreció a llevarla a casa y ella sonrió agradeciéndoselo. Habló un minuto con Caroline, que asintió y no pareció ver ningún problema en que Julia fuera sola por la noche en un coche cerrado con un hombre que no era un pariente cercano, algo que los más picajosos de la alta sociedad consideraban un comportamiento cuestionable. Pero Julia sabía que a caballo regalado no se le mira el diente, y rápidamente cogió su capa de noche y su bolso, y permitió que Oliver la condujera fuera del palco. No obstante, para cuando llegaron al iluminado vestíbulo y habían pedido que les trajeran el carruaje, el mismo Oliver comenzó a tener dudas.

—Quizá deberíamos haber pedido a la señora Peyton que nos acompañara —dijo Oliver pensativo, mientras le colocaba la capa color crema sobre los hombros—. Sé que no te gustaría que nada pareciera inapropiado, querida Julia, y no estaría bien que saliéramos solos del teatro. Aunque quizá no se te haya ocurrido pensarlo..., ¡eres tan inocente e ingenua! Creo que es mi responsabilidad tomar en consideración las repercusiones que podría tener para ambos.

—Querido Oliver —repuso Julia, sonriéndole, aunque le costó un poco adoptar una expresión de adecuado aprecio. En realidad hubiera querido zarandearle. ¡Era siempre tan correcto!—. No puede estar bien molestar a Caroline y sus amigos. Están disfrutando de la obra, y yo me sentiría muy mal si se perdieran el final por mi culpa. Y, después de todo, Grosvenor Square sólo está a quince minutos de aquí.

—Aun así —replicó Oliver con seriedad—, puede que haya gente que se fije en esta impropiedad. Aún no estamos prometidos oficialmente, sabes, y no quiero que nadie diga que nos casamos porque... porque no nos queda más remedio. Sí, cuanto más lo pienso, más seguro estoy de que debemos pedir a la señora Peyton que nos acompañe.

Julia contó hasta diez antes de hablar. Y mientras lo hacía, se entretuvo en abrocharse los lazos de plata que le cerraban la capa por delante. El vestido de corpiño ajustado y amplia falda del mismo color crema, adornado con encaje de plata, era un conjunto muy elegante y adecuado. «Estaba de lo mejor», como diría algún graciosillo. Pero, a pesar de sentirse tan guapa, no disfrutaba de ello. Unas horas antes, cuando se había puesto el vestido y se había mirado en el espejo, la bonita estampa que había visto sólo le había hecho alzar los hombros. ¿De qué servía estar así si no había nadie para verlo? A pesar sus esfuerzos por que no fuera de ese modo, Oliver no contaba. Ni él ni Caroline o sus amigos, ni el resto del teatro. El público al que hubiera querido deslumbrar se componía de Sebastian y sólo de Sebastian. Sin él para admirar su belleza, ésta no tenía sentido. Darse cuenta de eso la molestó muchísimo, pero no podía negarse a la verdad.

—Voy a enviar una nota a la señora Peyton —mascullaba aún Oliver, y Julia ya no pudo contener su irritación.

—No seas tonto, Oliver —dijo con sequedad mientras se volvía hacia él. Al ver que él abría mucho los ojos ante ese insulto, Julia sonrió rápidamente y le puso la mano en el brazo. Después de todo, no quería que se enfadase—. Lo siento, Oliver, lo he dicho sin pensar. Pero verás, no tienes que enviar a alguien a buscar a Caroline. Lo cierto es que no me duele la cabeza, sólo lo he dicho como excusa. La verdad es quería hablar contigo a solas. Tengo que decirte algo muy importante, y debo decírtelo ya. Tenía la esperanza de poder ocultarte la verdad, pero no puedo engañarte. Así que ¿me lo permitirás?

Oliver la miró. Antes de que él pudiera decir algo, un mozo les dijo que el carruaje los estaba esperando. Julia suspiró aliviada, y de inmediato fue hacia donde los lacayos estaban aguardando para ayudarla a subir. Oliver no tuvo más opción que seguirla.

—¿Qué es eso tan importante que tienes que decirme? —preguntó malhumorado una vez estuvieron dentro con la puerta cerrada.

Bajo la luz de las farolas, que entraba por la ventanilla, de repente parecía viejo. Las líneas del rostro se le veían como profundas arrugas y tenía patas de gallo. Se le notaba más papada y la nariz era más larga y gruesa. En vez del hombre vigoroso en la flor de la vida que Julia siempre había visto, ahora le parecía lo suficientemente mayor como para ser su padre.

—Oliver, me entristece tener que decirte esto, pero creo que debo hacerlo —comenzó, con la mirada clavada en las manos en una actitud de virtuosa tristeza, mientras el carruaje se ponía en marcha—. Existe un impedimento para nuestro matrimonio que desconoces. Me temo que a no ser que nos casemos en secreto en los próximos días, nos apartarán para siempre.

Eso estaba muy bien; Julia se felicitó. En secreto, dio las gracias a las novelas de la señora Radcliffe, que estaban llenas de amantes apartados por crueles guardianes, y de las que había sacado su idea. Dado lo que Oliver sentía por Sebastian, no tendría razón para dudar de la historia que iba a contarle, que además, se dijo a sí misma, era cierta en parte.

—¿Qué clase de impedimento? —preguntó él, mirándola fijamente.

Bajo las cambiantes luces que entraban por la ventanilla mientras el carruaje avanzaba por las calles, Julia pudo ver que estaba muy serio.

—O... odio tener que decir esto. Lo cierto es que esperaba no tener que hacerlo. Pero le he estado dando vueltas y vueltas, y no se me ha ocurrido otra solución. ¡Oh, Oliver, tienes que decirme qué debo hacer! Sebastian, ¡lord Moorland!, nunca me permitirá que me case contigo. Me quiere para sí.

—¿Moorland desea casarse contigo?

Julia consiguió ruborizarse y alzó una mirada angustiada hacia Oliver antes de volver a bajarla de nuevo hacia sus manos.

—Me temo que es peor, mucho peor que eso —dijo con tristeza, en una voz tan débil que sugería que casi no podía hablar—. Me avergüenza decírtelo, pero lord Moorland me dejó muy claro, muy claro, que no... no me estaba ofreciendo matrimonio.

—Ese cab..., perdona, Julia. ¿Ese canalla ha tenido la desvergüenza de quererte convertir en su concubina?

Oliver parecía escandalizado. Julia le lanzó una breve mirada, y tuvo que reprimir una sonrisa de pura satisfacción. Su confesión estaba teniendo el efecto que había esperado.

—E... estoy tan avergonzada —susurró Julia.

—Oh, querida —repuso él en una voz totalmente diferente, mientras le cogía la mano. Julia le permitió que se la cubriera con las suyas, más grandes y cálidas, e incluso la movió para que sus dedos colgaran de los de él como buscando apoyo—. Tú no tienes de qué avergonzarte. Es Moorland quien debería hacerlo. Durante años, se ha murmurado sobre su depravación entre la alta sociedad, incluso antes de que se extendiera el rumor de que había matado a su esposa. Pero ¡qué te haya insultado de tal manera! Tendrá que responder ante mí por eso.

Lo dijo con tal fiera determinación que Julia, que no se había planteado tal posibilidad, ahogó un grito. ¡Oliver no debería desafiar a Sebastian! No estaba segura, pero sospechaba que el conde hasta sería capaz de aceptar un duelo sin fundamento. A él tampoco le gustaba Oliver. Y Sebastian podría matar a Oliver o, pesadilla de las pesadillas, ¡Oliver podría matar a Sebastian!

—¡No, no, no debes hacerlo! —dijo Julia con una convicción nacida de un auténtico terror—. ¡Sólo... sólo piensa en... en cómo mancharía eso mi reputación! Porque no podría haber otra razón para que tú te batieras con mi guardián, y todo el mundo lo sabría. Además, ¡podría matarte!

Julia añadió esa última frase porque sonaba como algo que una prometida enamorada diría, y lo miró con temor. Pareció que sus palabras le habían impresionado, así que continuó.

—Lo que debemos hacer..., porque he estado pensando en ello, claro, durante muchas noches en vela, es casarnos tan pronto como sea posible. No tiene por qué ser una cosa hecha a lo loco. ¿No existe algo como una licencia especial? Podríamos casarnos aquí mismo en Londres, de una forma perfectamente correcta, antes de que lord Moorland regresase a la ciudad. Luego... luego ya no tendría ningún poder sobre mí, y no podría deshacer lo hecho.

Oliver permaneció en silencio durante un buen rato, acariciándole como distraído la suave piel del dorso de la mano. Julia se lo permitió, aunque la irritaba. ¡Hubiera hecho cualquier cosa para persuadirle de que ella tenía razón!

—Puede que tengas razón. Tendré que pensarlo —dijo él lentamente mientras el carruaje se detenía ante la casa de Grosvenor Square—. Si me lo permites, te visitaré mañana para hacerte saber lo que haya decidido.

Tal falta de respuesta definitiva no le sentó nada bien, pero no podía hacer más que sonreír con debilidad mientras él le besaba la mano y el lacayo abría la puerta.

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