Julia

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FINALMENTE, él asintió.

—Como desees.

Julia esperó un momento, pero, al parecer, eso era todo lo que él iba a decir. Aún la tenía cogida por los brazos, mientras movía con sensualidad los dedos sobre la piel, provocándole escalofríos por la espalda. Ella sacudió la cabeza para alejar esa sensación, y lo miró muy seria. Le palmeó con la mano que le había puesto en el pecho.

—Quizá debería haber dicho que primero tienes que hablar.

Él sonrió al oírla, pero había un leve recelo en sus ojos.

—Te estás volviendo una mujer muy exigente, ¿lo sabías? —murmuró; le dio un leve apretón en los brazos, se los soltó y se volvió de espaldas a ella. Con tres pasos inseguros llegó a la ventana, y se quedó allí, sin volverse, mientras apartaba las cortinas y miraba la calle.

—Sebastian... —Ella le miraba la musculosa espalda sin acercarse a él.

Sebastian tenía que decir lo que fuera sin que ni ella ni nadie lo coaccionaran.

—Esta última semana he estado pensando mucho —dijo mirando hacia la ventana, con una voz tensa muy poco corriente en él—. Ha llovido todos los malditos días, así que poco más tenía que hacer —añadió, para permanecer después un rato callado durante lo que a ella le pareció una eternidad. Aun así, resistió el impulso de decir algo. Esperaba que él continuara cuando estuviera preparado para hacerlo, y continuó—: Mientras estaba atrapado en la casa mirando caer toda esa lluvia, me di cuenta de algo.

Se volvió para observarla y se apoyó contra el marco de la ventana agarrando el alféizar a ambos lados de sus musculosas piernas, como si necesitara apoyo. Sus ojos se veían muy azules y muy lejanos. «Incluso su voz parece distante», pensó Julia, y se dio cuenta de que era una forma de defensa.

—Comprendí que me sentía solo —continuó él pasado un momento—. Que me he sentido solo la mayor parte de mi vida. Mis padres... mi padre era un buen hombre, pero débil, demasiado débil para mi madre. Se quedó inválido cuando yo tenía seis años y después de eso nunca tuvo demasiado tiempo para mí. Yo le quería, y creo que él a mí, pero nunca tuvo el valor de enfrentarse a mi madre por mí. Hasta que tuve edad para que me enviaran a un internado, ella me fue dejando con una niñera tras otra; yo no era ningún angelito y pasé por muchas. Pero cuando ella se fijaba en mí, y a veces yo trataba de que lo hiciera, a menudo haciendo alguna travesura que sabía que haría que se enfadase, era casi siempre para reñirme con esa frialdad que la caracteriza.

»Prefería a Edward. Era tan distinto de ella como lo es la luna del sol, pero lo quería. A mí nunca me quiso, por alguna razón que jamás he llegado a descubrir. Aunque tampoco es que ahora importe, claro, pero cuando era un niño, eso me dolía. Me dolía verla tan prendada de mi hermano, que, por lo que yo sabía, no era mejor que yo. Me dolía pasar las vacaciones en la escuela porque mi madre no quería que le molestara un mugriento escolar... este mugriento escolar. Edward, claro, era otra cosa. Me dolía que en verano no hubiera nadie en White Friars excepto los criados porque ella se había llevado a Edward a París o a España o a donde fuera. Y Edward... era mi hermano, pero nunca llegué a conocerlo. Cuatro años son muchos cuando se es un niño. Si hubiera vivido, quién sabe, quizá hubiéramos llegado a ser amigos. Pero cuando murió estábamos más distanciados que nunca.

Calló de nuevo, y Julia tuvo que contener el impulso de ir hasta él, rodearlo con los brazos y estrecharlo para intentar compensarle por todo el afecto que nunca había tenido de pequeño. Pero resistió, porque sabía que si en ese momento no escuchaba todo lo que él tenía que decir, quizá nunca más se sintiera con ganas de decirlo. Después de una leve vacilación, Sebastian prosiguió.

—Y entonces fui conde. De repente, esta nulidad se convirtió en una persona de considerable importancia. Era el cabeza de familia y podía controlarlos a todos, a Caroline, a Timothy, que era un mocoso en Harrow, e incluso a mi madre. Porque controlaba el dinero. Excepto por lo que le dejó mi padre, que es relativamente poco, mi madre dependía de mí para todo. ¡Cómo debe de fastidiarle eso! Y también la preocupa. Podría haberla dejado sin un penique. Pero no lo hice. Supongo que tenía la estúpida esperanza de que, sin Edward, yo podría conseguir que ella me quisiera. Pero no me tenía más afecto como conde del que me había dispensado cuando era un colegial.

»Y, claro, también estaba Elizabeth. Sólo llevábamos seis meses casados cuando murió mi padre, y supongo que yo aún tenía esperanzas para nuestro matrimonio. Elizabeth era dulce y amable, todo lo contrario que mi madre, según creía yo. Era de buena familia y la conocía de toda la vida, y además era muy rica. Aquel verano antes de que yo heredara el título, me sentía perdidamente enamorado, o eso creía. Nos casamos, y me llevé la sorpresa de mi vida. Bajo ese cariñoso exterior, era tan fría como mi madre, sólo que de un modo diferente. Le horrorizaba el acto físico de hacer el amor. Lo intenté todo, tuve paciencia. Le dije que la amaba y que la respetaba. Diablos, incluso se lo rogué. Y aun así, ella seguía llorando cada vez que me acercaba. Pero yo era conde y debía tener un heredero. Así que seguí visitándola en su lecho, a pesar de que ella lo odiaba cada vez más. Al final se quedó embarazada. No sé quién se sintió más aliviado cuando ocurrió, si Elizabeth o yo. No volví a tocarla después de la noche que concebimos a Chloe.

»Así que ahí estaba yo, con veinticuatro años, con una esposa embarazada que no soportaba que la tocase. Reaccioné como lo habría hecho cualquier joven: hay muchas mujeres en el mundo, y me aproveché de eso. A pesar de lo mucho que le desagradaban sus deberes maritales, Elizabeth eligió montarme casi una tragedia griega cuando se enteró de que yo tenía una amante. Pero eso fue después de más de cuatro años sin visitar el lecho de mi esposa. ¡Qué farsa! Cuando me negué a arrodillarme ante ella y pedirle perdón, fue llorando a su padre. El viejo Tynesdale siempre había querido que su hija se casara con un conde, pero se puso fuera de sí. Conociendo a Elizabeth y sabiendo lo que pensaba del sexo, no hay manera de saber qué le dijo que le había hecho, aparte de serle infiel. Luego, un mes después, Elizabeth murió. ¿Y sabes qué? Sobre todo me sentí aliviado. Aliviado porque no tendría que pasarme el resto de la vida atado a esa mujer que estaba empezando a destrozarme.

»Luego, claro, comenzaron los rumores. Que yo había matado a Elizabeth. No lo hice, pero no fueron muchos los que decidieron creerme. En aquellos momentos no me importaba demasiado. Si la gente quería pensar que yo era un asesino, que lo pensara. No necesitaba a nadie. Excepto a Chloe. Dios, de todo lo que me ha pasado en la vida lo de Chloe ha sido lo peor.

»Elizabeth la había mantenido alejada de mí todo lo que había podido. Siempre actuaba como si mi vil presencia fuera a contaminar a su precioso bebé. Pero yo quería a esa niña. Y juraría que ella me quería a mí. Eso parecía. Sólo tenía cuatro añitos cuando Elizabeth murió, pero siempre había parecido alegrarse de verme. A veces le llevaba regalos y ella me echaba los brazos al cuello, me daba un beso y me susurraba con su vocecita alguna cosa. Y entonces... entonces... —Exhaló un profundo aliento para tranquilizarse.

Julia vio un traidor rastro de humedad en sus ojos, y a pesar de todas sus buenas intenciones, no pudo evitar acercarse a él.

Se oyó el frufrú de sus faldas mientras se desplazaba con rapidez hacia donde él estaba. Se le veía tenso y se resintió al principio cuando ella le rodeó la cintura con los brazos, pero cuando ella se apretó contra él en un silencioso gesto de consuelo, él respondió a su abrazo. La atrajo con fuerza hacia sí y le susurró al oído con una voz no del todo firme.

—Cuando apareciste en mi vestíbulo aquel día, siendo algo parecido a un cruce entre ramera y rata de alcantarilla, yo creía no necesitar a nadie. Era totalmente autosuficiente y eso me gustaba. Oh, claro que tenía amigos, como todo el mundo, pero en realidad sólo eran conocidos. No había ni una sola persona sobre la faz de la tierra a la que le importara un comino si yo estaba vivo o muerto. Y entonces, llegaste tú.

»Si mi madre no hubiera entrado en el estudio aquel día, lo más seguro era que hubiera ordenado que te echaran a la calle. Ese certificado de matrimonio que me enseñaste no valía gran cosa, bien pensado. Te hubiera resultado muy complicado reclamar nada con él. Pero no lo hice, sino que te llevé a White Friars conmigo, porque no se me ocurría qué otra cosa hacer contigo, y ya me estaba arrepintiendo del impulso que me había hecho aceptarte. Pero tú eras divertida, y acabaste gustándome. Y luego te convertiste en una belleza... Debería haberme dado cuenta de que me estaba acercando a una batalla interna. Lo cierto es que seguramente lo vi, pero me negué a reconocerlo. Eras virgen aquella noche cuando te hice el amor por primera vez, y lo sé, pero no quería admitirlo. Me dije que tenía que haberme equivocado con las señales físicas, porque ninguna virgen respondería como lo hiciste tú. Eras puro fuego, amor, y me hiciste arder. Mi reacción me aterrorizó. Quería más, mucho más. Así que huí, y he estado huyendo desde entonces. Hasta ayer, cuando me di cuenta de que estaba solo en un mundo frío y gris, y que me había cansado de estar solo. Quería calentarme junto a un fuego, y ese fuego eras tú. Quería abrazarte y besarte, y no dejarte ir mientras siguiéramos vivos. Quería que me amaras y quería amarte.

Mientras concluía, su voz se había ido haciendo más y más baja hasta casi resultar inaudible. Pero Julia le oyó. Le oyó y lloró por dentro con cada sílaba. Su orgulloso conde, siempre necesitado de amor y sin hallarlo nunca, había llegado al punto de temer aquello que ansiaba. La había tratado así porque ya había salido escaldado demasiadas veces. Incluso en ese momento parecía como si temiera arriesgar de nuevo su corazón.

—Te amo, Julia —murmuró con la boca contra el cabello de ella.

Ella sintió que el corazón se le hinchaba y le dolía, pero era un dolor dulce. Le abrazó con más fuerza, estrechándolo contra sí, y volvió la cabeza para apoyarla en la áspera piel de su cuello, justo bajo la oreja.

—Y yo a ti, cariño —le susurró mientas le besaba en el lugar donde el pulso le latía con reveladora urgencia.

Él la abrazó con tanta fuerza que Julia temió romperse, y luego su boca comenzó a buscar la de ella.

Esta vez, cuando hicieron el amor, hubo una febril urgencia en su pasión. Él tomó y ella dio, y ella tomó y él dio. Se aferraban el uno al otro con ternura y ansia a la vez, y cuando ambos regresaron al mundo estremeciéndose juntos, casi no tuvieron tiempo de recuperar el aliento antes de que el deseo que los dominaba volviera a levantar la cabeza. Hicieron el amor una y otra vez hasta que el alba comenzó a pintar el cielo de rayas rojas y los primeros movimientos del día se oyeron en la calle más allá de la ventana.

Saciados, yacieron juntos en la enorme cama; desnudos y abrazados bajo la fina sábana que era el único cobertor que podían soportar, mientras el corazón de ambos recuperaba algo parecido a su ritmo normal. Julia, somnolienta y pesada, apoyó la cabeza en el hombro de Sebastian y le puso una mano sobre el vello del pecho. Él estaba boca arriba, con un brazo bajo la cabeza y el otro rodeándola. Tenía el cabello revuelto, y la oscura sombra de una barba incipiente le cubría las mejillas y el mentón. «Se le ve tan hermoso y desenfadado», pensó Julia mientras lo miraba, y no pudo evitar besarle en la áspera piel bajo el mentón.

—Eres insaciable, mujer —dijo él mientras volvía la cabeza para sonreírle.

—Hummm. —Era un ronroneo, un asentimiento satisfecho.

Bajo la sábana, Julia se movía perezosa por los contornos de los duros músculos que había llegado a conocer tan bien durante esa noche larga y agitada. A Sebastian se le contrajeron los músculos del abdomen cuando ella los acarició, y mientras le rodeaba el ombligo con los dedos, notó que se incrementaba la tensión que expresaba el ansia de Sebastian por ella mejor que ninguna palabra.

—Y tú también —añadió ella con una mirada de reojo hacia él.

Él le apartó la mano, se la llevó a la boca y se la besó antes de volver a ponérsela en el pecho.

—Lamento decepcionarte, cariño, pero tenemos que levantarnos.

—¿De verdad? —El provocativo susurro fue acompañado por un nuevo avance de sus dedos hacia el territorio recién descubierto. Pero él volvió a capturarlos con firmeza y los mantuvo sujetos.

—Sí, de verdad. —Su voz no permitía discusión.

Julia le mordisqueó el cuello para castigarle. Él soltó un gañido y rodó sobre ella para mirarla desde arriba. Las posibilidades de esa posición la complacieron, y le sonrió con los ojos llenos de promesas.

—Nada de eso ahora. Tenemos que devolverte a Grosvenor Square antes de que se desate un escándalo mayor del que ya debe de haber. Se hablará de la forma en que te saqué de allí, pero siempre podemos decir que te fui a buscar por un asunto familiar urgente.

—No me importa el escándalo. —Julia se frotó contra él sensualmente. A Sebastian se le tensaron los músculos y le dedicó una media sonrisa, pero negó con la cabeza.

—A mí sí. No quiero tener a toda la alta sociedad murmurando sobre la futura condesa de Moorland más de lo que ya será inevitable.

Julia se quedó parada, y lo miró con enormes ojos dorados.

—Sebastian —dijo con desmayo al cabo de un instante—. ¿Me estás pidiendo que me case contigo?

Él la miró, mientras fruncía el ceño.

—¡Diablos, no! —Las secas palabras fueron un duro golpe para Julia. Luego él esbozó una sonrisa dulce y encantadora que ella muy pocas veces le había visto en el rostro. A pesar del cabello alborotado y las mejillas rasposas, o quizá por eso mismo, resultaba tan atractivo que en ese momento Julia sintió que se quedaba sin aliento—. Pensaba que eso ya lo había hecho esta noche.

Julia, deslumbrada y no muy segura de si estaba oyendo lo que creía estar oyendo, negó con la cabeza.

—No, no lo has hecho.

La sonrisa desapareció del rostro de Sebastian, pero la miró con ojos muy tiernos.

—¿Y de qué creías que iba todo esto?

—No sé —dijo ella en un susurro. Luego, de todo el amor que sentía por él y de saber que su baja cuna hacía que no fuera elegible para ser su esposa, surgió el valor de negarse lo que más quería en la vida—. No tienes por qué hacerlo, ¿sabes, Sebastian? No tienes que casarte conmigo. Seré tu amante si quieres, mientras quieras.

Él la miró ceñudo, y sus azules ojos se tornaron amenazadores.

—¿Qué tonterías estás diciendo? ¡Pensaba que habías dicho que me amabas!

—¡Y te amo! Ya sabes que sí. Pero... pero, Sebastian, ambos sabemos que Julia Stratham es sólo una invención tuya. No soy ella, no en realidad. Tú eres un conde, un miembro de la nobleza, y sé que tienes una obligación con tu nombre. Yo soy... una mezcla. Mi madre era actriz, y mi padre, por lo que sé, podría haber sido cualquiera. Yo...

—Calla —le espetó con voz fiera—. Si lo que tratas de decirme es que no eres lo suficientemente buena para mí, entonces me avergüenzo de ti. ¿Dónde está el diablillo que solía mirarme enfadado e insultarme? ¿Ha desaparecido del todo, lo ha desplazado la dama que hemos creado entre ambos? En tal caso, lo lamento. Me gustaba esa chiquilla y no voy a permitir que te disculpes por ella. ¿Me has entendido?

Julia se sintió todo lo avergonzada que debía sentirse ante la ferocidad del tono de Sebastian.

—Lo siento, Sebastian —dijo en un hilillo de voz.

Él relajó un poco el enfado de su mirada, aunque no la severidad.

—Y debes sentirlo. ¡Ofrecerte a ser mi amante! ¿Qué moral es ésa, chiquilla? Debes estar agradecida que no te dé una paliza.

—Pero, Sebastian, ¿estás seguro de que quieres casarte conmigo? —preguntó con una voz que no le salía del cuerpo.

Sin embargo, tenía que decirlo, a pesar de que a él no le gustara. Estaba a punto de lograr su sueño, pero se dio cuenta de que le había salido el tiro por la culata con las tácticas que había empleado para ganar su atención. Quería..., claro que quería creer que él la amaba lo suficiente para pasar por alto sus orígenes y cien años de prejuicios para casarse con ella. Pero le resultaba demasiado fácil preguntarse si sólo lo había atrapado por su maestría en el uso de sus armas femeninas. La oferta de matrimonio de Oliver podría haber actuado como el detonante final.

—¡Oliver! —chilló Julia.

Desde el momento que había visto a Sebastian en el baile hasta ese mismo instante no había pensado ni una sola vez en Oliver. Pero ahora se sintió horrorizada. Le había prometido casarse con él en dos días..., no, en un día, pensó febril. Y en vez de eso, lo había dejado plantado en el baile. Estaría furioso y con razón. Julia tendría que darle una explicación... ¿cuál? ¿Que se iba a casar con Sebastian?

—¡Oliver! —Sebastian se tensó y se sentó en el borde de la cama, mirándola ceñudo con ojos oscuros—. ¿Te estoy ofreciendo matrimonio y tú estás pensando en Oliver?

La terrible burla en su voz al decir el nombre del otro hombre mostró a Julia lo cerca que estaba Sebastian de perder los estribos. A diferencia de Oliver, recordó Julia, él tendía a ser celoso. Y lo cierto, a juzgar por la expresión de su rostro en ese momento, era que debía de estarlo, y mucho.

—Acabo de recordar que se había apuntado para el último baile de anoche. Se... se debe de haber estado preguntando qué habrá sido de mí. —La excusa le sonó mala incluso a ella. El gesto de Sebastian no se relajó en absoluto.

—¿Y? —La brutal pregunta le advirtió que si no lograba calmarlo rápido, la explosión era inminente.

Saber que él la quería tanto para ser tan ferozmente celoso le resultaba encantador, pero Julia no quería tener que tratar con un Sebastian furioso, y menos por una causa tan tonta. Oliver significaba para ella menos que el meñique de Sebastian.

—Y nada —contestó sumisa—. Me acabo de acordar de repente, eso es todo.

—Pues que no vuelva a ocurrir. —Era una orden.

Julia agachó la cabeza en contrita obediencia. No era necesario molestar a Sebastian con los detalles de sus planes para Oliver, que, naturalmente, ya no servían. Lo único que tenía que hacer era decírselo a lord Carlyle.

—Supongo que le habrás dicho que no te casarías con él, ¿no? —Esa acertada pregunta, expresada en un tono de máximo desagrado, la sacudió. Se humedeció los labios, vio que él seguía ese revelador movimiento con los ojos y se apresuró a hablar.

—Claro que sí.

Él la miró durante un instante antes de empezar a relajarse poco a poco. Su expresión siguió siendo seria, pero ya no parecía a punto de estallar.

—Bien. No quiero volver a oírte mencionar su nombre, ¿queda claro?

A pesar de su recién estrenada docilidad, esa orden hizo que se le encendiera un poco su temperamento.

—No eres mi dueño, ¿sabes, Sebastian? —Un toque de rebeldía brilló en sus ojos. A pesar del amor que sentía por él, si creía que se iba a tirar a sus pies y hacerle de felpudo el resto de su vida, se llevaría una gran sorpresa.

Él se volvió de golpe, la cogió por las muñecas mientras se ponía sobre ella y la inmovilizó contra la cama. La sábana se le había resbalado de los pechos por el súbito movimiento, así que se quedó desnuda hasta la cintura, con la melena suelta y alborotada por sus excesos de la noche. Tenía el ceño fruncido sobre los ojos dorados y los suaves labios apretados sobre su obstinada barbilla.

Sebastian la recorrió con la mirada, desde el rostro, por la blanca columna del cuello, los estrechos hombros con la prominente clavícula, y luego se posó en los rosados picos de sus senos, que se alzaban sobre la delicada caja torácica y la estrecha cintura, antes de regresar al rostro para mirarla a los ojos.

—Oh, sí —replicó él en voz baja, con una mirada posesiva que la hizo estremecer por su intensidad—. Ahora eres mía. No te confundas. Eres mía y te arrastraré al infierno conmigo antes que dejarte marchar.

Ella lo miró fijamente, no muy segura de que le gustara ser el objeto de una pasión tan salvaje. Esos ojos azules se clavaron en los suyos implacables, inmovilizándola tanto como las manos que le sujetaban las muñecas contra la cama. Notó que la rabia comenzaba a crecer en su interior como las nubes antes de una tormenta, pero de repente, pensó en el pobre niño solitario que él había sido. En toda su vida, Sebastian no había tenido realmente a nadie a quien querer, y por fin la amaba a ella. Claro que era celoso, claro que era posesivo. Si lo quería, y lo quería, ¡claro, que lo quería!, ésa sería una parte de él que tendría que aceptar. Hasta que quizá llegara un día en que se sintiera lo suficientemente seguro de su amor como para no controlarlo con tal ferocidad.

—Te amo —le susurró Julia. Él la miró enfadado durante un momento, hasta que su feroz mirada comenzó a relajarse—. Y me casaré contigo cuando quieras..., si me sueltas las muñecas —añadió después con una sonrisa irónica.

Él pareció sorprenderse, como si no se hubiera dado cuenta de que la estaba agarrando, y entonces sonrió con timidez mientras la soltaba. Julia se sentó en la cama, sin importarle en absoluto su desnudez, y se frotó las muñecas mientras le lanzaba una mirada de reproche.

—Me has hecho daño.

—Perdona. —Le cogió por turno las muñecas y se las besó con ternura en el punto donde las finas venas azules se veían a través de la blanca piel—. Deberías habérmelo dicho. Nunca te haría daño queriendo.

—Lo sé. —Ella le sonrió, estiró los brazos para rodearle el cuello y le acercó la cabeza.

Él se lo permitió muy dispuesto, y le devolvió el suave beso con intereses.

—No tenemos que irnos ya, ¿verdad? —susurró ella.

Y, con unos cuantos besos más, él reconoció que no.

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