Julia

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Segunda parte. Arma virumque » CAPÍTULO XIX

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Marco se acomodó en la mayor de las chozas del poblado, el lugar donde se discutían los eventos políticos de la tribu. «Mitra tenga misericordia; esto debe ser lo que ellos entienden por una basílica», pensó amargamente. Una fogata crepitaba en el centro de la humilde estancia; el humo salía por un agujero practicado a tal efecto, pero era evidente que la rudimentaria chimenea no tenía buen tiro, pues la sala estaba atestada de un espeso humo.

Junto a Marco estaban Julia, Milo y Branoc y, frente a ellos, un anciano de pelo gris, largo y lacio, desnudo de cintura para arriba, de musculatura flácida, vestido con pantalones de piel. Tras él, medio oculta entre las sombras, una mujer removía una humeante olla con caldo de cebada fermentada. A intervalos regulares, les ofrecía una escudilla a cada uno; el brebaje tenía un sabor asqueroso, pero reconfortaba del frío.

Branoc ofició de traductor.

—Fueron una banda de jóvenes procedentes de un poblado vecino, unos valles más allá —dijo el anciano—. Fueron ellos quienes atraparon al grupo de cabezas de hierro. Otros cabezas de hierro les habían pagado. Trabajaron como esclavos y ahora están muertos —sonrió como un lobo, mostrando una dentadura amarilla y desigual.

Julia lo consideraba un hombre espantoso, pero sus ojos tenían algo que la mantenían pendiente de él.

—¿Qué ocurrió? —preguntó Marco impaciente.

El hombre parecía no tener prisa, se miró las uñas, bebió de su escudilla y se relamió los labios. Después, cuando le pareció oportuno, continuó narrando la historia:

—Los jóvenes de ese otro poblado aceptaron el oro por secuestrar a esos hombres, entre ellos a tu padre. Les encargaron que los llevasen a un lugar apartado y los matasen. Conducían a su presa allá lejos, a las montañas; iban henchidos de orgullo, pensando en la fortuna que acababan de ganar, cuando de pronto la suerte les volvió la espalda y en su camino se cruzó una partida de guerra perteneciente a otra tribu.

Marco contuvo la respiración, en su cabeza se agolparon los recuerdos de la espeluznante carnicería que tuvo lugar años atrás en un lugar llamado el Caldero de Bran. El anciano le hizo un asentimiento con la cabeza, como si le hubiese leído el pensamiento.

—Sí —continuó hablando con suavidad—. Esa tribu cuyo nombre ni siquiera osamos pronunciar. La tribu de las Colinas Negras de las islas occidentales ha vuelto. Matan nuestras ovejas, nuestros caballos... lo matan todo. Matan al ciervo rojo por el placer de matarlo y después abandonan su cuerpo para que se pudra en las laderas del monte. Matan como los linces matan polluelos, porque les gusta matar. Mataron a todos los jóvenes que aceptaron trabajar para los cabezas de hierro —espetó—. Fue su último adiós al mundo. Se lo tenían merecido, pues trabajaron como esclavos, no como guerreros. Además, no pertenecían a nuestra tribu —hizo una pausa—. Se llevaron al hombre poderoso, pues su cadáver no fue encontrado. Los atacotos, la diosa limpie mi lengua por haber pronunciado tal nombre, se lo han llevado vivo.

—¿Por qué harían tal cosa? —terció Julia.

El anciano le dirigió una furtiva mirada, cargado de contrariedad, pues una mujer había osado hablarle, pero las costumbres de los cabezas de hierro eran extrañas. Emitió un profundo suspiro y se dignó a contestar; después de todo era una joven muy bella.

Cuando el anciano terminó de hablar, Marco alzó una mano indicándole a Branoc que no continuase con la traducción. Sentía un enorme peso oprimiéndole en el pecho; allí había algo extraño, como si toda la maldad del universo estuviese concentrada en aquella choza. Algo espeso como el humo de la turba, una miasma a través de la cual no podía ver, ni la luz podía iluminar, algo contra lo que los humanos no pueden luchar... La maldad del hombre es infinita y la fuerza de los mortales para combatirla es desesperadamente escasa. Marco pidió a Branoc y a Milo que lo acompañaran fuera. Julia hizo ademán de levantarse, pero el joven

optio se lo impidió con un gesto.

—¡Quédate aquí! —ordenó tajante.

Julia se quedó sentada. Quería escuchar y a la vez no quería saberlo. Cómo odiaba Caledonia, cuánto deseaba volver a... a ninguna parte. Lo único que importaba ahora era el tío Lucio. Lo llevarían de vuelta a Londinium vivo, o morirían en el intento.

Branoc regresó solo.

Negó con la cabeza y se arrodilló junto a ella. El explorador sentía el corazón roto de pena, pues ella tenía la misma sangre que aquel poderoso cabeza de hierro. El hombre en poder de los atacotos se llamaba Lucio y era el hermano de su madre. Era sangre de su sangre. ¿Cómo se decían esas cosas a una joven?

Esa noche la pasarían en el poblado y al día siguiente regresarían al Muro. La búsqueda había terminado.

El anciano comenzó a susurrar una canción para sí. Cerró los ojos y sintió cómo su espíritu se desprendía del cuerpo. Su alma se elevaba y miraba hacia abajo desde una gran altura. Vio muchas cosas extrañas. Su cuerpo continuaba entonando la canción sin despegar los labios, balanceándose rítmicamente adelante y atrás. Su organismo sentía el caldo de cebada calentándole el estómago, y desde lo alto su espíritu veía maravillas y acontecimientos insólitos. Divisaba su territorio desde lo alto, como lo ve el águila.

Observó dos ponis ligados uno al otro con una cadena de oro alrededor de sus cuellos. Ambos caballos trotaban por la pedregosa ladera de una montaña; entonces resbalaron y cayeron por una cárcava. Murieron juntos, unidos por su cadena dorada. Su alma descendió de las alturas para verlos y descubrió que no los había matado el golpe, sino una terrible enfermedad, algún tipo de fiebre, pues ambos estaban empapados de sudor. Y al lado de ellos vio a una niñita. La pequeña criatura lloraba; su alma se agazapó a su lado y observó que la niña apretaba contra su pecho un gatito pelirrojo. Supo que aquella niña era la mujer sentada ante él, la misma que había osado formularle una pregunta directa, como si fuese un hombre. Entonces entró en su corazón.

Supo que tenía «el Don». La vio en otro lugar, junto a una hilera de árboles, en un soleado valle. La mujer acarició el dañado tronco de un árbol que rezumaba ámbar resinoso y la planta se estremeció bajo la caricia de sus dedos, mientras sus heridas se iban cerrando bajo el tacto de la sanadora.

Contempló otros símbolos y maravillas que le afligieron el corazón, pues no supo interpretarlas: bayas rojas como la sangre clavadas en los espinos; un pájaro blanco recortado contra el oscuro firmamento; un pájaro grande, oscuro, sobrevolando muy bajo un triste y desolado paisaje, lanzándose sobre una aterrorizada criatura y luego apresado y crucificado sobre un espino, con las alas extendidas como si fuese un criminal. Vio grandes edificios de piedra en llamas, una muchedumbre huyendo espantada y luego esas mismas gentes fueron barridas como el viento barre las hojas en otoño.

Intentó ver a la niña, en cuyo corazón se encontraba ahora, pero no pudo; tampoco veía qué le deparaba a la extranjera su futuro cercano, ni adónde iría.

El hechicero abrió los ojos.

Julia estaba sentada frente a él, tiritando de miedo, sujetando el cuenco vacío, con el alcohol calentándole el vientre. Ella deseaba cerrar los ojos, y quizá tararear una nana que solía cantarle su madre, pero no podía. Los ojos del brujo la miraban fijamente y no era capaz de apartar su vista de ellos. Sin dejar de mirarla, el brujo le habló a Branoc.

—El hombre que ha sido raptado por los... animales, ¿era su padre?

—El hermano de su madre.

—Siento una gran pena por ella —dijo, asintiendo muy despacio.

Hubo un largo silencio cargado de significado. Allí, entre el humo de la cabaña, Julia tenía la extraña sensación de que el hechicero se estaba comunicando con ella de algún modo o quizá leyendo en su alma. Sentía una emoción muy rara, pues no lo concebía como una intrusión en su intimidad; en realidad, no sabía interpretar sus percepciones. Había algo salvaje, primitivo, en todo eso; pero también algo bueno. Ésta era su aventura, la que tanto había anhelado tener. No la estaba leyendo, ni soñando, sino que la estaba viviendo y tenía una causa en la que creer: encontrar a Lucio con vida y llevarlo de vuelta a Londinium. De pronto tuvo la certeza de poder lograrlo.

—Tradúcele mis palabras —dijo el anciano a Branoc; éste asintió en silencio.

—Han sido los atacotos quienes tienen al hermano de tu madre. Es una mala noticia, y siento tu dolor.

Julia quería interrumpirlo con una pregunta, pero no lo hizo; sabía que no debía hacerlo.

—No son hombres —continuó—. Son animales con apariencia humana. Al principio, mi pueblo pensaba que éramos los únicos seres humanos, y cuando llegaron otros pueblos de más allá del mar, creímos que eran animales. Estábamos equivocados. Pero con los atacotos no erramos en nuestras conclusiones, pues todavía no han llegado a ser humanos. Cuando la Gran Madre los creó, lo hizo con la arcilla donde crecen las flores malditas, la hiedra y la dulcamara... esas bestias son como el helecho para los caballos. Su sangre es venenosa, las serpientes anidan en su pelo, sus uñas son como zarpas. Son la estirpe maldita, la creación maligna de la Gran Madre; lo saben y les gusta serlo. Porque el mal es una bebida muy peligrosa, pues la primera vez que la tomas te hace sentirte enfermo, pero luego crece tu avidez por ella. Tu apetito por hacer el mal crece y cada vez necesitas más y más...

«Nosotros, la tribu de los Seres Humanos, estamos bajo la maldición de los atacotos. La Gran Madre nos ha dado el miedo, no sabemos el porqué, y nuestras mujeres y niños lloran cuando llega la noche, pero, aun así, crecemos fuertes bajo la maldición: Es extraño.

»Es extraño, hubo un hombre... —el anciano removió el fuego—, hubo un hombre que salió una mañana a cabalgar con su poni. El jinete llevaba a su hijo pequeño sujeto a la espalda, pues los brazos del pequeño no alcanzaban a rodear la cintura del hombre. Iban de caza a los brezales de las montañas, donde se refugian los corzos en otoño. La mujer del hombre le había recordado que fuese prudente, pues era su primogénito y, a la sazón, único hijo.

»Tuvieron una buena jornada. Cazaron una liebre, una perdiz y atraparon aves acuáticas junto al

loch5. Fue una buena jornada, pues llevaban un buen saco de carne a casa. De regreso al poblado, vieron un ciervo solitario. El hombre desmontó, lo cazó de un certero flechazo y le enseñó a su hijo cómo colgar la presa por las patas y alzarla hasta lo alto de un abeto, para ponerla a salvo de los lobos. «Dos días más tarde volveremos con un poni fresco para recuperar la pieza», le dijo.

»Continuaron su camino y entonces el cazador escuchó el silbido de una flecha rasgar el silencio de las montañas. El jinete tuvo miedo, mucho miedo, pues estaba con su pequeño. Espoleó el caballo y galopó lo más deprisa que pudo, pero una segunda flecha se clavó en la espalda del niño. Se clavó con tanta fuerza que la punta hirió al padre.

Éste no se detuvo, aterrado como estaba al saber que los demonios del bosque se habían presentado para cazarlos. Sentía la cabeza de su hijo golpearle la espalda al ritmo del galope, como tantas veces había notado las cabezas de sus presas muertas en la cacería. El cazador nunca pudo superar esa experiencia...

»Cuando se creyó a salvo, metió la mano entre su espalda y el vientre de su hijo y se arrancó la flecha. La sangre manó con abundancia de la herida, mojando sus ropas y su montura. Desmontó, partió la flecha y la sacó del cuerpo de su hijo con la delicadeza de una caricia materna. Luego envolvió el cadáver del niño, montó de nuevo en su caballo y, llevándolo sobre su regazo, regresó al poblado. No esperaba llegar vivo; creía que su corazón se partiría de dolor, pero llegó. Su mujer lo recibió con los ojos brillando de alegría, pero entonces vio el bulto que su hombre traía sobre las rodillas, y su corazón se quebrantó.

El hechicero bajó la cabeza y, tras un largo momento de reflexión, se revolvió sin levantarse del sucio suelo de la choza y le dio la espalda a Julia. Allí, a la luz del fuego, la mujer vio una pequeña cicatriz junto a la espina dorsal del brujo. El hombre se colocó de nuevo frente a ella y bebió de su cuenco. Sus ojos brillaban acuosos.

—El mundo es un lugar lleno de pena —continuó—. ¿Qué debemos hacer, clamar contra los dioses, renegar de ellos? Ellos han creado a los atacotos y nadie sabe el porqué. Sus razones siempre son misteriosas. ¿Debemos renegar de ellos por habernos hecho de arcilla y colocarnos en este triste lugar? ¿Debemos llorar como hacen los niños, quejándonos por el destino que nos toca en suerte? ¿No pare una mujer a sus hijos con dolor, envueltos ambos en sangre y lágrimas, conociendo las penas y sufrimientos que esperan a su pequeño?... eso si no muere antes que ella y su recuerdo la marca de por vida. Así era, y así es. La madre deposita a su hijo en este mundo a sabiendas de lo que le espera. ¿Es acertado decir entonces que no lo ama? ¿Acaso no moriría por él, si pudiese?

El anciano volvió a remover el fuego, pensativo, asintiendo con la mirada fija en las llamas.

—Hace muchos años, cuando yo era niño, hubo un hombre que me enseñó muchas cosas. Una vez estábamos en las montañas cuando vimos un águila abatirse sobre una liebre. Observamos cómo la sujetaba con sus poderosas garras y entonces se quedó quieta, mirándola extrañada, como si no supiese qué hacer para matarla; quizá fuese la primera liebre que cazaba. El caso es que no la mató limpiamente, como hacen las aves rapaces cuando son adultas. La liebre bramaba tremendos chillidos de dolor, tan agudos que parecían poder traspasarte los oídos. Le pregunté al hombre por la Gran Madre, por qué no salvaba a la liebre de las pavorosas garras del águila. Mi maestro me acarició la cabeza y me reveló una cosa. Me dijo que la Gran Madre no se hallaba lejos, que en realidad estaba allí, en la liebre... en los chillidos de la liebre. Estaba sufriendo con ella.

El hechicero asintió de nuevo.

Julia creyó entenderlo. Ahora veía al brujo con otros ojos, ya no le parecía feo, y concluyó que una conversación con aquel hombre aportaba conocimientos más valiosos que todas las obras de su biblioteca. Había sabiduría allí, pero no era filosofía griega, ni romana.

El anciano comenzó a recitar, o quizás a cantar, con su vieja y rota voz.

He sido parte de una multitud,

numerosa como las gotas del rocío.

He sido un guerrero,

altivo como un águila en su nido.

He sido una doncella,

he sido un bufón,

Y miles de cabezas

Se han sujetado sobre mi pecho.

—Todos componemos la gran historia del mundo con nuestras vidas —afirmó el anciano, sonriendo—. Y cuando la historia del mundo esté completa, todo arderá y tú vivirás en los demás y los demás en ti.

Ella quería contestar, pero no podía. El hechicero vio en sus ojos un brillo inexplicable, la tomó de una muñeca, le sonrió y le dijo:

—A veces bastan unas pocas palabras, y a veces no hace falta ninguna. Has escuchado con atención.

Dicho esto, el anciano se levantó con sorprendente agilidad y se fue.

*

*

*

Nunca supo el porqué, pero aquella noche Julia durmió como no lo había hecho en mucho tiempo. Al menos se sentía reconfortada con la idea que le había transmitido su tío, la idea de «providencia». Cualquier cosa que pasase, siempre sería lo mejor que podría pasar. Era un misterio, pero el destino siempre tenía razón. Cualquier cosa mala se podía trocar en buena y todo lo que había sucedido una vez, sucedería otra. Metempsicosis, como le llamaban los griegos a lo definido por la canción del anciano. Igual que los pensadores pitagóricos, el anciano le había dicho con la canción que lo que había sido, será otra vez. Nada es eterno, excepto el cambio.

Marco no durmió bien, pasó una noche muy intranquila. Soñó con un pájaro ensangrentado y se despertó empapado en sudor bajo sus mantas. Sintió más frío dentro de la choza, tapado por los cobertores, que el sufrido durante todo el día cabalgando a la intemperie. Todo lo que le había dicho Branoc acerca de Lucio, de las razones de su captura y de la suerte que le esperaba, parecía estar pasándole a él. Parecía estar sufriendo el rito del Águila Sangrienta.

Habían secuestrado a un hombre justo, a una víctima confundida y asustada. Lo colocarían desnudo sobre una roca y lo rayarían desde las costillas hasta la ingle. Luego le sacarían los intestinos y los colocarían extendidos sobre la piedra, a su lado, y parecería un enorme pájaro sangriento. Cuando finalmente muriese, un hombre podía tardar todo un día en morir de ese modo, lo devorarían. Lucio era una renombrada personalidad entre los cabezas de hierro, y comerlo les otorgaría su poder, tal era la causa del rito de los atacotos.

Marco oró a Mitra para que ya hubiese pasado la maldita ceremonia, si es que la tenía que sufrir, claro. Regresarían a Londinium y allí celebrarían en su honor el mejor entierro que el dinero pudiera comprar y él, personalmente, se dedicaría a investigar quiénes habían confabulado el secuestro de su tío y los mataría con sus propias manos.

Saliendo del poblado, Julia se acercó a la cabeza de la formación, donde cabalgaban Marco, Branoc y Milo, tras atravesar el primer collado que daba al mismo valle que atravesaron el día anterior.

—¿Adónde vamos? —preguntó.

Marco alzó una mano y la columna se detuvo al instante.

—Retornamos al Muro.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Lo que has oído; la persecución ha terminado —contestó con sequedad—. Espero que logres entenderlo de una vez. Cuando lleguemos a Londinium, vamos a...

—¡Cuando regresemos a Londinium, Lucio vendrá con nosotros! —gritó, presa de uno de sus famosos ataques de rabia.

Estaba plantada sobre el caballo, los puños cerrados sobre su montura, mirándolo con las mejillas héticas, febriles. Sufrió un violento ataque de tos, hundió la cabeza entre los hombros y tosió de nuevo.

—¿Todavía no entiendes...?

—No, no entiendo nada de nada —interrumpió Julia—. Decías que no conocías el camino que habían tomado. Bien, pues ahora conoces el camino y la tribu responsable, ya lo sabes todo...

—Cierto, no has entendido nada —confirmó Marco negando con la cabeza; ya estaba cansado—. Esa maldita tribu lo habrá llevado muy lejos hacia el norte, a varios días de distancia a caballo. Puede que más allá del viejo muro de Antonio, o quizás a las islas occidentales. No tenemos otra opción. Ah, y no empieces a chillar que es cobardía o tonterías así —espetó sintiendo que se enfadaba por momentos—. No puedo llevar a más de sesenta buenos legionarios a un territorio hostil para buscar a alguien sin esperanza de encontrarlo.

—Lo encontraremos —aseveró Julia mucho más calmada.

—Ni siquiera Branoc podría rastrearlos, y él es el mejor. ¿Cómo crees que lo conseguiremos?

—Branoc —preguntó Julia—. ¿Podrías encontrarlos?

—Tal vez —contestó encogiéndose de hombros—. Depende de qué tiempo nos encontremos y de la suerte, si nos topáramos con algún indicio... tal vez.

—Bien. Podemos intentarlo —terció Julia mirando a Marco.

—¡En marcha! —ordenó el

optio sin hacerle caso.

Julia se cruzó ante la formación llevando furiosamente su caballo de un lado a otro.

—¡No iremos a parte alguna hasta que hayamos rescatado a Lucio! ¿Cómo osas pensar en abandonar?

—Soy el oficial al mando de esta expedición y pienso lo que me da la gana. ¿Tienes idea de lo que es meterse en ese territorio en pleno invierno? ¡Mira a tu alrededor! La misión ha terminado. Vuelve a la formación. ¡Ahora!

—En algún lugar por ahí arriba —añadió con voz suave, señalando al norte—, está mi tío, tu padre adoptivo, y lo van a matar. Te crió como a su propio hijo y ahora vas a abandonarlo, ¿qué clase de persona eres?

Sus palabras surtieron el efecto deseado. Marco inclinó la cabeza rechinando los dientes, deseando que Mitra la partiese en dos con un rayo. También sentía la mirada de Milo sobre él. Miró al centurión y lo interrogó con la mirada.

—Podemos continuar —dijo éste encogiéndose de hombros—. El clima sólo puede empeorar y no somos ni una centuria, pero podemos intentarlo.

Marco caracoleó con su montura, necesitaba pensar en todo aquello. Entonces hizo la cosa más extraña que hubiese hecho nunca un oficial romano, algo inaudito en los anales de la historia militar del imperio: se acercó a la formación y lo consultó con sus hombres. Les expuso el asunto con claridad.

—En caso de continuar la búsqueda, pueden ocurrir dos cosas —concluyó el joven optio—. La primera es que nos maten a todos al pie de cualquier desolada colina olvidada por los dioses, sin que nadie sepa de nosotros, ni seamos llorados por nuestros familiares. La otra, que logremos encontrar al cuestor y regresemos vivos.

—Yo pienso regresar con vida... pero antes me gustaría enseñarles un par de cosas a esos salvajes melenudos, harapientos y piojosos —berreó Mus, desde la vanguardia, tan ponderado como siempre.

Los demás legionarios suscribieron el parecer de su compañero. No es que se mostraran entusiasmados con la idea de internarse más en el norte, pero podrían soportarlo. Avanzarían junto a sus oficiales. Marco se colocó de nuevo a la cabeza y ordenó avanzar en variación derecha hasta que estuvieron de nuevo encarando el norte.

Julia regresó a su privilegiada posición en el centro de la columna.

*

*

*

Cabalgaron a través de los vastos y gélidos parajes de Caledonia.

Un día arribaron a un extenso y ondulado páramo cruzado por los restos de una especie de dique cubierto de hierba. Marco se adelantó e hizo una breve inspección del terreno.

—Esto es el Muro de Antonio —anunció—. O lo que queda de él.

Lo atravesó y sus hombres lo siguieron. Cruzando el muro, todos pensaron en que llegaría el día en que se podría atravesar el gran Muro de Adriano con la misma facilidad que estaban cruzando éste. Nadie es inmortal, ni siquiera los imperios.

Una vez, y sólo una, las legiones romanas habían superado esa barrera con anterioridad. Fue doscientos años antes, con el objetivo de deshacer una confederación de tribus caledonias en un lugar llamado monte Grapio. Pero eso sucedió hacía mucho, muchísimo tiempo. Entonces las ambiciones de Roma eran diferentes, la tierra era diferente, las tribus eran diferentes... todo era diferente.

—¡Han pasado por aquí! —gritó Branoc.

Marco se apresuró a acercarse. El explorador le indicó un trozo de suelo limpio, sin hierba, al pie del muro.

—¿Es esto un rastro? —preguntó con el corazón en un puño.

Branoc asintió con la cabeza.

—¿Cómo sabes que son ellos?

—Por la velocidad de la marcha, el tiempo de ventaja, el número...

—¿Cuántos son? —inquirió, impresionado por la pericia de su amigo.

—Cien, es posible que más. Cabalgan a medio trote, como siempre.

—Mitra está con nosotros —sentenció Marco muy serio—. Continuemos.

Rápidamente el resto de la formación supo que habían encontrado un rastro, por fin.

Al recibir la noticia, a Julia se le aceleró el pulso. Habían encontrado vestigios, sí, pero en una tierra inaccesible para la ley, al menos para la ley romana. Allí estaban fuera de la jurisdicción de la razón y la justicia; era el corazón de los yermos pictos. No había magistrados ni próceres capacitados para distinguir lo justo de lo injusto, castigar, azotar o ejecutar, según fuese el delito. Sólo contaban con ellos y su valor. El miedo parecía tonificarla; paradójicamente, nunca se había sentido tan llena de vida. Ella lo lograría, sabía que era tan válida como el que más, y así lo iba a demostrar.

Llegaron al borde del sombrío bosque de coníferas que cerraba el valle frente a ellos. Marco alzó la mano dubitativo.

—No dudes,

optio —aconsejó Milo en voz baja.

Pero Marco dudó, se volvió sobre su montura y estudió los picos circundantes. No era una decisión fácil de tomar. Los altos presentarían mayores dificultades para atravesarlos, pues el viento y el aguanieve procedentes del noroeste parecían arreciar en las cumbres. Por otro lado, internarse en el bosque le traía a Marco el inquietante recuerdo de la batalla de los brumosos y oscuros bosques germanos de Teuriochaemae, en tiempos del emperador Augusto, donde las tres legiones del general Publio Quintilio Varo cayeron en una crudelísima emboscada en la que no hubo supervivientes.

Pero Milo tenía razón; no se podía permitir el lujo de dudar ante sus hombres.

—¡Adelante! —ordenó señalando el bosque.

El bosque era tan oscuro como lo habían imaginado. Los soldados lo odiaban, pues su devastador poder de combate no era eficaz entre los árboles. Avanzaban empuñando sus riendas con fuerza, mientras que con la mano derecha agarraban la empuñadura de las espadas con tal firmeza que sus nudillos lucían blancos. Oraban a sus dioses o a cualquier dios que quisiese escucharlos. Susurraban breves conjuros... cabalgaban al trote, lo cual suponía un esfuerzo a los caballos, pues el suelo era un barrizal oculto bajo una alfombra verde formada por las finas hojas de los abetos. El silencio aumentaba su inquietud, no se escuchaban los habituales trinos de los pájaros; sólo se escuchaba el rítmico y monótono chapoteo de los cascos sobre el fango y los resoplidos de sus monturas al avanzar por aquel bosque que se les antojaba infinito.

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