Julia

Julia


Segunda parte. Arma virumque » CAPÍTULO XIX

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Fue Mus el primero en notar su ausencia. Eran dos muchachos, dos reclutas novatos que iban hablando en voz baja. El veterano dejó de prestarles atención y no se dio cuenta de su silencio hasta pasado un buen rato, cuando, echando en falta sus murmullos, volvió la cabeza y no los vio.

—¡Atención! —gritó.

La columna se detuvo como un solo hombre. Marco se acercó al trote, sin prestar atención a las ramas que le azotaban la cara.

—Dos bajas, oficial —informó.

La compañía entera rastreó los alrededores trazando círculos. Reinaba una calma absoluta, aterradora como un hechizo. Marco deseaba lanzar un grito de desafío, escuchar su propia voz entre los árboles, romper el silencio, hacer que el lugar pareciese habitado... quería hacer algo con aquella paz que presagiaba muerte, pero no emitió sonido alguno. La búsqueda de los reclutas resultó infructuosa.

El

optio colocó a otro hombre para que cerrase la formación junto a Mus.

—Si ves algo, si escuchas algo, lo que sea, chilla como una mujer —le ordenó—. ¿Entendido? Las sorpresas aquí no son buenas.

Regresó a la vanguardia de la columna para ocupar su puesto junto a Milo. Continuaron la marcha en silencio. Silencio total.

Marco creyó ver una luz, la luz del día, allá al fondo, frente a ellos. Quizá no fuese el final del bosque, sino algo parecido a los lagos que veían algunos hombres en el desierto sirio, cuando pensaban que morirían de sed. «Deberíamos haber tomado el camino de las montañas», pensó. Ordenó apresurar el trote; cuanto antes estuviesen fuera del maldito bosque, mejor.

Pensó que era el silbido de una flecha y se inclinó sobre su montura. Pasado el susto, se dio cuenta de que sólo había sido el chasquido de una cuerda al romperse. Habían roto una sirga colocada en el camino y ahora, junto a las hojas de abeto que les cayeron encima como una lluvia seca, algo se estaba dirigiendo hacia ellos a toda prisa. Los legionarios abrieron y cerraron los ojos con fuerza para cerciorarse de que no estaban sufriendo una pesadilla. Frente a ellos, colgados por los tobillos, estaban los cuerpos desnudos de los dos reclutas desaparecidos; los reconocieron a pesar de estar decapitados. Les habían abierto el vientre y sus intestinos colgaban frente a ellos humeando volutas grises de hediondo vapor... todavía estaban calientes.

—No dudes,

optio, mantente tranquilo —musitó Milo entre dientes.

Se acercó a los cadáveres haciendo un tremendo esfuerzo de voluntad. Las víctimas colgaban como un obsceno trofeo. Cortó las cuerdas con un firme tajo y los despojos cayeron con un sonido sordo sobre el barro. Marco desmontó y se acercó a ellos. Estaba claro que no era una macabra burla hacia ellos, era una trampa, y que desmontasen para presentar sus respetos a los compañeros asesinados era justo lo que los atacotos estaban buscando. Pero no le importó.

—Oh, Mitra, déjalos que vengan, que se aproximen a nosotros —murmuró, resignado a afrontar cualquier cosa—. Los mataremos a todos y no me importa que pueda morir. Los destrozaremos.

Arrastró personalmente los cadáveres y los depositó en un socavón al borde del sendero. Tomó un puñado de hojas de abeto y lo derramó sobre los cuerpos desnudos de sus compañeros muertos. La piel de los difuntos reclutas estaba húmeda y pálida como los hongos del bosque donde encontraron tan ignominiosa muerte. Y luego, en voz alta, de ese modo sus hombres podrían comprobar que sus palabras no mostraban el menor signo de duda o debilidad, oró para que el viaje de los reclutas al Otro Mundo les fuese propicio.

—Adelante —ordenó, al tiempo que montaba.

Salieron del pavoroso bosque bien entrada la tarde, casi al oscurecer. Ante ellos se les presentaba una amplia explanada que ascendía suavemente hasta una elevada meseta. Debían alcanzarla antes de que se hiciese de noche; espolearon sus monturas y buscaron al galope algún lugar de fácil defensa donde pudiesen pasar la noche.

Julia salió de la formación para hablar con Marco.

—No tienes de qué preocuparte —le dijo antes de que ella pudiese decir nada—. Eran soldados; la muerte va con el oficio. En todo caso, esa salvajada sólo sirve para enfurecer más a mis hombres contra ellos. Para un soldado es tan valiosa la promesa de obtener venganza como la de obtener oro.

—Ellos estaban muertos, ¿verdad? Me refiero a antes de que les hicieran... eso.

Estaba al borde de las lágrimas, muy preocupada también por el destino del resto de los legionarios. Marco no pudo evitar mirarla con una expresión cercana al odio, sin poder añadir nada a lo dicho. Entonces ella lo supo, supo lo de los reclutas y agachó la cabeza desolada. Cuando reunió valor para mirar a Marco, éste cabalgaba con la vista fija al frente. Su rostro mostraba algo obsesivo, implacable, una cruel determinación por encontrar a la partida de guerra y acabar con ellos. No había nada que ella pudiese decir o hacer. Julia volvió a su puesto, en el centro de la formación.

Al día siguiente, la compañía se internó en una profunda y angosta garganta. A medio camino, se encontraron con una abrupta pendiente pedregosa, y sobre ellos lo que parecían ser cuevas excavadas en las paredes de granito. Comenzaron el peligroso descenso.

—Todo lo que hacen los atacotos, lo hacen para su disfrute —dijo Branoc.

—¿A qué te refieres?

—No hacen nada que no los divierta, quiero decir; su comportamiento depende totalmente de su estado de ánimo. Es lo que los hace tan peligrosos, pues nunca sabes cómo van a reaccionar. A veces se muestran cobardes en extremo, rehuyendo la pelea y escapando chillando como niñas asustadas; en cambio, otras se plantan en campo abierto y combaten como si buscasen la muerte. Por norma, no nos plantearán batalla, a no ser que sean muchos más que nosotros. Esa partida la componen unos cien, nosotros somos algo más de sesenta... nunca entablarían un combate abierto en estas condiciones. Nos acosarán arropados por la oscuridad de la noche, o en la espesura del bosque, como antes. No hay por qué temerlos, no son valientes. Tampoco es que sean cobardes... es que están locos.

El fondo del valle era un lugar ideal para acampar. Los pedregales impedían cualquier ataque por sorpresa y las cavernas ofrecían un buen refugio. Llevaron leña a una de ellas y prendieron hogueras para calentarse y preparar algo para comer. Asaron carne e hicieron caldo de cebada; era la primera comida caliente que habían tomado en tres días. Apostaron centinelas que vigilasen los ponis, y durmieron apaciblemente dentro de la cueva. Los soldados acondicionaron un hueco lo mejor que pudieron para Julia, incluso colocaron las mantas de sus monturas sobre el suelo para que no pasase frío.

—Aposentos dignos de una princesa —comentó Marco.

El oficial fue a sentarse alrededor de la hoguera, junto a Branoc y Milo.

—¿Cuánto más tendremos que cabalgar tras ellos? —preguntó.

—Tanto como quieran —contestó el explorador con un encogimiento de hombros—. Nos están dejando pistas de sobra para que los sigamos, deben estar divirtiéndose. Pero se arrepentirán. Empezarán a temernos si ven que no nos asustamos. Son como ovejas.

—Sí, las ovejas con los dientes más grandes que he visto jamás —rezongó Milo.

Tuvieron que ahogar sus risas. Branoc se dispuso a dormir. Marco y Milo se quedaron hasta tarde; se les caían los párpados, pero no acababan de conciliar el sueño.

—Bien, Milo, ¿qué opinas, está Mitra de nuestro lado? —preguntó Marco con jovialidad.

El centurión estuvo meditando la respuesta un buen rato con la mirada fija en las llamas. Cuando habló, no dijo las palabras que Marco esperaba escuchar.

—En realidad no sé nada de Mitra. No sé si está vivo o muerto, o tan siquiera si existe. Dijo que los hombres conocerán la felicidad cuando presten oídos sordos a los caprichos y no teman los comentarios de los demás, pero que aun así no encontrarían el sosiego que da el amor. Dijo que no existía el amor en el universo.

»Los dioses son duros, y la esencia de dureza, de crueldad, está plasmada en su voluntad. Su reino no se basa en el amor, sino en el poder. Al final sólo nos aguarda la muerte y la destrucción. Lo acepto. Si es así, que así sea. Soy fiel a mi credo y a mis camaradas, eso es todo. Y cuando llegue el día que el mundo, los hombres y sus obras sean pasto de las llamas, y ese día llegará, yo estaré con mis camaradas, hombro con hombro, combatiendo a las huestes del Mal hasta que mis fuerzas se agoten. Y luego moriré, pero moriré sabiendo que he sido fiel a mis camaradas, a mí mismo y al despiadado mundo que me creó —posó su escudilla en el suelo y añadió—: Bien, me voy a dormir.

Marco tenía un espantoso dolor de cabeza y le pesaban los párpados como si fuesen de plomo, pero era incapaz de conciliar el sueño. De pronto sintió una presencia a su lado... quizás hubiese dormido, después de todo.

—¿Cansado, soldado? —susurró Julia.

—Un poco, sí.

—Deberías dormir.

—Ya sé que debería, pero no puedo.

Hubo un largo y confortable silencio entre los dos. Las crepitantes llamas de la hoguera iluminaban sus curtidos rostros en la oscuridad.

—Está vivo, lo sé.

—Yo también —asintió Marco—. Lo usan como cebo.

—¿Recuerdas cuando éramos niños...? —preguntó Julia tras otro largo silencio.

—Lo recuerdo todo —interrumpió—. Cuando vivíamos juntos, el sol parecía brillar todos los días; al menos así lo recuerdo.

—No brillaba el día que Lucio nos pegó —dijo con el ceño fruncido—. Y creo que tampoco el día en que te fuiste.

—Aquel día estaba nublado.

—¿Recuerdas el día que nos escapamos hasta el puerto, y nos sentamos en el embarcadero enumerando los lugares que visitaríamos de mayores?

Los ojos de Marco brillaron de júbilo recordando todas aquellas vivencias.

—Sí, cómo olvidarlo. Y también cuando escalamos la pared del templo, ¿recuerdas? Lucio nos hubiese matado, si nos llega a descubrir.

—Y también cuando...

Recordaron muchas cosas de su infancia. Las escapadas nocturnas por las atestadas calles de Londinium; los soleados bosquecillos de Costwolds; las bromas que sufrió la pobre Bricca; el barbudo Hermógenes, siempre sorbiendo por la nariz;

Bucéfalo, el primer poni de Julia, o su gato

Ahenobarbus el Fiero; las tardes tumbados en el río cercano a la casa de campo del amigo de Lucio, chapoteando con los pies y salpicándose...

—Cuando esto termine —dijo Marco—, creo que nos iremos todos a pasar una temporada de descanso a Costwolds.

—Costwolds... —murmuró Julia, como en sueños—. El calor del sol... ¡Comida en abundancia!

—Lucio paseando por allí...

—¿Paseando? Querrás decir fastidiando.

Hablaron largo y tendido, siempre comenzando todas sus frases diciendo: «Cuando esto termine...». Tenían mucho que hacer, muchas cosas que disfrutar cuando aquello terminase; cuando acabasen con esa horrible pesadilla.

Finalmente, Julia decidió irse a dormir.

—Me voy a disfrutar de mi cojín relleno de brezo y mi cama de mantas.

Lo besó justo cuando él se volvía. Lo besó primero en la frente y luego en los labios, con mucha suavidad. La mujer se levantó y se fue a su recoveco privado.

A Marco le temblaban los labios mientras esbozaba una breve sonrisa. Se sentó un poco más cerca del fuego, como envuelto en una nube de ensueño. Entonces escuchó un ruido tras él, era Cennla. El esclavo sordomudo se acercaba a él andando a cuatro patas. El soldado lo miró de arriba abajo sin decir palabra. El esclavo se supo descubierto, se detuvo y volvió lentamente a su rincón con un mohín de fastidio en el rostro. No cruzaron ni un signo, nada.

Marco se tumbó, se tapó con su manta y por fin pudo dormir.

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