Julia

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Primera parte. Virginibus puerisque » CAPÍTULO III

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El frío la despertó. Julia añoraba el cálido y proverbial brillo del sol estival. En estos lugares el calor e Hispania parecían quedar muy atrás. A medida que navegaban cambiaba no sólo el clima sino también el mar; del azul oscuro del Mediterráneo, qué lejos parecía ya, habían pasado al profundo color verde del Atlántico. El barco, siguiendo la línea de costa, había derrotado el rumbo de norte a noroeste tomando los recios vientos de suroeste, los cuales hinchieron la vela mayor, una vela latina, escorando al pequeño mercante peligrosamente a babor durante gran parte del trayecto. Una vez llegaron al llamado mar Británico, entre la Galia y Britannia, el color del mar cambió de nuevo. Ya no era verde oscuro, sino gris, como si no recibiese suficiente luz.

Julia forzaba la vista intentando divisar tierra. A veces le parecía ver la línea de la costa gala allá lejos, al sur, pero no estaba segura de que fuese la Galia. De las brumosas costas de Britannia no había ni rastro, todavía.

La niña se sentía desterrada a un miserable islote norteño por una triste jugada del destino; el dolor por la tragedia de la muerte de sus padres y su niñera estaba aún muy presente en su ánimo, pero, a pesar de ello, esperaba con ansiedad el momento de llegar a Londinium y encontrar la casa de alguien del que sólo conocía el nombre y el grado de parentesco: el tío Lucio.

Se imaginó a un hombre muy parecido a su padre; probablemente sería un sujeto de pelo oscuro, tez bronceada por la intemperie, con finas arrugas alrededor de los ojos y fuertes brazos para jugar con ella, alzándola con facilidad para hacerla girar como si de un molino se tratase. También creyó recordar que su tío, al revés que su padre, nunca fue soldado, sino un alto funcionario de la administración provincial. Cuán alto era el cargo ostentado por él era algo que a la niña no le importaba, en realidad le preocupaba más que tuviese las fuertes y encallecidas manos de un soldado; pero, las tuviese o no, Julia esperaba encontrar una casa grande con esclavos, dos baños, ropa limpia y quizás uno o dos lagartos correteando por la mansión. No sabía si se encontraría con una tía y varios primos allí en Britannia.

«Tío Lucio, Londinium», esa era toda la información. ¿Cómo daría con él? ¿La conocería? Probablemente el hombre ni siquiera supiese que ella se dirigía allí, a su casa. Con todo, la idea de vivir en Londinium se le antojaba divertida y así se lo contó a su querido gatito.

Ahenobarbus la miraba fijamente con sus ojos azules mientras ella le iba narrando cómo sería el destino que los aguardaba. El animal no parecía compartir el entusiasmo de su ama, más bien se mostraba un tanto escéptico ante la perspectiva de tener un osezno en el atrio de la casa para jugar con él o la posibilidad de contar con cientos de esclavos deseosos de cumplir hasta el más nimio de sus caprichos.

Aquella tarde, el bueno de

Barbus cayó en una barrica llena de anchoas y salió de ella apestando, pero, afortunadamente, sólo Julia escuchó sus desesperados maullidos. Ni los marineros ni el capitán parecieron advertir la pequeña tragedia vivida por el animal, de otro modo la corta vida del gatito hubiese tenido un triste fin.

Cayó la noche, amaneció un nuevo día y la niña se llevó la primera sorpresa. Era casi media tarde cuando Julia, agazapada tras su pequeño baluarte, divisó tierra. Le estaba hablando a

Barbus acerca de su nueva vida y entonces, como por arte de magia, a unas cinco millas en dirección norte se alzó una grandiosa línea de costa que sólo podría ser Britannia. ¡Y no había niebla! Los blancos acantilados no mostraban ni el menor signo de bruma o lluvia y tampoco parecía un lugar inhóspito, como todos los territorios donde se supone que habitan los bárbaros; antes bien, aquel paraje le resultaba muy bonito. Julia no pudo por menos que contemplarlo con estupor. Ella se había imaginado unos imponentes acantilados oscuros, batidos con furia por enormes olas donde resonaran los tristes graznidos de las aves marinas y, sobre los oscuros riscos, medio ocultos entre jirones de niebla, una horda de feroces pelirrojos con la piel pintada de azul agitando sus lanzas amenazadoras hacia ellos y aullando escalofriantes maldiciones... nada más lejos de la realidad. A primera vista, Britannia parecía un lugar de lo más civilizado. Un lugar herboso, más que Hispania, con frondosos bosques y redondeados montes, en contraposición a las escarpadas montañas de su tierra natal. Pero el cielo no mostraba la intensidad azul propia del estío hispano; lucía algo más pálido y estaba salpicado de pequeñas nubes blancas. Pasaron frente a un valle que se extendía entre dos suaves colinas y allí mismo vio una opulenta hacienda encalada, como la de sus padres. Algo más allá, en lo alto de los blancos acantilados de Britannia, divisó un enorme faro y pequeñas figuras sobre la almenara intentando prender fuego ante la inminencia de un nuevo anochecer.

Doblaron un cabo y atravesaron el estrecho de la Galia y viraron de nuevo al noroeste buscando la línea de costa. En poco tiempo aquellos grandiosos riscos se transformaron en llanas marismas costeras. El barco enfiló la proa hacia un estrecho, dejando tierra en ambos lados: tierra firme a babor y una gran isla chata, de aspecto cenagoso y llena de juncos, a estribor. El canal era la deriva más segura para alcanzar la desembocadura del Tamesa, lugar donde se asentaba Londinium Augusta. Contemplando este paisaje le vinieron a la memoria las largas horas de estudio invertidas en la biblioteca de su padre.

«Ésa debe de ser la isla de Tánatos y este canal, el canal de Richboroug —pensaba—. Dentro de poco deberíamos ver el Arco de Triunfo.»

Efectivamente, un poco más allá divisó un fuerte militar levantado a la vera del, en otro tiempo, poderoso Arco de Triunfo de Richboroug, una imponente construcción revestida de mármol por donde las devastadoras legiones romanas desfilaban antes de dirigirse a la salvaje frontera del norte, a Caledonia. El monumento, blanco, deslumbrante y de cuarenta pies de altura, era visible desde muy lejos. Durante mucho tiempo representó la marca indeleble del poderío militar y político de Roma. Actualmente sólo se conservaban los cimientos, pues los legionarios habían usado los materiales de construcción para reforzar la frontera frente a los sajones. En poco tiempo el edificio fue derruido casi por completo y, a su lado, se construyó un potente fuerte militar que, si bien no tenía el menor valor arquitectónico, era mucho más práctico.

El estuario del Tamesa era un lugar indómito, con las riberas muy separadas y a duras penas delimitadas a causa de los vastos barrizales, las marismas y los juncos que se extendían como un lecho verdoso casi hasta el infinito. Julia pudo ver todo tipo de aves: un águila culebrera volando muy bajo dibujándose contra el ocaso, casi a ras de los juncos arqueados por la brisa; una espátula alta y desgarbada en pie, muy cerca de la orilla, con su largo y aplanado pico hundido en el barro buscando alguna presa; una garza gris inmóvil en el bajío, esperando paciente por un pez para ensartarlo con su pico, que tomó vuelo asustada por una bordada de la embarcación con un batir de alas pausado, casi somnoliento; había también bandadas de correlimos, varias parejas de ostreros y un solitario zarapito.

Hacia el sur empezaron a recortarse las siluetas azules de unas colinas contra el oscuro cielo del atardecer y, como pudo comprobar de nuevo, la mayoría de las extensas llanuras británicas estaban pobladas de espesos bosques. Hacia el oeste, río arriba, la visión de la ciudad de Londinium le hizo abrir desmesuradamente los ojos sorprendida por el brillo de miles, millones, de lucecitas, como en Roma. Julia sabía que la sensación era engañosa, pues el tamaño de una ciudad fronteriza, por grande que fuese, al pie de un lejano río, no podía competir en modo alguno con la majestuosa Roma.

De pronto el barco se encontró con viento de proa; la niña notó cómo el avance se hacía trabajoso y además navegaban contra corriente, lo cual retrasaría mucho más el momento de fondear en puerto. El capitán atravesó la cubierta como una tromba, llegó a proa, al lugar donde estaba Julia, oteó el frente y comenzó a vociferar imprecaciones a un barco abarrotado de gente que estaba frente a ellos.

Julia lo contempló durante un instante y sacó valor para preguntarle si llegarían a puerto antes de que se hiciera noche cerrada. El comandante de la embarcación se volvió hacia ella y le lanzó una mirada fija y muy fría que la hizo estremecer.

—No debes preocuparte por nada, pequeña dama —contestó entre dientes—. Estarás en Londinium al amanecer, a tiempo para el mercado.

—¿Al mercado? Yo no quiero ir allí —dijo confusa—; no tengo dinero para comprar nada.

—Maldito sea Júpiter, qué ingenua eres.

Soltó una carcajada de satisfacción, miró a popa por encima del hombro y ordenó que le trajeran un cabo. Un miembro de la tripulación le alcanzó un largo y áspero trozo de cáñamo trenzado y, antes de que pudiera reaccionar, el capitán le sujetaba los brazos a la espalda y ordenaba al marinero que atara las muñecas de la niña tan fuerte como pudiera.

—Lo único que da son problemas, ya ves —bramó—. Por eso la vamos a atar hasta desembarcarla.

Julia chilló, pataleó y escupió, incluso mordió uno de los abultados bíceps del marinero intentando zafarse. El marinero se impresionó ante la fiera defensa de la niña.

—¡Mi tío Lucio os crucificará a todos! —amenazó desesperada—. ¡Vuestros cuerpos adornarán las calles de Londinium! Como los de los malhechores.

—¡Oh, tío Lucio! —se burló el capitán con un ridículo remedo de voz infantil—. Vamos, marinero, aprieta bien fuerte esos nudos —ordenó.

Cuando hubo terminado de amarrarla, el capitán la alzó sin esfuerzo, la colocó contra el trinquete, enganchó la gaza en uno de los garfios de los aparejos y la dejó allí, sola, con los brazos sujetos en una posición forzada. Sus miembros le dolían horriblemente.

—Maldito seas —susurró Julia.

El capitán volvió sobre sus pasos, se inclinó hacia adelante y preguntó con tono feroz:

—¿Qué has dicho?

La pobre niña no contestó.

Lo último que vio antes de caer dormida, agotada, de rodillas, con los codos doloridos por la torsión, fue un gatito pelirrojo durmiendo al lado del barril de las anchoas.

*

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Al amanecer, el capitán se acercó a proa con la intención de zaherir un poco más a la niña y arrojarle un par de cubos de agua fría, para presentarla bien limpia en el mercado de esclavos. Corrió la lona y no vio a nadie. Atónito examinó el trozo de cuerda y el gancho, un poco manchado de sangre. La cuerda había sido cortada limpiamente con un cuchillo.

El capitán sintió un profundo vacío en su corazón, causado, sin duda, por otro vacío más terrible, el de su faltriquera. Por una niña hispana como ésa habrían dado al menos dos áureos. Con una grave expresión dibujada en el rostro, el capitán se inclinó sobre la borda para calcular la distancia hasta los islotes arenosos del sur. «Es imposible que esa esquelética pilluela haya podido alcanzar la orilla; se habrá ahogado», reflexionó un tanto reconfortado ante esta última posibilidad.

Se volvió a popa, donde encontró a Víctor trabajando. El marino estaba en cuclillas tallando un pequeño bloque de madera con su cuchillo y el capitán, sin avisar, le dio un brutal golpe con su gruesa vara de sarmiento en la espalda. Sólo por si acaso. Víctor se detuvo, helado por el tremendo dolor del golpe, pero no se volvió. Esperó unos segundos a que remitiese el dolor y continuó su faena.

El capitán se fue pisando la cubierta con fuerza, haciéndose notar.

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A proa, bastante lejos aún, se divisaba la delgada línea del puente que unía las casi indefinidas riberas de aquel ancho río. Una fenomenal obra de ingeniería de casi cuatro estadios de longitud, un paseo de diez minutos si uno viajaba en carro de bueyes. El río, tanto por su caudal como por su proximidad con el mar, presentaba flujos y reflujos de mareas. Encontraron la marea baja, lo que hacía la navegación más difícil y, paradójicamente, más segura. Mucho más segura porque quedaban al descubierto los peligrosísimos arrecifes rocosos, afilados como puñales, del lecho del río, los cuales, en otra circunstancia, serían trampas letales escondidas a ras de agua. A estribor se alzaba la ciudad de Londinium, una bonita y populosa capital de provincias con sus dos modestas colinas, frente a las siete de Roma.

La nave, un barco construido para surcar el mar, tenía un calado demasiado profundo para atracar en un puerto fluvial como aquél. En realidad navegar por un río como el Tamesa era una empresa harto difícil y peligrosa. El propio capitán se hizo cargo del timón llevando la nave por el centro del curso manejando con habilidad los dos enormes remos de popa. Llegados a un punto concreto, mandó echar el ancla y fondearon. El aparejo se hundió rápidamente y el experimentado marino dejó el barco momentáneamente a la deriva. Un pequeño tirón fue la señal de que el ancla estaba sujeta al lecho del río. Arriaron los pequeños botes al agua, los cargaron de maderas y grandes sacas de lona rellenas de lana y remaron para llevarlos a puerto. Llegaron al muelle y los tripulantes pisaron tierra, amarrando a continuación los botes a los amarraderos con dos cabos, uno a proa y otro a popa. Los marinos se pusieron manos a la obra para descargar las mercancías mientras el capitán regateaba el precio del alquiler del muelle con el encargado de la zona. Parecía haber algún tipo de problema, pero nada grave, puesto que poco después un gordo mercader con andares de pato, un griego llamado Diógenes, realizó una somera inspección de las mercancías, hizo un gesto de asentimiento hacia su encargado y aseguró que todo estaba en orden. Debían descargar en el muelle número cinco. Regresaron al barco y poco a poco trajeron el resto de las mercancías: ánforas de aceite, anchoas y

garum, la salmuera más apreciada en todo el Imperio romano. El mercader marcó cuidadosamente cada elemento descargado en sus tablillas y al final declaró satisfecho que las cuentas cuadraban. De todos modos, el obeso mercader, un hombre desconfiado por naturaleza, quiso realizar un registro aleatorio de la carga y señaló uno de los barriles de anchoas. Uno de los tripulantes se acercó al barril y arrancó la tapa con una palanca de metal...

Sería difícil saber quién resultó más sorprendido cuando del barril salió una preciosa niña morena estrechando un gatito pelirrojo contra su pecho. Nadie reaccionó con la suficiente presteza para sujetarla, la niña volcó el barril, se puso en pie con una asombrosa agilidad y con una velocidad todavía más sorprendente salió corriendo hacia el fondo del muelle, hasta el puente. Una vez que llegó allí detuvo su carrera y se volvió hacia ellos.

—Pequeña perra hispana... —masculló el capitán—. ¡Vuelve con tu amo o por Júpiter que no pararé de golpearte hasta dejarte medio muerta! ¡Es lo que hacen con los esclavos que intentan fugarse!

—¡No soy una esclava! —chilló Julia—. ¡No soy tu esclava, ni te pertenezco en modo alguno! ¡Ni a ti ni a nadie!

La niña apuntó al capitán con un dedo. Éste arrebató la palanca de manos del marinero y se dirigió a ella. Julia retrocedió unos pasos y se plantó firme en el suelo, señalándolo con el índice. La gente dejó momentáneamente sus quehaceres para asistir al improvisado drama callejero.

Lo miró directamente a los ojos sin dejar de señalarlo con el dedo; la oscura mirada de Julia parecía arder bajo su negra y despeinada melena. El capitán reparó en el amuleto de Isis que colgaba del cuello de la niña, por fuera del vestido, a la vista.

—Maldito seas —sus palabras salían lentas, inquietantes y calmadas—. Si te acercas a mí te arrancaré los ojos y, si me matas, mi espíritu volverá para atormentarte a ti, a tus hijos y a los hijos de tus hijos durante toda la eternidad.

El capitán quedó petrificado de la impresión.

Julia dio la vuelta y corrió pendiente arriba hasta el puente y allí giró a la derecha para internarse en el activo y bullicioso corazón de la ciudad. El capitán la vio marchar. Una pequeña figura morena, fiera y vehemente como él pero todavía sin el alma podrida de odio y amargura, con nobles sentimientos aún, sin haber asimilado todavía los retorcidos y malvados entresijos de este mundo. La amaba y la odiaba a la vez porque le recordaba a él, al chico que una vez fue.

*

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Corrió un buen rato antes de mirar atrás. Nadie la seguía. La urbe era grande y populosa y, por primera vez en muchos días, se sintió segura. Nadie prestó la menor atención a una niña sucia y maloliente con un gato en brazos, profundamente dormido habida cuenta de los dos recientes atracones de anchoas. Antes de dirigir sus pasos hacia la zona norte de la ciudad, tocó una de las estatuas de Hermes, con su descomunal falo, que había en casi todas las esquinas y era uno de los símbolos de buena suerte más famosos del Impero romano.

Caminando entre la gente del barrio cercano al puerto, estibadores, barqueros y comerciantes en su mayoría, pudo oír hablar en muchas lenguas distintas, un galimatías compuesto de griego, caledonio, sajón e incluso persa. Todas las palabras le sonaban extrañas, repletas de sonidos nasales y guturales, pero poco a poco, a medida que se adentraba en el corazón de la ciudad, iba escuchando a más gente hablar en latín. La gente imprimía al latín una cadencia más pausada que en Hispania y su entonación le imprimía un soniquete musical un tanto extraño para ella.

Siguió su camino a través de calles estrechas flanqueadas por altos edificios hacia la plaza principal; caminó bajo toldos a rayas de vivos colores. Estaba curioseando las mercancías expuestas a la puerta de las tiendas y en los puestos del mercado cuando alguien la sujetó de la manga. Se volvió y, al verlo, sus puños volaron casi por puro reflejo. El muchacho recibió un buen golpe en la mandíbula. Era el chico casi albino y sordomudo del barco. El pobre marino al que su capitán acostumbraba a pegar sin motivo. «Me persiguen», fue el primer pensamiento de Julia y, ni corta ni perezosa, giró para huir a toda prisa, pero de nuevo el chico la sujetó por la manga. Ella se zafó del agarre sin pensárselo dos veces.

—¡Déjame marchar, canalla! —gritó—. ¿Acaso tienes la menor idea de quién soy yo? Espera a que mi tío Lucio se entere de esto y verás. Te arrancará el pellejo a latigazos y te crucificará boca abajo —se tomó un segundo para pensar en alguna nueva barbaridad y añadió—: pero antes de que mueras hará que te prendan fuego.

Apenas había pronunciado estas últimas palabras cuando se dio cuenta de lo inútil de su discurso. El chico era sordo. Además, allí había algo que no encajaba; ¿por qué lo habían mandado precisamente a él tras ella?, después de todo era mudo y no podría dar ninguna señal de aviso en caso de encontrarla, ¿dónde estaba el resto de sus perseguidores?, ¿qué demonios significaban todos aquellos gestos del muchacho?

Éste, sin soltarla de la manga, la señalaba con la mano izquierda... después se señalaba a él, a continuación juntaba y separaba los dedos índice y corazón vigorosamente mientras afirmaba con la cabeza y en su cara se dibujaba una ancha sonrisa. Julia tardó un rato en comprender. Él no tenía intención de capturarla para devolverla al capitán, en realidad quería fugarse con ella.

Se soltó con un gesto y suspiró de un modo que le pareció propio de gente madura, llena de experiencia mundana y un tanto cínica, de vuelta de todo. Lo cogió del brazo y juntos se dirigieron a un estrecho y oscuro callejón cercano. El chico se sentó en el suelo y ella se agachó a su lado.

—Mira, me alegro mucho de que por fin dejaras a ese cerdo de capitán, pero lo cierto es que no puedes venir conmigo. Yo voy a ver a mi tío Lucio. Es un hombre muy rico, vive en la casa más grande de Britannia y tiene más de mil esclavos, aparte de un osezno domesticado en el jardín. A ti no te necesita para nada, seamos sinceros, hueles de un modo raro, eres sordomudo y casi un inútil. Te deseo lo mejor; seguro que Isis te bendecirá y todo eso. Ahora has de irte por allí —hizo un ligero ademán hacia el oeste—, y yo marcharé por ese otro lado, ¿de acuerdo? Que tengas suerte.

Se levantó y caminó a paso vivo hacia la colina donde estaba el foro. Miró de reojo hacia atrás y lo vio. El marino la seguía a cierta distancia con la misma fijación que un cachorro tras su madre.

—¿No te piensas marchar de una vez? —preguntó a voz en cuello.

El chico la miró sin comprender; el chillido no era más que un susurro casi inaudible. Vivía en un mundo de silencio. Julia comprendió lo inútil de gritarle a un sordo. Suspiró de nuevo, muy enojada esta vez, y le expuso más claramente la situación.

—Haz lo que quieras. Sólo te advierto una cosa: tío Lucio no te proporcionará trabajo ni ninguna otra cosa. Posee más de mil esclavos de todo tipo. Los hay ciegos, sordos y mudos, otros sin brazos ni piernas, algunos pueden hacer juegos malabares con la nariz, también los tiene pelirrojos con piel pintarrajeada de azul, descendientes de los bretones, incluso uno de ellos tiene cabeza de pez y a otro le crece lana en vez de pelo, como a un carnero... y... —la capacidad de inventiva de Julia estaba llegando a su fin y concluyó—: No te quiere y no hay más que hablar.

Aun así el muchacho la siguió a lo largo de la empedrada calle, esquivando carromatos, mulas y, sobre todo, a sus iracundos carreteros hasta llegar a una ancha avenida que discurría en dirección este-oeste. Al fondo vieron un gran pórtico y, atravesado éste, se adentraron en el foro.

A Julia, la grandiosa plaza pública de la ciudad le resultó impactante. Fue un asalto a sus sentidos tan fuerte que, en ese momento, no sabría decir si estaba o no disfrutando de su periplo por la ciudad, ni siquiera pensaba en preguntar por la casa de su tío Lucio. Toda ella se encontraba abrumada por el contraste de tanta información: la paja en el suelo, el hedor de las boñigas de los animales de manta y tiro, las charlas y el aspecto de marinos, soldados, mendigos, chamarileros y vendedores ambulantes, rebaños de cabras, gallinas y cerdos. La sensación de novedad, de desconocimiento, de estar en el corazón de un lugar totalmente extraño la hacían sentirse alerta, muy despierta y lúcida, como un animal atento a cualquier posible señal de peligro. La niña, en ese momento, no hubiera podido responder a su nombre, tal era su confusión. El marino de pelo de estopa caminaba fielmente tan sólo unos pocos pasos atrás, sin perderla de vista mientras Julia se dirigía, atravesando el foro, hasta la puerta que daba a la Vía del Norte. Dicha vía conducía hasta muy cerca de la salvaje frontera caledonia; partía de Londinium hacia el norte y se bifurcaba en tres trazados distintos que convergían de nuevo al llegar a Eburacum.

Atravesaron la puerta de la ciudad y caminaron un trecho entre las tumbas dispuestas a lo largo de la calzada.

Casi de improviso, la luna en cuarto creciente se asomó por el horizonte y el sol, muy lentamente a su vez, se ocultaba en poniente. Las vivencias y emociones de los últimos días parecieron hacer mella de pronto en Julia y la niña se sintió exhausta, terriblemente cansada. Miró a los tejos, verdes como la esperanza de vida que trae la primavera, oscurecidos, casi negros por la oblicua luz crepuscular; le parecieron silenciosos dolientes o vigilantes de los sepulcros. La presencia de los árboles la reconfortó, en cierto modo. Sentía una vaga sensación de consuelo por la pérdida de sus padres ante aquellos árboles de aspecto afligido. Se dirigió cabizbaja, arrastrando los pies hasta la losa caliza de una gran tumba y se acurrucó para dormir junto a ella, hecha un ovillo como haría un animal.

El chico sordomudo, siempre unos pasos detrás de ella, se sentó en la hierba con la cabeza inclinada hacia atrás apoyada sobre la lápida con las piernas encogidas y los brazos alrededor de las rodillas. Se quedó muy quieto mirando a la luna que ya se veía salir sobre los tejos. Él no conocía el nombre de aquel astro redondo, luminoso y pálido. Sólo sabía que la gente, cuando se refería a ello, lo señalaban y dibujaban una pequeña «O» con los labios...

luna... Él hacía el mismo gesto, formaba una pequeña «O» con sus labios a la vez que expulsaba el aire lentamente. No podía oír el suave silbido que involuntariamente dedicaba a la luna, pero sí el delicado cosquilleo del aire saliendo de sus labios e intuía algo mágico en ello. Mientras soplaba, una nube oscura y alargada se interpuso un instante entre la luna y él; el chico tuvo la impresión de haberla quitado de en medio con la magia de su gesto. Él, una persona despreciada por todo el mundo, siempre maltratado y sin cariño, se conformaba con poder despejar la luna de nubes con su soplo, como si éstas fueran delicadas plumas. Por una vez se sintió a gusto, sin el dolor de vivir rodeado de objetos innombrables. Por fin había logrado aquello que más anhelaba, dormir junto a la niña-luna. La persona mágica.

Julia se despertó en medio de la noche castañeteando los dientes por el frío; no podía creer que existiese un lugar donde las noches estivales eran, en vez de suaves, gélidas.

—Decididamente esto no es un sueño; no hace tanto frío en los sueños. Estoy en Britannia —pensó—, muy lejos de mi hogar allá, en la cálida Hispania.

El cielo se había encapotado, no lo suficiente para llover, pero sí lo bastante como para ocultar el brillo de la luna y el reconfortante titilar de las estrellas. La noche era oscura como la boca de un lobo. Vislumbró dos luces en dirección a la ciudad y esta visión despertó un hermoso sentimiento de afecto hacia su nueva ciudad, que si bien la había impresionado por desconocida, tenía que admitir que no era ni tan grande ni tan bonita como Corduba. Miró hacia las sólidas murallas de Londinium que se alzaban al sur, al final del bonito camino flanqueado por tejos y, sobre ellas, en la cima de las dos torres de vigilancia de la Puerta del Obispo, refulgían las dos hogueras, inequívoca señal de civilización para cualquier súbdito romano. Las teas de las torres implicaban casas y cerradas dentro de un recinto seguro. Se deslizó hasta el borde de la losa, recogió el gatito y se dirigió por el camino de vuelta a la Puerta del Obispo de las murallas seguida muy de cerca por el marino, como pudo comprobar dando un rápido vistazo por encima del hombro. Atravesaron el césped de la necrópolis y torcieron a la derecha para dirigirse directamente a las enormes puertas de la ciudad, cerradas como era de esperar a esas horas.

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