Julia

Julia


Segunda parte. Arma virumque » CAPÍTULO XXI

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La enterraron junto a su tío, en un bonito solar al pie de la calzada del norte, la que conduce a Eburacum, muy cerca de las puertas de la ciudad. Lucio fue enterrado en un bonito mausoleo. Julia en el suelo, a su lado; sólo la tapa de su sarcófago quedaba a la vista. La enterraron entre los oscuros tejos y los brillantes mausoleos y tumbas donde una vez, hacía muchos años ya, una niña y un marino sordomudo durmieron bajo la tenue luz de la luna en cuarto creciente. La enterraron vestida con sus mejores ropas de lana y seda bordadas con hilo de oro, el pelo recogido y envuelto en un lienzo y la cabeza apoyada sobre un lecho de hojas frescas de laurel. El ataúd estaba forrado con plomo y adornado con conchas de vieiras, el amuleto pagano de protección durante el viaje a la Otra Vida. El féretro fue introducido en un sarcófago de piedra de Barnak. Marco depositó en él las joyas de azabache que en su día le regaló, las compradas en Eburacum, y que a ella tanto le gustaban. «Me quedan muy bien; hacen juego con mis ojos», había dicho ella, girando y riéndose coqueta ante él. Cuánto la había amado. En el momento en el que depositaba las joyas, quedó cegado por las lágrimas.

Entre el

cortège8, tras las plañideras contratadas, caminaba Marco seguido de cerca por Mus; el bravo sajón tenía los ojos enrojecidos y, de vez en cuando, lanzaba débiles sollozos; tras él iba Bricca, con todo un río de lágrimas recorriéndole el rostro y su chal cubriéndole la cabeza en señal de duelo. Por supuesto, no faltaban Valentino, Bonosio, Sannio, Silvano y Vertisa, los esclavos de Lucio, ni cierto maestro griego llamado Hermógenes, el cual trataba de encontrar sin éxito alguna explicación que le ayudase a superar su pena. También asistió Calpurnia, quien, además de un marido, sentía que había perdido a una hija. En último lugar estaba Solimario Secundino, el próspero comerciante, y su esposa, junto a sus dos hijas mayores, sus yernos y también la joven Elia, la muchacha que tanto había admirado a Julia.

Además del

cortège, las calles que conducían a la puerta del obispo se colmaron de gente que quería presentarle sus respetos a su eficaz y honesto cuestor, el incorruptible romano que una vez impuso una multa a un pobre carnicero y luego la pagó él mismo, con su dinero. Y también querían estar presentes en el entierro de su hermosa sobrina, la que había muerto a causa de una demoledora cabalgada a medianoche, en pleno invierno, para salvar la vida de los dos únicos hombres que había amado.

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Unas semanas más tarde, cuando la primavera ya había llegado a Burdigala, un poeta llamado Ausonio se enteró de la trágica noticia del fallecimiento de Quintiliano, el cuestor de Londinium, y de su hermosa, fascinante y temperamental sobrina. Recordó el poema que le prometió componerle, años atrás, durante una cena de sociedad, y sonrió para sí con tristeza, reconociendo que, en cierto modo, se había enamorado de ella.

Dos días más tarde, caminando por sus posesiones, un poema le vino a la mente. Aunque no era una época adecuada para las elegías, con la alegría de la primavera desbordándolo todo, ese poema lo era. Era una elegía acorde a la niña que conoció y a su severo y bondadoso tío.

Caminan en lo más profundo del bosque,

rodeados de un triste albor.

Entre juncos y perezosas amapolas,

lagos sin olas,

y arroyos sin voz.

Caminan en riberas sombrías

donde crecen viejas flores

que una vez llevaron

el nombre de los dioses.

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*

Cuando escribió el poema y lo leyó en voz alta, Ausonio sintió que no era un epitafio para Lucio y su sobrina, sino para el mundo pagano al cual ellos habían pertenecido con orgullo y que estaba difuminándose poco a poco hasta convertirse en Historia.

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