Julia

Julia


Primera parte. Virginibus puerisque » CAPÍTULO IV

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—Sí, joven ama —afirmó la niñera a la vez que se santiguaba—, era la época oscura del emperador Diocleciano, maldita sea su alma. Pero esos tiempos han quedado atrás, espero, así que no hablemos de ello. Vive y deja vivir, es mi lema.

—Tío Lucio no es cristiano, ¿verdad?

—Dios bendito, no. No lo es —chilló Bricca divertida—. Para él nuestra religión es propia de esclavos y plebeyos, aun que la profese el propio emperador. No, joven ama, la única religión de tu tío son sus libros y el servicio a Roma. La Filosofía o como quiera que se llame esa extraña disciplina griega —chasqueó la lengua con desaprobación—. La verdad es que no soy capaz de entender una sola palabra de lo que dice pero no importa, estoy convencida de que él lo hace todo por su bien, y por el nuestro.

»Ahora yo tengo que regresar a mis quehaceres que no son, precisamente, sacar los trapos sucios de nadie. Quédate jugando por aquí y no hagas travesuras. Debemos esperar al regreso del amo para que él decida sobre tu destino —chasqueó de nuevo la lengua, muy disgustada, y marchó con sus graciosos andares de pato.

Y así fue como Julia, jugando en el peristilo, junto a la hermosa fuente que había bajo una pequeña encina, rodeada de estatuas de niños desnudos sentados a horcajadas sobre delfines y grotescos sátiros vigilándola medio ocultos entre la hiedra, se inventó historias protagonizadas por dioses, héroes y doncellas, y su fértil imaginación compuso la existencia de varios amigos imaginarios que no la abandonarían hasta el final de sus días.

Julia pasó media hora siendo una dríada de los bosques, volando fugaz entre los misteriosos árboles del bosque sagrado de Apolo, en Focia. Luego fue Helena de Troya, personaje del que se aburrió casi inmediatamente, puesto que esa noble espartana nunca hizo nada especial, exceptuando, claro está, sentarse a mirar por una ventana cómo se desarrollaba una de las más célebres y terribles guerras de la Historia de la humanidad, donde jóvenes guerreros encontraron una muerte tan horrible y prematura como heroica. A continuación representó durante un par de horas a la reina Cleopatra del lejano Egipto, personaje que le interesó mucho más. Recorrió el Nilo con su barco adornado en oro, rodeada de jóvenes esclavas que cumplían al instante todos sus caprichos y ponían a su disposición los más deliciosos manjares; se cambiaba de vestido todos los días (y no todos los meses, como era habitual) y todos sus esclavos la amaban, pues ella era amable y simpática con todos ellos, no como esas reinas crueles y déspotas que hay por ahí. De vez en cuando, como muestra de generosidad, regalaba alguno de sus vestidos, los representaba con hojas de nogal, a una de sus esclavas favoritas o a una que la hubiese servido especialmente bien. El juego la entretuvo durante horas y el tiempo se le pasó sin darse cuenta.

Finalmente, como no podía ser de otra manera, se aburrió del juego. Se sentía muy sola en el peristilo, rodeada de estatuas que hacían muy bien su papel de complacientes siervos, atentos a la menor de sus indicaciones, pero no era tan divertido como jugar con niños de verdad. Poco a poco, la niña se fue quedando quieta. Recordaba a sus padres, a su hogar de Hispania, a los castaños, cuyos frutos no tardarían en madurar, y serían recogidos por los esclavos, quienes los tostarían en los hornos de las cocinas para hacer deliciosos pasteles. Pero la dura realidad era que los esclavos habían huido, sus padres estaban muertos y nadie recogería las castañas.

Con los ojos empañados de lágrimas, la niña descubrió una estatua de Júpiter en una de las esquinas del claustro. Se levantó y dirigió sus pasos hasta ella. Era una buena escultura, un dios de rostro noble e impasible, con un torso poderoso y el brazo derecho alzado al cielo. «El Padre de los Dioses, el Padre de Roma», pensó Julia. Ella lo veía como una representación de su padre; de alguna manera sus recuerdos y las lágrimas de sus ojos habían fundido al dios y al hombre en un solo ser. Tras la estatua, sobre un frontón, se hallaba un busto finamente tallado en mármol de buena calidad, probablemente de Parian; parecía Deméter, pero la niña no podía asegurarlo. La diosa mostraba una enigmática sonrisa en su bello rostro; Julia la percibía como su madre. Corrió de nuevo al jardín con la intención de recoger algunas flores y ofrecérselas, para que supieran que ella no los había olvidado y que sus juegos y risas no implicaban, ni de lejos, que no los echara terriblemente de menos a los dos.

Encontró varias rosas, las últimas del verano, unas eran de un rojo profundo y otras blancas con un suave tono beige. Todas tenían un aspecto magnífico, frescas y con grandes pétalos. Escogió unas cuantas, las cortó cuidadosamente y se puso en pie. Justo cuando se volvía para dirigirse a las estatuas, se dio de bruces con un hombre muy alto, vestido con una larga túnica blanca.

—¿Se puede saber qué crees que estás haciendo aquí? —fue su seco saludo.

Julia alzó la vista para mirarlo bien. No le fue fácil distinguir las facciones del hombre. El desconocido estaba situado de espaldas al sol y su rostro quedaba oscurecido por la sombra, proporcionándole un aspecto siniestro. Era moreno, de pelo negro, algo encanecido en las sienes, y lucía un corte muy austero, casi ascético, con un peinado pasado de moda, profundas arrugas enmarcaban unos ojos grandes y oscuros, la nariz fina y las mejillas surcadas también con profundas arrugas de preocupación, tristeza y pesimismo, sentimiento que denotaba la severa línea que trazaban sus finos labios bajo la nariz. El hombre miraba a la niña desde arriba; era muy alto, quizá mediría más de seis pies. Su cuerpo era delgado, enjuto y rígido y la manera de señalar a las rosas con el brazo extendido no hacía sino recalcar su carácter tenaz y disciplinado. En el dedo meñique lucía un fino sello de plata. Aunque la niña encontraba su presencia poco menos que aterradora, no se lo podía imaginar gritando o hablando a voces. Le pareció el hombre más triste que jamás hubiese pisado la Tierra.

Julia, evidentemente, intuyó que aquel señor era su tío.

—Yo esta... quiero decir, he recogido un ramo de flores para ponerlas en...

—¿Acaso son tuyas para que puedas hacer eso? —la interrumpió sin contemplaciones.

Su tono seco y cortante, así como la fijeza de su mirada, hicieron que la niña empezara a sentir una incomodísima desazón.

—No sé —balbuceó con los ojos inundados de lágrimas—. Yo no sé si estas... Bueno, no, supongo que no son mías. Pertenecen...

—¿Por qué las has cortado, si no son tuyas? ¿Así es como te comportas en una casa ajena, donde no eres más que un invitado? ¿Es éste tu modo de pagar la hospitalidad recibida? No puedo creer que esos sean los modales que te han inculcado tus padres.

—¡Las flores son para mis padres! —chilló desesperada, pataleando, con las lágrimas surcándole las mejillas—. Quiero decir que iba a posarlas a los pies de esas estatuas —las señaló con la mano—, allí.

El hombre continuó con la mirada clavada en ella, sin mover un músculo de la cara.

—¿Qué estatuas? —su voz sonó vagamente amable. Se podría decir que la nueva inflexión de voz lo hacía titubear.

—La de Júpiter, el Padre de los dioses, y esa otra de ahí atrás, la Diosa.

—Ya veo —dijo.

El hombre cerró la boca con fuerza, frunciendo un poco los labios. De pronto se hizo un incómodo silencio. Julia creyó que debía estar muy enfadado con ella.

—Tú eres Julia, supongo. La hija de mi difunta hermana.

Se frotó los ojos y sorbió la nariz. Le resultaba muy duro admitir que ese hombre duro e inflexible fuese su tío Lucio.

—Mis padres murieron en Hispania —afirmó asintiendo con la cabeza, antes de caer en la cuenta de que su tío estaba al corriente de todo—. Usted debe ser... —aventuró la niña con timidez— mi tío Lucio.

—Sí —dijo volviéndose hacia la puerta—. Puedes dejar las rosas a los pies de esas estatuas, tal y como pretendías. Después de cenar ven a verme, estaré en la biblioteca. Tenemos que hablar.

Tío Lucio se dirigió a la salida sin volverse ni añadir una sola palabra más. Salió del peristilo maldiciendo en su fuero interno la estupidez y falta de tacto mostrada ante su sobrina. Lucio Fabio Quintiliano era un hombre que por severo que fuese con sus semejantes, siempre era mucho más riguroso consigo mismo.

El hombre llegó a la puerta que conducía a la parte oeste de la mansión, el lugar donde se ubicaban sus aposentos privados, y se volvió para observar a Julia. Medio oculto tras una columna, pudo observar a una niña seria y solitaria arrodillándose con profundo respeto ante la estatua de Júpiter antes de colocar las rosas rojas sobre la arena, a sus pies. Las rosas blancas se las ofreció a Minerva, depositándolas con delicadeza ante el frontón. Luego, con los ojos brillando de puro dolor y la boca apretada, alzó las manos frente a ella, con las palmas vueltas hacia arriba, para rezar una sencilla oración infantil, rogando por sus sueños.

Julia regresó a la cocina y allí encontró a Bricca muy ocupada envolviendo unas manzanas y un chusco de pan en un hatillo mientras Cennla, mugriento y miserable, esperaba pacientemente acurrucado en un rincón. Bricca se volvió hacia la puerta intentando ocultar a Julia lo que estaba haciendo. Demasiado tarde, la niña era muy avispada.

—¿Qué es eso, Bricca? —inquirió—, ¿qué estás haciendo?

—Oh, nada —farfulló la niñera—, preparo un poco de... bueno, nada especial, algo para el pobre muchacho. No tendrás nada que objetar, supongo.

—¿Qué significa eso de «pobre muchacho»? ¿Quién es ese pobre muchacho?

—Vaya, pues ese chico sordomudo, ¿quién si no? —contestó haciendo un ademán con la mano hacia el marino—. Cennla se va y he preparado algo de comida para el viaje.

Cennla, el muchacho sordomudo, no necesitaba oír nada para comprender perfectamente la situación. Lo había visto todo y sus ojos mostraban todo el dolor que sentía.

—¿Que se va?, ¿se puede saber adónde?

Bricca suspiró.

—Dios sabe dónde, joven ama. Se marcha fuera de la casa, órdenes del amo, no hay sitio para él.

—¡Tú no puedes hacer esto! —chilló Julia con una fiereza que asustó a la esclava, muy a su pesar—. No puedes echarlo de aquí así, de ese modo. No te lo permito.

Para subrayar la tajante orden, corrió hacia la esclava y le arrebató el patético hatillo de las manos.

—¡Es sordomudo, nadie le dará un empleo! ¿Qué crees que será de él?

—He de obedecer las órdenes de mi señor, joven ama. Sabes que no hay nada que yo pueda hacer al respecto.

—Tío Lucio no ha dado nunca semejante orden; seguro que hay un malentendido.

Y, sin soltar el hatillo, salió corriendo de la cocina en dirección a los jardines. Atravesó el peristilo como una exhalación y se internó en el ala oeste de la mansión, en la zona prohibida, las casi hieráticas salas del amo de la villa, su tío Lucio.

Corrió bajo el claustro y entró sin llamar al primer cuarto; estaba vacío. Allí tan sólo encontró un gran escritorio y paredes llenas de estanterías repletas de gruesos y polvorientos pergaminos. La siguiente puerta era un portón de doble hoja, un buen trabajo de ebanistería a base de roble autóctono taraceado en bronce. Se adivinaba claramente la figura de un águila peleando con una serpiente. Julia abrió la puerta y entró en la habitación como una tromba, pero aún no había avanzado dos pasos cuando se paró de golpe, atónita, impresionada por la belleza de la estancia. Era una sala magnífica, las paredes pintadas de terracota, un color oscuro y solemne muy apropiado. Los muros estaban decorados con paneles donde se exhibían valiosos frescos de distintas deidades, así como pájaros, peces y mamíferos. Al fondo de la pared oeste había un ventanal enorme, cuyo cristal estaba discretamente tintado de un tono verde pálido muy relajante. Los mosaicos del suelo, una espléndida obra artística, representaban todas y cada una de las criaturas de la amplísima mitología grecorromana, y en el centro de la habitación se hallaba una mesa baja, con el tablero de pizarra lustroso y brillante, de color gris carbón.

Así era la biblioteca de Lucio.

El brillo de la luz, suavemente filtrado por el cristal de la ventana, incidía directamente sobre la mesa iluminándola con los rayos del sol vespertino, reflectándose en millones de partículas de polvo que formaban un aura, la cual envolvía a la figura humana sentada sobre un sencillo atril de madera proporcionándole la apariencia de un estoico. A Julia le sorprendió la ausencia de otros muebles; no había ni una sola silla porque, en su opinión, nadie le podría llamar silla al espartano mueble donde se sentaba su tío a leer. Las paredes estaban cubiertas por estanterías de madera brillante y en ellas se apilaban multitud de pergaminos y también alguno de esos

biblos, un invento reciente que consistía en unir láminas por un extremo y pasarlas a medida que se iba leyendo. De estos últimos Lucio tan sólo poseía unos pocos ejemplares, pues para él no eran más que una moda bárbara y decadente que pronto desaparecería, ya que nada podía competir con la práctica comodidad de los pergaminos y su incuestionable elegancia.

Lucio alzó la cabeza muy despacio y miró a la desmelenada y jadeante figura de su sobrina plantada junto a la puerta, portando un remendado hatillo en las manos.

—Quizás hubiera sido más educado por tu parte llamar a la puerta y esperar a que te diera permiso para entrar, en vez de irrumpir de un modo tan perentorio en mi cámara privada, ¿no crees?

Julia meditó un instante sobre el posible significado de «perentorio» antes de contestar.

—Pero, tío Lucio —suplicó—, no puede echarlo con tan sólo este mísero paquete de comida, unas pocas manzanas y un chusco de pan. Sordomudo como es, resulta completamente inútil para todo el mundo... Surdo, bueno, Cennla, como dice Bricca que se llama... es un celta, igual que ella. Procede de una región al sureste de aquí, más allá de Exeter, creo... No es útil para nadie, está sordo como una tapia y, como dice Bricca, mudo como la silla de un lechero... Bricca hace unas comparaciones extrañas, ¿verdad, tío? Pero, bueno, lo importante es que ha de permitir que se quede o, de otro modo, quién sabe cómo terminará el pobre. Podrían encontrarlo muerto en una zanja, o ser atropellado por un carromato, pues no los oye acercarse. Quizá resulte muerto, completamente destrozado por la estampida de una vecería de toros o a lo mejor se lo lleva un águila gigante o una serpiente... bueno, una serpiente no se lo llevaría... no, una serpiente lo mordería y lo dejaría morir. Da igual, seguro que tendría un final espantoso en cualquier parte. También podría acabar, pobrecillo, en el barco de su antiguo capitán, un hombre malvado y asqueroso que le pegaba con su nudoso garrote de vid, sólo para divertirse. Tío Lucio, por favor...

Su tío se quedó perplejo ante semejante torrente de espontánea verborrea. También trataba de controlar el incómodo renacer de sentimientos que estaba teniendo lugar en lo más profundo de su alma. Las pasiones, demonios que traicionaban al hombre, siempre intentando minar y debilitar la soberanía de la razón. Se sentía algo molesto con su sobrina por haber interrumpido su lectura diaria de Séneca, pero más aún le molestaba que esa niña hubiese cuestionado los métodos de gobernar su propia casa y mucho más, si cabe, por ser consciente de que iba a doblegarse ante sus ruegos. Pero aquello no era nada comparado con la extraña sensación que le producía ser llamado «tío». Nunca nadie le había tratado con tal familiaridad, al menos desde que vistió la toga civil por primera vez. Esa mezcla de sentimientos encontrados hacía que su lengua resultase mordaz.

—¿Tus padres te educaron de algún modo, has recibido algún tipo de enseñanza?

—¡Por supuesto que sí, tío Lucio! —exclamo Julia indignada—. Mi padre me habló de África, un lugar que frecuentaba a menudo como ya sabe. También me habló de los hermosos caballos númidas... Él mismo tenía un potro de allí y aseguraba que era el caballo más rápido de todo el imperio occidental... y me contó cosas sobre los leones, leopardos y otros animales feroces. Mi madre me enseñó griego, bueno, sólo un poco porque no me gustaba mucho; a decir verdad, aprender todas esas letras raras me parecía una pérdida de tiempo y sospecho que ella era de mi mismo parecer, puesto que apenas empezaba a enseñarme esas cosas se aburría mortalmente, siempre terminábamos saliendo a hurtadillas de la casa para ir a pasear a los bosques de castaños, o a las praderas en busca de flores... sobre todo en primavera.

Todo se había complicado para Lucio. Él estaba acostumbrado a dominar a sus esclavos, delegados y contables sin necesidad siquiera de alzar la voz, pero esos eran hombres hechos y derechos, en cambio su sobrina era una niña pequeña... y él no tenía ningún tipo de experiencia en asuntos de esa índole. No sabía cómo reñir o qué decir a una criatura, cuyos padres habían muerto y que a él le recordaba constantemente a su hermana, la madre de Julia, cuando tenía su edad y jugaban juntos en la majestuosa hacienda de su padre, allá, en el hermoso Valle de las Sabinas, al sur de Roma. Cada vez que intentaba regañarla, como era el caso, se le hacía tan difícil que se bloqueaba, y para un hombre como él la situación era confusa...

Evidentemente, había sido un movimiento muy poco elegante cuestionarle a la niña el tipo de educación que le habían dado sus padres, especialmente ahora, con la muerte de ambos muy reciente en su memoria.

De mortuis nihil nisi bonum, se dijo a sí mismo con severidad. Su conciencia le recordó duramente la vieja máxima: de los muertos cuenta sólo lo bueno. El carácter de su hermana había sido casi el polo opuesto al suyo; ella era apasionada, impetuosa y de risa fácil, y su cuñado aún más y, además, un excelente soldado, reconocido por todos los que habían combatido junto a él. Pero Lucio no esperaba que hubiesen criado a su hija tan... bueno, él tenía otro concepto de cómo educar a un niño.

Se levantó con dificultad de su espartano atril y pasó por encima de la mesita para coger un pequeño pergamino.

—Este... —carraspeó un tanto embarazado—, recibí ayer este mensaje. Me lo entregó en mano un mensajero del

cursus imperial. Yo quería verte porque... será mejor que lo lea.

Todo esto le resultaba extremadamente difícil. Tomó una profunda inspiración y comenzó a leer:

—A Lucio Fabio Quintiliano, de Londinium Augusta. Saludos. Para contener un posible brote de peste en nuestra provincia, nos hemos visto obligados a reducir a cenizas la mansión que poseía su cuñado cerca de la ciudad de Corduba, junto a todas sus pertenencias. No hubo supervivientes. Rogaremos por las almas de los fallecidos. Firmado: Cornelio Simico, gobernador.

*

*

*

—Esto es... yo... lo lamento profundamente —susurró dejando el pergamino de nuevo sobre la mesita.

Hubo un largo silencio. Julia necesitaba sentirse querida, necesitaba el consuelo de alguien, pero su madre había muerto y aquí, en su nueva casa, no parecía haber nadie dispuesto a consolarla. Por un momento llegó a odiar a su tío, aparentemente un hombre tan insensible como un cadáver. También tenía la impresión de que lo ocurrido en su casa de Hispania suponía una vergüenza para él. La hacienda donde se crió había sido reducida a cenizas, según palabras textuales del gobernador Cornelio. La niña se la imaginaba como un paraje arrasado por las llamas, lleno de rescoldos humeantes y cenizas. Con sus juguetes y muñecos, y su infancia también, ennegrecidos, quemados y desparramados entre vigas y cascotes. En su imaginación, sólo la evocación de sus padres se libraba del desastre de las llamas. Sus progenitores yacían blancos, inmaculados y ocultos entre las ruinas.

¡Ocultos entre las ruinas! Sólo con pensarlo, Julia se estremeció.

—Pero, entonces... ¿quién va a pagar al barquero? —le espetó a su tío.

Lucio tuvo que dar la espalda a la niña para intentar ocultar la sonrisa que comenzaba a aflorarle en el rostro. Al final, su hermana y su cuñado no portaban el tributo a Caronte en su viaje al otro mundo. Según la costumbre, alguien debía introducir una moneda en la boca de los difuntos para que Caronte, el barquero del río Estigia, los transportara al Hades. Entonces Lucio se sorprendió a sí mismo buscando a toda prisa un consuelo que darle a su sobrina; tenía que inventar algo rápido, tenía que mentir... él estaba urdiendo un embuste... ¿cómo lo había llamado Platón? La mentira piadosa, un argumento que sirva para tranquilizar el ánimo de los niños. Tío Lucio se volvió despacio.

—Aquellos que mueren juntos —dijo con cautela—, quiero decir unidos en matrimonio, no tienen que pagar al Barquero Sagrado. Caronte los llevará sin cargo alguno, a cuenta del amor profesado por la pareja.

—¿De verdad? —Lucio asintió—. ¿Sin nadie presente que llore su muerte? —continuó—. ¿Sin un funeral apropiado?

Ella había visto las exequias que se realizaban en honor de los poderosos. Había estado presente en funerales de personas muy ricas. El difunto yacía en un lujoso féretro, ungido con costosos aceites y ungüentos, cubierto por finos tejidos drapeados en oro y rodeado de plañideras de alquiler. Primero celebraban un espléndido banquete, al anochecer llevaban el ataúd en procesión, a la luz de las antorchas, hasta la necrópolis, situada siempre en un lugar apartado del núcleo urbano y fuera de las murallas, si las hubiera. Junto al féretro iban las plañideras, luego los familiares y amigos del difunto y, tras ellos, músicos y danzarines. Por entonces, siendo una niña aún, la joven patricia ya sabía cómo y dónde enterraban a los pobres: en una fosa común, sin una lápida para señalar dónde están y quiénes fueron, olvidados como flores marchitas.

—¿Y para qué necesitan ellos a las plañideras? —respondió Lucio—. Tus padres ya están juntos en los Campos del Cielo. ¿Por qué tendrían que ser llorados, si ya son felices?

—Tío Lucio, no sé si el Hades y los Campos del Cielo son el mismo lugar —apuntó Julia con el ceño fruncido, pensativa y preocupada—. El nombre no sugiere que lo sean, eso me confunde...

—Hija —aseguró con un tono afectuoso impropio de él, casi dulce—, lo único cierto es que si haces el bien en esta vida, se te recompensará en la futura, ¿no es verdad?

Julia hizo un gesto de afirmación ensimismada en sus pensamientos y se encaminó hacia la puerta. Se quedó petrificada cuando escuchó a su espalda la voz de su tío que decía:

—Julia —era la primera vez que la llamaba por su nombre de pila—, respecto a ese chico, el de la cocina, ¿cómo se llama?

—¿Se refiere a Cennla, tío Lucio? —preguntó Julia mirándolo a los ojos.

—Cennla, eso es. Se puede quedar. Díselo a Bricca. Dile que puede emplearlo en las cocinas, limpiando, vigilando el fuego o lo que sea; no puedo imaginarme qué labor puede desempeñar un hombre en la cocina y...

Nunca llegó a completar la frase, pues su discurso fue interrumpido por su ilusionada sobrina, quien saltó hacia él con felina agilidad, colgándose de su cuello para besarlo en sus resecas mejillas.

—¡Gracias, gracias, tío Lucio, gracias! —exclamaba—. Muchas gracias.

Julia se soltó y salió de la biblioteca corriendo como una exhalación hacia las cocinas chillando la buena nueva.

La última vez que alguien besó a Lucio Fabio Quintiliano fue en los tiempos del emperador Diocleciano; tenía cuatro años por aquel entonces. Fue una esclava de su padre, una niña a la cual vendieron poco después por ser proclive a besar al hermano mayor de Lucio, de catorce años de edad, de una manera nada inocente.

Lucio volvió a su lectura, acariciándose la mejilla con el dorso de la mano. Se sentó en su atril, abrió la obra de Séneca que estaba leyendo,

De Tranquilitate Animi, sobre la tranquilidad y el sosiego espiritual. Comenzó a recorrer las líneas con el dedo, buscando dónde había dejado su lectura, pero no podía concentrarse. La mente de Lucio estaba muy ocupada meditando acerca de la verdadera naturaleza de lo cierto y lo falso, la legitimidad de la mentira piadosa, el uso de cuentos y mitos como medio de espantar nuestra inseguridad y temor, quizás incluso para establecer los misterios por los que se rige el destino, las causas que están más allá del alcance de la razón. ¿Puede ser eso? ¿Tiene sentido? Sus conclusiones le parecían peligrosas.

Lucio también dedicó un buen rato a pensar acerca del ruidoso torbellino de vehemencia, desconsideración, carcajadas y desconsolados llantos. La única hija de su hermana menor le parecía la auténtica personificación del cariño.

—Será mejor que le vaya buscando un buen pedagogo —concluyó en voz baja.

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