Julia

Julia


Primera parte. Virginibus puerisque » CAPITULO V

Página 15 de 51

C

A

P

I

T

U

L

O

V

Había sido un día largo, lleno de agotadoras experiencias. La niña, tras cenar huevos revueltos, pan con mantequilla y pastelillos de miel, se dispuso a ir a la cama.

—¿Qué haremos mañana, Bricca? Me apetecería salir a pasear por la ciudad. ¿Crees que tío Lucio me dejará? —preguntó Julia en cuanto entraron en el dormitorio.

—Tú sola desde luego que no, joven ama —contestó la esclava—. Supongo que al amo no le importará que me acompañes al mercado. Por cierto, parece ser que va a contratar a un pedagogo para que te instruya.

—Vaya, seguro que es uno de esos griegos viejos y apestosos —dijo Julia preocupada.

—No deberías ser tan grosera, joven ama, si no quieres que la reina Boudica venga a por ti.

—¿Cómo dices que se llama la reina ésa? —inquirió la niña con el ceño fruncido.

La niñera sonrió antes de contestar.

—¿No sabes quién fue la reina Boudica? —Julia negó con la cabeza al tiempo que la miraba con los ojos abiertos como platos—. Era una reina anciana, pelirroja, que hizo cosas terribles, pero, en honor a la verdad, esas cosas no fueron sino respuesta a las crueldades que cometieron con ella y los suyos. La malvada reina viene por la noche... —se inclinó hacia delante y le hizo cosquillas a la niña hasta que ésta chilló—, a poner grandes y peludas arañas sobre la cama de las niñas malas.

Julia se deshizo de los brazos de la niñera y rogó ansiosa:

—¿Quién era esa mujer? ¿Qué hizo? Vamos, Bricca, por favor, cuéntamelo.

—Vaya, vaya. Hace un momento estabas muy cansada.

—Pero ya se me pasó, de verdad. Ahora ya no tengo nada de sueño. Me encanta que me cuenten historias, mi madre solía hacerlo; me relataba sucesos maravillosos.

—Bueno, me parece que es una historia demasiado dura para una dama tan joven como tú —objetó Bricca haciéndose de rogar.

Pero Julia sabía que había ganado la partida. Sencillamente se sentó sobre la cama y apoyó su espalda contra la pared, preparándose para escuchar una bonita leyenda.

—Está bien —comenzó Bricca—. Todo empezó hace mucho tiempo, muchas generaciones antes de que tú, o yo, hubiésemos nacido. Esta historia tuvo lugar cuando los primeros legionarios romanos pisaron Britannia. En aquellos tiempos, toda la provincia estaba dividida en territorios tribales, tal y como ocurre ahora en Caledonia y algunas zonas de la Britannia occidental —pensar en ello, estremeció a la esclava—. Lugares llenos de gente salvaje y violenta. Dios nos libre de encontrarnos con uno de esos animales en una noche tormentosa.

Julia soltó una risa tonta, un poco nerviosa, y Bricca le dirigió una mirada severa.

—Como te decía —continuó—, la reina Boudica, palabra que significa «victoria» en la lengua de mis antepasados, reinaba en la Britannia oriental. Por si no lo conoces, te diré que es el terreno que se extiende hacia el noreste, cuyas costas dan al gran mar del Norte. Una tierra fértil, con buenos campos de avena, también de trigo, donde se crían caballos muy fuertes, venerados por los naturales de la región, y donde hay pantanos y marismas abundantes en caza y pesca. Los súbditos de la reina Boudica fueron llamados icenios por los romanos. Icenii era el nombre con que se conocían aquellas tierras. Años después, Roma dominó Britannia y los icenios se hicieron sus aliados. Desde entonces, unos y otros viven en paz.

La niñera hizo una larga pausa para poner en orden sus pensamientos antes de continuar narrando la leyenda.

—Ocurrió que un buen día murió el rey Prasutagus. Cayó enfermo y se murió. Bueno, en realidad no se sabe bien cuál fue la verdadera causa de su muerte. Unos dicen que asesinado, otros que durante el trascurso de una batalla o un accidente, tampoco es que importe demasiado. El caso es que el rey murió repentinamente y eso complicó las cosas. Los romanos nunca entendieron, o no quisieron o se molestaron en entender a los celtas y, sobre todo, nunca llegaron a comprender cómo, según las costumbres celtas, una mujer podía llegar a gobernar y, llegado el momento, hacerlo con mano dura. Boudica fue erigida reina de los icenios, su marido había muerto y ella parecía el candidato más adecuado para el puesto. En cambio, los romanos pensaron que esta tribu celta atravesaba una situación de vacío de poder.

»Un desgraciado día, los romanos mandaron una delegación al poblado de la reina Boudica exigiendo que se doblegaran ante Roma y se considerasen, desde ese mismo instante, como esclavos, o algo peor. Pues bien, los icenios eran gente orgullosa, no sé si lo sabes. Y en realidad todavía lo son; duros, valientes, supongo que como todos los habitantes de las estepas del mundo, salvajes y belicosos. Su carácter no se parece en nada al de los habitantes de los bosques y los páramos de la zona occidental, que se esfuman entre la vegetación y la niebla como fantasmas a la primera señal de peligro... para volver por la noche y robarte caballos y ganado. No señor, los icenios no se doblegaban ni se escondían de nada ni de nadie, ni siquiera ante la ira del mismísimo emperador, quien, por entonces, se llamaba Nerón. Mira, Julia, para Roma, no existe mayor ofensa que no ser reconocida y estos bravos jinetes llegaron a mostrar incluso indiferencia, imagínate... Entonces los legionarios cometieron una cruel insensatez. Amarraron con cuerdas a la reina, la subieron a un carro y allí, ante su propia gente, le arrancaron las ropas y la flagelaron hasta que sangró. ¿Te imaginas qué humillación para una reina? Su pueblo se lo tomó como una afrenta a toda la nación, naturalmente. Pero no vayas a pensar que los soldados se conformaron con eso, no, ni mucho menos. Cogieron a las dos hijas de la reina Boudica, dos muchachas pelirrojas como su madre, encantadoras, y allí donde estaban, ante su madre y su pueblo —la niñera se mordió el labio inferior—, las violaron, las humillaron, las ensuciaron de un modo que... hay cosas que una niña no debe saber, tendrás que crecer un poco más.

Julia abrió la boca para protestar, pero la esclava alzó una mano, un ademán negativo y seco, que calló a su joven ama.

—No. Ni la vida es amable ni el mundo un lugar tan feliz como el que tú te crees, pequeña. Te quedan muchas cosas por aprender y no seré yo quien te las enseñe, al menos no por ahora.

»Los legionarios abandonaron el poblado al anochecer de aquel aciago día, marchaban frotándose las manos, muy pagados de sí mismos, pensando que tan eficaz labor diplomática tendría como resultado el no volver a oír ni una mala noticia acerca de los icenios. No dedicaron ni un momento a pensar en las consecuencias de sus actos. Más les hubiese valido internarse desarmados en una guarida de lobos e intentar robar las crías en presencia de los adultos, que cometer aquellos crímenes ante Dios.

»Los soldados regresaron a sus campamentos en Colchester, Verulamium o aquí, en Londinium. Todos volvieron a su rutina habitual, ni militares, ni civiles, ni esclavos repararon en que al provocar así a los altivos jinetes de Icenii, habían abierto las puertas del infierno.

»Un día los habitantes de esta misma ciudad, Londinium Augusta, vieron sorprendidos cómo una tremenda humareda se extendía tras los montes de la parte norte de la capital. Las columnas de humo se alzaban a la altura del lugar donde recogían las bellotas para sus cerdos y cuyas fuentes y arroyos originan el riachuelo que desemboca en el Tamesa, frente a la puerta occidental. Pronto conocerás esos lugares, bonita. Los ciudadanos que se trasladaron a los montes para investigar, volvieron contando que el camino hacia Colchester se había convertido en una muralla de fuego. Y era cierto.

»La reina Boudica, sedienta de venganza, reunió a todo su pueblo. Hombres, mujeres y niños fueron reclutados, se les ordenó presentarse con todas las armas disponibles, cuchillos, espadas, mazas, jabalinas, arcos y flechas, horcas para el heno, hoces y junto a sus vecinos los trinovantes cayeron sobre Colchester como lo que eran, una tormenta de jinetes enfurecidos.

Bricca hizo una pausa para tomar aliento y Julia, conteniendo la respiración y con los ojos aún abiertos como platos, la animó a retomar la narración.

—Fue una terrible carnicería —dijo la niñera muy despacio—. Toda la ciudad, que en aquellos tiempos era la más grande de Britannia, fue pasada a sangre y fuego. No hubo distinción de sexo ni edad, no hubo prisioneros. Los que se encerraron en los templos, morían en ellos. Los icenios se limitaban a cerrar las puertas por fuera y luego prendían fuego al edificio, con la gente y los bustos de los dioses dentro. Los que intentaron huir fueron asesinados en la calle, allí donde los encontraron. Personas y caballos resbalaban sobre los adoquines de las calles empapados en sangre. Los que no fueron exterminados en el acto fueron tomados cautivos y, frente al roble sagrado de su diosa negra, Andraste, las mujeres, sobre todo las mujeres, tomaron venganza en los desdichados que llegaron vivos. Lo que allí hicieron no se puede describir con palabras.

Bricca hizo una nueva pausa, un poco más larga en esta ocasión.

—Algún día leerás algo sobre eso, cuando seas mayor, supongo —la esclava se santiguó—. Fueron días de muerte y desolación, quiera Dios que no regresen jamás —suspiró profundamente y se dispuso a continuar su relato—. Julia, a pesar de todo lo que has oído, la sed de venganza de Boudica todavía estaba lejos de saciarse. Los habitantes de esta ciudad, Londinium, esperaron refuerzos de las legiones que combatían en la zona occidental, en la isla de Mona, bajo las órdenes del general Cayo Suetonio Paulino. Estaban tan alejados porque esa isla se halla frente a las costas de Hibernia, era el lugar de reunión y verdadero centro de poder de los druidas y necesitaban destruirlo. La pobre gente de aquí cerró las puertas de la ciudad y se dispuso a esperar haciendo lo único que podían hacer: rezar. No creas, joven ama, que en aquellos tiempos Londinium era la formidable fortaleza de hoy en día. Hoy cuenta con altos y sólidos muros de piedra, numerosas torres de vigilancia y una legión completa compuesta por veteranos, duros, feroces y perfectamente adiestrados. Cuando Nerón era emperador, Londinium no era mucho más que una parada de postas, un pequeño puerto fluvial y un puñado de casas junto al río. Esperaron y, con el tiempo, vieron aparecer por el horizonte la vanguardia de las hordas de Icenni. Ya la cabeza de sus huestes, ¿adivinas quién iba? Sí, la reina Boudica sobre su carro de guerra, una figura espantosa. Llevaba los ojos pintados con malaquita, su melena pelirroja le llegaba hasta la cintura, de su cuello pendía una gruesa y retorcida torques de oro y de oro eran también sus brazaletes. Un montón de cabezas cortadas, colgadas por el pelo, chocaban contra el carro a medida que éste avanzaba por la campiña con un sonido seco, como siniestras campanas. Las llevaba como trofeo.

»Bien, corrieron la misma suerte que sus vecinos de Colchester. Los que se libraron de ser sacrificados a la diosa Andraste tan sólo fue porque murieron en las calles, o en las casas, pasados a cuchillo. No quedó piedra sobre piedra de la pequeña Londinium. Fue devastada, el suelo de la ciudad estuvo cubierto de ceniza roja durante semanas enteras. Y por fin la noticia de las matanzas llegó a oídos del general romano Cayo Suetonio. Éste ordenó a sus tropas retirarse y regresó a marchas forzadas desde las costas del mar de Hibernia, en Britannia Prima, hasta que encontró a los icenos de vuelta a su patria, en las tierras medias, en la calzada del norte. La reina Boudica, siempre al frente de sus hordas, sacó una liebre oculta bajo su manto (ya sabes que esos animales son propios de la magia y la brujería) y la soltó. Algo debió ver en la dirección o en su carrera, no lo sé, pero el caso es que la reina lo interpretó como un buen presagio. Vio la victoria y así se lo comunicó a su gente. Éstos, enardecidos por el espeluznante grito de guerra de la hechicera, que corrió por las filas, agitaron sus armas al viento y se lanzaron aullando hacia las legiones. Ahí terminó todo. Los icenios se estrellaron contra las cerradas filas de los soldados y casi todos ellos fueron masacrados.

—¿Qué le ocurrió a Boudica?

—Dicen que volvió a toda prisa a sus tierras —dijo la niñera negando con la cabeza—. La batalla estaba perdida; huyó para no caer en manos de sus enemigos, y una vez que se consideró a salvo, se envenenó. Nadie sabe dónde está enterrada; hay quien afirma que la reina sigue viviendo entre nosotros, como un espíritu... ¡que asusta a las niñas! —quiso reírse pero no pudo, la sombría historia le había quitado el humor.

—¿Y las hijas, qué fue de ellas?

—Nadie lo sabe, amita. Tuvieron un desgraciado final. Éste es un mundo cruel y, créeme, no hay nada seguro bajo las estrellas —la mujer suspiró—. Vamos, creo que ya te he asustado lo suficiente; no sé si dormirás algo esta noche.

—Dormiré, no te preocupes, no estoy asustada.

«Quiero decir que no estoy totalmente aterrorizada», pensó Julia. La niña se acostó con

Ahenobarbus el Fiero, el gato más valiente del mundo, y, junto a él, se sintió protegida de los encantamientos de la reina Boudica.

Aquella noche tuvo sueños extraños, protagonizados por celtas pelirrojos y misteriosos ritos de druidas y hechiceras bajo los robles sagrados. También sabía que la isla donde estaba la provincia de Britannia no estaba totalmente dominada por Roma. Las zonas montañosas del norte y del oeste todavía estaban habitadas por celtas que vivían a la antigua usanza.

Al norte del Muro del emperador Adriano, construido hacía doscientos años, aún había tribus de hombres feroces, poblados de los que no se conocía ni el nombre, gentes salvajes que viajaban en carromatos y adoraban a seres medio diabólicos. Hablaban una lengua ininteligible, no conocían la escritura y cubrían sus cuerpos con tatuajes azules, por eso los soldados los llamaban pictos, la gente pintada. La niña sabía todo eso y, en el fondo de su alma, sintió un escalofrío de emoción y miedo. Se preguntó si llegaría a vivir lo suficiente para ver gente como ésa.

Ir a la siguiente página

Report Page