Julia

Julia


Primera parte. Virginibus puerisque » CAPÍTULO VII

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Una y otra vez se encontraba con que el odio hacia el mundo era algo recurrente. Uno de los comentaristas de los Libros Sagrados había escrito: Nuestra existencia es terrena, pero somos seres celestiales. Aires de superioridad moral, ingratitud hacia sus semejantes.

Lucio no entendía cómo, si tan a disgusto estaban en el seno del imperio, amparados bajo la luz de la cultura de los pueblos mediterráneos, por qué no marchaban todos hacia las fronteras del Rhenus, o del Danuvius, y se establecían en los sombríos bosques de Germania o Sarmatia, entre las salvajes tribus bárbaras... allí, donde impera la fuerza y no el derecho, entre cuerpos despellejados, con cadáveres colgando por doquier y cabezas clavadas en estacas en las puertas de las chozas... quizás entonces comprendieran las ventajas de vivir dentro del imperio. El tesorero acabó dejando los pergaminos a un lado de la mesa con un profundo suspiro. El asunto tenía muy mala pinta.

El cristianismo no era una religión adecuada para un funcionario imperial, ni para nadie que se considerara un auténtico romano. Sus premisas no estaban basadas en la inteligencia o la razón, ni siquiera era adecuada para un hombre adulto. La idea del sueño eterno y la figura de un dios padre que espera paciente a que sus hijos regresen al hogar puede estar bien para los niños, su sobrina Julia, por ejemplo, pero no para un hombre formado. Lucio concebía la vida como un camino de crecimiento en sabiduría, como el más agridulce de todos los conocimientos de un hombre: la certeza de la muerte, la asimilación de la idea de la mortalidad. En cambio, el enfoque del cristianismo ante la vida era similar al de tantas otras religiones orientales que habían irrumpido en el imperio imparables, como una riada de misterio y fanatismo... carecía de una importante dosis de pesimismo y resignación ante la vida. Al llegar a este punto, Lucio se sorprendió, muy a su pesar, —sonriendo ante el espejo de su alma. De acuerdo, entonces no al pesimismo. La realidad... la religión de los cristianos no era sino el sueño de una religión. El sueño acariciado por un hombre que conoce la verdad.

Lo único cierto es que los padres mueren, los dioses no son más que una metáfora y el mundo continuará por los siglos de los siglos.

«Espero que mis argumentos sean válidos cuando me presente en el infierno de los judíos», pensó Lucio irónico.

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Julia casi se sentía como en casa. Tras pasar unas pocas semanas en aquella lejana provincia, en la frontera del imperio llamada Britannia, ya tenía un patrón de vida establecido. A menudo añoraba a sus padres, el brillo del sol de Hispania, el tintineo de los cencerros de las cabras cuando trotaban por las colinas y el delicioso aroma del tomillo, pero evitaba pensar en ello, pues siempre acababa llorando.

No estaba a disgusto, ni mucho menos. Allí tenía a Bricca, excelente niñera, a Hermógenes, un gran maestro a pesar de su aspecto, al siempre distante y a la vez amable Valentino, el supervisor y, sobre todos ellos, a su tío. Lucio Fabio Quintiliano seguía siendo un hombre severo, duro, un tanto difícil de tratar y que casi nunca sonreía, pero ella había empezado a quererlo y lo echaba de menos cuando éste salía de viaje. Las hazañas que más satisfacción le aportaban eran las contadas ocasiones en que consiguió hacer sonreír a su tío. En un hombre como aquél, la sonrisa no era un gesto habitual y ella guardaba esos recuerdos como tesoros.

Por las mañanas estudiaba gramática con Hermógenes, en la espartana sala del ala oeste, y más tarde solía acompañar a Bricca al mercado. Cuando su tío estaba en casa, cenaban juntos y él intentaba ser divertido y mantener una conversación con una niña de nueve años, cosa que no lograba pero que su sobrina agradecía profundamente. Cuando Lucio marchaba de viaje, ella acostumbraba a cenar con Bricca y el resto de esclavos. Su tío no aprobaba esa conducta, pero como no parecía hacerle ningún mal a la niña lo dejó pasar. Ya habría tiempo de que comiera sólo acompañada de sus iguales.

Julia se sentía segura, cómoda, lo más cerca que alguien pueda sentirse del limbo la mayoría de las veces, y le gustaba, claro está. De vez en cuando añoraba la compañía de otros niños para jugar con ellos, pero no había muchos patricios en la ciudad y ninguno era de su edad. Se conformaba con compartir sus experiencias y pareceres más íntimos con

Ahenobarbus, el cual, al modo felino y con la imaginación de un niño, no tenía una conversación desagradable.

Los últimos días de verano dieron paso al otoño y tras él llegó el invierno con sus ráfagas de nieve. Julia tiritaba cubierta con su gorro de lana; no podía creer que hiciese tanto frío. En las montañas de Hispania también hacía frío, pero era un frío seco, sano, fortificante en cierto modo. El frío de Britannia se agarraba a ella como gélidos tentáculos de humedad, la niebla que salía del río la envolvía y parecía meterse en sus huesos como si de un espíritu maléfico se tratase.

Un día, Bricca encontró a Julia de un humor un tanto extraño; parecía estar autocompadeciéndose por algo, sola, en el huerto, pisoteando ciruelas bajo sus sandalias con considerable malicia, una actitud inaudita en una niña tan alegre. Tras un breve interrogatorio y algo de mano izquierda, la esclava averiguó la verdad: era su décimo cumpleaños.

Bricca, como regalo, le ofreció una abundante ración extra de miel en el pan y trató de animarla lo mejor que pudo. Julia casi llegó a creer que estaba perfectamente y no había ningún problema, pero lo cierto es que estaba muy triste.

Al día siguiente Julia recibió una sorpresa que sí la animó de verdad. Sannio, el caballerizo encargado de las bestias, se presentó a ella para felicitarla por su cumpleaños y le anunció que su montura estaba casi ensillada y lista para cabalgar. La niña salió corriendo hacia el establo y allí, ante sus maravillados ojos, junto a un montón de heno, vio un precioso potro blanco y quizá con la grupa más gordita que la de su niñera. Julia entró a carrera tendida en la biblioteca de su tío con la intención de cubrirlo de besos. En su entusiasmo derramó un bote de tinta sobre la hoja donde Lucio estaba haciendo recuento de varios tipos de impuestos. El hombre descubrió que no le importaba en absoluto el incidente y, desconcertado ante su propia conducta, secó con otra hoja el manchurrón de tinta y abrazó a su sobrina como si no hubiese pasado nada.

Por supuesto, la niña insistió tenaz en su empeño de ir al mercado a caballo de

Bucéfalo, su nueva montura, llamada así en honor al caballo de guerra del Gran Alejandro de Macedonia.

Fue un buen cumpleaños.

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