Julia

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Primera parte. Virginibus puerisque » CAPITULO IX

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El niño se abrazó las rodillas, guiñando los ojos por el sol. Luego miró a Julia y añadió con aires entendidos:

—Deberíamos coger algo de comida. Provisiones y material.

—Manzanas, peras y queso, sobre todo queso —propuso Julia.

—Tampoco estaría de más mi cuchillo de caza y una cuerda. Por si acaso.

La rivalidad entre ellos se había esfumado como por ensalmo. Ambos se sentaron uno frente a otro, como dos liebres asustadas, con los ojos brillando por la repentina emoción de las posibilidades que surgían ante ellos.

—Esta noche —dijo Julia—. Me mantendré despierta hasta asegurarme de que todo el mundo esté dormido. Me lavaré la cara a menudo para estar alerta y, cuando el terreno esté despejado, me deslizaré hasta tu cuarto. La señal serán tres golpes en la puerta. Podríamos alcanzar la calle saltando desde el tejado de las cuadras, nadie nos oirá.

*

*

*

Aquella noche, Julia estaba tan impaciente por ir a la cama, que la niñera se preocupó por su salud.

—Espero que no estés poniéndote enferma —dijo Bricca mientras le tocaba la frente con la mano—. Normalmente, nunca te parece demasiado tarde para andar por ahí.

—No te preocupes, sólo estoy cansada —murmuró acurrucándose entre las sábanas.

Después bostezó con tal fuerza que casi se convenció a sí misma de que tenía un sueño atroz. Los ojos se le llenaron de lágrimas cuando se estiró, los frotó y se quedó quieta, con los ojos cerrados. Parecía dormir plácida y profundamente.

—Está bien, joven ama —susurró Bricca—. Nos veremos por la mañana.

La esclava se levantó y salió de la habitación tras haber apagado la lámpara de aceite que iluminaba la habitación.

Los ojos de Julia se abrieron en la oscuridad. Se quedó quieta, analizando sus sensaciones ante la inminencia de tan venturoso lance. ¿Llegarían al lejano y gris mar de Germania? O quizás arribaran a las costas de Galia. Un escalofrío corrió por su espina dorsal al pensar en dónde podría terminar su periplo si se encontraban con aquel odioso capitán, pero se tranquilizó pensando en que Marco podría atarlo con su cuerda. Puestos a pensar en lugares lejanos, también podrían llegar hasta la misma Roma, o a la bahía de Neapolis, o a los verdes valles de Arcadia... o a la exótica Palmyra, allá en Siria, donde, sentados a la sombra de palmeras cargadas de dátiles, contemplarían el paso de las caravanas hacia remotos lugares.

Julia, envuelta en tan excitantes perspectivas, se quedó dormida.

*

*

*

Se despertó con el sonido de unos golpes en la puerta del piso inferior, la que daba al atrio. No tenía idea de quién podría ser. Se levantó de la cama y, tomando agua de la palangana que tenía en el cuarto, se lavó la cara para despejarse.

Un momento después, tras abrir la puerta con sumo cuidado, se deslizó por el pasillo. Estaba oscuro como la boca del lobo, todavía era noche cerrada. Volvió a la habitación, calzó sus sandalias, las ató y se puso un manto alrededor de los hombros. De esta guisa anduvo silenciosa a lo largo del corredor hasta llegar a la puerta donde Marco la estaba esperando sentado en el suelo.

—¿Qué estabas haciendo? —siseó el niño.

—Nada, hemos de ser prudentes y movernos despacio. Vamos.

Marco se levantó y, echándose al hombro su petate de cuero, se dispuso a seguirla. Julia se detuvo a medio camino, en la galería, se asomó al balcón y observó las tejas de la cornisa sobre sus cabezas.

—Bien, no hay peligro —afirmó la niña.

—¿Estás segura?

—No seas miedica —le recriminó.

En un santiamén, la niña ya había saltado sobre el pasamanos, se volvió hacia el interior, se agarró firmemente al alero e intentó alzarse a pulso.

—Vamos, ayúdame —musitó medio ahogada por el esfuerzo.

Con el impulso de Marco, Julia logró alcanzar el tejado. Luego le tocó al niño. Éste siguió su ejemplo, le costó menos, pues al ser más alto logró emular la hazaña sin necesitar ayuda. Poco después ambos niños reptaban por la pronunciada pendiente del tejado, hasta llegar al caballete. Se detuvieron exhaustos, sin resuello pero eufóricos. Sentados allí arriba, se sentían como dos generales entrando a caballo en un desfile triunfal. Tuvieron que luchar para contener las carcajadas que les subían a la garganta.

La euforia hizo que se relajaran y Marco, intentando no reírse, dio un golpe a una de las tejas. La pieza se desprendió con un chasquido y comenzó a deslizarse lentamente. Los niños la miraron horrorizados mientras resbalaba ganando velocidad a medida que se acercaba al borde del alero; allí, en la canaleta, pareció que se detenía, pero no, se mantuvo en un equilibrio inestable hasta que cayó al suelo del atrio, dos pisos más abajo. En la quietud de la noche, el ruido de la teja al partirse resonó como el golpe de un ariete. Casi al instante apareció Valentino portando una antorcha, llamando a voces a los esclavos, apremiándolos para que se levantasen y registraran la villa de arriba abajo en busca de cualquier intruso.

—Llevad vuestras armas —ordenó—. No nos podemos permitir ser confiados en los tiempos que corren.

El relincho de

Bucéfalo les llegó a los niños desde los establos, dos pisos más abajo, sonaba nervioso, como si el animal entendiese que ocurría algo anómalo en esas horas de la noche. Julia se lo imaginó en la oscuridad de la caballeriza, golpeando el suelo con las pezuñas, agitando la cabeza, inquieto por el ajetreo.

—Rápido —siseó la niña—. Vayámonos ahora.

Deslizándose con sumo cuidado, llegaron a la parte exterior. Se asomaron al alero para observar la situación. Estaban por lo menos a diez pies de altura del suelo, el callejón parecía desierto y el suelo parecía lo bastante mullido para asegurar un salto seguro y una caída silenciosa.

Además, el momento de las dudas había pasado. Lámparas y antorchas iluminaban los patios y ventanas de la mansión y pronto los esclavos saldrían a registrar los aledaños de la casa. Julia tomó aliento y saltó. Cayó directamente sobre un charco de barro fresco y espeso que le manchó las piernas y la túnica, sobre todo la túnica. Afortunadamente no sufrió mayor daño.

—Vamos —instó a Marco—, y recuerda doblar las rodillas.

El chico saltó inmediatamente; su peso ocasionó una caída más dura, pero supo solventarla rodando sobre sí al tiempo que llegaba al suelo.

Apenas se puso en pie, sus ojos encontraron los de Julia. Ambos tenían la cara brillante de emoción, por fin estaban fuera. Y, sin decir una sola palabra, dos de los más sucios y mejor educados niños de Londinium partieron hacia su primera correría nocturna.

*

*

*

De noche, la ciudad parecía un lugar totalmente diferente.

Sintieron que era un lugar peligroso, Marco sujetaba con fuerza la daga que llevaba bajo su manto. Se cruzaron con grupos de borrachos; algunos de ellos eran soldados pertenecientes al fuerte de la zona sur, quienes los miraban amenazadores para, al rato, continuar gritando blasfemias sin el menor reparo. El paso de uno de ellos era tan inseguro que, siendo incapaz de andar en línea recta, cayó al arroyo. Sus compañeros no le prestaron atención alguna y lo dejaron allí, en el agua, casi sin poder ponerse en pie, mareado por los efectos del vino.

Julia no podía creer lo oscuras que estaban las calles. A excepción del puntual brillo de una antorcha encendida al paso de la ronda nocturna, toda la ciudad se hallaba sumergida en las tinieblas. Sobre sus cabezas brillaban algunas estrellas y el jirón de una nube ocultaba casi la totalidad de la media luna. Por otra parte, los altos edificios de la ciudad bloqueaban la mayor parte de la pálida luz de la luna, dejando los estrechos callejones, y a los habitantes de la localidad, sumidos en una oscuridad mayor que la de sus parientes del campo.

Para aumentar la excitación de la aventura, ambos niños estaban empapados de sudor, caminando cogidos de las manos a través de oscuros callejones y rústicas paredes medio derruidas. Por fin aparecieron en el foro, y menudo panorama se abría ante sus ojos, porque no era tan tarde como se imaginaban y la noche era joven aún.

Casi todo el mundo parecía estar borracho. Cerca de las sombrías entradas de las cantinas, había individuos de aspecto alcohólico sentados, sosteniendo contra su pecho grandes jarras de vino tinto peleón, que rompían nueces con los dientes. Vieron a comedores de fuego subidos a sus barriles, con las caras iluminadas por el fulgor naranja de las llamaradas y también un número de magia consistente en acertar bajo cuál de los tres vasos de madera se escondía una almendra. Una vez tras otra, la obsesionada audiencia apostaba monedas de cobre ante el vaso donde suponían que debía estar la semilla y de nuevo erraban en sus predicciones mientras el mago, sin abandonar su expresión de sorpresa, se embolsaba otro puñado de monedas.

También vieron un gran número de mujeres jóvenes, y no tan jóvenes, pasear sin escolta, muy maquilladas con los párpados pintados de verde, los labios rojos, las túnicas bastante más cortas de lo que marca el decoro y desmesuradas pelucas rubias. Una de ellas incluso se aproximó a Marco ofreciéndole «un rato de diversión, cariño», suceso que dejó al muchacho sin habla y rojo como la grana hasta que otra señora cogió a su amiga de la mano y se la llevó entre risas de regocijo. Julia, con el disgusto dibujado en la cara, cogió de la mano a su amigo y también se lo llevó.

Más adelante se encontraron con un grupo de músicos en una esquina, brincando al son de la música arriba y abajo entre retazos de bruma mientras ejecutaban una melodía extraordinaria, mágica, cuyo son parecía girar alrededor de ellos. Utilizaban una extraña mezcolanza de instrumentos que combinaba flautas unidas a una vejiga de piel, toscas cítaras cuyas cuerdas estaban hechas de tripa de animal y timbales de cuero que sujetaban bajo el brazo, golpeándolos con baquetas de madera o hueso. La mezcla de sonidos tenía algo de bárbaro, de hechizo, y Julia se quedó observándolos durante un buen rato con los ojos abiertos como platos.

—Son celtas —susurró Marco con un insólito tono de desagrado y nerviosismo en la voz.

Al oír la última palabra, Julia reaccionó girando sobre sus talones mirando al niño a los ojos durante un momento, luego fijó su atención de nuevo en los harapientos músicos, como si hubiese entrado en trance. Llevaban unos fascinantes pantalones de cuadros y el pelo muy largo adornado con extravagantes lazos de colores, y sus caras, como veía ahora que se fijaba con atención, mostraban líneas, volutas y puntos azules.

Julia se volvió hacia Marco, éste parecía haber caído en una especie de hipnosis. Sus ojos se encontraron y centellearon con un brillo de entendimiento. Ambos pensaban lo mismo y lo sabían sin necesidad de decirlo. Estaban viendo a celtas de verdad, auténticos, provenientes quizá de las remotas regiones occidentales o del norte, de páramos desolados y montañas, de tierras repletas de osos y druidas donde la gente comía a los niños y clavaba las cabezas de sus enemigos en estacas. Los chicos temblaron de miedo bajo el efecto de un extraño presentimiento. Un día ellos serían... ellos podrían... algo.

Entonces se cogieron fuertemente de la mano y por la misma inexplicable e innombrable razón salieron corriendo por un callejón cercano riéndose a carcajadas, incapaces de pronunciar una palabra.

Corrieron hasta que llegaron a los muelles. El puente quedaba a contracorriente, un poco más arriba. Allí se sentaron juntos en el borde de un pantalán, balanceando las piernas y escrutando el tranquilo correr de las negras aguas del Tamesa, así como los islotes de arena del lado sur. Abrieron el hatillo donde guardaban la comida que habían empaquetado para lo que convinieron en llamar su Gran Aventura. De momento ambos tenían un hambre atroz y, sentados en medio de un silencio íntimo, casi acogedor, se dispusieron a dar buena cuenta de las viandas, mascando entre suspiros y, de paso, sintiéndose muy orgullosos de sí mismos.

La vista de los barcos le trajo a Julia los terribles recuerdos de su travesía desde Hispania; la muerte de Dorcas y la horrible presencia del capitán. Y, de pronto, se encontró contándole a su amigo todas aquellas tristes peripecias. Él la escuchaba y asentía con la vista fija en el río, deseando haber vivido tan apasionantes aventuras.

Desde luego que no estaban nada mal para tratarse de una niña.

El río se encontraba en pleno reflujo y el sonido de la corriente al golpear los grandes sillares del embarcadero resultaba muy relajante. Se habían despejado las nubes y un brillante manto de estrellas se extendía sobre sus cabezas. Parecía como si pudiesen alcanzar los astros con la mano. Julia las contempló hasta que le dolió el cuello, meditando en cómo las estrellas brillaban para todo el mundo por igual; para ellos, para tío Lucio,

Ahenobarbus, quien debía estar cazando ratones por el huerto, tal como correspondía al certero depredador que era, y también para

Bucéfalo, dormido de pie en su establo, e incluso para el propio emperador, allá en Roma. Y también, cómo no, para sus padres, muertos en Hispania.

Ahora, la imagen que componía de la mansión de sus padres no era la de un lugar reducido a cenizas por orden del gobernador. Su mente había fijado el recuerdo de una prístina mansión, al pie de las eternas montañas, tan blanca como el mármol, silenciosa como un templo y rosales de rosas rojas cubriendo las paredes de una cámara situada en el centro exacto de la villa. Escondidos tras blancos velos, un hombre muy atractivo y una bella mujer yacerían dormidos uno al lado del otro sobre sus blancos féretros de mármol. Nadie podría tocarlos, nadie podría acercarse a ellos, pero todos sabían que estaban allí.

Y las mismas estrellas los iluminaban.

*

*

*

Su ensueño fue interrumpido por los pasos de alguien caminando por el muelle cercano.

Miraron con curiosidad al individuo que se acercaba, un hombrecillo de aspecto ratonil que corría entre dos almacenes con un saco de cuero a la espalda. El hombre se detuvo al borde del embarcadero, echó un nervioso vistazo a su alrededor pero no descubrió a los niños sentados, ocultos entre las sombras, en silencio.

—¿Qué está haciendo? —susurró Julia.

—Calla —respondió Marco tapándose la boca con la mano—. Creo que podré verlo.

Observaron al desconocido en silencio. Éste, creyéndose solo, saltó sobre una de las barcazas sin mástil que se balanceaban atracadas a puerto. Tan pronto como cayó en la gabarra, posó el saco en el suelo y lo abrió. A través de la oscuridad, les llegó perfectamente el sonido de algo revolviéndose dentro del petate que emitía agudos y débiles chillidos.

—Ratas —dedujo Marco—. Ese sujeto es un cazador de ratas.

—¿Qué hace entonces soltándolas? —preguntó Julia—. Se supone que debe cazarlas.

Marco sonrió en la oscuridad; la niña pudo ver el brillo de sus dientes.

—Precisamente por eso —contestó—. Las volverá a cazar mañana a tanto la pieza. Y así un día tras otro.

Se volvió justo a tiempo para ver al cazador de ratas encaramándose al muelle.

—¡Muy buenas noches, señor! —saludó el chico alegremente.

Sería difícil saber quién estaba más espantado, si el desconocido o Julia. La niña sujetó el brazo de su amigo con fuerza, temiendo que aquel hombre les pegara, les tirara las ratas a la cara o algo peor... No podía creer que Marco los hubiese delatado de esa manera.

El desconocido, recuperado del sobresalto, se acercó a ellos sigilosamente en cuanto descubrió que sólo eran dos niños.

—Bueno, bueno, pilluelos —preguntó con voz suave—. ¿Se puede saber qué hacéis aquí, en una noche tan oscura como ésta? —sin esperar respuesta se puso a rebuscar en su faltriquera—. Es una noche negra como la boca de un lobo, ¿verdad? Lo bastante oscura como para no ver más allá de tus narices, sobre todo si... si están entretenidos buscando una moneda de cobre como ésta. Oh, vaya, se me ha caído justo en su regazo...

Marco miró la moneda y luego al hombre.

—Quizá sean necesarias dos monedas —sugirió—. Una por cada ojo.

«Tómatelo como una satisfacción por habernos llamado pilluelos», pensó.

El cazador sacó otra moneda y la dejó caer al suelo, muy cerca del regazo de Julia, con una sonrisa tan horrible como falsa dibujada en el rostro.

—Aquí tienes, ¿qué dices ahora?

—Extraordinario —convino Marco—. Efectivamente, tienen un efecto cegador.

El desconocido chasqueó la lengua con alivio, se dio un golpecito en la nariz y regresó al callejón de los almacenes; necesitaba dormir tintes de encarar otro duro día de trabajo.

—¡Uf! —jadeó Julia, pretendiendo expresar disgusto cuando, tras la experiencia, admiraba profundamente a Marco—. ¿Dónde has aprendido esas cosas?

—Aprendes cantidad de trucos allá, en las fortificaciones del Muro —contestó despreocupado a la vez que arrojaba la moneda al aire y la recogía sin, aparentemente, prestarle atención—. Hay que estar alerta en la ciudad, ya sabes. Vamos, venga, quiero comprar algo de comida. Me muero de hambre.

Se dirigieron a la plaza del mercado y allí compraron dos grandes trozos de carne picada de buey con cebolla frita por encima, envueltas cada una de ellas en dos buenas rebanadas de pan. Delicioso.

—A mi tío no le gusta que coma por la calle —dijo Julia con la boca llena—. Dice que es de muy mala educación y que sólo lo hacen los plebeyos.

—Y tiene razón —asintió Marco con la boca más llena aún—. Es maravilloso, ¿no crees?

Después de la opípara comida empezaron a sentirse preocupados, pues sospechaban que se estaba haciendo tardísimo, aunque la ciudad pareciese estar llena de gente paseando por la calle. Quizá faltase poco para el amanecer, aunque no había visos de luz hacia el este, pero, en realidad, su Gran Aventura no había durado más del tiempo que necesita un hombre para caminar tres o cuatro millas. Ni siquiera era medianoche. De todas maneras, habían quedado muy satisfechos de su primer contacto con la noche y, acordando salir otra vez en cuanto tuviesen oportunidad, se dirigieron de vuelta a casa.

Tan contentos iban que no se dieron cuenta de la litera que iba tras ellos, llevada por dos esclavos. No repararon en ella hasta que escucharon la fría voz de Lucio.

—Qué sorpresa el veros por aquí tan tarde. ¿Puedo saber adónde vais, si se me permite la pregunta?

Era difícil saber si Lucio estaba verdaderamente contrariado, de modo que Julia comenzó a explicarle que hacía poco que habían salido de casa, bueno en realidad se les había hecho tarde, además no habían hecho muchas cosas y...

Lucio la calló con una fulminante mirada y dijo:

—Id a casa delante de mí. Os iréis a la cama en cuanto lleguéis y mañana, al amanecer, vendréis a verme y me haréis un relato pormenorizado de vuestras fechorías.

Chasqueó los dedos, los esclavos alzaron la litera y la comitiva se encaminó al hogar, con los dos niños formando la alicaída vanguardia.

Aquella noche no durmieron nada bien.

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