Julia

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Segunda parte. Arma virumque » CAPÍTULO XI

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—Ah —murmuró Mus con afecto—. Mis rameras, mis queridas mujerzuelas —se volvió hacia Marco, que marchaba a su lado—. Me parece que nunca te hemos llevado de putas, no, me parece que no —añadió con una mueca—: También las hay ahí arriba, te lo digo yo. Tienen un buen puñado de pequeñas y peludas zorras, pero no se pueden comparar con las de aquí.

Sonrió abiertamente a una mujer situada a la izquierda de la formación y señaló a una en particular que llevaba una monstruosa peluca de pelo rubio.

—¡Mi querida Lollia, mi único y verdadero amor! —berreó—. ¡Volveré antes de que caigan las primeras nieves para casarme contigo, mi amor!

—Sí. Claro —lloriqueó amenazándolo con su puño izquierdo—. Y yo me convertiré en la maldita diosa Diana.

—No te aflijas —gritó Mus—. Tendrás a los muchachos de la II

Augusta esta misma noche. Y ya sabes cómo son esos elementos —se burló.

La mujer le arrojó una manzana intentando herirlo, pero el legionario la atrapó al vuelo y empezó a comerla.

—Sí, todos sabemos cómo son esos imbéciles medio celtas —le murmuró a Marco; el jugo de la manzana se le resbalaba por la barbilla—. Tienen la polla del tamaño de un mondadientes —soltó una nueva carcajada para sí.

Marco había notado que el tamaño del pene era el tema de conversación preferido entre sus compañeros e infirió que debía ser un tema muy militar.

La formación abandonó la ciudad por la Puerta del Obispo, en dirección norte, siguiendo el valle del Lea. La primera noche vivaquearon cerca de Youngsbury, un poco más allá de Hetford. Las tiendas, levantadas entre los antiquísimos túmulos, semejaban peligrosos animales durmiendo agazapados. Un rumor de desasosiego recorrió la tropa cuando descubrieron que acamparían entre los muertos; sólo los marinos aventajan a los legionarios en lo que a superstición se refiere, y los centuriones, profesionales expertos, tomaron la sabia decisión de obviar la inquietud de sus hombres.

Marco no podía conciliar el sueño; los músculos gemelos le dolían y sentía los tendones tensos como el cordaje de un barco. Esa noche sufrió el mayor calambre de su vida; tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para no llorar. A la mañana siguiente, anduvo cinco millas antes de poder hablar y caminar a la vez, tal era el dolor que le transmitían las piernas.

—Mus, ¿por qué no llevamos el águila? —preguntó tímidamente.

—¿Te refieres al estandarte de la legión?

—Sí.

Mus lo miró como si el chico fuese la persona más tonta con la que se hubiese topado jamás.

—El águila debe permanecer en el campamento base y, para esta legión, dicho campamento es Eburacum —explicó—. Allí quedará hasta que el último legionario abandone la fortificación. Recuerda que en Londinium no somos más que un grupo de contingencia.

—¿Cuántos de la VI están en Eburacum?

—Sólo una cohorte más... las cosas han cambiado mucho. Pero es la Primera Cohorte, cinco centurias de ciento ochenta hombres cada una. Nosotros somos la Segunda Cohorte, seis centurias de ochenta hombres. Mil doscientos ochenta en total —anunció, haciendo gala de sus conocimientos aritméticos con una sonrisa de satisfacción. Marco se abstuvo de corregirlo—. También están las tropas auxiliares, pero esos no cuentan. Mil doscientos ochenta hombres para defender toda la frontera norte; parece que no somos muchos, ¿verdad? Ahí es donde te equivocas; somos los mejores, los más duros. Somos legionarios romanos. Podríamos enfrentarnos a diez mil, qué digo diez mil, podríamos pisotear a cien mil de esos malditos celtas harapientos.

—Desde luego —confirmó.

Continuaron la marcha en silencio.

*

*

*

El estado de la calzada empeoraba a medida que avanzaban. Marco estaba impresionado. En las calles de Londinium había baches, por supuesto, y también alguna casa deshabitada y medio derruida que servía de refugio para búhos y murciélagos. Pero una vez alejados de la relativa prosperidad de la capital, las cosas empeoraban a ojos vista. Vio lugares en el camino, la propia calzada, por ejemplo, que habían sido devastados por las últimas lluvias y no se había hecho nada por repararlos. Muchas veces, para lograr que los carros de intendencia atravesaran los barrizales, debían hacer caminos con varas y ramas y arrimar el hombro para ayudar a los exhaustos bueyes. Era un triste espectáculo.

«Puede que el pesimismo crónico de Quintiliano no sea más que lucidez. Y pensar que nosotros nos reíamos de él... cómo son las cosas», reflexionaba Marco.

Continuaron la marcha.

Atravesaron los llanos de Cambridgeshire. Feroces vientos del este barrían los inhóspitos pantanos, vientos que atravesaban los mantos de lana y les congelaban los huesos. Helados, con los ojos enrojecidos de frío, entumecidos incluso para hablar, vadearon el río Cam y entraron en Godmanchester. Continuaron su camino a través de Water Newton, Stamford y Ancaster. Marco contempló desolado villas abandonadas, tomadas por la maleza al igual que los campos. Las tierras de cultivo también parecían estar abandonadas, cosechas podridas sin recoger, tierras en barbecho que nadie volvería a trabajar. Y también comenzaron a cruzarse con gente, la mayoría leprosos, mendigos y gentes sin hogar que tiritaban de frío.

—¿De dónde vienen? —preguntó Marco.

Mus se encogió de hombros.

—No lo sé —contestó—. Ni tampoco sé adónde van. Los hay que creen en la buena fortuna, y yo te digo que no hay ningún tesoro donde nace el arco iris.

Llegaron al fuerte de Lincoln. Los mandos les concedieron media jornada de descanso. Lo primero que hizo Marco fue curarse las llagas de los pies y también las profundas laceraciones de los hombros causadas por las correas de su mochila. Le dolía todo y ese dolor no desaparecería con medio día de descanso, lo sabía bien, pero jamás se había sentido tan bien tomando un baño caliente que le reconfortó sus maltratados huesos. Impresionó a sus compañeros de contubernio cenando ocho platos de lentejas, acompañadas de tres libras de pan.

—Bien, muchacho —rió Mus—. Sigue comiendo así, a ver si logras poner algo de carne sobre ese cuerpo de gorrión que tienes.

Continuaron la marcha hacia el norte, tomando una bifurcación hacia el oeste, cruzaron el Trent a la altura de Nottinghamshire, y llegaron a Doncaster bien entrada la noche, bajo un fuerte aguacero. La prueba había sido brutal; ese día cubrieron treinta millas. Milo se mostraba despiadado; quería llegar al destino dos días más tarde. Al día siguiente alcanzaron Castleford y, por fin, al anochecer del segundo día, alzando los brazos por encima de sus cabezas, sintiéndose agotados pero orgullosos, arribaron a Eburacum. Atravesaron los grandes portones del que era el emplazamiento oficial de la VI legión

Victrix desde hacía casi trescientos años, su hogar.

Milo se presentó en los barracones dispuesto a pasar revista a los pertrechos de sus legionarios. Prestó una atención especial al nuevo pisahormigas, Marco Flavio Aquila. Le gustó lo que vio, y le gustó mucho. El muchacho ofrecía un aspecto deplorable, estaba totalmente agotado, pero su equipo estaba impecable. Y la expresión de conejillo asustado que de ordinario mostraba su pálido rostro, se había trocado en un rictus de determinación que tensaba sus labios y su mandíbula. Definitivamente, estaba contento con el chico. Tampoco le pasó desapercibida la chispa de ambición que lucía en su mirada. Sí, haría un buen soldado de él; el chico podría llegar a general... con los contactos de su tutor, claro. Pero ese brillo de ambición le hizo pensar en el color púrpura de la toga imperial; no sería la primera vez que un general es nombrado emperador... Milo resopló. Una temporada en el Muro le sentaría bien a Marco.

Al día siguiente hubo más preparativos y pases de revista seguidos del sacrificio ritual de un buey blanco al divino emperador y la preceptiva renovación de los juramentos. Esa noche se les dio permiso de paseo a la mitad de los hombres para que visitaran la ciudad y, por supuesto, para que se emborracharan.

La gran mayoría de los ciudadanos de Eburacum estaban encantados con el regreso de los legionarios. Los soldados eran muy buenos gastando el dinero de sus pagas y los civiles hacían la vista gorda ante sus desmanes, que tampoco eran tantos. Marco salió con Mus, Brito y Tales. Fueron a una pequeña y apestosa taberna en la que se servía vino barato y donde jugaron a los dados y bebieron vino picado mezclado con agua, aunque pronto comenzaron a beberlo solo. Tales era el único que parecía no estar borracho. El cretense los entretenía a todos narrándoles sus peripecias a lo largo y ancho del imperio: había cazado leones en África, combatido a los bandidos de Creta, masacrado escitas en la ribera norte del Danuvius... Mus siempre respondía lo mismo:

—Tonterías.

Llegó un momento en que Mus se levantó y anunció sin reparo alguno:

—Voy de putas, ¿quién quiere venir?

Brito se apuntó, Tales rehusó y Marco no tuvo más opción que ir, pues Mus lo cogió del cogote con su enorme manaza y lo llevó casi a rastras hasta la ribera del río, donde se hallaba el burdel más cercano.

No fue una experiencia muy agradable. Estuvo temiendo el encuentro con las «pequeñas y peludas zorras» de Eburacum, como tan vividamente las había descrito Mus, y además estaba bastante borracho. La mujer, una que tenía suficiente edad como para ser su madre, se puso a gatas, esperando, pero como el chico parecía no decidirse se volvió a mirarlo. Marco tenía fuertes arcadas; estaba a punto de vomitar.

—¡Eso no! —chilló la mujer—. No se te ocurra hacer eso aquí, perro. Si quieres vomitar vete fuera, éste es un lugar limpio y decente.

No se hizo repetir la sugerencia. Salió a toda prisa del burdel, vomitó varias jarras de vino picado y tomó unas cuantas bocanadas del fresquísimo aire de Eburacum.

—De buena me he librado —murmuró entre dientes, con la cabeza casi despejada.

Y así, medio borracho todavía, se fue despacio hacia la ciudadela.

*

*

*

A la mañana siguiente, debilitado, dolorido y tembloroso a causa de su primera resaca, Marco fue equipado con armas.

Primero fue la jabalina. Ésta consistía en un fuste de fresno de unos cinco pies de altura rematado por una fina barra de hierro de punta plana y aserrada. El escudo tenía forma rectangular, era casi liso y estaba compuesto de varias planchas de madera pegadas entre sí, perfectamente encajadas, bordeadas por un refuerzo de metal y del tamaño suficiente para ocultarse tras él, sólo con agacharse. En último lugar le entregaron la espada. Ya no se usaba el clásico

gladius hispaniensis que tan buen resultado había dado a las legiones del imperio, ahora se utilizaba la

spatha, un arma más larga y elegante, odiada por los veteranos, pero bastante eficaz en el combate. Las reglas básicas de la escuela de esgrima de la legión se reducían a dos simples, pero brutalmente eficaces, preceptos: acércate y apuñala, no des tajos. Siguiendo a rajatabla estas dos reglas, Roma había construido su imperio.

También le entregaron una funda, un tahalí y una sujeción para el escudo. Cuando estuvo armado, comprendió por qué no habían llevado las armas desde Londinium.

El peso extra habría agotado a cualquiera de las mulas de Mario.

Ahora llegaba el momento de aprender a usarlas.

Los lanzamientos de jabalina de Marco no fueron muy brillantes, más bien fueron vergonzosos, no tenía aún suficiente fuerza y Milo lo abroncó sin miramientos. En cambio mostró tener una especie de don en el uso del escudo y la espada. Cuando llegó la hora de encarar al enemigo, una fila de sacos rellenos de paja que colgaban de un travesaño, Marco embistió con la fuerza de un toro, con la cabeza baja, y acuchilló los sacos con tal saña que Milo lo consideró preparado para destripar bárbaros. De todas maneras, prefirió no decírselo; no quería que al chico se le metieran ideas extrañas en la cabeza.

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Al principio escribía a casa, a Londinium, con bastante regularidad. Cansado hasta la extenuación, se tumbaba cada noche en su jergón para redactar sus cartas. En ellas narraba sus proezas y trataba de darles un tono entretenido y marcial. Como recompensa, le llegaron varios pares de calcetines de repuesto de parte de sus familiares.

Tras una temporada, las cartas comenzaron a espaciarse, pues no encontraba muchas cosas nuevas que contar y, por otra parte, el ejército era ahora su familia. Así lo sentía. Sus parientes, así los consideraba, deberían aprender a vivir sin él, tal como él había aprendido a vivir sin ellos.

Con cierto orgullo, pensó que Julia lo echaría más de menos si espaciaba un poco el correo, y así, un día, escribió la carta que durante mucho tiempo sería su última misiva.

A Lucio Fabio Quintiliano, salud.

Te escribo, querido padre, para anunciarte que nuestra cohorte ha recibido la orden de trasladarse a la fortificaciones del Muro pasado mañana con el objeto de sustituir a los destacamentos que han sido retirados por la llegada del invierno. No sé si podré escribiros tan a menudo como ahora, pues supongo que estaré bastante ocupado.

Parece haber problemas con las tribus del norte de Caledonia. Es muy probable que tengamos que pasar el Muro en misión de combate y pacificar la zona. La verdad es que no estaría mal algo de auténtica acción.

Confío en que las labores de costura de Julia hayan progresado.

Saludos a todos.

Tu hijo, Marco.

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